11

En Iowa nevaba de nuevo. Un constante remolino de viento y nieve enfangaba las calles y las aceras, y hacía que Quince Garbe volviera a soñar con una playa. Se cubrió el rostro en Main Street como si deseara protegerse del frío, aunque en realidad lo hizo para no hablar con nadie. No quería que nadie le viera correr una vez más a la oficina de correos.

Había recibido una carta. Otra de aquellas. Sintió el corazón en un puño y se le paralizaron las manos cuando la descubrió allí, entre otras inofensivas cartas de correo basura, como si se tratara de la nota de un viejo amigo. Se volvió a mirar por encima de ambos hombros —como un ladrón atenazado por el remordimiento—, la tomó rápidamente y se la guardó en un bolsillo del abrigo.

Su mujer estaba en el hospital, organizando una fiesta para niños minusválidos, y en casa no había más que una criada que se pasaba el día durmiendo la siesta en el lavadero. Llevaba ocho años sin aumentarle el sueldo. Regresó muy despacio a casa en su automóvil, luchando contra la nieve y la ventisca, maldiciendo al estafador que había invadido su vida bajo la estratagema del amor, e imaginándose el contenido de la carta cuyo peso le resultaba cada vez más insoportable.

Cuando entró en la casa armando el mayor ruido posible no encontró ni rastro de la criada. Subió a su dormitorio, situado en el primer piso, y cerró la puerta. Bajo el colchón guardaba una pistola. Arrojó el abrigo y los guantes sobre un sillón, hizo lo mismo con la chaqueta y después se sentó en el borde de la cama y examinó el sobre.

El mismo papel color lavanda, la misma caligrafía, todo idéntico, con un matasellos de Jacksonville de dos días atrás. Lo rasgó y sacó una única hoja.

Querido Quince,

Muchas gracias por el dinero. Para que no pienses que soy un sinvergüenza total, creo que deberías saber que el dinero ha ido a parar a mi mujer y a mis hijos. Lo están pasando muy mal: mi reclusión los ha dejado en la miseria. Mi mujer está en tratamiento médico por depresión y no puede trabajar. Mis cuatro hijos comen gracias a la asistencia social y a los bonos para alimentos.

(Cien mil dólares permitirán que engorden un poco, pensó Quince.)

Viven en un piso de protección oficial y no disponen de ningún medio de transporte seguro. Por consiguiente, gracias una vez más por tu ayuda. Con cincuenta mil dólares más podrán saldar las deudas y empezar a ahorrar para los estudios.

Seguiremos las mismas normas de siempre; las mismas instrucciones de transferencia; las mismas amenazas de revelar tu vida secreta si no se recibe inmediatamente el dinero. Hazlo ahora mismo, Quince, y te juro que esta será mi última carta.

Gracias una vez más, Quince.

Con todo mi cariño

Ricky

Se dirigió al cuarto de baño y sacó del botiquín el Valium de su mujer. Tomó dos pastillas, aunque estuvo tentado de tragárselas todas. Necesitaba descansar un rato, pero no podía tumbarse en la cama porque arrugaría la colcha y alguien le haría preguntas. Por consiguiente, se echó en la raída pero limpia alfombra del suelo y esperó a que las pastillas surtieran efecto.

Había suplicado y arañado cuanto pudo e incluso había llegado a mentir, todo para pedir prestada la primera entrega de Ricky. En ese momento no tenía la menor posibilidad de sacar otros cincuenta mil dólares de una cuenta personal que ya había sufrido varios atracos y todavía se tambaleaba al borde de la insolvencia. Su preciosa y enorme casa estaba asfixiada por la hipoteca que le había concedido su padre, quien también se ocupaba de firmar los cheques de las pagas. Sus automóviles eran grandes y de importación, pero tenían muchos kilómetros y no valían gran cosa. ¿Qué habitante de Bakers, Iowa, estaría dispuesto a comprar un Mercedes de once años de antigüedad?

