Durante la hora del almuerzo, cuando la experiencia le había revelado que el movimiento aumentaba ligeramente en Mailbox America, un agente entró como quien no quiere la cosa detrás de dos clientes y, por segunda vez aquel mismo día, introdujo una llave en el apartado 455. Encima de tres muestras de correo basura —una de una empresa de pizzas para llevar, otra de un túnel de lavado de automóviles y una tercera del servicio de Correos estadounidense—, descubrió algo nuevo. Un sobre de color azafrán, de quince por veinte centímetros. Utilizando unas pinzas que hacían las veces de llavero, tomó el extremo del sobre, lo sacó rápidamente de la casilla y lo introdujo en una pequeña cartera de documentos. Dejó el resto donde estaba.
En Langley, unos expertos lo abrieron con sumo cuidado. dos páginas escritas a mano y las copiaron.
Una hora más tarde, Deville entró en el búnker de Teddy con una carpeta en la mano. Deville era el encargado de lo que, en las más profundas interioridades de Langley, se denomina comúnmente «el lío de Lake». Entregó copias de la carta a York y después la pasó a una pantalla de gran tamaño, donde, al principio, Teddy y York se limitaron a contemplarla sin pronunciar palabra. Estaba escrita en letras de imprenta en negrita y su lectura resultaba muy fácil, como si el autor hubiera meditado mucho las palabras. Decía lo siguiente:
Querido Al,
¿Dónde te has metido? ¿Te llegó mi última carta? Te la escribí hace tres semanas y aún no he recibido respuesta. Supongo que debes de estar ocupado, pero, por favor, no te olvides de mi. Me siento muy solo y tus cartas siempre me han ayudado a seguir adelante. Me infunden fuerza y esperanza porque sé que ahí fuera hay alguien que se preocupa por mí. Por favor, no me abandones, Al.
Mi abogado dice que, a lo mejor, me concederán la libertad dentro de dos meses. Hay una casa de acogida en Baltimore, a pocos kilómetros del lugar donde me crie, y la gente de aquí está tratando de conseguirme una plaza. Seria para noventa días, tiempo suficiente para que encuentre trabajo, amigos, etc., en fin, para que vuelva a acostumbrarme a la sociedad. Allí cierran de noche, pero de día disfrutaría de libertad. No conservo muy buenos recuerdos, Al. Todas las personas que me querían han muerto, y mi tío, el que paga los gastos de mi desintoxicación, es muy rico pero también muy cruel.
Necesito desesperadamente amigos, Al.
Por cierto, he perdido otros dos kilos y ahora mido setenta y ocho centímetros de cintura. La fotografía que te envío ya no refleja la realidad. No me gusta el aspecto de mí cara… tengo las mejillas demasiado mofletudas.
Ahora estoy mucho más delgado y moreno. Aquí nos dejan tomar el sol dos horas al día cuando el tiempo lo permite. Aunque estemos en Florida, a veces hace frío. Te enviaré otra fotografía, quizá de cintura para arriba. Me dedico con toda mi alma a hacer ejercicio. Creo que la nueva fotografía te gustará.
Me dijiste que me enviarías una tuya. Todavía la estoy esperando. Por favor, no me olvides, Al. Necesito una de tus cartas.
Con todo mi cariño,
Ricky
Puesto que a York se le había encomendado la tarea de investigar todos los aspectos de la vida de Lake, este se sentía obligado a intervenir en primer lugar, pero no se le ocurría nada que decir. Releyeron la carta en silencio, una y otra vez.
—Aquí está el sobre —dijo Deville finalmente.
Lo proyectó en la pared. Estaba dirigido al señor Al Konyers, Mailbox America. El remitente era: Ricky, Aladdin North, Apartado de Correos 44683, Neptune Beach, Florida 32233.
