Lufkin estaba terminando su segundo día de estancia en El Cairo con una cena en la terraza de un café de Shari’ el-Corniche, en la zona de la llamada Ciudad Jardín. Se tomó un café muy cargado y contempló a los comerciantes que cerraban sus tiendas… Vendían alfombras, cacharros de cobre, bolsas de cuero y lencería de lino de Pakistán…, todo para los turistas. A menos de seis metros de distancia, un anciano vendedor ambulante desmontó cuidadosamente su puesto y abandonó el lugar sin dejar la menor huella.
Lufkin interpretaba muy bien su papel de árabe moderno: pantalones blancos, chaqueta clara color caqui y un blanco sombrero de ala flexible muy encasquetado sobre los ojos. Contemplaba el mundo desde detrás de sus gafas de sol. Tenía el rostro y los brazos muy bronceados y llevaba el cabello oscuro muy corto.
Hablaba perfectamente el árabe y se movía con toda soltura de Beirut a Damasco y El Cairo.
Había alquilado una habitación en el hotel El-Nil, a orillas del Nilo, a seis apiñadas manzanas de distancia. Mientras paseaba por la ciudad, de pronto se le acercó un alto y delgado extranjero de porte aristocrático que hablaba inglés con cierta dificultad. Ambos se conocían lo bastante como para confiar el uno en el otro y reanudaron el paseo como si tal cosa.
—Creemos que esta será la noche —dijo el contacto, con los ojos protegidos también por unas gafas de sol.
—Siga.
—Hay una recepción en la embajada.
—Lo sé.
—Sí, un buen decorado. Mucho tráfico. La bomba estará en una furgoneta.
—¿Qué clase de furgoneta?
—No lo sabemos.
—¿Algo más?
—No —dijo el hombre, que acto seguido se perdió entre la muchedumbre.
Lufkin se bebió una Pepsi en el bar de un hotel y estuvo a punto de llamar a Teddy. Sin embargo, hacía cuatro días que le había visto en Langley y Teddy no había vuelto a establecer contacto con él. Había ocurrido lo mismo otras veces. Teddy no pensaba intervenir. Últimamente El Cairo se había convertido en un lugar peligroso para los occidentales y nadie hubiera podido reprochar a la CIA que no impidiera el ataque. Se producirían las habituales acusaciones y declaraciones, pero el terror sería rápidamente empujado hacia las profundidades de la memoria nacional y posteriormente olvidado. Tenían una campaña entre manos y, de todos modos, el mundo se movía a gran velocidad. Con tantos ataques, asaltos y absurda violencia no sólo dentro de las fronteras, sino también en el extranjero, el pueblo norteamericano se había insensibilizado. Noticias las veinticuatro horas del día, constantes puntos conflictivos, siempre una crisis en algún lugar del mundo. Reportajes de última hora, un sobresalto por aquí y otro por allá hasta que, al final, uno se veía incapaz de seguir el ritmo de los acontecimientos.
Lufkin abandonó el bar y se dirigió a su habitación. Desde su ventana del cuarto piso la ciudad se extendía interminablemente, construida a lo largo de los siglos sin orden ni concierto. El tejado de la embajada norteamericana se encontraba directamente delante de él, a un kilómetro y medio de distancia.
Abrió un libro de bolsillo de Louis L’Amour y esperó el comienzo de los fuegos artificiales.
La furgoneta era una Volvo de dos toneladas cargada hasta los topes con mil doscientos kilos de explosivos plásticos fabricados en Rumanía. Su portezuela anunciaba alegremente los servicios de una conocida empresa de catering de la ciudad que solía visitar casi todas las embajadas occidentales. Estaba aparcada cerca de la entrada de servicio, ubicada en el sótano.
El conductor de la furgoneta era un corpulento y jovial egipcio, a quien los marines que custodiaban la embajada norteamericana llamaban Shake. El hombre pasaba a menudo por allí yendo y viniendo de los acontecimientos sociales con comida y provisiones. En ese momento Shake yacía muerto en el suelo de su furgoneta, con una bala alojada en el cerebro. A las diez y veinte se activó la bomba mediante un mando a distancia, accionado por un terrorista oculto en la otra acera. Tras pulsar los botones correspondientes, este se agachó detrás de un automóvil, sin atreverse a mirar.
La explosión arrancó por la base las columnas que sustentaban el edificio y la embajada se inclinó hacia un lado. Llovieron cascotes a varias manzanas de distancia. Casi todos los edificios cercanos sufrieron daños estructurales y estallaron los cristales de todas las ventanas en un radio de quinientos metros.
Lufkin se había quedado adormilado en su sillón cuando se produjo la explosión. Se levantó de un salto, se acercó al estrecho balcón y contempló la nube de polvo. El tejado de la embajada ya no resultaba visible. En cuestión de segundos se alzaron unas llamas y empezaron a oírse los interminables aullidos de las sirenas. Lufkin apoyó el sillón contra la barandilla del balcón y se sentó, dispuesto a esperar. No podría dormir. Seis minutos después de la deflagración, se interrumpió el fluido eléctrico en la Ciudad Jardín y El Cairo quedó a oscuras, exceptuando el resplandor anaranjado de la embajada estadounidense.