¿Y si robara el dinero? El chantajista llamado Ricky se limitaría a darle las gracias y a pedirle más.

Todo había terminado. Ya era hora de tomarse las pastillas. Ya era hora de pegarse un tiro.

El sonido del teléfono lo sobresaltó. Sin pensar, se levantó a toda prisa del suelo y tomó el aparato.

—¿Diga? —gruñó.

—¿Dónde demonios estás?

Era su padre, hablando en aquel tono que él conocía tan bien.

—Es que… no me encuentro bien —consiguió balbucir, consultando su reloj de pulsera y recordando de repente su cita de las diez y media con un importante inspector de la AFDB.

—Me importa un bledo cómo te encuentres. El señor Colthurst de la Aseguradora Federal de Depósitos Bancarios lleva un cuarto de hora esperando en mi despacho.

—Es que estoy vomitando, papi —dijo, avergonzándose una vez más de la palabra «papi». A sus cincuenta y un años, seguía llamándolo así.

—Mientes. ¿Por qué no has llamado si estabas indispuesto? Gladys me ha dicho que te vio poco antes de las diez dirigiéndote a la oficina de correos. ¿Qué es lo que está pasando aquí?

—Perdona. Tengo que ir al lavabo. Te llamo luego.

Colgó.

El Valium le estaba haciendo un efecto parecido al de una agradable bruma mientras permanecía sentado en el borde de la cama, contemplando los cuadraditos de color lavanda diseminados por el suelo. El tranquilizante entorpecía sus razonamientos.

¿Y si escondía las cartas y luego se mataba? En la nota de su suicidio echaría buena parte de la culpa a su padre. La muerte no era una perspectiva totalmente desagradable: ya basta de matrimonio, basta del banco, basta de su papi, basta de aquel pueblucho, basta de esconderse en el armario.

No obstante, echaría de menos a sus hijos y a sus nietos.

¿Y si aquel monstruo de Ricky no se enteraba de su suicidio y enviaba otra carta, y él acababa viéndose descubierto de todos modos mucho tiempo después de su entierro?

La siguiente insensatez que se le ocurrió fue la de ponerse de acuerdo con su secretaria, una mujer en quien confiaba hasta cierto punto. Le revelaría la verdad y le pediría que le escribiera una carta a Ricky, comunicándole la noticia de su suicidio. Juntos, él y su secretaria, podrían montar la farsa de su muerte y, al mismo tiempo, buscar alguna manera de vengarse de Ricky.

Sin embargo, prefería morir antes que contarle nada a su secretaria.

La tercera idea se le ocurrió cuando el Valium ya estaba en pleno apogeo, y le provocó una sonrisa. ¿Por qué no intentar ser un poco honrado?

La idea era escribir una carta a Ricky y declararse insolvente. Ofrecerle otros diez mil dólares y asegurarle que no disponía de nada más. Si Ricky estaba decidido a destruirlo, él, Quince, no tendría más remedio que ir por Ricky. Informaría al FBI, este localizaría el origen de las cartas y al destinatario de las transferencias bancarias y ambos arderían juntos.

Se pasó treinta minutos dormitando en el suelo y después tomó la chaqueta, los guantes y el abrigo. Salió de casa sin ver a la criada. Mientras circulaba en su automóvil en dirección al centro, deseando tener valor suficiente para enfrentarse con la verdad, reconoció en voz alta que lo único que le interesaba era el dinero. Su padre tenía ochenta y un años. Las acciones del banco valían unos diez millones de dólares. Algún día todo sería suyo. Le convenía portarse como un buen chico hasta que tuviera el dinero en sus manos, y entonces viviría como le diera la real gana.

No vayas a perder el dinero.

