La unidad de Langley voló a Des Moines, donde los agentes alquilaron dos automóviles y una furgoneta. El viaje por carretera a Bakers, Iowa, duró cuarenta minutos. Llegaron a la tranquila localidad cubierta de nieve dos días antes que la carta. Cuando Quince la recogió en la oficina de correos, ellos ya conocían los nombres del administrador de correos, el alcalde, el jefe de la policía y el cocinero del local de comida rápida que había al lado de la ferretería. En cambio, en Bakers nadie los conocía.
Vieron que Quince salía de la oficina de correos y regresaba corriendo al banco. Treinta minutos después, dos agentes conocidos tan sólo como Chap y Wes encontraron el rincón del banco donde el señor Garbe, hijo, trabajaba. Se presentaron a su secretaria como inspectores de la Reserva Federal. Su aspecto era de lo más oficial: traje oscuro, zapatos negros, cabello corto, abrigo largo, lenguaje lacónico y pinta de personas competentes.
Quince estaba encerrado en su despacho y, al principio, no parecía muy dispuesto a salir. Los inspectores trataron de hacerle comprender a la secretaria el carácter urgente de la visita y, al cabo de casi cuarenta minutos, la puerta se entreabrió. El señor Garbe daba la impresión de haber estado llorando. Estaba pálido y aturdido, y no le apetecía recibir a nadie. No obstante, los hizo pasar. Estaba tan trastornado que ni siquiera les pidió que se identificaran. Apenas reparó en sus nombres.
Se sentó detrás de su enorme escritorio y miró a los gemelos que tenía delante.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó con una ligera sonrisa de compromiso en los labios.
—¿Ha cerrado bien la puerta? —preguntó Chap.
—Pues sí.
Los gemelos tuvieron la impresión de que el señor Garbe se pasaba casi todo el día detrás de una puerta cerrada.
—¿Nos puede oír alguien? —preguntó Wes.
—No.
Ahora Quince ya estaba empezando a intrigarse.
—No somos funcionarios de la Reserva Federal —anunció Chap—. Hemos mentido.
Quince no supo si enfadarse, lanzar un suspiro de alivio o asustarse todavía más, por lo que se limitó a permanecer sentado un segundo, petrificado y boquiabierto de asombro, a la espera de que le pegaran un tiro.
—Es una larga historia —prosiguió Wes.
—Les concedo cinco minutos.
—En realidad, podemos quedarnos todo el tiempo que nos dé la gana.
—Estoy en mi despacho. Largo de aquí.
—No tan rápido. Sabemos ciertas cosas.
—Llamaré al servicio de seguridad.
—No lo hará.
—Hemos visto la carta —dijo Chap—. La que acaba de recoger en la oficina de correos.
—He recogido varias.
—Pero sólo una de Ricky.
Quince hundió los hombros y cerró lentamente los ojos.
Después los volvió a abrir y miró a sus torturadores con expresión de total y absoluta derrota.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó en un susurro.
—No somos enemigos.
—Trabajan ustedes para él, ¿verdad?
—¿Para él?
—Ricky o como coño se llame.
—No —contestó Wes—. Él también es nuestro enemigo. Digamos que nuestro cliente se encuentra más o menos en el mismo barco que usted. Hemos sido contratados para protegerlo.
Chap se sacó un abultado sobre del bolsillo de la chaqueta y lo arrojó sobre el escritorio.
—Aquí tiene veinticinco mil dólares en efectivo. Envíeselos a Ricky.
Quince contempló el sobre, estupefacto. En su pobre cerebro se agolpaban tantos pensamientos que se mareó. Volvió a cerrar los ojos y después entornó los párpados, tratando inútilmente de ordenar la situación. Le importaba un bledo quiénes fueran. ¿Cómo habían leído la carta? ¿Por qué le ofrecían dinero? ¿Qué sabían, exactamente?
Estaba completamente seguro de que no podía fiarse de ellos.
—El dinero es suyo —dijo Wes—. A cambio, necesitamos cierta información.
—¿Quién es Ricky? —preguntó Quince, sin apenas abrir los ojos.
—¿Qué sabe usted de Ricky? —preguntó Chap.
—Que no se llama así.
—Cierto.
—Está en la cárcel.
—Cierto —repitió Chap.
