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Ochenta ataúdes requerían mucho espacio. Estaban todos perfectamente alineados, impecablemente envueltos en banderas de color rojo, blanco y azul, todos de la misma longitud y anchura. Habían llegado hacía treinta minutos a bordo de un aparato de carga de las fuerzas aéreas y habían sido sacados del interior con gran pompa y ceremonia. Casi mil familiares y amigos sentados en sillas plegables colocadas sobre el suelo de hormigón del hangar contemplaban con profunda emoción el mar de banderas que se extendía ante sus ojos. Su número sólo era superado por el de los periodistas, todos ellos mantenidos a raya detrás de los acordonamientos y la policía militar.

Hasta para un país acostumbrado a los inútiles espectáculos de la política exterior, el número resultaba impresionante. Ochenta norteamericanos, ocho británicos y ocho alemanes… ningún francés, porque estos estaban boicoteando todos los actos diplomáticos de los países occidentales en El Cairo. ¿Por qué quedaban todavía ochenta norteamericanos en la embajada pasadas las diez de la noche? Era la pregunta del momento, pero, hasta entonces, nadie había ofrecido una respuesta satisfactoria. Muchos de los que tomaban semejantes decisiones yacían ahora en sus ataúdes. La mejor teoría que circulaba por el distrito de Columbia era la de que la empresa de catering había llegado con retraso y la banda de música aún más tarde.

Sin embargo los terroristas habían demostrado sin el menor asomo de duda que estaban en condiciones de actuar en cualquier momento, por consiguiente, ¿qué más daba la hora en que el embajador y su mujer, el personal, los restantes diplomáticos y los invitados hubieran decidido dar comienzo a la recepción?

La segunda gran pregunta del momento era, de entrada, por qué razón en concreto había ochenta diplomáticos en la embajada de El Cairo. El Departamento de Estado aún no había dado ninguna respuesta.

Tras la interpretación de unas marchas fúnebres por parte de una banda de las fuerzas aéreas, el presidente tomó la palabra. Se le quebró la voz e incluso consiguió soltar un par de lagrimitas, pero, después de ocho años de comedia, su interpretación ya no impresionaba a nadie. Ya había prometido venganza demasiadas veces, por cuyo motivo optó por centrarse en el consuelo, el sacrificio y una vida mejor en el más allá.

El secretario de Estado pronuncio los nombres de los muertos en una morbosa letanía destinada a subrayar la solemnidad del momento. Los sollozos se incrementaron. Después, un poco más de música. El discurso más largo corrió a cargo del vicepresidente, recién llegado de la contienda electoral y rebosante de un nuevo compromiso para la erradicación del terrorismo de la faz de la tierra. Aunque jamás en su vida había vestido un uniforme militar, parecía ansioso de empezar a arrojar granadas.

Lake los había movilizado a todos.

Lake contempló la luctuosa ceremonia mientras volaba de Tucson a Detroit, adonde llegaría con retraso para participar en otra ronda de entrevistas. Le acompañaba su experto en encuestas, un mago recién incorporado al equipo que se había convertido en su sombra. Mientras Lake y sus colaboradores veían las noticias de la televisión, el experto en encuestas trabajaba febrilmente en la pequeña mesa de conferencias, sobre la cual descansaban dos ordenadores portátiles, tres teléfonos y más listados de los que hubieran sido capaces de digerir diez personas juntas.

Faltaban tres días para las primarias de Arizona y Michigan y las encuestas indicaban que Lake seguía ganando puestos, sobre todo en su estado natal, donde mantenía una reñida contienda con el gobernador Tarry de Indiana, quien durante mucho tiempo se había mantenido en cabeza. En Michigan, Lake se encontraba diez puntos por debajo de este, pero la gente lo escuchaba. La masacre de El Cairo lo estaba favoreciendo enormemente.

El gobernador Tarry se había lanzado de repente a una desesperada campaña de recogida de fondos. Aaron Lake, no. El dinero le llegaba con más rapidez de lo que él alcanzaba a gastar.

