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Picasso se había querellado contra Sherlock y otros acusados cuyo nombre no se citaba, exigiendo que estos reclusos fueran amonestados en un intento de evitar que se mearan sobre sus rosales. Un poco de orina desviada no iba a perturbar la paz de Trumble, pero se daba el caso de que Picasso también pedía quinientos dólares en concepto de daños y perjuicios. Quinientos dólares eran harina de otro costal.

La discusión llevaba enconada desde el verano anterior, cuando Picasso había sorprendido a Sherlock in fraganti, por lo que, al final, el director adjunto había decidido intervenir, pidiendo a la Hermandad que resolviera la disputa. Se presentó la querella y entonces Sherlock contrató a un antiguo abogado llamado Ratliff, que cumplía condena por fraude fiscal, para que con su actuación provocara dilaciones, demoras, aplazamientos y presentara fútiles alegaciones, tal como suelen hacer los que ejercen la abogacía en el mundo exterior. Sin embargo, la Hermandad no aprobaba las tácticas de Ratliff y el panel de jueces no apreciaba demasiado a Sherlock ni a su abogado.

La rosaleda de Picasso era una franja de tierra primorosamente cuidada, situada junto al gimnasio. Habían sido necesarios tres años de guerras burocráticas para convencer a algún oscuro funcionario de nivel medio de Washington de que semejante afición tenía y siempre había tenido un carácter terapéutico, pues Picasso padecía varios trastornos. Una vez aprobada la creación del jardín, el director adjunto dio por zanjada la cuestión y Picasso se entregó en cuerpo y alma a la tarea.

Se hizo enviar las rosas desde un proveedor de Jacksonville, lo cual exigió a su vez otro montón de papeleo.

Su verdadero trabajo, en el que ganaba treinta centavos a la hora, era el de lavaplatos de la cafetería. El director había rechazado su petición de ser clasificado como jardinero, por cuyo motivo las rosas se consideraban un hobby. Durante la temporada, Picasso atendía su pequeña franja de tierra, que cultivaba, cavaba y regaba. Incluso a primera y última hora del día hablaba con sus flores.

Las rosas en cuestión eran de la variedad Belinda’s Dream, de color rosa pálido y no demasiado bonitas, pero a Picasso le encantaban a pesar de todo. Cuando las flores llegaron desde el proveedor de Jacksonville, todo Trumble se enteró. Picasso las plantó amorosamente en la parte anterior y en el centro de su jardín.

Sherlock empezó a mearse encima de ellas por simple gusto. De todos modos, no apreciaba a Picasso porque era un embustero y el hecho de mearse encima de sus rosas le parecía lo más indicado. Otros imitaron su ejemplo. Sherlock los animaba a hacerlo, asegurándoles que con ello aportaban un abono a los rosales.

Las Belindas empezaron a perder el color y a marchitarse y Picasso se horrorizó. Un confidente deslizó una nota por debajo de su puerta y el secreto se descubrió. Su amado jardín se había convertido en el urinario preferido de muchos reclusos. Dos días más tarde, Picasso tendió una emboscada a Sherlock, lo sorprendió en plena labor y ambos, que eran unos hombres regordetes de mediana edad, se enzarzaron en una violenta pelea.

Las flores adquirieron una apagada tonalidad amarillenta y Picasso presentó una denuncia. Cuando finalmente se produjo el juicio, tras varios meses de aplazamientos provocados por Ratliff, los miembros de la Hermandad ya estaban hasta el gorro. Habían asignado discretamente el caso al juez Finn Yarber, cuya madre era una experta en rosas y, tras haberse pasado varias horas investigando, este informó a los otros dos de que la orina no modificaba el color de las flores. Así pues, dos días antes de la celebración del juicio, los jueces tomaron una decisión: amonestarían a Sherlock y a los demás guarros para que dejaran de regar las rosas de Picasso, pero no exigirían el pago de ninguna indemnización por daños y perjuicios.

Se pasaron tres horas oyendo a unos hombres hechos y derechos discutiendo acerca de quién había meado dónde y cuándo y con cuánta frecuencia. En distintos momentos Picasso, que actuaba como abogado de la acusación, estuvo a punto de echarse a llorar mientras pedía a sus testigos que delataran a sus compañeros. Ratliff, el abogado de la defensa, se mostró cruel y agresivo y abusó de las redundancias hasta el extremo de que, pasada una hora, todo el mundo convino en que merecía haber sido expulsado del colegio de abogados, cualesquiera que hubieran sido sus delitos.