—Dice que tiene mujer e hijos.
—Parcialmente cierto. Ahora la mujer es una exmujer. Los hijos siguen siendo suyos.
—Dice que no tiene dinero y que por eso estafa a la gente.
—No exactamente. Su mujer es muy rica y sus hijos han seguido los pasos del dinero. No sabemos muy bien por qué estafa a la gente, pero queremos impedir que siga haciéndolo —añadió Chap—. Necesitamos su ayuda.
Quince se percató de repente de que, por primera vez en sus cincuenta y un años de vida, se encontraba sentado en presencia de dos seres humanos que vivían y respiraban y sabían que era homosexual. Por un instante, quiso negarlo, inventarse una historia sobre la manera en que había conocido a Ricky, pero no fue capaz. Estaba tan asustado que le falló la inspiración.
Después se percató de que aquellos dos sujetos, quienes quiera que fueran, podían destruirlo. Conocían su pequeño secreto y tenían poder para destrozarle la vida.
¿Y le ofrecían veinticinco mil dólares en efectivo?
El pobre Quince se restregó los ojos con los nudillos pregunto:
—¿Qué quieren de mí?
Chap y Wes temieron que se echara a llorar. No es que les importara demasiado, pero tampoco era necesario.
—Le ofrecemos un trato, señor Garbe —respondió Chap—. Usted toma este dinero que hay sobre su escritorio y nos cuenta todo lo que sabe de Ricky. Muéstrenos sus cartas. Muéstrenoslo todo. Si tiene usted alguna carpeta o caja o algún lugar donde lo esconde todo, nos gustaría verlo. En cuanto hayamos conseguido la información que necesitamos, nos iremos. Desapareceremos con la misma rapidez con que hemos llegado y usted jamás sabrá quiénes somos ni a quién estamos protegiendo.
—¿Y guardarán el secreto?
—Totalmente.
—No hay ninguna razón para que hablemos a nadie de usted —añadió Wes.
—¿Podrán impedir que siga engañando? —preguntó Quince, mirándolos fijamente.
Chap y Wes hicieron una pausa y se miraron mutuamente. Hasta aquel momento, sus respuestas habían sido impecables, pero aquella pregunta no tenía una respuesta tan clara.
—Eso no se lo podemos prometer, señor Garbe —le dijo Wes—. Sin embargo, haremos cuanto esté en nuestra mano por acabar con el negocio de ese tal Ricky. Tal como ya le hemos dicho, también está molestando a nuestro cliente.
—Quiero que me protejan también a mí.
—Haremos cuanto podamos.
De repente, Quince se levantó, se inclinó hacia delante y apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio.
—En tal caso, no me queda más remedio.
Sin tocar el dinero, se acercó a una antigua librería con puertas de cristal, llena de gastados y antiguos volúmenes. Con una llave abrió la puerta de la librería y con otra, una pequeña caja fuerte secreta que había en el segundo estante, contando desde el suelo. Sacó cuidadosamente una fina carpeta tamaño cuartilla que depositó delicadamente junto al sobre del dinero.
Mientras abría la carpeta, una desagradable y estridente voz chilló a través del interfono:
—¡Señor Garbe, su padre quiere verlo inmediatamente!
Quince se volvió horrorizado. Había palidecido intensamente y su rostro estaba contraído en una mueca de pánico.
—Hummm… dígale que estoy en una reunión —contesto, tratando de hablar en tono sereno, aunque sólo consiguió parecer un embustero impenitente.
—Dígaselo usted —replicó la secretaria mientras el interfono hacia un clic.
—Disculpen —balbució Garbe, tratando de sonreír.
Tomó el teléfono, marcó tres cifras y se volvió de espaldas a Wes y Chap en un intento de que no le oyeran.
—Papi, soy yo. ¿Qué ocurre? —preguntó, bajando la voz. Una larga pausa mientras el viejo le pegaba una bronca.
Después:
—No, no, no son de la Reserva Federal. Son… unos abogados de Des Moines. Representan a la familia de un antiguo compañero mío de la universidad. Eso es todo.
Otra pausa más corta.
—Pues, Franklin Delaney, seguro que no lo recuerdas. Murió sin testamento hace cuatro meses y se ha armado un jaleo que no veas. No, papi… hummm… no tiene nada que ver con el banco.
