En su siguiente visita a Langley, la primera en tres semanas, el candidato llegó en una caravana de relucientes furgonetas negras que circulaban con exceso de velocidad en la certeza de que nadie protestaría. Pasaron los controles y les indicaron por señas que se adentraran en el recinto hasta que, finalmente, se detuvieron todas juntas en medio de un rugir de motores cerca de una puerta muy oportuna, junto a la cual aguardaban toda una serie de musculosos jóvenes de severa expresión. Lake encabezó la marcha hacia el interior del edificio, donde, a medida que avanzaba, iba perdiendo escoltas hasta que, finalmente, no llegó al búnker de costumbre, sino al despacho oficial del señor Maynard, que daba a una arboleda. Todos sus acompañantes se quedaron en la puerta. Una vez solos, ambos personajes se estrecharon cordialmente la mano y hasta pareció que se alegraban sinceramente de verse.
Primero los temas importantes.
—Le felicito por su victoria en Virginia —comentó Teddy.
Lake se encogió de hombros como si todavía no se lo acabara de creer.
—Gracias por todo.
—Ha sido una victoria impresionante, señor Lake —aseguró Teddy—. El gobernador Tarry se había pasado un año trabajando con gran esfuerzo en aquel estado. Hace dos meses contaba con el apoyo de los jefes de todas las circunscripciones. Parecía imbatible. Ahora creo que se está desmoronando rápidamente. A menudo, el hecho de marchar en cabeza al principio de una carrera constituye un inconveniente.
—En política, la elección del momento idóneo es un factor sorpresa —observó sagazmente Lake.
—Y el dinero es todavía más sorprendente. Ahora mismo, el gobernador Tarry no consigue encontrar ni un centavo porque usted se ha quedado con todos. El dinero sigue el camino que le marca el impulso.
—Estoy seguro de que acabaré repitiéndome, señor Maynard, pero, en fin, le doy las gracias. Usted me ha ofrecido una oportunidad que yo jamás hubiera imaginado.
—¿Se lo pasa bien?
—Todavía no. Si ganamos, la diversión vendrá después.
—La diversión empezará el próximo martes, señor Lake, el gran «Supermartes». Nueva York, California, Massachusetts, Ohio, Georgia, Misuri, Maryland, Maine, Connecticut: todo en un día. ¡Casi seiscientos delegados! —Los ojos de Teddy brillaban casi como si ya estuviera contando los votos—. Y usted va por delante en casi todos los estados, señor Lake. ¿Se imagina?
—No, me resulta inconcebible.
—Pues es cierto. Está empatado en Maine por no sé qué maldita razón y en California está casi a punto de situarse en cabeza; sin embargo, el martes que viene ganará por todo lo alto.
—Si uno cree en las encuestas —dijo Lake, como si no confiara demasiado en ellas, aunque en realidad, Lake, como todos los candidatos, era un adicto a las encuestas. De hecho, ya estaba ganando en California, un estado con ciento cuarenta mil empleados en la industria de armamento.
—Yo creo en ellas. Y creo que el martes que viene va usted a conseguir una victoria aplastante. En el Sur es usted muy querido, señor Lake. Les encantan las armas, el lenguaje directo y todas estas cosas, y, en estos momentos, la gente se esta enamorando de Aaron Lake. El martes que viene será divertido, pero el martes siguiente tendremos una juerga descomunal.
Teddy Maynard estaba vaticinando una juerga descomunal y Lake no pudo por menos que sonreír. Sus encuestas indicaban la misma tendencia, pero le sonaba mucho mejor cuando lo oía de labios de Teddy. Este tomó una hoja de papel y leyó los resultados de las últimas encuestas en todo el país. Lake llevaba una ventaja de por lo menos cinco puntos en todos los estados.
Ambos se pasaron unos cuantos minutos disfrutando de aquel trascendental momento y después Teddy adoptó una expresión más seria.
