Las resacas se estaban convirtiendo en algo tan frecuente que, cuando Trevor abrió los ojos a un nuevo día, pensó que tenía que moderarse. No puedes pasarte todas las noches en Pete’s bebiendo cervezas con los estudiantes y viendo en la televisión partidos de baloncesto que te importan un bledo, por el simple hecho de haber apostado mil dólares en ellos. La víspera había sido el equipo de Logan State contra no recordaba quién, un equipo que llevaba un uniforme verde. ¿A quién coño le importaba el Logan State?
A Joe Roy Spicer, a ese sí le importaba. Spicer había apostado quinientos dólares, él había añadido mil dólares de su bolsillo y el Logan les había permitido ganar la apuesta. La semana anterior, Spicer había acertado en diez partidos sobre doce. Había ganado tres mil dólares y él, siguiendo alegremente sus consejos, se había embolsado cinco mil quinientos. El juego estaba resultando una actividad más rentable que el ejercicio de la abogacía. ¡Y los ganadores los elegía otra persona, no él!
Se dirigió al cuarto de baño y se lavó la cara sin mirarse al espejo. La taza del retrete estaba atascada desde la víspera y, mientras él recorría su desordenada vivienda en busca de un desatascador, sonó el teléfono. Era su exesposa, una mujer a la que odiaba y que lo detestaba a su vez. Cuando oyó su voz, comprendió que necesitaba dinero. Le dijo que no con muy malos modos y se fue a la ducha.
En el despacho la situación era todavía peor. Los miembros de una pareja que se estaba divorciando llegaron en dos vehículos separados para terminar de negociar los términos del acuerdo sobre los bienes. Los objetos por los que estaban discutiendo eran insignificantes —unas cazuelas, unas sartenes, una tostadora—, pero, como no tenían nada, por algo tenían que discutir. Cuantas menos cosas tenían, tanto más acerbas eran las discusiones.
El abogado se presentó con una hora de retraso, pero ellos habían aprovechado el rato para ir calentándose poco a poco. Cuando llegaron al punto de ebullición, Jan los tuvo que separar. La mujer estaba aparcada en el despacho de Trevor cuando este entró a trompicones por la puerta de atrás.
—¿Dónde demonios se había metido usted? —le preguntó ella, levantando la voz lo suficiente como para que el marido la oyera desde el otro extremo de la casa.
Avanzando a grandes zancadas por el pasillo, el marido pasó por delante de Jan, que no hizo el menor intento de seguirlo, e irrumpió en el pequeño despacho de Trevor.
—¡Llevamos una hora esperando! —le gritó.
—¡Silencio los dos! —gritó Trevor a su vez. Jan abandonó el edificio. Los clientes se sorprendieron del volumen de su voz—. ¡Siéntense! —ordenó a pleno pulmón, y ambos se sentaron en las dos únicas sillas que había—. ¡Pagan quinientos dólares por una mierda de divorcio y se creen los amos de esta casa!
La pareja contempló los enrojecidos ojos del abogado y su congestionado rostro, y llegó a la conclusión de que aquel hombre no estaba para bromas. El teléfono empezó a sonar, pero nadie lo atendió. Trevor sintió náuseas, salió rápidamente del despacho, cruzó el pasillo y entró en el cuarto de baño, donde vomitó procurando hacer el menor ruido posible. No pudo echar el agua y la cadenita metálica tintineó inútilmente en el pequeño depósito.
El teléfono seguía sonando. Bajó tambaleándose por el pasillo para despedir a Jan y, al no encontrarla, él también abandonó la casa. Bajó a la playa, se descalzó y chapoteó con los pies desnudos en la fría agua salada.
Dos horas más tarde, Trevor estaba sentado inmóvil en su despacho con la puerta cerrada para que no entrara ningún cliente. Mantenía los pies descalzos apoyados sobre el escritorio y aún tenía arena alojada entre los dedos. Necesitaba echar una siesta y tomarse un trago. Miró al techo, tratando de establecer las prioridades.
Sonó el teléfono, esta vez debidamente atendido por Jan, que aún conservaba su puesto de trabajo a pesar de que en secreto ya examinaba los anuncios de ofertas.
Era Brayshears, desde las Bahamas.
—Tenemos una transferencia, señor —le dijo este.
Trevor se levantó de un salto.
—¿Cuánto?
—Cien mil, señor.
Trevor consultó su reloj. Disponía de aproximadamente una hora para tomar un vuelo.
—¿Puede recibirme a las tres y media? —pregunto.
—Por supuesto que sí, señor.