Cuando el vicepresidente terminó finalmente su discurso, Lake se apartó de la pantalla, regresó a su sillón reclinable de cuero y tomó un periódico. Un colaborador le sirvió un café que él se tomó mientras contemplaba las llanuras de Kansas desde mil quinientos metros de altura. Otro miembro de su equipo le entregó un mensaje que, al parecer, exigía una llamada urgente del candidato. Lake miró a su alrededor y contó a trece personas, aparte de los pilotos. Lake, un particular que seguía echando de menos a su mujer, no se acababa de acostumbrar a aquella ausencia absoluta de intimidad. Se desplazaban en grupo, cada media hora hablaba con alguien, todas sus acciones estaban coordinadas por un comité, todas las entrevistas iban precedidas de conjeturas por escrito acerca de las preguntas y las respuestas sugeridas. Cada noche disponía de seis horas para disfrutar de la soledad en su habitación de hotel, aunque si él lo hubiera permitido, los del Servicio Secreto hubieran pasado la noche a su lado en el suelo. Debido al cansancio, dormía como un bebé. Sus únicos momentos de tranquila reflexión se reducían al tiempo que pasaba en el cuarto de baño, cuando se duchaba o utilizaba el retrete.

Sin embargo, no se engañaba. Él, Aaron Lake, el discreto congresista de Arizona, se había convertido de la noche a la mañana en todo un fenómeno. Él atacaba con fuerza mientras los demás titubeaban. Recibía dinero a manos llenas. La prensa lo seguía como una jauría. Sus palabras se citaban por doquier. Tenía amigos muy poderosos y, a medida que las piezas del rompecabezas iban encajando, la nominación para la candidatura presidencial parecía cada vez más factible. Un mes atrás, ni siquiera hubiera soñado con semejante posibilidad.

Lake saboreaba el momento. La campaña era una locura, pero él controlaba el ritmo. Reagan, un presidente que trabajaba de nueve a cinco, había resultado mucho más eficaz que Carter, un auténtico adicto al trabajo. Tú procura llegar a la Casa Blanca, se repetía una y otra vez, aguanta a todos estos necios, supera las primarias, sopórtalo todo con una sonrisa y un comentario ingenioso, y no tardarás en sentarte en la cima, en el Despacho Oval, con el mundo a tus pies.

Entonces disfrutaría de su intimidad.

Teddy, sentado con York en su búnker, contemplaba en directo la escena que se desarrollaba en la base de las fuerzas aéreas de Andrews. Cuando la situación se complicaba, prefería la compañía de York. Las acusaciones habían sido tremendas. Se necesitaban chivos expiatorios y muchos de los idiotas que corrían desaforados tras las cámaras echaban la culpa de lo ocurrido a la CIA, como siempre.

¡Si ellos supieran!

Al final, Teddy reveló a York la advertencia de Lufkin y York lo comprendió perfectamente. Por desgracia, habían pasado otras veces por la misma situación. Cuando uno controla el mundo, no le queda más remedio que sacrificar a algunos agentes por el camino, y tanto Teddy como York habían compartido muchos momentos de tristeza contemplando las imágenes de los féretros cubiertos por las banderas mientras eran sacados de los C-130 como mudos testigos de otra estrepitosa derrota en el extranjero. La campaña de Lake sería el último esfuerzo de Teddy por salvar vidas norteamericanas.

No era probable que se produjera un fracaso. El CAP-D había recaudado más de veinte millones de dólares en dos semanas, y en aquellos momentos los estaba repartiendo por todo Washington. Había reclutado a veintiún congresistas para que respaldaran a Lake, con un coste total de seis millones de dólares. Sin embargo, el mayor logro hasta la fecha había sido el senador Britt, el excandidato y padre de un pequeño tailandés. Cuando abandonó su carrera hacia la Casa Blanca, Britt debía casi cuatro millones de dólares y no disponía de ningún plan viable para saldar aquel déficit. El dinero no suele acompañar a los que lían el petate y se van a casa. Elaine Tyner, la abogada que dirigía el CAP-D, se reunió con el senador Britt. Tardó menos de una hora en cerrar un trato con él. El CAP-D pagaría todas las deudas de su campaña a lo largo de un período de tres años, y a cambio él prestaría públicamente su apoyo a Aaron Lake, procurando que su decisión alcanzara la mayor resonancia posible.

—¿Habíamos elaborado una previsión de bajas? —preguntó York.

—No —contestó Teddy al cabo de un rato.

Las conversaciones entre ambos nunca eran apresuradas.

—¿Por qué tantas?

—Mucha bebida. Ocurre constantemente en los países árabes. Es una cultura distinta, la vida resulta muy aburrida y, cuando nuestros diplomáticos organizan una recepción, suelen pasarse con las copas. Muchos de los muertos estaban considerablemente borrachos.

Transcurrieron varios minutos.