—Hay algo que debe usted saber —dijo cuando la sonrisa ya había desaparecido de su rostro. Pasó una página y estudió unas notas—. Hace dos noches, en el paso de Khyber, en las montañas de Afganistán, un misil ruso de largo alcance con cabezas nucleares fue transportado en camión a Pakistán. Ahora se encuentra en camino hacia Irán, donde se utilizará sólo Dios sabe para qué. El misil tiene un alcance de más de cuatro mil quinientos kilómetros y capacidad para soltar cuatro bombas nucleares. El precio fue de unos treinta millones de dólares estadounidenses, con un anticipo en efectivo pagado por los iraníes a través de un banco de Luxemburgo. El dinero sigue allí, en una cuenta controlada, al parecer, por el grupo de Natty Chenkov.
—Yo creía que Chenkov estaba acumulando reservas, no vendiendo.
—Necesita dinero en efectivo y lo consigue. De hecho, probablemente es el único hombre que yo conozco que lo está reuniendo con más rapidez que usted.
A Teddy no se le daban muy bien los comentarios humorísticos, pero Lake se rio por cortesía.
—¿El misil funcionaría? —preguntó Lake.
—Suponemos que sí. Procede de toda una serie de silos de la zona de Kiev y creemos que es un modelo de fabricación reciente. Habiendo tantos por ahí, ¿por qué iban los iraníes a comprar uno antiguo? Sí, cabe suponer que es totalmente operacional.
—¿Es el primero?
—Se ha detectado el envío de piezas de recambio y plutonio a Irán, Irak, la India y otros países, pero creo que es el primer misil totalmente ensamblado y listo para disparar.
—¿Piensan utilizarlo en algún futuro inmediato?
—No lo creemos. Al parecer, la transacción se llevó a cabo a instancias de Chenkov. Necesita fondos para adquirir otros tipos de armas. Y vende la mercancía que no necesita.
—¿Lo saben los israelíes?
—No. Todavía no. Hay que andarse con mucho cuidado con ellos. Todo es un toma y daca. Algún día, si necesitamos algo de ellos, puede que les revelemos esta transacción.
Por un instante, Lake experimentó el ardiente deseo de ser presidente en ese preciso instante. Quería saber todo lo que sabía Teddy, pero comprendió que lo más probable era que nunca llegara a averiguarlo todo. A fin de cuentas, en aquellos momentos había un presidente en ejercicio, aunque a punto de terminar su mandato, y Teddy no le había dicho nada acerca de Chenkov y sus misiles.
—¿Qué piensan los rusos de mi campaña? —preguntó.
—Al principio no les preocupó. Ahora la siguen muy de cerca. Sin embargo, recuerde que ya no existe una voz rusa. Los defensores del libre comercio le apoyan porque temen a los comunistas. Y los partidarios de la línea dura le tienen miedo. Todo es muy complicado.
—¿Y Chenkov?
—Me avergüenza confesar que aún no hemos conseguido acercanos a él lo suficiente, aunque estamos en ello. Muy pronto lograremos que su entorno nos preste atención.
Teddy arrojó los documentos sobre su escritorio y se acercó un poco más a Lake en su silla de ruedas. Las múltiples arrugas de su frente se hicieron más numerosas y profundas. Las pobladas cejas no estaban en consonancia con la triste expresión de sus ojos.
—Présteme atención, señor Lake —dijo en tono mucho más sombrío—. Eso lo tiene usted ganado. Habrá algún obstáculo por el camino, cuestiones que no podemos prever y que, aunque pudiéramos, tampoco podríamos evitar. Las superaremos juntos. Los daños serán muy leves. Usted es un personaje nuevo y cae bien a la gente. Está desarrollando una labor extraordinaria y es un buen comunicador. Procure que el mensaje siga siendo tan claro como hasta ahora: nuestra seguridad está en peligro, el mundo no es un lugar tan seguro como parece. Yo me encargaré del dinero y de mantener al país en vilo. Podríamos haber hecho estallar el misil del paso de Khyber. Se hubieran producido cinco mil muertos, cinco mil pakistaníes. Las bombas nucleares hubieran estallado en las montañas. ¿Cree usted que nos hubiéramos despertado preocupados por el mercado bursátil? No es probable. Yo me encargaré de mantener vivo el miedo, señor Lake. Usted haga caso a su instinto y pegue fuerte.
—Estoy pegando todo lo fuerte que puedo.
