El Comité de Acción Política de Defensa o el CAP-D, tal como inmediatamente se dio a conocer por doquier, hizo su clamorosa entrada en el sombrío y corrupto mundo de las finanzas políticas. Jamás en la historia política reciente había habido un comité de acción política que hubiera gozado de un respaldo tan poderoso.
La semilla inicial del dinero la había sembrado un financiero de Chicago llamado Mitzger, un ciudadano con doble nacionalidad estadounidense e israelí. Este había aportado el primer millón, que había durado aproximadamente una semana. Otros acaudalados judíos habían sido atraídos rápidamente a la causa, pero sus personalidades se escondían detrás de las empresas y las cuentas bancarias de los paraísos fiscales. Teddy Maynard era consciente de los peligros que hubiera entrañado el hecho de que un grupo de millonarios judíos aportara abiertamente dinero de forma organizada a la campaña de Lake. De ahí que hubiera dejado en manos de unos viejos amigos suyos de Tel Aviv la administración del dinero en Nueva York.
Mitzger era un liberal en materia política, pero, para él, nada podía ser más importante que la seguridad de Israel. Aaron Lake se mostraba excesivamente moderado en cuestiones sociales, pero también se tomaba muy en serio el tema de las fuerzas armadas. La estabilidad de Oriente Próximo dependía de que Estados Unidos fuera una nación fuerte, por lo menos a juicio de Mitzger.
Alquiló una suite en el Willard del distrito de Columbia, y a las doce del día siguiente ya había alquilado toda una planta de un edificio comercial cerca del Aeropuerto Internacional Dulles. Sus colaboradores de Chicago trabajaron durante veinticuatro horas seguidas resolviendo toda la minada de detalles necesarios para poder equipar en tan breve lapso mil quinientos metros cuadrados de superficie con la tecnología más moderna. A las seis de la mañana desayunó con Elaine Tyner, una abogada y miembro de un destacado grupo de presión, perteneciente a un gran bufete jurídico de Washington que ella misma había levantado con su férrea voluntad y sus numerosos clientes del sector del petróleo. Tenía sesenta años y estaba considerada la persona más influyente de la ciudad. Mientras tomaban unos bollos y un zumo de naranja, Tyner accedió a representar al CAP-D a cambio de un anticipo de quinientos mil dólares. Su bufete enviaría inmediatamente a veinte abogados y otros tantos administrativos a la nueva sede del CAP-D, donde uno de sus socios asumiría el mando. Una sección se dedicaría exclusivamente a la recogida de fondos, mientras que otra analizaría el apoyo del Congreso a Lake y, poco a poco, iniciaría el delicado proceso de obtener el respaldo de senadores, representantes e incluso gobernadores. La tarea no sería nada fácil, pues casi todos ellos ya estaban comprometidos con otros candidatos. Una tercera sección se dedicaría exclusivamente a investigación: armamento, costes, nuevos aparatos y dispositivos, armas futuristas, innovaciones rusas y chinas…, cualquier cuestión que el candidato Lake necesitara saber.
La propia Tyner se encargaría de obtener fondos de Gobiernos extranjeros, una de sus especialidades. Mantenía estrechos vínculos con las autoridades de Corea del Sur, cuyos intereses llevaba una década representando en Washington. Conocía a diplomáticos, hombres de negocios y peces gordos de todo tipo. Pocos países podían dormir más tranquilos que Corea del Sur al contar con el apoyo de unas fuerzas armadas norteamericanas renovadas.
—Estoy segura de que podremos sacarles por lo menos cinco millones de dólares —declaró en tono confiado—. Inicialmente, por lo menos.
Elaboró mentalmente una lista de veinte empresas británicas y francesas, una cuarta parte de cuyas ventas anuales correspondía al Pentágono. Empezaría a trabajar con ellas inmediatamente. Tyner era en aquellos momentos la encarnación del típico abogado de Washington. Llevaba quince años sin pisar una sala de justicia y todos los acontecimientos mundiales más importantes que tenían su origen en los confines de la carretera de circunvalación la afectaban en mayor o menor medida.