Coleman Lee era propietario de un chiringuito de tacos en una zona peatonal de las afueras de Gary, Indiana, un sector de la ciudad en el que predominaba la población mexicana. Coleman tenía cuarenta y ocho años, se había divorciado un par de veces décadas atrás y no tenía hijos, a Dios gracias. Debido a todos los tacos que se zampaba, había engordado mucho: caminaba con paso cansino, le colgaba la tripa y tenía unas anchas y mofletudas mejillas. Coleman no era guapo y se sentía muy solo.

Sus empleados eran principalmente muchachos mexicanos, todos ellos inmigrantes ilegales, a los que, tarde o temprano, él intentaba acosar o seducir o como demonios se pudieran calificar sus torpes avances. Raras veces lo lograba y los cambios de personal eran frecuentes. El negocio tampoco iba demasiado bien, porque la gente hablaba y Coleman no estaba muy bien considerado. A nadie le gustaba comprar comida a un pervertido.

Tenía alquilados dos apartados de correos en la oficina de correos del otro extremo de la zona peatonal, uno para el negocio y otro para sus pasatiempos privados. Coleccionaba material pornográfico y acudía a recogerlo casi a diario a la oficina de correos. El cartero que prestaba servicio en su edificio de apartamentos era un tipo un poco raro y algunos asuntos era preferible llevarlos con la mayor discreción posible.

Echó a andar por la sucia acera que bordeaba el aparcamiento, pasando por delante de las tiendas donde vendían zapatos y cosméticos con descuento, del establecimiento de videos pornográficos de donde lo expulsaron en una ocasión y de una delegación de la asistencia social que se acababa de abrir en los barrios periféricos gracias a la intervención de un político que andaba a la desesperada caza de votos. La oficina de correos estaba llena de mexicanos que se pasaban allí dentro las horas porque en la calle hacía frío.

El material que Coleman recogió aquel día eran dos revistas de porno duro que le enviaban en unos sobres marrones sin ninguna indicación y una carta que le resultaba vagamente conocida. Era un sobre cuadrado de color amarillo sin remite y con matasellos de Atlantic Beach, Florida. Ah, sí, ahora lo recordaba. El joven Percy, el de la clínica de desintoxicación.

Al volver al pequeño despacho que tenía entre la cocina y la despensa, echó un rápido vistazo a las revistas, no halló nada nuevo y las dejó en un montón junto con otras cien. Abrió la carta de Percy. Como las dos anteriores, estaba escrita en letras de imprenta y dirigida a Walt, el nombre que Coleman utilizaba para recoger toda la pornografía. Walt Lee.

Querido Walt,

Me gustó mucho tu última carta. La he leído varias veces. Escribes muy bien. Tal como ya te dije, llevo aquí casi dieciocho meses y me siento muy solo. Guardo tus cartas debajo del colchón y, cuando me siento auténticamente triste, las leo una y otra vez. ¿Dónde aprendiste a escribir de esta manera? Por favor, envíame otra cuanto antes.

Con un poco de suerte, me soltarán en abril. No sé muy bien adónde iré ni qué haré. Te aseguro que me da miedo pensar que, cuando salga de aquí después de casi dos años, no habrá nadie que me espere. Me gustaría que para entonces siguiéramos carteándonos.

Me estaba preguntando, y la verdad es que me avergüenza mucho pedírtelo, pero, puesto que no tengo a nadie más, lo haré de todos modos y te ruego que no tengas ningún reparo en decirme que no, pero ¿podrías prestarme mil dólares?

Tenemos una pequeña librería y tienda de música, en la que nos permiten comprar ediciones de bolsillo y discos a crédito y, bueno, llevo tanto tiempo aquí que tengo una factura pendiente que no veas.

Si puedes hacerme el préstamo, te lo agradecería mucho. De lo contrario, también lo comprenderé.

Gracias por estar ahí, Walt. Por favor, escríbeme pronto. Guardo tus cartas como un tesoro.

Con todo mi cariño,

Percy

¿Mil dólares? ¿Qué clase de cuento era ese? A Coleman todo aquello le sonaba a timo. Rompió la carta y la arrojó a la basura.

