Treinta y siete horas antes de que se abrieran los colegios electorales en Virginia y Washington, el presidente apareció en directo en la televisión nacional para anunciar que había ordenado un ataque aéreo contra la ciudad tunecina de Talah y sus alrededores.
Se creía que la unidad terrorista de Yidal se entrenaba en un recinto muy bien equipado en las afueras de esa población.
De esta manera, el país volvió a quedar enganchado a otra miniguerra mecánica de bombas inteligentes y de generales retirados que hablaban en la CNN de tal estrategia o tal otra.
En Túnez era de noche, motivo por el que la televisión no podía ofrecer imágenes. Los generales retirados y los entrevistadores que no tenían ni idea de nada se dedicaban a hacer conjeturas. Y a esperar. A esperar a que la luz del sol transmitiera a una cansada nación imágenes de humo y escombros.
Sin embargo, Yidal contaba con sus fuentes de información, con toda probabilidad israelíes. El recinto estaba vacío cuando cayeron las bombas inteligentes. Estas alcanzaron sus objetivos, estremecieron el desierto, destruyeron el recinto, pero no acabaron con un solo terrorista.
No obstante, dos de ellas se desviaron y una cayó en el centro de Talah, donde alcanzó de lleno un hospital. La otra fue a parar sobre una casita en la que dormía una familia integrada por siete miembros. Afortunadamente, los pobrecillos ni se enteraron.
La televisión tunecina se apresuró a captar las imágenes del hospital en llamas y, al romper el alba en la Costa Este, el país descubrió que las bombas inteligentes no lo eran tanto como afirmaban. Se habían recuperado por lo menos cincuenta cadáveres, todos ellos de civiles inocentes.
A primera hora de la mañana, el presidente se vio aquejado de una repentina e insólita aversión a la prensa y no hubo manera de localizarlo para que hiciera un comentario. El vicepresidente, un hombre que había hablado por los codos al comienzo del ataque, estaba reunido con sus colaboradores en algún lugar de Washington.
Los cuerpos se amontonaban, las cámaras seguían filmando y, a media mañana, se produjo una rápida, unánime y demoledora reacción mundial. Los chinos amenazaron con declarar la guerra. Los franceses parecían inclinados a unirse a ellos. Hasta los británicos declararon que Estados Unidos mostraba una actitud demasiado beligerante.
Puesto que los muertos eran simples campesinos tunecinos y no ciudadanos norteamericanos, los políticos se apresuraron a politizar el debate. Antes de mediodía se produjeron en Washington las consabidas protestas, acusaciones y exigencias de que se abriera una investigación. En cuanto a la campaña electoral, los que seguían en la carrera dedicaron unos momentos a comentar la desdichada misión. Ninguno de ellos se hubiera lanzado a semejante acto de represalia sin antes disponer de una mejor información secreta. Ninguno menos el vicepresidente, que todavía se hallaba en una reunión. Mientras se contaban los cadáveres, ni un solo candidato opinó que la incursión merecía correr aquellos riesgos. Todos condenaron al presidente.
Sin embargo, el que más atrajo la atención fue Aaron Lake. No podía dar un paso sin tropezar con algún cámara de televisión. En el transcurso de una cuidadosa declaración, dijo sin utilizar notas:
—Somos unos ineptos. Estamos indefensos. Somos débiles. Debería avergonzarnos nuestra incapacidad de liquidar un pequeño y heterogéneo ejército integrado por menos de cincuenta cobardes. No podemos limitarnos a apretar unos botones para luego correr a escondernos. Hace falta tener agallas para combatir una guerra en tierra. Yo las tengo. Cuando sea presidente, ningún terrorista con las manos manchadas de sangre norteamericana estará seguro. Esta es mi solemne promesa.
En medio de la furia y el caos de aquella mañana, las palabras de Lake dieron en el blanco. Aquel hombre hablaba en serio y tenía un plan concreto. No mataríamos a pobres campesinos inocentes si las decisiones las tomara un hombre que tuviera agallas. Aquel hombre era Lake.
En su búnker, Teddy capeó otro temporal. Todos los desastres se atribuían a una deficiente información secreta. Cuando las incursiones tenían éxito, todo el mérito se lo llevaban los pilotos, los valientes soldados de infantería y sus comandantes, y los políticos que los habían enviado a la batalla. Sin embargo, cuando estos ataques fallaban, algo bastante frecuente, la culpa la tenía la CIA.