—Pegue todavía más fuerte para que no haya sorpresas, ¿de acuerdo?
—Espero que no las haya.
Lake no sabía muy bien qué había querido decir Teddy con lo de las «sorpresas», pero lo dejó correr. A lo mejor, había sido un bondadoso consejo de abuelo.
Teddy se alejó de nuevo en su silla de ruedas. Pulsó unos botones y una pantalla bajó desde el techo. Durante veinte minutos contemplaron secuencias todavía sin montar de la siguiente serie de anuncios de Lake y después se despidieron.
Lake se alejó a toda velocidad de Langley, precedido por dos furgonetas y seguido por otras dos, todas ellas en dirección al Aeropuerto Nacional Reagan, donde un avión privado estaba esperando. Hubiera deseado pasar una noche tranquila en Georgetown, en su casa, donde podía mantener el mundo a raya, leer un libro completamente a solas sin que nadie vigilara o escuchara. Ansiaba el anonimato de las calles, los rostros sin nombre, al panadero árabe de M Street que hacía aquellos deliciosos bagels, al librero de viejo de la avenida Wisconsin, el tostadero donde vendían café de África. ¿Podría volver a pasear alguna vez por las calles como una persona normal y hacer lo que le diera la gana? Algo le dijo que no, que aquellos días ya habían tocado a su fin, tal vez para siempre.
Cuando Lake ya estaba volando, Deville entró en el búnker y comunicó a Teddy que Lake había ido y venido sin tratar de examinar el contenido del apartado de correos. Había llegado el momento de presentar el informe diario acerca del «lío de Lake». Teddy estaba dedicando más tiempo del previsto a preocuparse por los movimientos del candidato.
Las cinco cartas que Klockner y su grupo habían interceptado a Trevor habían sido cuidadosamente analizadas. Dos de ellas habían sido escritas por Yarber en el papel de Percy; las otras tres las había redactado Beech bajo la identidad de Ricky. Los cinco amigos epistolares vivían en distintos estados. Cuatro de ellos utilizaban nombres falsos; uno había tenido el valor de no recurrir a un seudónimo. Las cartas eran prácticamente idénticas. Percy y Ricky eran unos angustiados jóvenes de una clínica de desintoxicación que trataban desesperadamente de recomponer su vida, ambos inteligentes y todavía capaces de soñar, pero necesitados del apoyo físico y moral de nuevos amigos, pues los antiguos eran peligrosos. Confesaban con toda naturalidad sus pecados y flaquezas, sus debilidades y sus inquietudes. Hablaban de su vida cuando salieran de la clínica de desintoxicación, de sus esperanzas y sueños, y de todos sus planes de futuro. Estaban orgullosos de su bronceado y de sus músculos y, al parecer, se morían de ganas de mostrar la buena forma de sus fortalecidos cuerpos a sus amigos epistolares.
Sólo una carta pedía dinero. Ricky le pedía un préstamo de mil dólares a un corresponsal de Spokane, Washington, llamado Peter. Aseguraba que lo necesitaba para cubrir unos gastos que su tío se negaba a pagar.
Teddy había leído las cartas varias veces. La petición de dinero era importante porque empezaba a arrojar cierta luz sobre el jueguecito de la Hermandad. Tal vez se tratara de un sistema aprendido de otro estafador que ya había cumplido su condena en Trumble y que ahora se encontraba en libertad y se dedicaba a seguir robando.
Lo importante no era la cuantía de la estafa. Se trataba de un juego carnal —cinturas de avispa, piel bronceada y firmes bíceps—, en el que su candidato se había metido hasta el cuello.
Quedaban todavía algunas preguntas, pero Teddy sabía esperar.
Controlarían la correspondencia. Las piezas irían encajando poco a poco.
Mientras Spicer vigilaba la entrada de la sala de conferencias y desafiaba a los demás reclusos a utilizar la biblioteca jurídica, Beech y Yarber bregaban con la correspondencia. Beech escribió a Al Konyers:
Querido Al,
Gracias por tu última carta. Para mi significa mucho recibir noticias tuyas. Tengo la sensación de haber vivido en una jaula durante varios meses y, poco a poco, vuelvo a ver la luz del día. Tus cartas me ayudan a abrir la puerta. Por favor, no dejes de escribirme.
