La víspera de las primarias de Arizona y Michigan, la campaña de Lake desató en los medios de difusión una guerra relámpago como jamás se hubiera visto en ninguna elección presidencial. Por espacio de dieciocho horas, ambos estados sufrieron constantes bombardeos de publicidad. A veces los mensajes duraban sólo quince segundos, poco más que la imagen de su agradable rostro y la promesa de un liderazgo decisivo en un mundo más seguro. Otros eran documentales de un minuto acerca de los peligros de la posguerra fría. Otros dirigían agresivas y descaradas amenazas a los terroristas del mundo: como matéis a la gente por el simple hecho de ser ciudadana de Estados Unidos, lo pagaréis muy caro. El recuerdo de lo sucedido en El Cairo estaba todavía muy reciente y las amenazas daban directamente en el blanco.
Aquella atrevida campaña había sido creada por expertos asesores publicistas y su único inconveniente podía ser la saturación. Sin embargo, Lake era un personaje demasiado nuevo como para producir aburrimiento, y tanto menos en aquellos momentos. Su campaña de televisión en los dos estados costó la exorbitante suma de diez millones de dólares.
Los anuncios siguieron apareciendo con un ritmo un poco más pausado durante el horario de votación del martes 22 de febrero, y cuando cerraron los colegios electorales, los analistas de las respuestas dadas por los votantes a la salida vaticinaron que Lake se alzaría con la victoria en su estado natal y obtendría un segundo puesto en Michigan. A fin de cuentas, el gobernador Tarry era de Indiana, otro estado del Medio Oeste, y en el transcurso de los tres meses anteriores se había pasado varias semanas en Michigan.
No obstante, se hizo patente que eso no bastó. Los votantes de Arizona se habían decantado por su hijo nativo y a los de Michigan también les había gustado el nuevo candidato. Lake obtuvo el sesenta por ciento de los votos en Arizona y el cincuenta y cinco por ciento en Michigan, donde el gobernador Tarry sólo alcanzó un miserable treinta y uno por ciento. Se había roto el equilibrio entre los contendientes.
Fue una pérdida devastadora para el gobernador Tarry, a sólo dos semanas del gran Supermartes y tres semanas del siguiente reto.
Lake siguió el recuento de los votos desde el avión que había despegado de Phoenix, donde se había votado a sí mismo. Cuando faltaba una hora para su llegada a Washington, el comentarista de la CNN lo declaró el ganador sorpresa de Michigan, y su equipo de colaboradores descorchó unas botellas de champán. Lake saboreó aquel momento e incluso se permitió el lujo de tomar un par de copas.
Lake había hecho historia. Nadie había empezado tan tarde y había llegado tan lejos con tanta rapidez. A bordo del aparato y a media luz, él y sus colaboradores escucharon a los expertos analistas de cuatro cadenas distintas, quienes manifestaban su asombro ante la gesta de aquel hombre. El gobernador Tarry se mostró cortés, aunque expresó su preocupación por las grandes sumas de dinero que estaba gastando su hasta entonces desconocido adversario.
Lake conversó amablemente con el pequeño grupo de periodistas que lo esperaban en el Aeropuerto Nacional Reagan y después se dirigió en otro Suburban negro al cuartel general de su campaña nacional, donde agradeció el esfuerzo de su espléndidamente pagados colaboradores y les dijo que se fueran a dormir un poco.
Ya era casi medianoche cuando llegó a su bonita casa de la calle Treinta y cuatro de Georgetown, cerca de la avenida Wisconsin. Dos agentes del Servicio Secreto bajaron del vehículo que seguía a Lake y otros dos lo esperaban en los peldaños de la entrada. Se había negado rotundamente a cumplir la petición oficial de colocar guardias en el interior de su casa.
—No les quiero ver a ustedes rondando por ahí —dijo con aspereza al llegar a la puerta.
Le molestaba su presencia, ignoraba sus nombres y no le importaba resultar antipático. Por lo que a él respectaba, eran simplemente unos anónimos «ustedes», dicho con el mayor desprecio posible.