—Es una tapadera —observó Deville—. No existe ningún lugar llamado Aladdin North. Al número de teléfono que aparece sólo responde un contestador. Hemos llamado diez veces para intentar averiguar algo, pero los operadores no saben nada. Hemos telefoneado a todas las clínicas de desintoxicación y tratamiento del norte de Florida y nadie ha oído hablar de ese lugar.
Teddy guardó silencio sin apartar los ojos de la pared.
—¿Dónde está Neptune Beach? —preguntó York, soltando un gruñido.
—En Jacksonville.
Deville recibió autorización para retirarse, aunque le advirtieron que se mantuviera disponible.
Teddy empezó a tomar notas en un cuaderno verde tamaño folio.
—Hay otras cartas y por lo menos una fotografía —comentó como si aquel problema fuera una cuestión de rutina. Teddy Maynard no conocía el pánico—. Tenemos que encontrarlas —añadió.
—Hemos llevado a cabo dos exhaustivos registros de su casa —dijo York.
—Pues realicen un tercero. Dudo que conserve este material en su despacho.
—¿Cuándo…?
—Ahora mismo. Lake se encuentra en California, a la caza de votos. No disponemos de mucho tiempo, York. Puede haber otros apartados de correos, otros hombres que escriban cartas y presuman de bronceado y de cintura de avispa.
—¿Se enfrentará usted con él?
—Todavía no.
Como no tenían ninguna muestra de la caligrafía del señor Konyers, Deville hizo una sugerencia que, al final, contó con la aprobación de Teddy. Utilizarían la estratagema de un nuevo ordenador portátil con impresora incorporada. El primer borrador lo escribieron Deville y York. Al cabo de aproximadamente una hora, el cuarto borrador decía lo siguiente:
Querido Ricky,
Recibí tu carta del 22; perdona que no te haya escrito antes. He estado viajando mucho últimamente y ando retrasado en todo. De hecho, te escribo esta carta desde diez mil metros de altura sobre el golfo de México, rumbo a Tampa, en un nuevo ordenador portátil tan pequeño que casi me cabe en el bolsillo. Qué asombrosa es la tecnología. En cambio, la impresora deja algo que desear. Espero que lo puedas leer bien. La noticia de tu puesta en libertad es fabulosa, al igual que el asunto de la casa de acogida de Baltimore. Tengo algunos intereses comerciales allí y estoy seguro de que podré encontrarte un empleo.
Ánimo, sólo te faltan dos meses. Ahora eres una persona mucho más fuerte y ya estás preparado para vivir la vida a tope. No te desalientes.
Te ayudaré en cuanto esté en mí mano. Cuando vayas a Baltimore, me encantará pasar algún tiempo contigo, enseñarte la ciudad y todas estas cosas.
Te prometo que no tardaré tanto en escribir. Estoy deseando recibir noticias tuyas.
Con todo mi cariño,
Al
Tomaron la decisión de que, debido a las prisas, Al había olvidado firmar. La carta fue revisada, corregida y examinada con más detenimiento que si fuera un tratado. La versión final se imprimió en el papel de cartas del Royal Sonesta Hotel de Nueva Orleans, y se introdujo en un grueso y sencillo sobre de papel marrón con un dispositivo óptico oculto en el borde inferior. En la esquina inferior derecha, en una zona que parecía haberse arrugado y estropeado ligeramente durante el envío, instalaron un minúsculo transmisor del tamaño de la cabeza de un alfiler. Cuando este se activara, enviaría una señal a una distancia de hasta cien metros durante un período máximo de tres días.
Puesto que Al se dirigía a Tampa, pusieron un matasellos de Tampa con la fecha de aquel día. Todo ello se llevó a cabo en menos de media hora, gracias a la labor de un equipo de personas muy raras pertenecientes a la sección de Documentación del segundo piso.
