8

Trevor estaba saboreando un latte doble de esos que vendían en Beach Java para llevar, y dudaba sobre si añadirle un par de generosos tragos de licor Amaretto para eliminar las telarañas matinales de su cerebro cuando se recibió la llamada. Su pequeño despacho no disponía de sistema de interfono, aunque maldita la falta que le hacía. Jan le comunicaba los mensajes a grito pelado desde el pasillo y él le contestaba también a gritos cuando le daba la gana. Él y su secretaria particular llevaban ocho años chillándose mutuamente.

—¡Es un banco de las Bahamas! —anunció Jan.

Trevor estuvo a punto de derramar el café con leche cuando corrió al teléfono.

Era Britt, cuyo acento se había suavizado con el aire de las islas. Se acababa de recibir una importante transferencia de un banco de Iowa.

Hasta qué punto era importante, preguntó él, cubriéndose la boca para que Jan no le oyera.

Cien mil dólares.

Trevor colgó, añadió tres buenos tragos de Amaretto al café con leche y se bebió a sorbos la reconfortante bebida mientras sonreía como un tonto, mirando a la pared. A lo largo de su carrera jamás había cobrado unos honorarios que se acercaran ni por asomo a los treinta y tres mil dólares. Una vez había resuelto un caso de accidente de automóvil por veinticinco mil dólares, había cobrado unos honorarios de siete mil quinientos dólares y se los había pateado en un par de meses.

Jan no sabía nada acerca de la cuenta en las islas ni de la estafa que habían organizado, por lo que Trevor se vio obligado a esperar una hora, efectuar toda una serie de inútiles llamadas telefónicas y fingir estar muy ocupado antes de anunciar que tenía un asunto muy importante en Jacksonville y que más tarde lo necesitaban en Trumble. A la secretaria le dio igual. Trevor desaparecía cada dos por tres y ella tenía muchas lecturas aguardando.

El abogado se dirigió a toda prisa al aeropuerto, estuvo a punto de perder el vuelo, se bebió dos cervezas durante el viaje de media hora a Fort Lauderdale y otras dos durante el trayecto a Nassau. Una vez en tierra, se acomodó en el asiento posterior de un taxi, un Cadillac modelo 1974 pintado de oro, sin aire acondicionado y cuyo conductor también había bebido lo suyo. La atmósfera era muy cálida y húmeda, el tráfico avanzaba muy lentamente y, cuando llegaron al centro y se detuvieron cerca del Geneva Trust Bank Building, Trevor ya tenía la camisa pegada a la espalda.

Dentro, tras una prolongada espera, apareció el señor Brayshears, que acompañó a Trevor a su pequeño despacho. Allí le mostró un papel en el que figuraban los detalles: transferencia de cien mil dólares desde el First Iowa Bank de Des Moines, enviados por una entidad llamada CMT Investments. El destinatario era otra entidad genérica llamada Boomer Realty, Ltd. Justamente, Boomer era el nombre del perro de caza preferido de Joe Roy Spicer.

Trevor firmó los impresos necesarios para la transferencia de veinticinco mil dólares a una cuenta aparte que tenía en el Geneva Trust, donde ingresaba el dinero que ocultaba a su secretaria y a Hacienda. Los restantes ocho mil le fueron entregados en efectivo, en el interior de un grueso sobre. Se lo guardó en el bolsillo de sus pantalones caqui, estrechó la delicada mano de Brayshears y abandonó a toda prisa el edificio. Sintió la tentación de quedarse un par de días, buscarse una habitación en un hotel a primera línea de mar, tumbarse junto a la piscina y pasarse las horas muertas bebiendo ron hasta que se negaran a servirle más. La tentación era tan poderosa que estuvo a punto de dar media vuelta al llegar al aeropuerto y correr a tomar otro taxi para regresar a la ciudad. Sin embargo meditó la cuestión y esta vez decidió no despilfarrar el dinero.

Dos horas después se encontraba de nuevo en el aeropuerto de Jacksonville, haciendo planes mientras se bebía un café bien cargado para despejarse. Se dirigió a Trumble, llegó allí a las cuatro y media y tuvo que pasarse casi media hora esperando a Spicer.