Se enfrentaba a un desafío sin precedentes: la elección de un ignoto candidato de última hora cuyo nombre, de momento, era conocido por un treinta por ciento del electorado, un doce por ciento del cual se mostraba de acuerdo con sus planteamientos. Sin embargo, a diferencia de otras estrellas fugaces que aparecían y se desvanecían en el firmamento político, este candidato a la presidencia disponía de unas cantidades de dinero aparentemente ilimitadas. Tyner había recibido en multitud de ocasiones generosas remuneraciones para que propiciara la elección o la derrota de montones de políticos y estaba plenamente convencida de que el dinero siempre acababa venciendo. Con dinero, era capaz de conseguir la elección o la derrota de cualquiera.
Durante su primera semana de existencia, el CAP-D hizo de una energía desbordante. La sede estaba abierta las veinticuatro horas del día y los colaboradores de Tyner habían sentado allí sus reales para iniciar la ofensiva. Los que se dedicaban a la recaudación de dinero elaboraron en sus ordenadores una impresionante lista de trescientos diez mil trabajadores contratados por horas en industrias de armamento y afines, e inmediatamente empezaron a ejercer presión sobre ellos en demanda de dinero. En otra lista figuraban los nombres de veintiocho mil administrativos de industrias de armamento que ganaban más de cincuenta mil dólares anuales. A estos se les dirigió otra clase de ruego.
Los asesores del CAP-D identificaron a los cincuenta miembros del Congreso en cuyos distritos había más puestos de trabajo relacionados con la industria de armamento. Treinta y siete de ellos optaban a la reelección, lo cual facilitaría la tarea. EL CAP-D buscaría el apoyo popular, el de los trabajadores de la industria de armamento y sus jefes, y organizaría una campaña telefónica generalizada en apoyo de Aaron Lake y en favor de un aumento de los gastos de defensa. Seis senadores de estados estrechamente vinculados a la industria armamentista habían tropezado con una dura oposición en noviembre, y Elaine Tyner había previsto reunirse con cada uno de ellos para compartir un almuerzo.
En Washington no suelen pasar inadvertidas tan elevadas sumas de dinero. Un novato congresista de Kentucky, uno de los más insignificantes de entre los cuatrocientos treinta y cinco que formaban la Cámara, estaba buscando desesperadamente fondos para luchar contra una campaña aparentemente ya perdida en su distrito. Nadie había oído hablar del pobre chico. Se había pasado los primeros dos años en el Congreso sin abrir la boca y ahora sus adversarios del distrito habían encontrado a un oponente de talla. Nadie le daría ni un centavo. Había oído rumores y localizó a Elaine Tyner. La conversación entre ambos se desarrolló más o menos de la manera siguiente:
—¿Cuánto dinero necesita? —le preguntó Elaine.
—Cien mil dólares.
Lo expuso casi con miedo, pero ella ni siquiera parpadeó.
—¿Puede apoyar a Aaron Lake en su carrera hacia la presidencia?
—Apoyaré a cualquiera siempre que el precio sea adecuado.
—Muy bien. Nosotros aportaremos doscientos mil dólares y dirigiremos su campaña.
—Lo dejo enteramente en sus manos.
No todo resultó tan fácil, pero el CAP-D consiguió ocho elementos de apoyo en sus primeros días de existencia. Todos ellos eran congresistas poco importantes que habían colaborado con Lake y le tenían simpatía. La estrategia era reunirlos a todos delante de las cámaras una o dos semanas antes del gran «Supermartes», 7 de marzo. Cuantos más, mejor.
Sin embargo, casi todos ellos ya se habían comprometido con otros candidatos.