Él se había opuesto a la incursión. Los israelíes habían concertado un pacto poco firme y ultrasecreto con Yidal: no nos mates y nosotros no te mataremos a ti. Mientras los objetivos fueran norteamericanos y algún que otro europeo, los israelíes no intervendrían. Teddy lo sabía, pero no se lo había contado a nadie. Veinticuatro horas antes del ataque, se había dirigido al presidente por escrito para comunicarle sus dudas acerca de que los terroristas estuvieran en el recinto cuando cayeran las bombas. Y que, dada la proximidad del objetivo a Talah, cabía la posibilidad de que se produjeran graves daños colaterales.
Hatlee Beech abrió el sobre marrón sin percatarse de que la rígida esquina estaba un poco arrugada y estropeada. Abría tantas cartas personales últimamente, que sólo leía el remite para ver quién las enviaba y desde dónde. Tampoco se fijó en el matasellos de Tampa.
Llevaba varias semanas sin recibir noticias de Al Konyers. Leyó toda la carta de un tirón y no le llamó la atención el hecho de que Al utilizara un nuevo ordenador portátil. Era perfectamente verosímil que el amigo con quien se carteaba Ricky hubiera tomado una hoja de papel de cartas del Royal Sonesta de Nueva Orleans y le estuviera tecleando la carta desde diez mil metros de altura.
Hatlee se preguntó si volaría en primera clase. Probablemente sí. No debía de haber conexiones para ordenadores en clase turista, ¿verdad? Al debía de haber estado en viaje de negocios en Nueva Orleans, donde sin duda se había alojado en un buen hotel, y después habría volado en primera clase a su siguiente destino. A la Hermandad sólo le interesaba la situación económica de sus amigos epistolares. Lo demás carecía de relevancia.
Tras leer la carta, se la pasó a Finn Yarber, quien escribía otra bajo la identidad del pobre Percy. Trabajaban en la pequeña sala de conferencias que había en un rincón de la biblioteca jurídica y toda la mesa estaba cubierta de carpetas, cartas y todo un precioso surtido de tarjetas postales en suaves tonos pastel. Spicer estaba fuera, sentado junto a su mesa, vigilando la puerta y estudiando las diferencias de puntuación de los equipos de baloncesto.
—¿Quién es Konyers? —preguntó Finn.
Beech estaba examinando el contenido de unas carpetas. Tenían un archivo para cada uno de los amigos con quienes se carteaban, con todas las cartas que recibían de estos y las copias de todas las que ellos les mandaban.
—No lo sé muy bien —contestó Beech—. Vive por la zona del distrito de Columbia y estoy seguro de que el nombre es falso. Utiliza uno de esos servicios de apartados de correos. Creo que es la tercera carta.
Beech sacó de la carpeta de Konyers las dos primeras misivas. La del 11 de diciembre decía:
Querido Ricky,
Hola. Me llamo Al Konyers. Tengo cincuenta y tantos años. Me gusta el jazz y las películas antiguas y me gusta leer biografías. No fumo y no me gustan las personas que lo hacen.
Para mí la diversión consiste en una cena a base de comida china para llevar, un poco de vino y disfrutar de una película del Oeste en blanco y negro en compañía de un buen amigo. Escríbeme unas lineas.
Al Konyers
Estaba escrita a máquina en un sencillo papel blanco, casi como todas al principio. En aquellas palabras se intuía el temor a caer en una trampa, a iniciar una relación con un perfecto desconocido. Desde la primera hasta la última de las palabras estaban mecanografiadas. Ni siquiera había puesto una firma.
La primera respuesta de Ricky fue la carta estándar que ahora Beech ya había escrito centenares de veces: Ricky tenía veintiocho años, se hallaba en una clínica de desintoxicación, procedía de una familia conflictiva, tenía un tío rico, etc. Y docenas de las mismas preguntas entusiastas: ¿En qué trabajas? ¿Qué tal te llevas con la familia? ¿Te gusta viajar?
Para desnudar su alma, Ricky necesitaba algo a cambio. Dos páginas de la misma mierda que Beech llevaba cinco meses escribiendo. Hubiera deseado hacer fotocopias. Pero no podía. Estaba obligado a personalizar cada carta con un bonito papel. Y le mandó a Al la misma fotografía del chico guapo que había enviado a los demás. La fotografía era un cebo casi infalible.
Transcurrieron tres semanas. El 9 de enero Trevor entregó una segunda carta de Al Konyers. Era tan limpia y aséptica como la primera y probablemente se había mecanografiado con guantes de goma.