Te pido perdón si te he aburrido demasiado con mis asuntos personales. Respeto tu intimidad y confío en no haberte hecho demasiadas preguntas. Creo que eres un hombre muy sensible que disfruta de la soledad y de las cosas bellas de la vida. Anoche pensé en ti cuando vi Cayo Largo, la vieja película de Bogart y Bacall. Casi podía saborear la comida china. Aquí la comida es bastante buena, pero desde luego no saben preparar platos chinos.
Se me ha ocurrido una idea sensacional. Cuando salga de aquí dentro de dos meses, alquilaremos Casablanca y La reina de África, compraremos comida para llevar y una botella de vino sin alcohol, y pasaremos una tranquila tarde sentados en el sofá. No sabes cuánto me emociona pensar en la vida en libertad y en todas las cosas que podré volver a hacer.
Te pido perdón si voy demasiado rápido, Al. Es que aquí he tenido que renunciar a muchos placeres, y no me refiero sólo al alcohol y la buena comida. Ya me entiendes, ¿verdad?
La casa de acogida de Baltimore está dispuesta a aceptarme siempre y cuando encuentre algún tipo de trabajo a tiempo parcial. Dijiste que tenías unos asuntos allí. Sé que te pido mucho, porque no me conoces, pero ¿me lo podrías arreglar? Te estaré eternamente agradecido.
Por favor, escribe pronto, Al. Tus cartas, los sueños de alejarme de aquí dentro de dos meses con un trabajo fuera me confortan en mis horas más oscuras.
Gracias, amigo.
Con todo mi cariño,
Ricky
La carta dirigida a Quince tenía un tono muy distinto. Beech y Yarber se habían pasado varios días preparándola. El texto definitivo decía:
Querido Quince,
A pesar de que tu padre es el dueño de un banco, tu afirmas que sólo puedes reunir diez mil dólares. Creo que mientes, Quince, y eso me molesta mucho. Estoy tentado de enviarles la carpeta de tus cartas a tu padre y a tu mujer.
Me conformaré con veinticinco mil dólares, transferidos de inmediato según las mismas instrucciones.
Y no me amenaces con suicidarte. Me trae sin cuidado lo que hagas. Jamás nos veremos y, de todos modos, creo que eres un chalado.
¡Envía ahora mismo el maldito dinero, Quince!
Con todo mi cariño,
Ricky
Klockner temía que algún día Trevor visitara Trumble antes de mediodía y dejara la correspondencia en algún punto del camino antes de regresar a su casa o a su despacho. No habría manera de interceptar nada en el trayecto.
Era de todo punto necesario que se llevara la correspondencia y por la noche la dejara en algún sitio para que ellos pudieran acceder a ella.
Lo temía, aunque, por otra parte, había comprobado que Trevor solía iniciar la jornada muy tarde. Apenas daba señales de vida hasta después de su siesta de las dos de la tarde.
Por consiguiente, cuando le comunicó a su secretaria que a las once de la mañana se iría a Trumble, la casa de alquiler de la acera de enfrente entró en acción. Una mujer de mediana edad que dijo apellidarse Beltrone llamó al despacho de Trevor y le explicó a Jan que ella y su acaudalado esposo necesitaban divorciarse urgentemente. La secretaria le dijo que no se retirara y le gritó a Trevor desde el fondo del pasillo que esperara un momento. Trevor estaba recogiendo unos documentos de su escritorio y guardándolos en la cartera. La cámara instalada en el techo captó su expresión de contrariedad ante el hecho de que una nueva clienta lo interrumpiera.
—¡Dice que es muy rica! —le gritó Jan y entonces el frunce de su entrecejo desapareció y él se sentó a esperar.
La señora Beltrone le soltó el rollo a la secretaria. Era la tercera esposa de un marido mucho más viejo que ella, tenían una casa en Jacksonville, pero vivían casi siempre en las Bermudas. Tenían también una casa en Vail. Llevaban algún tiempo pensando en el divorcio, estaban de acuerdo en todo y sería una separación amistosa y sin enfrentamientos, pero precisaban de un buen abogado que se encargara de todos los trámites. Les habían recomendado al señor Carson, pero debían concluir el asunto muy rápidamente por un motivo que no reveló.