Colgó el aparato. Como embuste, no estaba mal. La puerta estaba cerrada. Eso era lo más importante.
Wes y Chap se levantaron, se acercaron al mismo tiempo al borde del escritorio y se inclinaron mientras Quince abría la carpeta.
Lo primero que vieron fue la fotografía sujeta con un clip a la solapa interior. Wes la desprendió cuidadosamente y pregunto:
—¿Este es el presunto Ricky?
—Sí —contestó Quince, muerto de vergüenza, pero firmemente decidido a seguir adelante.
—Un chico muy guapo —comentó Chap, como sí estuvieran contemplando la página central de Playboy.
Los tres se sintieron inmediatamente incómodos.
—Ustedes saben quién es Ricky, ¿verdad? —preguntó Quince.
—Si.
—Pues díganmelo.
—No, eso no forma parte del trato.
—¿Por qué no me lo pueden revelar? Les doy todo lo que quieren.
—Eso no es lo acordado.
—Quiero matar a este hijo de puta.
—Tranquilícese, señor Garbe. Hemos cerrado un trato. Usted consigue el dinero, nosotros nos llevamos la carpeta y nadie resulta perjudicado.
—Empecemos por el principio —indicó Chap, mirando al frágil y afligido hombrecillo que se hallaba sentado en el enorme sillón—. ¿Cómo empezó todo?
Quince buscó entre los papeles de la carpeta y sacó una delgada revista.
—La compré en una librería de Chicago —dijo, dándole la vuelta para que ellos pudieran leerla.
Se llamaba Out and About y se definía a si misma como una publicación para hombres sensatos con estilos de vida alternativos.
Les dejó estudiar la portada y después pasó varias páginas hasta llegar a las de atrás. Wes y Chap no intentaron tocarla, pero sus ojos captaron cuanto pudieron. Muy pocas ilustraciones y mucha letra pequeña. No era en absoluto de carácter pornográfico.
En la página cuarenta y seis había una pequeña sección de anuncios personales. Uno de ellos estaba marcado con un círculo en bolígrafo rojo. Y decía:
Veinteañero blanco, soltero,
busca amable y discreto caballero,
entre 40 y 50 años, para correspondencia.
Wes y Chap se inclinaron hacia delante para leerlo y se incorporaron simultáneamente.
—¿Y usted contestó al anuncio? —preguntó Chap.
—Si. Envié una notita, y al cabo de unas dos semanas recibí noticias de Ricky.
—¿Tiene una copia de la nota?
—No. No guardaba mis cartas. Nada salía de este despacho. Temía dejar copias por ahí.
Wes y Chap fruncieron el ceño primero con incredulidad y después con profunda decepción. ¿Con qué clase de tonto estaban tratando?
—Perdón —dijo Quince, reprimiendo la tentación de tomar el dinero, no fuera a ser que cambiaran de idea.
Rebuscó entre los papeles, sacó la primera carta de Ricky e hizo ademán de entregársela.
—Déjela sobre la mesa —indicó Wes mientras ambos volvían a inclinarse y examinaban la carta sin tocarla.
Quince observó que leían muy despacio y con una increíble concentración. Se le estaba empezando a despejar el cerebro y vislumbraba un rayo de esperanza. Era un auténtico alivio disponer del dinero y no tener que preocuparse por la necesidad de pedir otro préstamo fraudulento ni contar otra sarta de mentiras para borrar sus huellas. Ademas, contaba con unos aliados, Wes y Chap, y cualquiera sabía qué otras personas, todas actuando contra Ricky. Su corazón empezó a latir más despacio y su respiración se hizo más pausada.
—La siguiente carta, por favor —señaló Chap.
Quince las colocó en orden una junto a la otra, tres de color lavanda, una de suave color azul, otra amarilla, todas escritas en aburrida letra de imprenta por una persona que disponía de mucho tiempo. Cuando terminaban una página, Chap colocaba cuidadosamente la siguiente con unas pinzas. Sus dedos no tocaban nada.
Lo curioso de las cartas, tal como Chap y Wes comentarían en voz baja mucho más tarde, era su extraordinaria verosimilitud. Ricky estaba dolido y atormentado y necesitaba urgentemente tener a alguien con quien hablar. Inspiraba compasión y era comprensivo. Pero tenía esperanzas porque ya había superado lo peor y muy pronto sería libre de hacer nuevas amistades. ¡La redacción era espléndida!