—¿Dónde está Yidal? —preguntó York.

—Ahora mismo, en Irak. Ayer, en Túnez.

—Me parece que deberíamos pararle los pies.

—Lo haremos el año que viene. Será el gran momento del presidente Lake.

Doce de los dieciséis congresistas que apoyaban a Lake llevaban camisa azul, hecho que no pasó inadvertido a Elaine Tyner. Solía fijarse en aquel tipo de detalles. Cuando un político del distrito de Columbia se acercaba a una cámara, lo más seguro era que se hubiera puesto su mejor camisa azul de algodón. Los otros cuatro llevaban camisa blanca.

Los colocó delante de los periodistas en un salón de baile del hotel Willard. El miembro de más antigüedad, el representante Thurman de Florida, abrió el acto dando la bienvenida a la prensa a aquel importante acontecimiento. Utilizando unas notas preparadas, expresó su opinión acerca del estado de la situación internacional, comentó los hechos de El Cairo, China y Rusia, y señaló que el mundo era un lugar mucho más peligroso de lo que parecía. Soltó las habituales estadísticas acerca de la reducción de los gastos de defensa y después se lanzó a un prolongado soliloquio acerca de su íntimo amigo Aaron Lake, un hombre al que llevaba diez años sirviendo y a quien conocía como si fuera de su propia familia. El mensaje de Lake no resultaba agradable, sin embargo revestía una importancia trascendental.

Thurman, que se había apartado de las filas del gobernador Tarry de muy mala gana y con cierto remordimiento, había llegado a la convicción, después de un largo y doloroso examen de conciencia, de que Aaron Lake era la pieza necesaria para la salvación de la nación. Lo que Thurman se abstuvo de decir era que, según las más recientes encuestas, Lake estaba ganando muchos puntos en Florida, allá por Tampa-St. Pete.

El micrófono pasó a continuación a un congresista de California. Este no añadió nada nuevo, pero consiguió pasarse diez minutos divagando. En su distrito del norte de San Diego había cuarenta y cinco mil trabajadores de la industria aeroespacial y de armamento y, por lo visto, todos ellos habían escrito o llamado. No le había sido difícil convertirse; la presión de su distrito y los doscientos cincuenta mil dólares de Elaine Tyner y el CAP-D habían bastado para que se movilizara.

Cuando se inició la tanda de ruegos y preguntas, los dieciséis congresistas se agruparon en su afán de contestar e intervenir, no fuera a ser que sus rostros no aparecieran en la foto.

A pesar de que no había ningún presidente de comité, el grupo resultaba bastante impresionante y todos sus miembros consiguieron transmitir la idea de que Aaron Lake era un candidato válido, a quien conocían y en quien confiaban plenamente. Un hombre necesario para la nación. Un hombre que podía ser elegido.

El acto, muy bien organizado y muy bien cubierto por todos los medios de difusión, se convirtió inmediatamente en una gran noticia. Elaine Tyner tenía preparados otros cinco para el día siguiente y se reservaría al senador Britt para la víspera del gran Supermartes.

La carta que guardaba Ned en la guantera era de Percy, el joven Percy de la clínica de desintoxicación, que le enviaba la correspondencia a través de Laurel Ridge, Apartado de Correos 4585, Atlantic Beach, Florida 32233.

Ned se encontraba en Atlantic Beach, llevaba dos días allí con la carta y estaba firmemente decidido a localizar al joven Percy, pues todo aquello le resultaba de lo más sospechoso. No tenía nada mejor que hacer. Estaba retirado, tenía un montón de dinero, carecía prácticamente de familia y, además, en Cincinnati estaba nevando. Había alquilado una habitación en el Sea Turtle Inn, a pie de playa, y por la noche efectuaba un recorrido por los bares de Atlantic Boulevard. Había encontrado dos restaurantes estupendos, unos pequeños locales abarrotados de preciosas chicas y encantadores muchachos. Había descubierto el Pete’s Bar and Grill a una manzana de distancia, y las dos últimas noches había salido de allí haciendo eses a causa de las numerosas cervezas frías de barril que se había echado al coleto. El Sea Turtle se encontraba justo a la vuelta de la esquina.