Trevor se puso al teléfono y tuvo que escuchar la misma historia. La señora Beltrone se encontraba en la casa de enfrente, siguiendo el guión que le había preparado el equipo de expertos para aquella ocasión.
—Necesito verlo —dijo tras haberse pasado un cuarto de hora haciéndole confidencias.
—Bueno, pero es que ahora estoy tremendamente ocupado —objetó Trevor como sí estuviera pasando las páginas de una docena de agendas de citas diarias.
La señora Beltrone lo estaba viendo todo en el monitor. Tenía los pies apoyados sobre el escritorio, los ojos cerrados y la pajarita torcida. La vida de un abogado tremendamente ocupado.
—Por favor —le suplicó ella—. Tenemos que resolver este asunto cuanto antes. Quisiera verlo hoy mismo.
—¿Dónde está su marido?
—En Francia, pero regresa mañana.
—Bueno, veamos —murmuró Trevor, jugueteando con la pajarita.
—¿Cuáles son sus honorarios? —preguntó la mujer y entonces Trevor abrió los ojos.
—Bueno, como usted comprenderá, eso es bastante más complicado que un simple acuerdo amistoso de divorcio. Tendría que cobrarles unos honorarios de diez mil dólares.
Trevor hizo una mueca al decirlo y contuvo el aliento mientras esperaba la respuesta.
—Hoy mismo se los traigo —aseguró la mujer—. ¿Puedo verlo a la una?
Trevor se levantó de un salto y permaneció casi en suspenso por encima del teléfono.
—¿Le importaría que fuera a la una y media? —consiguió articular.
—Allí estaré.
—¿Sabe dónde está mi despacho?
—Mi chófer lo encontrará. Gracias, señor Carson.
Llámeme Trevor, estuvo casi a punto de decirle, pero ella ya había colgado.
Lo observaron mientras se frotaba las manos y después cerraba los puños, apretaba los dientes y gritaba:
—¡Ya está!
Acababa de pescar un caso sensacional.
Jan salió al pasillo y pregunto:
—¿Qué?
—Vendrá a la una y media. Adecente un poco todo esto.
—No soy una criada. ¿Puede pedir un anticipo? Tengo que pagar unas facturas.
—Pediré el maldito dinero.
Trevor empezó a ordenar los estantes, colocar en su sitio unos volúmenes que llevaba años sin tocar, quitar el polvo con un pañuelo de papel, guardar los archivos en los cajones. Cuando comenzó a ordenar el escritorio, la secretaria sintió una punzada de remordimiento y empezó a pasar la aspiradora por la zona de recepción.
Se pasaron toda la hora del almuerzo limpiando, y sus peleas y discusiones fueron motivo de gran diversión para los de la acera de enfrente.
A la una y media, ni rastro de la señora Beltrone.
—¿Dónde demonios se habrá metido? —gritó Trevor por el pasillo poco después de las dos.
—A lo mejor ha estado haciendo averiguaciones y buscando referencias por ahí —dijo Jan.
—¿Cómo ha dicho? —gritó Trevor.
—Nada, jefe.
—Llámela —ordenó Trevor a las dos y media.
—No ha dejado ningún número.
—¿Que no ha anotado usted el número?
—Yo no he dicho eso. He dicho que no dejó ningún número.
A las tres y media, Trevor salió hecho una furia de su despacho, tratando desesperadamente de reprimir la parte que le correspondía de la violenta discusión con una mujer a la que había despedido por lo menos diez veces en el transcurso de los últimos ocho años.
Lo siguieron directamente hasta Trumble. Permaneció en la prisión cincuenta y tres minutos y, cuando salió pasadas las cinco, ya era demasiado tarde para dejar la correspondencia en Neptune Beach o en Atlantic Beach. Regresó a su despacho y depositó la cartera sobre el escritorio. Después y tal como era de esperar, se fue a tomar unas copas y a cenar al Pete’s.