Una vez dentro, se dirigió a su dormitorio y se cambió de ropa. Apagó las luces como si se hubiera acostado, espero cinco minutos, bajó sigilosamente al estudio para comprobar que nadie estaba atisbando por la ventana y bajó otro tramo de escaleras que conducía al pequeño sótano.
Se encaramó a una ventana y salió a la frialdad de la noche cerca del pequeño patio. Se detuvo un momento, aguzó el oído, no percibió nada, abrió una cerca de madera y echó a correr entre los dos edificios que había detrás de su casa. Salió a la calle Treinta y cinco, solo en la oscuridad, vestido con un chándal y con una gorra deportiva bien encasquetada sobre la frente. Tres minutos después ya estaba en M Street, entre el gentío. Tomó un taxi y se perdió en la noche.
Teddy Maynard se había acostado razonablemente satisfecho con las dos primeras victorias de su candidato, pero lo despertaron con la noticia de que algo había fallado. Cuando entró en su búnker a las seis y diez de la mañana, estaba más asustado que enfurecido, a pesar de que sus emociones habían recorrido toda la escala de sentimientos en el transcurso de la hora anterior. York lo estaba esperando junto con un supervisor llamado Deville, un nervioso hombrecillo que debía de haberse pasado muchas horas conectado con los dispositivos de escucha.
—Oigámoslo —rezongó Teddy, que siguió avanzando en su silla de ruedas en busca de un poco de café.
Deville fue el encargado de dar la noticia.
—A las doce y dos minutos de esta madrugada se despidió de los agentes del Servicio Secreto y entró en su casa. A las doce y diecisiete salió por un ventanuco del sótano. Como es natural, habíamos colocado micrófonos y temporizadores en todas las puertas y ventanas. Habíamos alquilado una casa al otro lado de la calle y estábamos alerta, porque lleva ya seis días lejos de su casa. —Deville mostró una especie de pequeña píldora del tamaño de un comprimido de aspirina—. Este pequeño dispositivo se llama T-Dec. Lo hemos colocado en las suelas de todos sus zapatos, incluso en las de sus zapatillas deportivas. Por consiguiente, si no va descalzo, sabemos en todo momento dónde se encuentra. En cuanto el pie ejerce presión, el dispositivo emite una señal que se difunde hasta doscientos metros de distancia sin necesidad de transmisor. Cuando cesa la presión del pie, sigue emitiendo señales por espacio de quince minutos. Lo desmodulamos y lo localizamos en M Street. Iba vestido con un chándal y una gorra deportiva echada sobre los ojos. Ya teníamos dos automóviles a punto cuando subió a un taxi. Lo seguimos hasta un centro comercial de Chevy Chase. Mientras el taxi esperaba, entró en un lugar llamado Mailbox America, uno de esos nuevos servicios de mensajería. Algunos de ellos, incluido este, están abiertos las veinticuatro horas del día para la recogida de correspondencia. Permaneció en el establecimiento menos de un minuto, justo el tiempo suficiente para abrir su casilla con una llave, sacar varios envíos, tirarlo todo y subir de nuevo al taxi. Uno de nuestros automóviles lo siguió de nuevo hasta M Street, donde bajó y volvió a entrar a escondidas en su casa. El otro vehículo se quedó junto a la empresa de mensajería. Revisamos la papelera que hay junto a la entrada y encontramos seis cartas de correo basura, evidentemente suyas. La dirección es Al Konyers, Apartado 455, Mailbox America, 39380, Western Avenue, Chevy Chase.
—O sea que no encontró lo que buscaba, ¿verdad? —preguntó Teddy.
—En principio, tiró todo lo que había en la casilla. Aquí está el vídeo.