Llamó a Teddy.
Cuando el técnico encargado de proteger a Teddy confirmó a Lufkin que la línea era segura, se oyó la voz del viejo con tanta claridad como si ambos estuvieran hablando entre Nueva York y Boston.
—Sí, Maynard al habla.
—Estoy en El Cairo, Teddy. En estos momentos nuestra embajada está desapareciendo entre el humo.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Hace menos de diez minutos.
—¿Ha sido muy grande la…?
—Resulta difícil decirlo. Me encuentro en un hotel, a un kilómetro y medio de distancia. Impresionante, diría yo.
—Llámeme dentro de una hora. Esta noche yo me quedaré aquí, en mi despacho.
—Muy bien.
Teddy se acercó con su silla de ruedas a un ordenador, pulsó unas cuantas teclas y, en cuestión de segundos, localizó a Aaron Lake. El candidato se encontraba de camino entre Filadelfia y Atlanta, a bordo de su flamante y reluciente avión. Lake llevaba un teléfono en el bolsillo, una segura unidad digital del tamaño de un encendedor.
Teddy marcó más números, llamó al teléfono y se dirigió al monitor.
—Señor Lake, soy Teddy Maynard.
Quién más hubiera podido ser, pensó Lake. Nadie más estaba en disposición de utilizar aquel teléfono.
—¿Está usted solo? —preguntó Maynard.
—Un momento.
Teddy esperó y después se oyó de nuevo la voz.
—Ahora estoy en la cocina —dijo Lake.
—¿Su nave dispone de cocina?
—Sí, una pequeña cocina. Es un aparato muy bonito, señor Maynard.
—Bien. Mire, siento molestarlo, pero acabo de recibir una noticia. Han hecho estallar una bomba en la embajada estadounidense en El Cairo hace un cuarto de hora.
—¿Quién ha sido?
—Eso no lo pregunté.
—Perdón.
—La prensa lo acosará. Dedique unos momentos a preparar unos cuantos comentarios. Será un buen momento para expresar preocupación por las víctimas y sus familiares. No se extienda demasiado en política, pero mantenga una línea dura. Ahora sus anuncios han resultado ser proféticos y sus palabras se repetirán muchas veces.
—Ahora mismo me pongo en ello.
—Llámeme cuando llegue a Atlanta.
—No se preocupe.
Cuarenta minutos después, Lake y su grupo aterrizaron en Atlanta. La prensa había sido debidamente informada de su llegada y, con el revuelo que se había armado en El Cairo, un numeroso grupo aguardaba al candidato. Aún no se habían recibido imágenes en directo de la embajada, pero varias agencias de noticias ya hablaban de los centenares de muertos que se habían producido.
En la pequeña terminal destinada a los vuelos privados, Lake compareció ante un ansioso grupo de periodistas, algunos con cámaras y micrófonos, Otros con pequeños magnetófonos y otros con simples cuadernos de apuntes. Habló en tono solemne y sin utilizar notas:
—En este momento, tenemos que rezar por los que han resultado heridos y muertos en este acto bélico. Nuestros pensamientos y nuestras plegarias están con ellos y con sus familias, así como con los equipos de rescate. No quisiera politizar este suceso, pero sí diré que es absurdo que este país tenga que sufrir una vez más a manos de unos terroristas. Cuando yo sea presidente, ninguna vida norteamericana desaparecerá sin explicación. Utilizaré nuestro nuevo poder militar para localizar y aniquilar cualquier grupo terrorista que ataque a ciudadanos estadounidenses inocentes. Eso es todo lo que tengo que decir.
Se retiró sin prestar atención a los gritos y las preguntas de la jauría de reporteros.
Brillante, pensó Teddy, contemplando la escena en directo desde su búnker. ¡Soberbio! Se felicitó de nuevo a sí mismo por haber elegido a un candidato tan maravilloso.
Cuando Lufkin volvió a llamar, ya era pasada la medianoche en El Cairo. Por fin se habían extinguido los incendios y estaban sacando los cuerpos tan rápido como era posible. Muchos cadáveres habían quedado sepultados bajo los escombros. Él se encontraba a una manzana de distancia, detrás de una barricada del ejército, contemplando aquel horror rodeado por miles de personas. La escena era caótica, el aire estaba saturado de humo y polvo. Lufkin había contemplado los efectos de muchas bombas a lo largo de su carrera, pero lo de allí era muy grave, según describió. Teddy se desplazó en su silla de ruedas y se llenó otra taza de café descafeinado. Los siniestros anuncios de Lake aparecerían en la franja horaria de mayor audiencia. Aquella misma noche la campaña invertiría tres millones de dólares en un diluvio de temor y apocalíptica desesperación que se extendería de costa a costa. Los anuncios aparecerían al día siguiente y se advertiría de antemano a los telespectadores. Por respeto a los muertos y a sus familias, la campaña de Lake suspendería provisionalmente sus profecías. Como era de esperar, las opiniones favorables al candidato Lake subieron como la espuma. Faltaba menos de una semana para las primarias de Arizona y Michigan.