Tras un ensordecedor silencio, Quince dijo:
—Tengo que hacer una llamada.
—¿A quién?
—Un asunto de negocios.
Wes y Chap se miraron indecisos, pero, al final, asintieron con la cabeza. Quince se acercó con el teléfono a la estantería y contempló Main Street desde la ventana mientras hablaba con otro banquero.
En determinado momento, Wes empezó a hacer anotaciones, sin duda con vistas al interrogatorio que estaba a punto de empezar. Quince se detuvo junto a la librería, fingiendo leer un periódico y tratando de no prestar atención a la toma de notas. Ahora estaba tranquilo, pensaba con la mayor claridad posible y planeaba su siguiente jugada, la que haría cuando se largaran aquellos dos pistoleros a sueldo.
—¿Envió usted un talón por valor de cien mil dólares? —preguntó Chap.
—Sí.
Wes, el del rostro más ceñudo, lo miró con enfurecido desprecio, como si pensara «Qué tonto».
Leyeron un poco más, tomaron unas cuantas notas e intercambiaron murmullos.
—¿Cuánto dinero ha enviado su cliente? —preguntó Quince por simple placer.
Wes lo miró con expresión todavía más siniestra y contesto:
—No podemos revelarlo.
Quince no se sorprendió. Aquellos chicos no tenían el menor sentido del humor.
—¿Cómo hizo la reserva para el crucero gay?
—Está en la carta de allí. Este ladrón me indicó el nombre y el número de una agencia de viajes de Nueva York. Llamé y después envié un giro. Fue muy fácil.
—¿Fácil? ¿Acaso lo había hecho otras veces?
—¿Estamos aquí para hablar de mi vida sexual?
—No.
—Entonces, atengámonos al asunto que nos ocupa —dijo Quince como un auténtico imbécil, y volvió a sentirse a gusto. El banquero que llevaba dentro estuvo a punto de estallar. Después se le ocurrió una idea y no pudo resistir la tentación. Con la cara muy seria, añadió—: El crucero todavía está pagado. ¿Quieren aprovecharlo ustedes?
Por suerte, los dos tipos se echaron a reír.
Fue un rápido rasgo de ingenio, e inmediatamente volvieron a lo suyo.
—¿Pensó en la posibilidad de utilizar un seudónimo? —preguntó Chap.
—Sí, por supuesto. Fue una estupidez no hacerlo, pero era un asunto totalmente nuevo para mí. Pensé que el tío iba en serio. Él está en Florida, yo en una perdida localidad de Iowa. Nunca imaginé que el tipo sería un estafador.
—Necesitaremos copias de todo esto —dijo Wes.
—Puede que sea un problema.
—¿Por qué?
—¿Dónde lo copiarían ustedes?
—¿El banco no tiene una fotocopiadora?
—Sí, pero ustedes no van a fotocopiar el contenido de esta carpeta en este banco.
—Entonces lo llevaremos a alguna imprenta rápida de por aquí.
—Estamos en Bakers. Aquí no hay ninguna imprenta rápida.
—¿Hay alguna tienda de suministros de oficina?
—Si, y el dueño le debe ochenta mil dolares a mi banco. Se sienta a mi lado en el Rotary Club. Ustedes no van a fotocopiar nada allí. No estoy dispuesto a que me vean con esta carpeta.
Chap y Wes se miraron y después observaron a Quince.
—Bueno, mire —dijo Wes—. Yo me quedaré aquí con usted. Chap se llevará la carpeta y buscará una fotocopiadora.
—¿Dónde?
—En el drugstore —contestó Wes.
—¿Han descubierto el drugstore?
—Pues claro, necesitábamos unas pinzas.
—La fotocopiadora de allí tiene veinte años.
—No, tienen una nueva.
—De acuerdo, pero vayan con mucho cuidado, ¿eh? El farmacéutico es primo segundo de mi secretaria. Esta es una ciudad muy pequeña.