—Qué agradable sorpresa —dijo secamente Spicer al entrar en la sala de los abogados.

Trevor no llevaba ninguna cartera de documentos, por lo que el guardia no tuvo que inspeccionar nada y se limitó a darle unas palmadas en los bolsillos antes de abandonar la estancia. El dinero en efectivo estaba muy bien escondido debajo de la alfombrilla de su Escarabajo.

—Hemos recibido cien mil dólares de Iowa —anuncio Trevor, mirando al suelo.

De repente, Spicer se alegró de ver a su abogado. Le había molestado que Trevor hubiese utilizado el plural y le molestaba la elevada comisión que cobraría. Sin embargo, la estafa no se hubiera podido realizar sin la ayuda exterior y, como de costumbre, el abogado era un mal necesario. De momento, podían fiarse de Trevor.

—¿Está en las Bahamas?

—Sí. Lo acabo de dejar allí. El dinero está muy bien guardado, sesenta y siete mil dólares, ni uno más ni uno menos.

Spicer respiró hondo y saboreó la victoria. Le correspondía un tercio del botín, veintidós mil dólares y pico. ¡Ya era hora de mandar unas cuantas cartas más!

Se introdujo la mano en el bolsillo de su camisa verde aceituna, del uniforme de la cárcel, y sacó un recorte doblado de periódico. Extendió los brazos, lo estudió un instante y dijo:

—El equipo de Duke juega en la pista del Tech esta noche. Apuesta cinco mil dólares a que el Tech gana o pierde por menos de once.

—¿Cinco mil?

—Sí.

—Yo nunca he apostado cinco mil en ningún partido.

—¿Qué clase de corredor de apuestas tienes?

—Una mierda de corredor.

—Mira, si es un corredor, sabrá cómo actuar. Ponte en contacto con él en cuanto puedas. A lo mejor tendrá que llamar a unas cuantas personas, pero podrá hacerlo.

—Bueno, de acuerdo.

—¿Puedes volver aquí mañana?

—Probablemente, sí.

—¿Cuántos clientes te han pagado treinta y tres mil dólares?

—Ninguno.

—¿Lo ves?, o sea que ven mañana a las cuatro. Te tendré preparadas unas cartas.

Spicer abandonó a toda prisa el edificio de la administración de la cárcel, limitándose a saludar con un movimiento de la cabeza al guardia que se encontraba junto a una ventana. Cruzó con determinación el cuidado césped mientras el sol de Florida calentaba la acera que rodeaba el edificio, a pesar de que estaban en febrero. Sus compañeros se hallaban enfrascados en sus tranquilas tareas de la biblioteca jurídica, solos como siempre, por lo que Spicer no dudó en anunciarles:

—¡Ya tenemos los cien mil del viejo Quince de Iowa!

Las manos de Beech se quedaron paralizadas sobre el teclado. Este miró por encima de sus gafas de lectura boquiabierto de asombro, y consiguió preguntar:

—¿Estás de broma?

—No. Acabo de hablar con Trevor. El dinero se ha transferido según las instrucciones y ha llegado a las Bahamas esta mañana. Nuestro pequeño Quincy lo ha conseguido.

—Volvamos a desplumarlo —intervino Yarber antes de que los demás tuvieran tiempo de pensarlo.

—¿A Quince?

—Pues claro. Los primeros cien han sido muy fáciles. Vamos a seguir exprimiéndolo. ¿Qué perdemos con ello?

—Nada en absoluto —dijo Spicer, sonriendo. Sólo deseaba haberlo propuesto él en primer lugar.

—¿Cuánto? —preguntó Beech.

—Probemos con cincuenta —contestó Yarber, inventándose las cantidades como si todo fuera posible.

Los otros dos asintieron con un gesto, pensando en los siguientes cincuenta mil. Después Spicer asumió el liderazgo de la situación.