Una pantalla bajó desde el techo mientras la iluminación se amortiguaba. La filmación estaba realizada desde el otro extremo de un aparcamiento y se concentraba en la figura de Aaron Lake enfundado en un holgado chándal mientras desaparecía doblando una esquina y entraba en Mailbox America. A los pocos segundos, Lake volvía a salir, examinando los papeles y las cartas que sostenía en la mano derecha. Se detenía brevemente en la entrada y después lo arrojaba todo a una papelera grande.
—¿Qué demonios está buscando? —murmuró Teddy para sus adentros.
Lake abandonaba el edificio y volvía a subir rápidamente taxi. La cinta se detuvo y volvieron a encenderse las luces.
Deville reanudó su relato.
—Estamos seguros de que encontramos todas las cartas que recibió. Llegamos allí en cuestión de segundos y nadie entró en el local mientras esperábamos. Eran las doce y cincuenta y ocho minutos. Una hora después, volvimos a entrar y colocamos la cerradura del apartado 455 para poder acceder a la casilla siempre que sea necesario.
—Compruébenlo a diario —ordenó Teddy—. Hagan un inventario de toda la correspondencia. Excluyan la propaganda, cuando llegue algo, quiero saberlo.
—Descuida. El señor Lake volvió a entrar a través de la ventana del sótano a la una y veintidós minutos, y permaneció el resto de la noche en la casa, donde sigue estando en estos momentos.
—Eso es todo —dijo Teddy.
Deville se retiró.
Transcurrió un minuto mientras Teddy removía el café con la cucharilla.
—¿Cuántas direcciones tiene?
York ya esperaba la pregunta. Consultó unas notas.
—Recibe casi toda la correspondencia personal en su casa de Georgetown. Tiene por lo menos dos direcciones en la colina del Capitolio, una en su despacho y otra en el Comité de las Fuerzas Armadas. Tiene tres despachos en su estado natal de Arizona. Esta es la sexta dirección, que nosotros sepamos.
—¿Por qué iba a necesitar una séptima?
—Lo ignoro, pero no será para nada bueno. Un hombre que no tiene hada que ocultar no utiliza un seudónimo ni una dirección secreta.
—¿Cuándo alquiló el apartado?
—Seguimos trabajando en ello.
—Puede que lo alquilara tras decidir presentarse como candidato a la presidencia. La CIA se ha convertido en su sombra, y a lo mejor le parece que lo estamos controlando todo. A lo mejor considera que tiene derecho a disfrutar de un poco de intimidad y por eso ha alquilado un apartado. Tal vez tenga alguna novia que se nos ha pasado por alto. A lo mejor le gustan las revistas o los vídeos de guarrerías, ese tipo de material que se envía por correo.
—Puede ser —asintió York tras una prolongada pausa—. Pero ¿y si hubiera alquilado el apartado hace meses, mucho antes de entrar en la carrera presidencial?
—En tal caso, no se estaría escondiendo de nosotros. Se estaría escondiendo del mundo y su secreto sería auténticamente espantoso.
Ambos reflexionaron en silencio sin atreverse a hacer ninguna conjetura. Decidieron intensificar la vigilancia y registrar el apartado dos veces al día. Lake abandonaría la ciudad en cuestión de horas para presentar batalla en otras primarias y ellos tendrían el apartado a su entera disposición.
A no ser que otra persona recogiera la correspondencia en su nombre.
Aaron Lake era el hombre del momento en Washington. Desde su despacho de la colina del Capitolio concedió amablemente entrevistas en directo a todos los programas de noticias matinales. Recibió a senadores y a otros miembros del Congreso, tanto a amigos como a antiguos enemigos, todos ellos ansiosos de expresarle su alegría y su enhorabuena. Almorzó con su equipo de colaboradores de la campaña y mantuvo prolongadas reuniones acerca de la estrategia. Tras una rápida cena con Elaine Tyner, que le comunicó la sensacional noticia de las montañas de dinero que estaba recibiendo el CAP-D, abandonó la ciudad y voló a Syracuse, donde tenía previsto preparar los planes para las primarias de Nueva York.
Una gran multitud le dio la bienvenida. A fin de cuentas, en ese momento el que marchaba en cabeza era él.