De día, Ned se dedicaba a vigilar la oficina de correos, un moderno edificio de ladrillo y cristal situado en First Street, una vía paralela a la playa. En la pared junto con otras ochenta, a medio camino del suelo, se encontraba una pequeña casilla sin ranura, la 4585. La había examinado, había intentado abrirla con unas llaves y un trozo de alambre y hasta había hecho averiguaciones en el mostrador de la entrada. No podía decirse que los funcionarios de correos lo hubieran atendido con diligencia. El primer día, antes de marcharse, había introducido por debajo de la puerta de la casilla un trozo de seis centímetros de hilo fino de color negro, que hubiese pasado inadvertido a los ojos de cualquier posible observador. Sin embargo, este sencillo truco le permitiría averiguar si alguien controlaba la correspondencia.

En el interior de la casilla había una carta en un sobre de alegre color rojo que él mismo había enviado tres días atrás desde Cincinnati, antes de desplazarse a toda prisa al sur. En ella le adjuntaba a Percy un cheque de mil dólares, pues el chico los necesitaba para comprarse toda una serie de artículos de bellas artes. En una carta anterior, Ned le había revelado que en otros tiempos había sido propietario de una moderna galería de arte en Greenwich Village. Era una trola descomunal, pero es que él también dudaba de todo lo que le contaba Percy.

Ned había sospechado desde el principio. Antes de contestar al anuncio, había tratado de comprobar la existencia de Laurel Ridge, la lujosa clínica de desintoxicación donde presuntamente se encontraba Percy. Tenía un teléfono, un número privado que no había conseguido averiguar a través del servicio de información de la compañía telefónica. Tampoco figuraba la dirección. Percy le había explicado en su primera carta que era un lugar ultrasecreto debido a que muchos de sus pacientes eran altos ejecutivos de importantes empresas y altos funcionarios gubernamentales, que de una manera o de otra habían sucumbido a las sustancias químicas ilegales. La cosa sonaba razonable y el chico se expresaba con mucha claridad.

Y tenía una cara preciosa. Por eso él le había seguido escribiendo. Todos los días admiraba su fotografía.

La petición de dinero lo había pillado por sorpresa y, como se aburría y no tenía nada que hacer, había decidido dirigirse en automóvil a Jacksonville.

Desde su plaza de aparcamiento, agazapado detrás del volante de su automóvil de espaldas a First Street, podía vigilar la pared de los apartados de correos y ver entrar y salir a la gente. La probabilidad era muy remota, pero qué caray. Utilizaba unos pequeños prismáticos plegables y, en distintos momentos, había observado que alguien lo miraba al pasar. Al cabo de dos días, empezó a cansarse, pese a su creciente convicción de que alguien acudiría a recoger su carta. Tenía que haber alguien que comprobara la correspondencia por lo menos una vez cada tres días. Los pacientes de una clínica de desintoxicación debían de recibir mucha correspondencia, ¿no? ¿O acaso era simplemente la tapadera de un timador que se pasaba una vez a la semana por allí para ver quién había caído en la trampa?

El estafador apareció a última hora de la tarde del tercer día. Aparcó un Escarabajo junto al vehículo de Ned y entró en la oficina de correos. Vestía unos arrugados pantalones de algodón y una camisa blanca, sombrero de paja y pajarita, y tenía todo el aire desaliñado de un supuesto bohemio de playa.

Trevor había disfrutado de un largo almuerzo en el Pete’s, había dormido la mona de sus excesos alcohólicos echando una siesta de una hora en su escritorio y ahora se estaba empezando a despabilar poco a poco para efectuar su habitual ronda de inspección. Insertó la llave en la casilla 4585 y sacó un montón de correspondencia, casi toda de correo basura que tiró a la papelera mientras abandonaba el edificio, examinando las cartas.

Ned observó todos sus movimientos. Tras haberse pasado tres días más aburrido que una ostra, le emocionaba que su vigilancia hubiera dado resultado. Siguió al Escarabajo y, al ver que el vehículo se detenía y que su conductor entraba en un pequeño y ruinoso bufete jurídico, siguió adelante, rascándose la sien mientras repetía una y otra vez:

—¿Un abogado?

Llegó a la autopista A1A que bordeaba la costa, dejó a su espalda los caóticos suburbios de Jacksonville, pasó por Vilano Beach, Crescent Beach, Beverly Beach y Flagler Beach y, finalmente, se detuvo en el Holiday Inn de las afueras de Port Orange. Pasó por el bar antes de subir a su habitación.

No era la primera vez que se enfrentaba a una estafa. En realidad, era la segunda. También se había olido la primera antes de salir perjudicado. Mientras se tomaba el tercer martini, juró que sería la última.