—Vamos a organizarnos. Creo que Curtis, el de Dallas, ya está a punto de caramelo. Volveremos a exprimir a Quince. La cosa está dando resultado y creo que tendríamos que cambiar de estrategia y mostrarnos un poco más agresivos, no sé si me explico. Analicemos uno por uno a nuestros amigos epistolares y vayamos intensificando la presión.

Beech se apartó del ordenador y alargó la mano hacia una carpeta. Yarber empezó a ordenar su escritorio. Su pequeña estafa siguiendo el modelo de Angola acababa de recibir una nueva inyección de fondos y el aroma del dinero mal adquirido resultaba embriagador.

Volvieron a leer todas las cartas antiguas y empezaron a redactar otras nuevas. Llegaron a la rápida conclusión de que necesitaban más víctimas. Insertarían más anuncios en las últimas páginas de aquellas revistas.

Trevor consiguió llegar hasta el Pete’s Bar and Grill justo a tiempo para la happy hour, que en Pete’s empezaba a las cinco de la tarde y duraba hasta el primer altercado. Encontró a Prep, un estudiante de segundo año de carrera de treinta y dos años, jugando a billar a veinte dólares la partida. Los fondos cada vez más menguados de Prep habían obligado al abogado de su familia a pasarle una asignación de dos mil dólares mensuales, siempre y cuando siguiera matriculado en la universidad como estudiante en régimen de plena dedicación. Prep era también el corredor de apuestas más ocupado de Pete’s, y cuando Trevor le dijo que deseaba apostar un montón de dinero en el partido de baloncesto entre Duke y el Tech, preguntó:

—¿Cuánto?

—Quince mil dólares —contestó Trevor, tragándose de golpe la cerveza.

—¿Hablas en serio? —preguntó Prep, aplicando tiza al taco mientras miraba alrededor de la mesa envuelta en humo de tabaco.

Trevor jamás había apostado más de cien dólares en ningún partido.

—Sí.

Otro trago directamente de la botella. Intuía que tendría suerte. Si Spicer tenía el valor de jugarse cinco mil dólares, él duplicaría la apuesta. Acababa de ganar treinta y tres mil dólares libres de impuestos. ¿Qué más daba que perdiera diez mil? De todos modos, era lo que le hubiera correspondido a Hacienda.

—Tengo que hacer una llamada —dijo Prep, al tiempo que sacaba el móvil.

—Date prisa. El partido empieza dentro de media hora.

El barman era un sujeto de la zona que, a pesar de no haber salido jamás del estado de Florida, tenía una desmedida afición al fútbol australiano. La televisión estaba transmitiendo un partido de las antípodas y Trevor tuvo que entregarle veinte dólares para que cambiara de canal y pusiera el que transmitía los partidos de baloncesto universitario.

Con una apuesta de quince mil dólares por el Georgia Tech, no era posible que Duke no hubiera fallado ni un solo enceste, por lo menos, en la primera mitad. Trevor pidió una bolsa de patatas fritas y empezó a trasegar una botella de cerveza tras otra, procurando no prestar la menor atención a Prep, quien lo observaba todo en silencio, de pie en un oscuro rincón junto a la mesa de billar.

En la segunda mitad, Trevor estuvo a punto de sobornar de nuevo al barman para que volviera al partido de fútbol australiano. Estaba cada vez más borracho y, cuando sólo faltaban diez minutos para el final del encuentro, empezó a maldecir en voz alta a Joe Roy Spicer sin importarle quién le oyera. ¿Qué sabría aquel palurdo de baloncesto universitario? Duke ganaba por veinte puntos cuando sólo faltaban nueve minutos para el final, pero el escolta del Tech empezó a animarse y clavó cuatro triples seguidos.

Faltaba sólo un minuto para el final y el partido estaba empatado. Había superado la diferencia. Pagó la cuenta, le entregó al barman una propina de cien dólares y, antes de salir, le dirigió a Prep un saludo de enteradillo que este respondió levantando el dedo corazón.