Querido Ricky,
Me ha encantado tu carta. Debo admitir que al principio me compadecí mucho de ti, pero parece que te has adaptado bien a la desintoxicación y ahora ya sabes adónde vas. Yo nunca he tenido problemas con la droga y el alcohol, por consiguiente, me resulta difícil entenderlo. Sin embargo, diría que estás recibiendo el mejor tratamiento que existe, gracias al dinero de tu tío. No deberías ser tan duro con él. Piensa dónde estarías de no haber contado con su ayuda.
Me haces muchas preguntas sobre mí. No estoy preparado para hablar de muchas cuestiones personales, pero comprendo tu curiosidad. Estuve casado durante treinta años, pero ya no. Vivo en el distrito de Columbia y trabajo para el Gobierno. Mi trabajo es satisfactorio y supone un reto constante.
Vivo solo. Tengo unos cuantos amigos íntimos, muy pocos, y prefiero que así sea. Cuando viajo, suelo hacerlo a Asia. Me encanta Tokio.
Pensaré mucho en ti.
Al Konyers
Por encima del nombre mecanografiado, había garabateado «Al» con un rotulador negro de punta fina.
La carta no tenía el menor interés por tres motivos.
En primer lugar, Konyers no tenía esposa, o al menos eso decía él. Una esposa era esencial para poder llevar a cabo el chantaje. Cuando amenazabas con contárselo todo a la mujer y enviarle copias de todas las cartas del amigo gay, el dinero empezaba a llover.
En segundo lugar, Al era funcionario, por lo que seguramente no era rico.
En tercer lugar, Al tenía tanto miedo que no merecía la pena perder el tiempo con él. Había que arrancarle la información con pinzas. Los Quince Garbe y los Curtis Cates resultaban mucho más divertidos porque se habían pasado la vida ocultando su auténtico yo y ahora estaban deseando mostrarse sin fingimientos. Sus cartas eran largas y personales, llenas de toda la serie de pequeños detalles que le podían ser útiles a un chantajista. En cambio, Al no. Era el colmo del aburrimiento. Aquel tipo no estaba muy seguro de lo que quería.
Por consiguiente, Ricky aumentó la apuesta con su segunda carta, otra pieza magistral que Beech había perfeccionado con la práctica. ¡Ricky acaba de enterarse de que lo iban a poner en libertad en cuestión de dos meses! Y era de Baltimore. ¡Qué coincidencia! Tal vez necesitara ayuda para conseguir trabajo. El tío rico se negaba a seguir ayudándole, él tenía miedo de la vida en el exterior sin la ayuda de amigos, y la verdad es que no podía confiar en sus antiguas amistades, pues estas seguían enganchadas a la droga, etc.
La carta no recibió respuesta y Beech dedujo que Al Konyers se había asustado. Ricky estaría en Baltimore, justo a una hora de Washington, y eso sin duda era demasiado cerca para los criterios de Al.
Mientras esperaban una respuesta de Al, llegó el dinero de Quince Garbe, seguido por la transferencia de Curtis de Dallas, y los miembros de la Hermandad encontraron renovadas energías en su estafa. Ricky le escribió a Al la carta que había sido interceptada y analizada en Langley.
De repente, la tercera carta de Al tenía un tono muy distinto. Fin Yarber la leyó un par de veces y luego releyó la segunda carta de Al.
—Parece escrita por otra persona, ¿verdad? —comentó.
—Pues sí —contestó Beech, estudiando ambas cartas—. Creo que el chico está deseando conocer finalmente a Ricky.
—Yo creía que trabajaba para el Gobierno.
—Eso dice.
—En ese caso, ¿qué significan estos asuntos de negocios que tiene en Baltimore?
—Nosotros también trabajábamos para el Gobierno, ¿no?
—Por supuesto.
—¿Qué sueldo llegaste a ganar como juez?
—Cuando era magistrado del Tribunal, ganaba ciento cincuenta mil dólares.
—Yo ganaba ciento cuarenta. Algunos de estos burócratas profesionales ganan mucho más. Además, no está casado.
—Eso es lo malo.
—Sí, pero tenemos que seguir presionando. Dispone de un buen trabajo, lo cual significa que su jefe es muy importante y tiene muchos compañeros, un típico pez gordo de Washington. Ya encontraremos algún punto de presión en algún sitio.
—Qué caray —dijo Finn.
Qué caray, en efecto. ¿Qué podían perder? ¿Qué más daba si ejercían demasiada presión y el señor Al se asustaba o se enfadaba y decidía tirar las cartas a la basura? No puedes perder lo que no tienes.