El juez Spicer se pasó el rato estudiando las puntuaciones de los partidos de baloncesto universitario. Cuando no podía establecer contacto con Trevor, hacía apuestas ficticias sobre todos los partidos. En dos meses y sobre el papel, había ganado nada menos que tres mil seiscientos dólares. Las cosas le iban viento en popa, ganaba a las cartas y en las apuestas deportivas, y por la noche le costaba conciliar el sueño, imaginando su nueva vida de jugador profesional en Las Vegas o las Bahamas. Con Su mujer o sin ella.

El juez Beech frunció el ceño como si se hallara sumido en una profunda reflexión judicial mientras fingía tomar exhaustivas notas, aunque en realidad se dedicaba a escribir otra carta a Curtis en Dallas. Curtis aún no había tenido tiempo de contestar a la última carta, pero los miembros de la Hermandad habían decidido lanzarle nuevamente el anzuelo. Escribiendo en su papel de Ricky, Beech le explicaba que un depravado guardia de la unidad de desintoxicación lo estaba amenazando con toda suerte de viles ataques físicos en caso de que él no le entregara una cierta cantidad de dinero de protección. Ricky necesitaba cinco mil dólares para librarse de aquella bestia. ¿Se los prestaría Curtis?

—¿No podríamos abreviar un poco? —preguntó Beech, interrumpiendo una vez más al exabogado Ratliff.

Cuando era juez en la vida real, dominaba como nadie el arte de leer revistas mientras escuchaba distraídamente la monótona voz de los abogados en presencia de los jurados. Una sonora y oportuna advertencia del juez hacía que todo el mundo se espabilara.

«Aquí se entregan a un juego perverso —escribió—. Llegamos hechos pedazos. Poco a poco, nos lavan, nos secan, y nos recomponen pieza a pieza. Nos despejan la cabeza, nos enseñan a ser disciplinados y confiados, y nos preparan para nuestro regreso a la sociedad. En todo el proceso se muestran muy atentos, sin embargo, permiten que estos matones ignorantes que vigilan el recinto nos amenacen, a pesar de que seguimos siendo muy frágiles y de que con ello se destruye lo que tanto nos ha costado conseguir. Ese hombre me da mucho miedo, de manera que los ratos que debería dedicar a tomar el sol o hacer ejercicio los paso escondido. No puedo dormir. Quisiera beber y drogarme para huir de esta pesadilla. Por favor, Curtis, préstame los cinco mil dólares para que pueda quitarme a este tío de encima, terminar mi rehabilitación y salir entero de aquí. Cuando nos reunamos, quiero estar sano y en plena forma».

¿Qué pensarían sus amigos? El honorable Hatlee Beech, juez federal, escribiendo como un marica y sacándoles dinero a unas personas inocentes.

No obstante, él ya no tenía amigos. No se regia por ninguna norma. La ley a la que tanto adoraba antaño le había colocado donde estaba, que, en aquellos momentos, era la cafetería de la cárcel, vestido con una vieja y desteñida túnica de cantor del coro de una iglesia negra, escuchando cómo un hato de enfurecidos delincuentes discutía sobre unas meadas.

—Ya me ha formulado usted la pregunta ocho veces —ladró Ratliff, que sin duda habría estado viendo demasiadas series malas de abogados por la tele.

Puesto que el caso había sido asignado al juez Yarber, lo menos que se hubiera podido esperar de él era que fingiera que prestaba atención. Sin embargo no lo hacia: las apariencias le importaban un comino. Como de costumbre, iba desnudo bajo la túnica y, sentado con las piernas cruzadas, se estaba limpiando las largas uñas de los dedos de los pies con un tenedor de plástico.

—¿Crees que se volverían de color marrón si me cagara encima de ellas? —le preguntó Sherlock a gritos a Picasso mientras los presentes en la cafetería estallaban en sonoras carcajadas.

—Modere ese lenguaje —le advirtió el juez Beech.