A las cuatro de la tarde, una baqueteada furgoneta verde se detuvo junto al bordillo delante de la casa de Aaron Lake, cerca de uno de los muchos árboles que daban sombra a la calle Treinta y cuatro, en uno de los sectores más bonitos de Georgetown. En la portezuela figuraba el nombre de una empresa de fontanería. Salieron cuatro operarios y empezaron a sacar herramientas y material.
A los pocos minutos, la única vecina que lo había observado todo se hartó de mirar y regresó a contemplar su televisor. Estando Lake en California, los miembros del Servicio Secreto se encontraban con él y aún no habían tenido ocasión de montar una vigilancia de su casa durante las veinticuatro horas del día. Sin embargo, no tardarían en hacerlo.
La excusa era una tubería de desagüe atascada en el jardincito de la parte anterior, un trabajo que se podía llevar a cabo sin necesidad de entrar en la casa. Un trabajo externo que no provocaría las iras del Servicio Secreto en caso de que acertaran a pasar por allí.
Pero dos de los fontaneros entraron en la casa utilizando su propia llave. Otra furgoneta se acercó para comprobar qué tal progresaba el trabajo y dejar una herramienta. Los operarios de la segunda furgoneta formaron un solo equipo con los de la primera.
En el interior de la casa, cuatro de los agentes iniciaron la aburrida búsqueda de secretos ocultos. Recorrieron las habitaciones, examinaron lo más obvio y abrieron cajones tratando de descubrir secretos.
Se fue la segunda furgoneta, apareció una tercera procedente de otra dirección, y aparcó con los neumáticos en la acera, tal como suelen hacer los vehículos de las empresas de servicios. Otros cuatro fontaneros se unieron al equipo que estaba limpiando la tubería de desagüe y, finalmente, dos de ellos se introdujeron en ella. Cuando anocheció, instalaron un reflector en el jardín y lo dirigieron hacia la casa para que no se vieran las luces del interior.
Al cabo de seis horas, concluyeron la limpieza de la tubería y también la de la casa. No hallaron nada insólito y tanto menos unos archivos ocultos con la correspondencia de un tal Ricky de una clínica de desintoxicación. Ni rastro de fotografías. Los fontaneros apagaron las linternas, guardaron las herramientas y desaparecieron sin dejar ni rastro.
A las ocho y media de la mañana siguiente, cuando se abrieron las puertas de la oficina de correos de Neptune Beach, un oficial apellidado Barr entró apresuradamente, como si llegara tarde a algún sitio. Barr era un experto en llaves y cerraduras, y la víspera se había pasado cinco horas en Langley, estudiando los distintos modelos de casillas utilizados por el servicio de correos. Tenía cuatro llaves maestras y no le cabía duda de que alguna de ellas abriría el número 44683. De lo contrario, se vería obligado a codificarlo, lo cual le llevaría unos sesenta segundos y tal vez llamara la atención. La tercera llave dio resultado y Barr introdujo en la casilla el sobre marrón con un matasellos fechado la víspera en Tampa, dirigido a Ricky, sin apellido, Aladdin North. Ya había dos cartas en el interior. Para no despertar sospechas, sacó una carta de propaganda, cerró la puerta de la casilla, arrugó el sobre y lo arrojó a una papelera.
Barr y dos compañeros esperaron pacientemente en una furgoneta del aparcamiento, tomando café y grabando en video a todos los usuarios de la oficina de correos. Se encontraban a setenta metros de la casilla. El receptor manual recibía la débil señal emitida por el sobre. Un heterogéneo grupo de personas entró y salió de la oficina de correos, una negra con un vestido marrón muy corto, un varón blanco con barba y cazadora de cuero, una mujer blanca enfundada en un chándal, un negro con pantalones vaqueros, todos ellos agentes de la CIA y todos vigilando el apartado de correos sin tener la menor idea de quién había escrito la carta ni adónde se había enviado. Su misión era, simplemente, dar con la persona que había alquilado el apartado.
La encontraron después del almuerzo.