Aquel era el negocio de su vida. No era el momento de mostrarse tímidos. Su táctica agresiva estaba dando unos resultados espectaculares. La correspondencia aumentaba semana a semana, al igual que su cuenta de las islas.
Su estafa era infalible porque sus amigos epistolares llevaban una doble vida. Sus víctimas no podían quejarse ante nadie.
Las negociaciones fueron muy rápidas porque el mercado estaba maduro. En Jacksonville todavía coleaba el invierno y, como las noches eran frías y las aguas del océano estaban demasiado heladas como para poder nadar en ellas, aún faltaba un mes para la temporada alta. Había centenares de casitas de alquiler disponibles en Neptune Beach y Atlantic Beach, incluida una que se encontraba casi enfrente de la casa de Trevor. Un hombre de Boston ofreció seiscientos dólares en efectivo por dos meses y el administrador se apresuró a aceptar. La casa estaba amueblada con unos enseres que no se hubieran podido vender ni siquiera en un mercadillo callejero. La vieja alfombra de pelo estaba muy gastada y emitía un permanente olor a moho. Era ideal.
Lo primero que hizo el inquilino fue cubrir las ventanas. Tres de ellas daban a la calle, a la casa de Trevor. Durante las primeras horas de vigilancia, el inquilino comprobó que los clientes eran muy escasos. ¡Había tan poco trabajo! Cuando había algo, lo solía hacer la secretaria, Jan, que también dedicaba mucho tiempo a leer revistas.
Otros se instalaron discretamente en la casa, hombres y mujeres con viejas maletas y grandes bolsas de lona llenas de objetos de magia electrónica. Amontonaron el desvencijado mobiliario en las habitaciones traseras y las estancias de la parte anterior se llenaron rápidamente de pantallas, monitores y dispositivos de escucha de todo tipo.
El propio Trevor hubiera podido constituir un interesante estudio de caso práctico para alumnos de tercer año de Derecho. Llegaba sobre las nueve de la mañana y se pasaba una hora leyendo los periódicos. Al parecer, su único cliente de la mañana se presentaba invariablemente a las diez y media y, después de una agotadora reunión de media hora, ya estaba preparado para el almuerzo, siempre en el Pete’s Bar and Grill. Llevaba consigo el móvil para demostrarles su importancia a los empleados del local y solía efectuar un par de llamadas innecesarias a otros abogados. También llamaba mucho a su corredor de apuestas.
Después regresaba a su despacho, pasaba por delante de la casa de alquiler desde donde la CIA controlaba todos sus pasos y se sentaba a su escritorio para echar la siesta. Volvía a la vida sobre las tres de la tarde y trabajaba un par de horas. Tras lo cual, necesitaba tomarse otro reconstituyente en el Pete’s.
La segunda vez que lo siguieron hasta Trumble, Trevor abandonó la cárcel al cabo de una hora y regresó a su despacho alrededor de las seis de la tarde. Mientras cenaba solo en una marisquería de Atlantic Boulevard, un agente entró en su despacho y encontró en su vieja cartera de documentos cinco cartas de Percy y Ricky.
El comandante del silencioso ejército que actuaba en la zona de Neptune Beach era un hombre apellidado Klockner, el mejor de que disponía Teddy en la especialidad de vigilancia callejera doméstica. Klockner había recibido la orden de interceptar toda la correspondencia que pasara por el bufete jurídico.
Cuando Trevor regresó directamente a su casa a la salida del restaurante, las cinco cartas habían sido trasladadas a la casa de la acera de enfrente del despacho, donde los expertos las abrieron, copiaron y volvieron a cerrar para colocarlas de nuevo en la cartera de documentos de Trevor. Ninguna de las cinco estaba dirigida a Al Konyers.
En Langley, Deville leyó las cinco cartas que le enviaron por fax. Dos expertos en grafología las examinaron y llegaron a la conclusión de que Percy y Ricky no eran la misma persona. Utilizando ejemplos de sus archivos judiciales, establecieron sin demasiada dificultad que Percy era, en realidad, el antiguo magistrado Finn Yarber y que tras la identidad de Ricky se escondía el antiguo juez Hatlee Beech.
La dirección de Ricky era el apartado de correos de Aladdin North, en la oficina de correos de Neptune Beach. Percy, para su sorpresa, utilizaba un apartado de correos de Atlantic Beach, alquilado a una empresa llamada Laurel Ridge.