—Orden en la sala —dijo T. Karl, el bufón de la sala, bajo su reluciente peluca gris. No le correspondía a él pedir orden en la sala, pero como era una función que se le daba muy bien, los miembros de la Hermandad hacían la vista gorda—. Orden, caballeros —añadió, golpeando la mesa con el martillo.

Ayúdame, por favor, Curtis —escribió Beech—. No tengo a nadie más a quien recurrir y me estoy desmoronando otra vez. Temo que acabaré por derrumbarme. Temo no poder salir jamás de este lugar. Date prisa.

Spicer apostó cien dólares por Indiana sobre Purdue, Duke sobre Clemson, Alabama sobre Vandy y Wisconsin sobre Illinois. Pero ¿qué sabía él del equipo de baloncesto de Wisconsin?, se preguntó. No importaba. Era un jugador profesional de primera. Si los noventa mil dólares seguían enterrados detrás del cobertizo de herramientas, en cuestión de un año los convertiría en un millón.

—Ya basta —exigió el juez Beech, levantando las manos.

—Yo también he oído suficiente —dijo Yarber, olvidándose de las uñas de los dedos de los pies mientras se inclinaba sobre la mesa.

Los miembros de la Hermandad se reunieron para deliberar como si el resultado pudiera sentar un importante precedente o, por lo menos, ejercer un profundo impacto en el futuro de la jurisprudencia norteamericana. Fruncieron el ceño, se rascaron la cabeza y hasta parecieron discutir acerca de los méritos del caso. Entretanto, el pobre Picasso, sentado solo, parecía al borde de las lágrimas, totalmente agotado por las tácticas de Ratliff.

El juez Yarber carraspeó e inició su dictamen:

—Por una votación de dos contra uno, hemos llegado a una decisión. Amonestamos a todos los reclusos que orinan sobre las malditas rosas. Cualquiera que sea sorprendido haciéndolo será condenado a pagar una multa de cincuenta dólares. Los daños no se cuantifican en este momento.

Eligiendo hábilmente el momento más propicio, T. Karl golpeó la mesa con su martillo y gritó:

—El tribunal levanta la sesión hasta nuevo aviso. Pónganse todos en pie.

Como era de esperar, nadie se movió.

—Quiero presentar recurso —gritó Picasso.

—Hazlo —intervino Sherlock.

—El fallo debe de haber sido una maravilla —observó Yarber, recogiéndose la túnica mientras se levantaba—. Ambas partes han quedado insatisfechas.

Beech y Spicer también se levantaron y, acto seguido, los miembros de la Hermandad se retiraron solemnemente de la cafetería. Un guardia se acercó a los litigantes y a los testigos y les dijo:

—El juicio ha terminado, muchachos. Hay que volver al trabajo.

El director gerente de Hummand, una empresa de Seattle que se dedicaba a la fabricación de misiles y aparatos de perturbación de radar, era un antiguo congresista que había mantenido estrechas relaciones con la CIA. Teddy Maynard lo conocía muy bien. Cuando el director gerente anunció en el transcurso de una rueda de prensa que su empresa aportaría cinco millones de dólares a la campaña de Lake, la CNN interrumpió un documental sobre la liposucción para transmitir el acto en directo. Cinco mil trabajadores de Hummand habían extendido un cheque de mil dólares por barba, el máximo permitido por la legislación federal. El director, que guardaba los cheques en una caja, los mostró a las cámaras y, acto seguido, subió a bordo de un jet de la Hummand para dirigirse a Washington y entregarlos en el cuartel general de Lake.

Si sigues el camino del dinero, encontrarás al ganador. Desde el anuncio de Lake, más de once mil trabajadores de fábricas de armamento y de la industria aeroespacial de treinta estados habían aportado más de ocho millones de dólares. El servicio de correos estaba entregando los cheques en cajas. Los sindicatos habían aportado otro tanto y habían prometido otros dos millones más. El equipo de Lake contrató a una empresa del distrito de Columbia para que llevara las cuentas.