Las primeras imágenes que se recibieron de El Cairo fueron las de un acosado reportero situado de espaldas a una barricada del ejército, vigilado por unos soldados de rostro ceñudo que podían abrir fuego contra él en cualquier momento si trataba de acercarse. Se oían sirenas por todas partes y se veían disparos de flashes. Sin embargo, el reportero no sabía casi nada. Una bomba de gran potencia había estallado en la embajada a las diez y media de la noche, cuando estaba a punto de comenzar una recepción; se ignoraba el número de bajas, aunque sin duda serían muchas, aseguraba el periodista. La zona había sido acordonada por el ejército y, como medida de precaución, se había cerrado el espacio aéreo, por lo que, lamentablemente, no se podrían obtener imágenes desde un helicóptero. De momento, nadie se había atribuido la responsabilidad del atentado, aunque, por si acaso, él mencionaba los nombres de tres grupos radicales que solían ser sospechosos.
—Podría ser alguno de estos tres o bien otro —decía el reportero, tratando de aportar alguna explicación.
No habiendo ninguna posibilidad de filmar la carnicería y puesto que ya no tenía nada más que añadir, el corresponsal se dedicó a comentar lo peligroso que estaba resultando Oriente Próximo, ¡como si eso fuera una novedad y él estuviera allí para informar acerca de aquel hecho!
Lufkin llamó sobre las ocho de la mañana, hora del distrito de Columbia, para poner en conocimiento de Teddy que no habían localizado al embajador estadounidense en Egipto y que se temía que se encontrara sepultado bajo los escombros. Por lo menos, eso se rumoreaba en la calle. Mientras hablaba con Lufkin por teléfono, Teddy contemplaba la imagen sin sonido del reportero; otra pantalla mostraba un apocalíptico anuncio de Lake. Escombros, carnicería, cadáveres, radicales autores de otro ataque, e inmediatamente después, la suave pero severa voz de Aaron Lake prometiendo venganza.
Qué gran habilidad en la elección del momento más propicio, pensó Teddy.
Un ayudante despertó a Teddy a medianoche con un té con limón y un bocadillo vegetal. Como le ocurría a menudo, este se había quedado dormido en su silla de ruedas, con todas las pantallas de televisión encendidas pero sin sonido. Cuando el ayudante se retiró, pulsó un botón y escucho.
Ya había amanecido en El Cairo. Seguían sin localizar al embajador, por lo que las suposiciones de que se encontraba bajo los escombros parecían confirmarse.
Teddy no conocía al embajador en Egipto, un perfecto desconocido al que todos los reporteros calificaban de héroe y presentaban como un gran patriota. Su muerte no preocupaba especialmente a Teddy, a pesar de que suscitaría un aumento de las críticas contra la CIA. También añadiría gravedad al ataque que, según las previsiones, serviría para beneficiar a Aaron Lake.
Hasta el momento, se habían recuperado sesenta y un cadáveres. Las autoridades egipcias acusaban a Yidal, el sospechoso más probable porque su pequeño ejército había colocado bombas en tres embajadas occidentales en el transcurso de los últimos dieciséis meses y porque pedía abiertamente la guerra contra Estados Unidos. El último dossier de la CIA sobre Yidal le atribuía treinta soldados y un presupuesto anual de unos cinco millones de dólares, casi todos ellos procedentes de Libia y de Arabia Saudí. Sin embargo, las filtraciones a la prensa hablaban de un ejército de unos mil hombres y unos fondos ilimitados, destinados a aterrorizar a occidentales inocentes.
Los israelíes sabían qué desayunaba Yidal y dónde. Lo hubieran podido detener una docena de veces, pero, hasta la fecha, este había librado su pequeña guerra lejos del ojo del huracán. Mientras se limitara a asesinar a norteamericanos y a ciudadanos occidentales, a los israelíes les daba igual. En realidad les convenía que Occidente odiara a los radicales islámicos.
Teddy comió muy despacio y echó otra cabezadita. Lufkin llamó antes del mediodía desde El Cairo para comunicar que los equipos de rescate habían recuperado los cadáveres del embajador y de su esposa. El número de víctimas mortales se elevaba a ochenta y cuatro; todos ellos norteamericanos menos once.
Las cámaras mostraban a Aaron Lake a la entrada de una fábrica de Marietta, Georgia, estrechando manos en la oscuridad mientras cambiaba el turno. Al ser preguntado por los acontecimientos de El Cairo, declaró:
—Hace dieciséis meses, estos mismos criminales hicieron estallar sendas bombas en dos de nuestras embajadas y mataron a treinta norteamericanos; nosotros no hemos hecho nada para pararles los pies. Actúan con impunidad porque nos falta el compromiso para luchar. Cuando yo sea presidente, declararé la guerra a estos terroristas e impediré que prosigan las matanzas.
La dureza de su lenguaje resultaba contagiosa y, cuando Estados Unidos se despertó con la terrible noticia de El Cairo, el país tuvo que soportar todo un insolente coro de amenazas y ultimátums por parte de los restantes siete candidatos. En esas circunstancias hasta los más moderados parecían pistoleros.