Chap tomó la carpeta y se encaminó hacia la puerta, que emitió un sonoro chasquido cuando se abrió. En cuanto salió, Chap fue inmediatamente objeto de una minuciosa inspección. El escritorio de la secretaria estaba rodeado por toda una serie de mujeres de más edad, todas ellas ocupadas en no hacer nada hasta que salió él, en cuyo momento se lo quedaron mirando, petrificadas. El anciano señor Garbe no andaba muy lejos, sosteniendo en sus manos un libro mayor que fingía hojear con interés, aunque en realidad se moría de curiosidad. Chap los saludó a todos con una inclinación de la cabeza y se retiró, pasando prácticamente por delante de todos los empleados del banco.
La puerta emitió otro sonoro chasquido cuando Quince se apresuró a cerrarla de nuevo antes de que alguien irrumpiera inoportunamente en su despacho. Él y Wes se pasaron unos minutos charlando forzadamente de esto y aquello, aunque en más de un momento la conversación estuvo casi a punto de naufragar por falta de terreno común. El tema que compartían era el sexo prohibido y no cabía duda de que ambos tenían que evitarlo. La vida en Bakers tenía muy poco interés, y por su parte Quince no podía hacer ninguna pregunta acerca del pasado de Wes.
—¿Qué tendré que decir en mi carta a Ricky? —pregunto finalmente.
Wes acogió la pregunta con inmediato entusiasmo.
—Bueno, en principio, yo esperaría un mes, para que se impacientara. Si se apresura a contestarle y le envía el dinero, podría pensar que todo es demasiado fácil.
—¿Y si se enfada?
—No se enfadará. Le sobra tiempo y quiere el dinero.
—¿Controlan ustedes toda su correspondencia?
—Creemos que tenemos acceso a casi toda.
Quince experimentaba una curiosidad irresistible. Sentado con un hombre que conocía su más terrible secreto, se sentía con derecho a seguir con las preguntas.
—¿Cómo le pararán los pies?
Wes, por una razón que jamás llegaría a comprender, se limitó a contestar:
—Probablemente lo mataremos.
De pronto, una radiante expresión de paz brilló en la mirada de Quince Garbe, una especie de cálido y sereno resplandor que se difundió a todo su torturado rostro. Las arrugas parecieron alisarse y los labios esbozaron una leve sonrisa. Finalmente su herencia estaría a salvo y, cuando el viejo muriera y el dinero fuera suyo, él abandonaría aquella existencia y viviría a su gusto.
—Qué alegría —exclamó en un suave susurro—. Pero qué alegría.
Chap se llevó la carpeta a una habitación de motel donde otros miembros de la unidad lo esperaban con una fotocopiadora en color alquilada. Se hicieron tres copias y, media hora después, ya estaba de nuevo en el banco. Quince examinó los originales: todo estaba en orden. Luego volvió a guardar la carpeta en la caja de seguridad.
—Creo que ya es hora de que se vayan —comentó a sus visitantes.
Ellos se retiraron sin estrecharle la mano ni despedirse. ¿Qué le hubieran podido decir?
Un avión privado esperaba en el aeropuerto local, cuya pista apenas bastaba para que pudieran efectuar las maniobras. Tres horas después, Chap y Wes se presentaron en Langley. Su misión había sido todo un éxito.
Mediante un soborno de cuarenta mil dólares a un empleado de banca de las Bahamas cuyos servicios habían utilizado otras veces, obtuvieron un extracto de la cuenta del Geneva Trust Bank. Boomer Realty arrojaba un saldo de ciento ochenta y nueve mil dólares. Su abogado tenía en su cuenta unos sesenta y ocho mil dólares. En el extracto figuraban todas las transacciones: tanto los ingresos como los reembolsos. El equipo de Deville trataba de localizar desesperadamente a los ordenantes de las transferencias. Sabían que el señor Garbe había efectuado la suya a través de un banco de Des Moines y también sabían que se había llevado a cabo otra transferencia de cien mil dólares desde un banco de Dallas. Sin embargo no habían logrado averiguar la identidad del ordenante.
Estaban trabajando en muchos frentes cuando Teddy mandó llamar a Deville al búnker. Lo acompañaba York. La mesa estaba cubierta de fotocopias de la carpeta de Garbe y de los extractos bancarios.
Deville jamás había visto a su jefe tan abatido y por su parte York tampoco tenía casi nada que decir: él soportaba todo el peso del «lío de Lake», aunque Teddy también se echaba la culpa.