En la fría oscuridad, Trevor bajó por Atlantic Boulevard lejos de las luces, pasando por delante de las baratas y apiñadas casas de alquiler de vacaciones, y de las pequeñas y cuidadas viviendas de jubilados con sus impecables céspedes y sus muros recién pintados, y bajó los gastados peldaños de madera que conducían a la playa, donde se quitó los zapatos y empezó a pasear por la orilla. La temperatura era de unos ocho grados, nada insólito en febrero en Jacksonville, por lo que no tardó en sentir los pies húmedos y fríos.

Aunque apenas notaba la incomodidad… Cuarenta y tres mil dólares libres de impuestos en un solo día, todos ellos a escondidas del Estado. El año anterior había ganado veintiocho mil dólares después de pagar los impuestos y eso que no había parado de trabajar, bregando con los clientes demasiado pobres o demasiado tacaños como para pagar, luchando con los corredores de fincas de tres al cuarto y los banqueros, discutiendo con su secretaria y procurando buscar todos los atajos posibles para pagar menos a Hacienda.

Ah, la emoción del dinero fácil. Al principio, la pequeña estafa de la Hermandad le había inspirado cierto recelo, pero en ese momento la idea le parecía genial. Chantajear a los que no podían protestar. Brillante.

A la vista de los resultados, él sabía que Spicer aumentaría la presión. Las cartas se multiplicarían, las visitas a Trumble menudearían. Qué demonios, no le importaría trasladarse allí a diario, introducir y sacar cartas de tapadillo y sobornar a los guardias.

Chapoteó con los pies en el agua mientras el viento empezaba a soplar cada vez con más intensidad y las olas se acercaban rugiendo a la orilla.

Pero todavía mejor se le antojaba la idea de chantajear a los chantajistas, unos estafadores condenados por los tribunales que en modo alguno podrían tomar represalias. La idea era tan perversa que casi se avergonzaba de ella, pero no cabía duda de su indiscutible validez. Se mantendrían abiertas todas las alternativas. ¿Desde cuándo los ladrones destacaban por su honradez?

Necesitaba un millón de dólares, ni más ni menos. Había realizado los cálculos infinidad de veces mientras se dirigía en su automóvil a Trumble, mientras bebía cerveza en el Pete’s o permanecía sentado en su despacho con la puerta cerrada. Un cochino millón de dólares para cerrar su miserable despacho de mierda, devolver la licencia de abogado, comprarse una embarcación de vela y pasarse toda una eternidad navegando por el Caribe.

Estaba más cerca que nunca de conseguirlo.

El juez Spicer dio otra vuelta en la litera de abajo. El sueño era una dádiva muy insólita en aquella estancia, tumbado en su minúsculo camastro mientras un pequeño y maloliente compañero de habitación llamado Alvin roncaba por encima de él. Alvin se había pasado varias décadas vagabundeando por toda Norteamérica, pero, en los últimos tiempos, se había hartado de ser mendigo y solía pasar hambre. Su delito había sido atracar a un cartero rural en Oklahoma. Él mismo había facilitado su propia detención, entrando en la delegación del FBI en Tulsa y declarando: «He sido yo». El FBI dedicó seis horas a tratar de quitarse de encima el delito. Hasta el juez se percató de que Alvin lo había planeado todo. Aquel tipo quería dormir en una cárcel federal y no en una cárcel del estado, de eso ni hablar.

El sueño tardaba en llegar más que de costumbre porque a Spicer le preocupaba el tema del abogado. Ahora que la estafa ya estaba en marcha, habría un montón de dinero rondando por ahí. Y mucho más ya en camino. Cuanto más dinero recibiera Boomer Realty en las Bahamas, tanta mayor sería la tentación de Trevor. Él y sólo él les podía robar el botín y marcharse tan campante.

Sin embargo, la estafa sólo era factible con la ayuda de un cómplice exterior. Alguien tenía que introducir y sacar a escondidas la correspondencia. Alguien había de cobrar el dinero.

Tenía que haber algún medio de prescindir del abogado y Joe Roy estaba firmemente decidido a encontrarlo. No le importaba pasarse un mes sin pegar ojo. Ningún picapleitos de mierda se iba a quedar con un tercio de su dinero y a robarle después el resto.