Se puede decir que Trevor almorzó en el Pete’s, pero sólo tomó dos cervezas. Unas frías cervezas de barril con cacahuetes salados del cuenco de la barra, consumidas mientras perdía cincuenta dólares en una carrera de trineos tirados por perros en Calgary. Regresó al despacho y se echó una siesta de una hora, en cuyo transcurso roncó con tanta intensidad que, al final, su sufrida secretaria tuvo que cerrar la puerta. Lo hizo dando un portazo, pero no lo bastante fuerte como para despertarlo.
Soñando con embarcaciones de vela, se dirigió a pie a la oficina de correos porque el día era bueno, aparte de que no tenía nada mejor que hacer y necesitaba despejarse un poco. Se alegró de encontrar cuatro de los pequeños tesoros pulcramente dispuestos en diagonal en el apartado de correos de Aladdin North. Se los guardó cuidadosamente en el bolsillo de la gastada chaqueta de hilo y algodón, se arregló la pajarita y salió tranquilamente, convencido de que no faltaba mucho para un nuevo día de cobro.
Jamás había sentido la tentación de leer las cartas. Que la Hermandad se encargara del trabajo sucio. Él conservaría las manos bien limpias, trasladaría la correspondencia y se limitaría a cobrar un tercio de los beneficios. Por no mencionar el hecho de que Spicer lo hubiera matado si le hubiera entregado cartas manipuladas.
Siete agentes lo vigilaron mientras regresaba dando un paseo a su despacho.
Teddy estaba echando una cabezadita en su silla de ruedas cuando entró Deville. York se había marchado a casa; ya eran más de las diez de la noche. York tenía familia; Teddy, en cambio, no.
Deville presentó su informe, consultando varias páginas de notas.
—Un abogado de la zona llamado Trevor Carson retiró la carta del apartado de correos a la una y cincuenta minutos de la tarde. Seguimos a Carson hasta su despacho de Neptune Beach, donde permaneció ochenta minutos. Es un pequeño despacho donde trabaja él solo con una secretaria; no tiene demasiados clientes. Carson es un abogado de poca monta, se ocupa de divorcios, transacciones inmobiliarias y asuntos menores. Tiene cuarenta y ocho años, se ha divorciado por lo menos dos veces, es natural de Pennsylvania, cursó estudios preuniversitarios en Fullman y estudió Derecho en la Universidad Estatal de Florida. Hace once años le retiraron la licencia por mezclar los fondos de varios clientes, aunque más tarde la recuperó.
—Bueno, ya basta —ordenó Teddy.
—A las tres y media abandonó su despacho y se dirigió a la prisión federal de Trumble, Florida, situada a una hora de carretera. Llevaba las cartas. Lo seguimos, pero perdimos la señal cuando entró en el edificio. Desde entonces, hemos recogido más información sobre el centro. Es una cárcel de régimen especial, lo que habitualmente se llama un «campamento». No tiene muros ni vallas y los reclusos son de baja peligrosidad. Hay mil. Según una fuente de la Dirección de Prisiones de aquí en Washington, Carson acude allí muy a menudo. No hay ningún otro abogado ni ninguna otra persona que lo haga con tanta frecuencia. Hasta hace un mes, la visitaba una vez por semana, ahora se traslada allí por lo menos tres veces cada siete días. Y, en ocasiones, incluso cuatro. Todas las visitas se deben, oficialmente, a reuniones entre cliente y abogado.
—¿Quién es el cliente?
—No es Ricky. Carson es el abogado de tres jueces.
—¿Tres jueces?
—Sí.
—¿Tres jueces en la cárcel?
—Exacto. Se autodenominan la Hermandad.