—Mil dólares —murmuró para sus adentros mientras alargaba de nuevo la mano hacia las revistas.

Curtis no era el verdadero nombre del joyero de Dallas. Curtis le iba que ni pintado cuando se carteaba con Ricky, el de la clínica de desintoxicación, pero en realidad él se llamaba Vann Gates.

El señor Gates tenía cincuenta y ocho años; en apariencia estaba felizmente casado, era padre de tres hijos y abuelo de dos nietos, y él y su mujer eran propietarios de seis joyerías en la zona de Dallas, todas ellas en centros comerciales. En teoría, tenían dos millones de dólares y todo lo habían ganado con el sudor de su frente. Se habían comprado una nueva casa muy bonita en Highland Park, con dormitorios separados en extremos opuestos de la casa. Ambos se reunían en la cocina para tomar un café, y en el estudio para ver la televisión y disfrutar un rato de la compañía de los nietos.

El señor Gates realizaba ocasionales escapadas, pero siempre con muchas precauciones. Nadie lo sospechaba. Su correspondencia con Ricky era su primer intento de encontrar el amor a través de los anuncios clasificados y, de momento, estaba encantado con los resultados. Había alquilado un apartado de correos en una oficina situada cerca de uno de los centros comerciales y utilizaba el nombre de Curtis V. Cates.

El sobre de color lavanda estaba dirigido a Curtis Cates y, al principio, mientras lo abría con sumo cuidado, no imaginó que hubiera ocurrido nada. Otra de las encantadoras cartas de su amado Ricky.

Sin embargo, en cuanto leyó las primeras palabras, fue como si le fulminara un rayo:

Querido Vann Gates,

La fiesta ha terminado, amigo. Yo no me llamo Ricky y tú no eres Curtis. No soy un marica en busca de amor. Tú, en cambio, guardas un terrible secreto, que sin duda querrás mantener a buen recaudo. Te escribo para ayudarte.

Este es el trato: haz una transferencia por valor de cien mil dólares al Geneva Trust Bank de Nassau, Bahamas, cuenta n.º 144-DXN-9593, a nombre de Boomer Realty, Ltd., n.º de ruta 392844-22.

¡Hazlo inmediatamente! Esto no es una broma. Es una estafa y tú has caído en la trampa. Si dentro de diez días no se recibe el dinero, le enviaré a tu mujer, Glenda Gates, un paquetito con las copias de todas tus cartas, fotografías, etcétera.

Manda el dinero y yo desapareceré sin más. Con todo mi cariño,

Ricky

Con tiempo, Vann consiguió encontrar el nudo I-635 de Dallas y no tardó en llegar al nudo I-820 de Fort Worth y volver de nuevo a Dallas, conduciendo a una velocidad exacta de ochenta kilómetros por el carril de la derecha sin que le importara en absoluto la cantidad de vehículos que se acumulaban a su espalda. Si las lágrimas hubieran servido de algo, se hubiera dado un buen hartón de llorar. No hubiera tenido el menor reparo en ello, sobre todo en la intimidad de su Jaguar.

Sin embargo estaba demasiado furioso como para entregarse a las lágrimas, demasiado furioso como para sentir dolor. Y tenía demasiado miedo de perder el tiempo anhelando reunirse con alguien que no existía. Tenía que emprender una acción, rápida, decisiva y reservada.

Pero al final la pena fue más fuerte, de modo que se detuvo en el arcén con el motor en marcha. Todos aquellos maravillosos sueños protagonizados por Ricky, todas las incontables horas que se había pasado contemplando su bello rostro con aquella sonrisa ligeramente asimétrica, y leyendo sus cartas —tristes, divertidas, desesperadas, esperanzadas—, ¿cómo era posible que la palabra escrita pudiera transmitir tantas emociones? Se había aprendido prácticamente de memoria las cartas.