Colgó el aparato y le gritó a la secretaria, que se encontraba en la parte anterior de la casa:
—Cancele mis citas de hoy y mañana. Me voy.
—No tiene ninguna cita —le respondió Jan también a gritos—. Esta usted perdiendo dinero con más rapidez que nunca.
Trevor no quería discutir. Salió por la puerta trasera dando portazo y se alejó en su automóvil.
El avión con destino a Nassau hizo una escala en Fort Lauderdale aunque Trevor apenas se enteró. Tras tomarse rápidamente un par de cervezas, se quedó dormido como un tronco. Se tomó otras dos mientras sobrevolaban el Atlántico, y un auxiliar de vuelo tuvo que despertarlo cuando el avión ya estaba vacío.
La transferencia era de Curtis, el tipo de Dallas, tal como él esperaba. Se había efectuado a través de un banco de Tejas a la cuenta de Boomer Realty, Ltd., del Geneva Trust Bank de Nassau. Trevor retiró el tercio que le correspondía, ingresó veinticinco mil dólares en su cuenta secreta y se llevó ocho mil en efectivo. Le dio las gracias al señor Brayshears, comentó que esperaba volver a verle muy pronto y abandonó el edificio haciendo eses.
Ni siquiera consideró la idea de regresar a casa. Se dirigió a la zona comercial, donde nutridas manadas de turistas estadounidenses ocupaban las aceras. Necesitaba unos pantalones cortos, un sombrero de paja y un bronceador.
Al final, consiguió llegar a la playa, donde encontró alojamiento en un bonito hotel a doscientos dólares por noche, pero ¿qué más daba? Se untó con aceite y se tumbó al borde de la piscina, muy cerca del bar. Una camarera calzada con sandalias le sirvió las bebidas.
Despertó cuando ya había oscurecido, bastante encarnado pero no quemado. Un guardia de seguridad lo acompañó a su habitación, donde se desplomó sobre la cama para sumirse acto seguido en su coma. El sol ya había vuelto a salir cuando empezó a moverse de nuevo.
Tras aquel largo período de descanso, se despertó con la cabeza sorprendentemente despejada y con mucho apetito. Comió un poco de fruta y fue a echar un vistazo a las embarcaciones de vela, no exactamente para comprarse una sino para estudiar los detalles. Una embarcación de nueve metros de eslora sería suficiente, del tamaño ideal para que pudiera manejarla por sí solo y vivir en ella. No habría pasajeros; simplemente el patrón, saltando de isla en isla. La más barata que encontró valía noventa mil dólares y precisaba de unas cuantas reparaciones.
Al mediodía ya estaba de nuevo tumbado al borde de la piscina, tratando de calmar a un par de clientes a través de su móvil, aunque sin demasiado interés. La misma camarera le sirvió otro trago. Cuando no hablaba por teléfono, se ocultaba detrás de unas gafas de sol y trataba de asimilar las cantidades. A decir verdad, todo aquello le estaba resultando maravillosamente aburrido.
El mes anterior se había embolsado unos ochenta mil dólares en trapicheos libres de impuestos. ¿Podría seguir al mismo ritmo? En caso afirmativo, en un año ganaría un millón de dólares, podría dejar su despacho y lo que quedaba de su carrera, comprarse un barquito y lanzarse a navegar.
Por primera vez, el sueño le pareció casi factible. Se veía a sí mismo al timón, descalzo y sin camisa, con una cerveza fría en la mano, deslizándose por el agua de St. Barts a St. Kitts, de Nevis a St. Lucia, de una isla a otras mil, con la vela mayor hinchada por el viento y sin tener que preocuparse por nada. Cerró los ojos y deseó con más anhelo que nunca poder realizar la escapada.
Sus propios ronquidos lo despertaron. Las sandalias estaban cerca. Pidió una copa de ron y consultó su reloj.
Dos días después Trevor consiguió regresar finalmente a Trumble. Llegó allí con una mezcla de sentimientos contradictorios. Por una parte, estaba deseando recoger la correspondencia y contribuir al éxito de la estafa, deseaba que el chantaje siguiera adelante y que les siguiera lloviendo el dinero. Sin embargo, por otra parte era consciente de que se había retrasado y sabía que el juez Spicer no estaría muy contento.
—¿Dónde demonios te habías metido? —le regañó Spicer en cuanto el guardia abandonó la sala de abogados. Por lo visto, era la pregunta de rigor últimamente—. Me he perdido tres partidos por tu culpa, y eso que había elegido a los ganadores.
—En las Bahamas. Acabamos de recibir cien mil de Curtis, el de Dallas.