Tyner se reunió a toda prisa con ellos, hasta el punto que llegó a tener tres almuerzos de trabajo al día, todo ello a cuenta del CAP-D. Su objetivo era conseguir que toda la ciudad se enterara de la llegada de su nuevo cliente, quien disponía de elevadas sumas de dinero y montaba un caballo desconocido que muy pronto adelantaría a todos los demás. En una ciudad donde los rumores eran una industria de por sí, no tuvo la menor dificultad en difundir su mensaje.
La mujer de Finn Yarber se presentó sin previo aviso en Trumble, su primera visita en diez meses. Calzaba unas gastadas sandalias de cuero, lucía una manchada falda de tela vaquera, una holgada blusa adornada con abalorios y plumas de ave, y toda suerte de adornos hippies alrededor del cuello, las muñecas y el pelo. Llevaba el cabello cortado a cepillo y las axilas sin depilar, y su aspecto seguía siendo el de la cansada y exhausta refugiada de los años sesenta que, en realidad, jamás había dejado de ser. Finn no se alegró en absoluto cuando le anunciaron que su mujer lo esperaba en la parte anterior del edificio de la cárcel.
Se llamaba Carmen Topolski-Jocoby, un nombre muy complicado que ella había utilizado como arma durante buena parte de su vida de adulta. Era una abogada feminista radical de Oakland especializada en la defensa de las lesbianas que presentaban denuncias por acoso sexual en sus puestos de trabajo. Por consiguiente, todas sus clientes eran mujeres indignadas que se enfrentaban a unos patronos indignados. Su trabajo era una auténtica putada.
Llevaba treinta años casada con Finn… casada, aunque no siempre había convivido con él. Él había estado con otras mujeres y ella con otros hombres. En cierta ocasión, en su época de recién casados, habían vivido en una casa llena de gente, donde las parejas cambiaban cada semana. Ambos iban y venían. Durante seis años habían seguido una caótica monogamia y habían tenido dos hijos, ninguno de los cuales valía para gran cosa.
Se habían conocido en los campos de batalla de Berkeley en 1965, cuando ambos protestaban contra la guerra y otras lacras, estudiaban Derecho y estaban comprometidos con el elevado campo moral de los cambios sociales. Buscaban con denuedo el apoyo de los votantes. Luchaban por la dignidad de los trabajadores inmigrantes. Habían sido detenidos durante la ofensiva del Tet en Vietnam. Se encadenaban a las secuoyas. Combatían la cristianización de las escuelas. Presentaban querellas en favor de las ballenas. Participaban en las manifestaciones de San Francisco en defensa de todas las causas.
También bebían sin medida, asistían con entusiasmo a toda clase de fiestas y disfrutaban de la cultura de la droga; entraban y salían, se acostaban por ahí con quien les apetecía y todo les parecía de maravilla, pues eran ellos los que definían su propia moralidad. Qué demonios, luchaban en favor de los mexicanos y de las secuoyas, ¿qué más se podía pedir? ¡Tenían que ser necesariamente buenas personas!
Sin embargo, ya estaba harto.
Ella se avergonzaba de que su marido, un hombre brillante que había tenido un tropiezo en su camino hacia el Tribunal Supremo de California, estuviera ahora encerrado en una cárcel federal. Por su parte, él se alegraba de que la cárcel estuviera en Florida y no en California, de lo contrario, tal vez ella lo hubiera visitado más a menudo. Aunque al principio lo recluyeron en un centro cerca de Bakersfield, no tardó en conseguir que lo trasladaran a otro sitio.
Jamás se escribían ni se llamaban. Ella estaba de paso porque tenía una hermana en Miami.
—Qué bronceado tan favorecedor —comentó ella—. Tienes muy buen aspecto.
Pues tú te estás arrugando como una ciruela pasa, pensó él. Qué barbaridad, qué aspecto tan avejentado y cansado tenía.
—¿Qué tal te va la vida? —le preguntó sin que, en realidad, le importara.
—Estoy muy ocupada. Trabajo mucho.
—Eso es bueno.