—Cuéntanos lo último —pidió Teddy en un susurro.
Deville jamás tomaba asiento en el búnker.
—Aún estamos tratando de localizar el origen del dinero. Hemos establecido contacto con la revista Out and About. Se edita en New Haven, es una empresa muy pequeña y no estoy muy seguro de que podamos introducirnos. Tenemos en nómina a nuestro contacto de las Bahamas y sabremos sí se reciben transferencias y cuándo. Disponemos de una unidad preparada para registrar los despachos de Lake en el Capitolio, pero las probabilidades de que se descubra algo son remotas. No soy optimista. Tenemos a veinte personas sobre el terreno en Jacksonville.
—¿Cuántos de los nuestros están vigilando a Lake?
—Acabamos de añadir veinte efectivos a los treinta que ya teníamos.
—Contrólenlo muy de cerca. No podemos bajar la guardia. No es la persona que pensábamos y, si lo perdemos de vista aunque sólo sea una hora, podría enviar una carta o comprarse otra revista.
—Lo sabemos. Hacemos todo lo que podemos.
—Es nuestro principal objetivo.
—Lo sé.
—¿Y si infiltráramos a alguien en el centro penitenciario? —preguntó Teddy.
Era una nueva idea que se le había ocurrido a York en el transcurso de la última hora.
Deville se frotó los ojos, se mordió un momento las uñas y después contestó:
—Ahora mismo me pongo a trabajar en ello. Tendremos que utilizar unos canales que jamás hemos utilizado.
—¿A cuánto asciende la población reclusa de las cárceles federales? —preguntó York.
—A ciento treinta y cinco mil, más o menos —contestó Deville.
—No creo que sea muy difícil introducir a otro, ¿verdad?
—Lo comprobare.
—¿Tenemos contactos en la Dirección de Prisiones?
—Es un territorio nuevo, pero estamos trabajando en ello a través de un viejo amigo del Departamento de Justicia. Soy optimista.
Deville se retiró. Lo volverían a llamar en cuestión de una hora más o menos. Para entonces, Teddy y York le habrían elaborado otra lista de preguntas, sugerencias y recados que debería hacer.
—No me gusta la idea de registrar su despacho en el Capitolio —comentó York—. Es demasiado arriesgada. Además, nos llevaría una semana. Aquella gente tiene un millón de archivos.
—A mí tampoco me gusta —asintió Teddy en un susurro.
—Vamos a hacer que los de Documentación escriban una carta de Ricky a Lake. Colocaremos un micrófono en el sobre, le seguiremos la pista y tal vez nos conduzca a su archivo.
—Me parece una idea estupenda. Expóngasela a Deville.
York hizo otra anotación en un cuaderno lleno de otras muchas notas, casi todas ellas tachadas. Hizo unos garabatos para matar el rato y después formuló la pregunta que se había estado reservando:
—¿Se enfrentará usted con él?
—Todavía no.
—¿Cuándo?
—Puede que nunca. Recojamos toda la información y averigüemos cuanto podamos. Al parecer, lleva su segunda vida con mucha discreción. Quizá todo empezó tras la muerte de su mujer. ¿Quién sabe? Es posible que consiga mantenerlo en secreto.
—Pero conviene que sepa que usted lo sabe. De lo contrario, podría volver a arriesgarse. Si es consciente de que lo estamos vigilando constantemente, se comportará. Quizá.
—Entretanto, el mundo se está convirtiendo en un infierno. Se compran y venden armas nucleares y se introducen clandestinamente a través de las fronteras. Estamos siguiendo el desarrollo de siete pequeñas guerras y hay otras tres a punto de estallar. Sólo el mes pasado surgieron doce nuevos grupos terroristas. Los chiflados de Oriente Próximo están creando ejércitos y almacenando petróleo. Y nosotros permanecemos aquí sentados una hora tras otra, urdiendo una intriga contra tres jueces delincuentes que probablemente en este mismo momento están jugando al gin rummy.
—No son estúpidos —señaló York.
—No, pero si torpes. Han atrapado en su red a la persona equivocada.
—Creo que hemos sido nosotros los que hemos elegido a la persona equivocada.
—No, son ellos.