El estado de ánimo de Spicer cambió súbitamente.
—¿Has tardado tres días para comprobar la transferencia de las Bahamas?
—Necesitaba un poco de descanso. Ignoraba que tuviera que pasar por aquí cada día.
Spicer se estaba ablandando por momentos. Acababa de embolsarse otros veintidós mil dólares. Los tenía a buen recaudo junto con el resto del botín en un lugar donde nadie los encontraría. Mientras le entregaba al abogado otro montón de preciosos sobres, pensó en la manera en que se gastaría el dinero.
—Vaya, qué laboriosos —comentó Trevor, tomando las cartas.
—¿De qué te quejas? Ganas más que nosotros.
—Yo tengo mucho más que perder que vosotros.
Spicer le entregó una hoja de papel.
—He elegido diez partidos. Apuesto quinientos en cada uno.
Estupendo, pensó Trevor. Otro largo fin de semana en el Pete’s, tragándome un partido tras otro. Bueno, había cosas peores. Jugaron unas cuantas partidas de blackjack a un dolar la mano hasta que el guardia interrumpió la reunión.
El director y sus superiores de la Dirección de Prisiones de Washington habían comentado las visitas cada vez más frecuentes de Trevor. Se habían intercambiado algunos mensajes, habían comentado la posibilidad de establecer alguna limitación, pero finalmente desestimaron la idea. Las visitas carecían de importancia y, además, el director no quería enfrentarse a los miembros de la Hermandad. ¿Por qué buscar problemas?
El abogado era inofensivo. Tras efectuar algunas llamadas a la zona de Jacksonville, llegaron a la conclusión de que Trevor era prácticamente un desconocido y probablemente no tenía nada mejor que hacer que visitar la sala de abogados de una prisión.
El dinero infundió nueva vida a Beech y Yarber. Para gastárselo era imprescindible que pudieran meterle mano, lo cual exigiría que algún día salieran de allí convertidos en hombres libres, libres de hacer lo que les diera la gana con su cada vez más cuantiosa fortuna.
Con los aproximadamente cincuenta mil dólares que ahora tenía en el banco, Yarber estaba ocupado en la tarea de prepararse una cartera de inversiones. Era absurdo dejar el dinero en la cuenta a un cinco por ciento anual, aunque fuera un dinero libre de impuestos. Un día no muy lejano, invertiría en fondos más arriesgados y lucrativos, sobre todo de Extremo Oriente. Asia volvería a florecer y su montoncito de dinero mal adquirido se beneficiaría de aquella prosperidad. Le quedaban cinco años, y si hasta entonces ganaba entre un doce y un quince por ciento, los cincuenta mil dólares se convertirían aproximadamente en cien mil cuando saliera de Trumble. No sería un mal comienzo para un hombre de sesenta y cinco años sí, tal como esperaba, gozaba de buena salud.
Pero si él (y Percy y Ricky) pudieran seguir añadiendo dinero a la fuente de ingresos principal, cuando lo soltaran tal vez se habría convertido en un hombre muy rico. Cinco cochinos años… Pensaba con horror en los meses y las semanas. Ahora se preguntaba de repente si tendría tiempo suficiente para chantajear a la gente y obtener todo el dinero que necesitaba. En su papel de Percy se estaba carteando con más de veinte personas de todo el país. No había dos que vivieran en la misma ciudad. La misión de Spicer consistía en mantener a las víctimas separadas. Habían utilizado los mapas de la biblioteca jurídica para cerciorarse de que ni Percy ni Ricky se estuvieran carteando con hombres que vivieran cerca.
Cuando no escribía cartas, Yarber fantaseaba con el dinero. Por suerte, los documentos del divorcio de su mujer habían ido y venido en un santiamén. En cuestión de unos meses, volvería a ser oficialmente soltero y, cuando le concedieran la libertad condicional, ella ya haría tiempo que se habría olvidado de él. No tendría que compartir nada con nadie. Seria libre de alejarse sin ninguna atadura.
Cinco años, pero le quedaba todavía mucho que hacer. Había reducido el consumo de azúcar y caminaba dos kilómetros más cada día.