Era sólo un chico, joven y viril, solitario, pero necesitado de una compañía de cierta edad. El Ricky al que él había aprendido a amar necesitaba el amoroso abrazo de un hombre maduro, y él, Curtis / Vann, llevaba varios meses forjando planes. La excusa de la exposición de brillantes en Orlando cuando su mujer se fuera a casa de su hermana en El Paso. Había preparado minuciosamente todos los detalles y no había dejado ningún cabo suelto.

Al final, rompió a llorar. El pobre Vann derramó lágrimas sin el menor recato y sin avergonzarse de ello. Nadie le veía; los demás vehículos pasaban zumbando por su lado a ciento treinta kilómetros por hora.

Como todos los amantes despechados, juró vengarse. Localizaría a aquel ser inmundo, a aquel monstruo que se había hecho pasar por Ricky y le había destrozado el corazón.

Cuando se empezó a calmar, pensó en su mujer y en su familia y aquella presencia lo ayudó sobremanera a secarse las lágrimas. Ella se quedaría con las seis joyerías, los dos millones y la nueva casa con dormitorios separados, y a él sólo le correspondería el ridículo, el desprecio y los chismorreos de una ciudad muy aficionada a las habladurías. Sus hijos seguirían el mismo camino que el dinero y, a lo largo de toda su vida, sus nietos oirían comentarios despectivos acerca de su abuelo.

Estaba circulando una vez más por el carril de la derecha a ochenta por hora, de nuevo pasó por Mesquite y releyó la carta mientras los mastodontes de dieciocho ruedas le adelantaban rugiendo.

No tenía a nadie a quien llamar, no conocía a ningún banquero de confianza a quien encomendarle la comprobación de los datos de la cuenta de las Bahamas, no disponía de ningún abogado a quien pedir consejo, no tenía ningún amigo a quien contarle su triste historia.

Para un hombre que había llevado una doble vida con tanta discreción, el dinero no significaría un obstáculo insalvable. Su mujer controlaba hasta el último centavo tanto en casa como en las tiendas y, por esta razón, Vann se las había ingeniado para esconder ciertas cantidades de dinero. Lo hacía con piedras preciosas, rubíes, perlas y algunas veces pequeños diamantes que apartaba a un lado y más tarde vendía en efectivo a otros comerciantes. Guardaba cajas llenas de dinero, cajas de zapatos cuidadosamente apiladas en la caja fuerte de un diminuto almacén en Plano. Dinero en efectivo para después del divorcio. Dinero en efectivo para su siguiente vida, cuando se fuera a navegar con Ricky por todo el mundo y se lo gastara todo en una travesía sin fin.

—¡Hijo de la grandísima puta! —masculló entre dientes. Y lo repitió una y otra vez.

¿Por qué no escribir a aquel estafador y declararse insolvente? ¿O amenazarlo con denunciar su miserable método de chantaje? ¿Por qué no oponer resistencia?

Porque el muy hijo de puta sabía muy bien lo que hacía. Había conseguido identificarlo hasta el extremo de conocer su verdadero nombre y el de su mujer. Sabía que tenía dinero.

Enfiló el camino de la entrada de su casa y vio a Glenda barriendo la acera.

—¿Dónde estabas, cariño? —le preguntó jovialmente su mujer.

—Haciendo unos recados —contestó él con una sonrisa en los labios.

—Pues has tardado mucho —comentó ella sin interrumpir su tarea.

Estaba hasta la coronilla. ¡Le controlaba todos los movimientos! Se había pasado treinta años dominado por su mujer, vigilado por el cronómetro que ella tenía en la palma de la mano.

Le dio un leve beso en la mejilla por simple costumbre, bajó al sótano, cerró la puerta y rompió nuevamente a llorar. Aquella casa era su prisión (con los siete mil ochocientos dólares mensuales que pagaba de hipoteca, así la percibía). Su mujer era la carcelera, la que tenía las llaves.

Su única posibilidad de escapar se acababa de venir abajo y había sido sustituida por un desalmado chantajista.