Era bueno que trabajara y se ganara la vida, algo que sólo había hecho muy de vez en cuando a lo largo de los años. A Finn le quedaban cinco años para poder sacudirse el polvo de Trumble de sus resecos y descalzos pies. No tenía la menor intención de regresar junto a su mujer ni a California. Si lograba sobrevivir, cosa que cada día se le antojaba más difícil, saldría de allí a los sesenta y cinco años. Su sueño era encontrar un lugar donde ni Hacienda ni el FBI ni ninguna de aquellas amenazadoras organizaciones del Estado tuviera la menor jurisdicción. Finn aborrecía tanto su país que tenía previsto renunciar a su nacionalidad y buscarse cualquier otra.
—¿Sigues bebiendo? —le preguntó a su mujer.
Él no, claro, aunque de vez en cuando conseguía que algún guardia le facilitara un poco de hierba.
—Sigo sin beber, pero gracias por preguntármelo.
Todas las preguntas eran mordaces y todas las respuestas tenían un tono similar. Finn se estaba preguntando en serio la razón de aquella visita, y no tardó en averiguaría.
—He venido a pedirte el divorcio —le anuncio.
Él se encogió de hombros como diciendo: «¿Qué más da?».
—Seguramente no es mala idea —se limitó a responder, en cambio.
—He encontrado a otra persona —le explicó ella.
—¿Hombre o mujer? —preguntó él, más que nada por curiosidad. Ya nada le extrañaba.
—Un hombre más joven.
Finn volvió a encogerse de hombros.
—Adelante, hija. No será el primero —le dijo casi en un susurro.
—No empecemos —replicó ella.
Bien por Finn. Siempre había admirado la desbordante sexualidad de su mujer y su incansable vigor, pero le costaba imaginarse a aquella vieja dedicándose a determinadas actividades con regularidad.
—Si me traes los documentos, te los firmaré —le dijo.
—Los recibirás dentro de una semana. Será una separación muy sencilla porque últimamente apenas hemos compartido nada.
En el punto culminante de su carrera hacia el poder, el juez Yarber y la señora Topolski-Jocoby habían solicitado conjuntamente una hipoteca para la adquisición de una casa en la zona del puerto deportivo de San Francisco. El documento, debidamente expurgado de tal forma que no contuviera el menor rastro de patrioterismo, sexismo, racismo o discriminación por edad y cuidadosamente redactado por unos aterrorizados abogados californianos que temían ser denunciados por alguna alma ofendida, revelaba una diferencia de casi un millón de dólares entre el activo y el pasivo.
Aunque en realidad aquella suma no le importaba a ninguno de ellos. Estaban demasiado ocupados luchando contra los intereses de las empresas madereras y los agricultores sin escrúpulos, etc. En realidad, se habían enorgullecido de ser tan pobres.
En California, el régimen de gananciales aseguraba el reparto equitativo de los bienes. El proceso de divorcio sería sencillo por muchos motivos.
Había uno que Finn jamás mencionaría. La estafa Angola estaba generando dinero, sucio y oculto, lejos del alcance de cualquier voraz organismo. Doña Carmen jamás se enteraría de su existencia.
Finn ignoraba si habría alguna manera de que el largo brazo de la ley matrimonial llegara hasta una cuenta bancaria secreta en las Bahamas, pero no tenía la menor intención de averiguarlo. Cuando le entregaran los documentos, estaría encantado de firmarlos.
Ambos consiguieron mantener una charla de unos cuantos minutos acerca de los viejos amigos, una conversación bastante breve, por cierto, pues casi todas sus amistades habían desaparecido. Cuando se despidieron, lo hicieron sin tristeza ni remordimiento. Su matrimonio se había acabado hacía mucho tiempo, y ellos se alegraban de que así hubiera sido.
Él le deseó suerte sin darle tan siquiera un abrazo de despedida y regresó a la pista de atletismo, donde se quitó la ropa hasta quedarse en calzoncillos y se pasó una hora caminando bajo el sol.