En la oscuridad de la litera superior, en sus noches de insomnio, Hatlee Beech había hecho los mismos cálculos que sus compañeros. Con cincuenta mil dólares en la mano, buscando unos buenos intereses en algún sitio y añadiendo a la suma principal todo el dinero que lograran exprimirles a la mayor cantidad de víctimas posible, algún día habría amasado una fortuna. A Beech le quedaban nueve años, una maratón que, al principio, le había parecido interminable. Sin embargo, en aquel momento un rayo de esperanza despuntaba en el horizonte. La condena a muerte que le había caído encima se estaba convirtiendo poco a poco en una época de cosecha. Haciendo unos cálculos más bien conservadores, aunque la estafa sólo le reportara cien mil dólares anuales durante los siguientes nueve años, más unos buenos intereses, cuando atravesara brincando la verja de la prisión, a los sesenta y cinco años, sería multimillonario.
Tal vez conseguiría dos millones, o tres, o a lo mejor incluso cuatro.
Ya lo tenía todo previsto: como le encantaba Tejas, se iría a vivir a Galveston, se compraría una de aquellas antiguas casas victorianas cerca del mar e invitaría a sus amigos a que pasaran a saludarlo y admiraran su riqueza. Que se fuera a la mierda el Derecho; él dedicaría doce horas al día a invertir su dinero, a que rindiera intereses para que, cuando cumpliera los setenta años, tuviera más dinero que su exmujer.
Por primera vez en muchos años, Hatlee Beech pensó que quizá viviría hasta los sesenta y cinco, y tal vez hasta los setenta.
Él también prescindió de la ingestión de azúcar y mantequilla, y redujo el consumo de cigarrillos a la mitad con la intención de recuperar cuanto antes la buena forma física. Juró que no se acercaría a la enfermería y que dejaría de hablar de pastillas. Adquirió la costumbre de caminar un kilómetro y medio al día bajo el sol como su compañero de California. Y siguió escribiendo cartas, él y Ricky las siguieron escribiendo.
El juez Spicer, que ya tenía motivos más que sobrados para ello, empezó a sufrir insomnio. No porque se sintiera culpable, solo o humillado, ni tampoco porque lo deprimiera la indignidad de la reclusión. Todo se debía simplemente a que se dedicaba a contar el dinero, a hacer malabarismos con las tasas de rendimiento y a analizar las diferencias de puntuación de los equipos de baloncesto. Puesto que sólo le quedaban veintiún meses, ya empezaba a vislumbrar el final.
Su encantadora esposa Rita había acudido a verlo la semana anterior y ambos habían pasado cuatro horas juntos en dos días. Se había cortado el cabello, había abandonado la bebida, había adelgazado siete kilos y había prometido que estaría todavía más delgada cuando fuera a recogerlo a la entrada de la cárcel en cuestión de menos de dos años. Tras haber pasado cuatro horas con ella, Joe Roy llegó al convencimiento de que los noventa mil dólares seguían enterrados detrás del cobertizo de las herramientas.
Se irían a vivir a Las Vegas, se comprarían un nuevo apartamento y mandarían a la mierda al resto del mundo.
Sin embargo, el hecho de que la estafa funcionara tan bien se estaba convirtiendo en un nuevo motivo de preocupación. Él sería el primero en abandonar Trumble, y estaba claro que lo haría sin volver la mirada atrás. Pero ¿y el dinero que seguirían ganando los demás cuando él se marchara de allí? En caso de que la estafa les siguiera reportando dinero, ¿qué ocurriría con la parte que le correspondiera de las futuras ganancias, un dinero que él tenía perfecto derecho a embolsarse? A fin de cuentas, la idea había sido suya, él la había copiado del penal de Luisiana. Al principio, Beech y Yarber incluso se habían mostrado un poco reacios.
Tenía tiempo para inventarse una estrategia de salida como también lo tenía para encontrar la manera de deshacerse del abogado. Aunque, por supuesto, le costaría unas cuantas horas de sueño.
Beech leyó la carta de Quince Garbe, de Iowa:
—«Querido Ricky (o quien coño seas): ya no me queda dinero. Los primeros cien mil dólares los pedí prestados a un banco utilizando una memoria general falsa. Ni siquiera sé cómo los voy a devolver. Mi padre es el dueño de nuestro banco y de todo el dinero. ¿Por qué no le escribes unas cuantas cartas, grandísimo ladrón? Podría reunir diez mil dólares siempre y cuando quedara claro que el chantaje terminará aquí. Estoy al borde del suicidio, o sea que no me agobies demasiado. Eres escoria y lo sabes. Espero que te atrapen. Sinceramente, Quince Garbe».
—Parece que está bastante desesperado —comentó Yarber, levantando la vista de su montón de cartas.
—Dile que aceptaremos veinticinco mil —dijo Spicer con un mondadientes colgando de su labio inferior.
—Le escribiré y le diré que nos haga la transferencia —dijo Beech, al tiempo que abría otro sobre dirigido a Ricky.