Teddy cerró los ojos y se frotó las sienes. Deville dejó que reflexionara un instante y después añadió:
—Carson permaneció cincuenta y cuatro minutos en la cárcel y, cuando salió, no conseguimos localizar la señal emitida por el sobre. Pasó a un metro y medio de nuestro receptor y estamos seguros de que ya no llevaba la carta. Lo seguimos hasta Jacksonville y la playa. Aparcó cerca de un local llamado Pete’s Bar and Grill y estuvo allí unas tres horas. Registramos su automóvil, localizamos la cartera de documentos y encontramos en su interior ocho cartas dirigidas a distintos hombres de todo el país. Todas las cartas eran de salida, no dirigidas a ningún recluso. Evidentemente, Carson actúa como intermediario para facilitar que sus clientes mantengan correspondencia. Hasta hace media hora seguía en el bar, borracho como una cuba, apostando a los partidos de baloncesto universitario.
—Un perdedor.
—Más bien sí.
El perdedor salió haciendo eses del Pete’s después de la segunda prórroga de un partido de la Costa Oeste. Spicer había elegido a tres de los cuatro equipos ganadores. Trevor había seguido su ejemplo y había ganado mil dólares. A pesar de lo bebido que estaba, tuvo la prudencia de no conducir. La detención por conducir en estado de embriaguez de tres años atrás seguía dolorosamente viva en su memoria y, además, había policías por todas partes. Los restaurantes y los bares de las inmediaciones del Sea Turtle Inn atraían a los jóvenes y a los noctámbulos y, por consiguiente, también a los policías.
Sin embargo, el hecho de ir andando constituía un reto. Consiguió llegar directamente a su despacho situado más al sur, pasando por delante de las tranquilas casitas de alquiler y de las viviendas de los jubilados, todas ellas a oscuras y ya cerradas. Llevaba en la cartera de documentos las cartas de Trumble.
Siguió adelante, buscando su casa. Cruzó la calle sin motivo y media manzana más allá la volvió a cruzar. No había tráfico. Empezó a moverse en círculo para volver atrás y se acercó hasta unos veinte metros de un agente que se había ocultado detrás de un automóvil aparcado. Los miembros del silencioso ejército lo observaron, temiendo de repente que aquel imbécil borracho se tropezara con uno de ellos.
En determinado momento, se dio por vencido y consiguió regresar de nuevo a su despacho. Hizo sonar las llaves al llegar a los peldaños de la entrada, se le cayó la cartera de documentos al suelo, se olvidó de ella y, medio minuto después de haber abierto la puerta, ya estaba detrás de su escritorio, dormido como un tronco en su sillón giratorio reclinable, con la puerta principal entreabierta.
La puerta posterior no estaba cerrada con llave. Siguiendo las instrucciones de Langley, Barr y los demás entraron en el despacho y colocaron micrófonos ocultos en todas partes. No había sistema de alarma ni cerraduras en las ventanas, ni nada de valor que pudiera atraer a un hipotético ladrón. La intervención de los teléfonos y la colocación de dispositivos en las paredes fue pan comido, pues desde el exterior nadie observó nada dentro del despacho de L. Trevor Carson, abogado y asesor legal.
Vaciaron la cartera de documentos y catalogaron su contenido, siguiendo las instrucciones de Langley, que deseaba un informe exhaustivo acerca de todas las cartas que habían salido de Trumble por aquel irregular procedimiento. Cuando lo hubieron fotografiado e inspeccionado todo, la cartera fue colocada en el suelo del pasillo, cerca del despacho. Los ininterrumpidos ronquidos atronaban de forma impresionante.
Poco después de las dos, Barr consiguió poner en marcha el Escarabajo aparcado en las inmediaciones de Pete’s. Bajó con él por la desierta calle y lo dejó junto al bordillo delante del despacho del abogado, para que el borracho se frotara los ojos al cabo de unas horas y se diera a si mismo una palmada en la espalda por haber sido capaz de conducir tan bien. O, a lo mejor, se horrorizaría al pensar que había vuelto a conducir en estado de embriaguez. En cualquiera de los dos casos, ellos lo estarían escuchando.