El director gerente de Hummand llegó a Washington en medio del mayor revuelo que cupo organizar. Lake se encontraba a bordo de otro avión privado recién alquilado por cuatrocientos mil dólares al mes. Cuando llegó a Detroit, se encontró con dos flamantes Suburbans negros, recién alquilados por mil dólares mensuales cada uno. Ahora Lake disponía de escolta, un grupo de personas que lo acompañaba a todas partes. Estaba seguro de que no tardaría en acostumbrarse, pero, al principio, eso de tener siempre gente a su alrededor lo sacaba un poco de quicio. Eran unos jóvenes de semblante severo con pequeños micrófonos en los oídos y armas muy pegadas al cuerpo. Dos agentes del servicio secreto volaban con él y otros tres lo esperaban con los Suburbans.

Llevaba consigo a Floyd, un administrativo de su despacho del Congreso. Floyd era un joven un poco lerdo de una conocida familia de Arizona que sólo servía para hacer recados. Floyd, que se había convertido en el chófer del candidato, se sentó al volante de uno de los Suburbans, mientras Lake se acomodaba en el asiento del acompañante y los dos agentes y una secretaria se sentaban detrás. Dos ayudantes y tres agentes ocuparon el otro Suburban y todos juntos se dirigieron al centro de Detroit, donde los esperaban unos relevantes periodistas de la televisión local.

Lake no tenía tiempo para pronunciar discursos electorales, recorrer los barrios, comer barbo o permanecer de pie bajo la lluvia a la entrada de grandes fábricas. No podía pasear ante las cámaras ni organizar concentraciones en las ciudades o permanecer de pie entre los escombros de los guetos, censurando los erróneos criterios seguidos por la Administración. No disponía de tiempo para cumplir todo el programa que se espera de un candidato. Había entrado tarde en la carrera, sin preparación previa de ningún tipo ni base popular ni respaldo local. Lake poseía un rostro atractivo y una agradable voz, vestía con elegancia, transmitía un mensaje urgente y disponía de paletadas de dinero.

Si con la compra de la televisión se podían ganar unas elecciones, Aaron Lake estaba a punto de conseguir un nuevo empleo.

Llamó a Washington, habló con el hombre que se encargaba de las cuestiones económicas y este le comunicó la noticia del anuncio de los cinco millones de dólares. Jamás había oído hablar de Hummand.

—¿Es una empresa pública? —preguntó.

No, le contestaron. Muy privada. Algo menos de mil millones de ventas anuales. Estaba considerada una empresa innovadora en equipos de perturbación de radar. Podría ganar miles de millones si el hombre adecuado se tomara en serio a las fuerzas armadas y volviera a invertir en serio.

Ahora tenía en sus manos diecinueve millones de dólares, todo un récord. Y estaban revisando las previsiones. Su campaña recaudaría treinta millones de dólares en sus primeras dos semanas.

No había manera de gastar tanto dinero con semejante rapidez. Cerró el móvil y se lo devolvió a Floyd, el cual estaba totalmente concentrado en el tráfico.

—A partir de ahora, utilizaremos helicópteros —indicó Lake a su secretaria, quien se apresuró a anotar la orden. Conseguir helicópteros.

Lake se ocultó tras sus gafas de sol y trató de analizar la cuestión de los treinta millones de dólares. La transición de ahorrador conservador a candidato derrochador había resultado un poco incómoda, aunque era preciso ganar el dinero. No se lo habían arrancado a los contribuyentes sino que ellos se lo habían entregado voluntariamente. Era capaz de justificarse. Una vez elegido, retornaría su lucha en favor de los trabajadores.

De nuevo recordó a Teddy Maynard, sentado en alguna oscura estancia de las profundidades de Langley, con las piernas envueltas en una manta, esbozando muecas de dolor, echando mano de todas las influencias que podía y consiguiendo que el dinero lloviera desde el cielo. Lake jamás sabría las cosas que estaba haciendo Teddy por él, y tampoco quería saberlas.

El jefe de las Operaciones de Oriente Próximo se llamaba Lufkin, un hombre que llevaba veinte años en la Agencia y en quien Teddy tenía depositada toda su confianza. Catorce horas atrás, estaba en Tel Aviv. Ahora se encontraba en el despacho de Teddy, aparentemente despierto y descansado. Tenía que comunicar su mensaje personalmente, sin hilos, señales o satélites. Y lo que ambos dijeran jamás se volvería a repetir. Era lo que se venía haciendo desde hacía muchos años.

—Va a producirse un ataque contra nuestra embajada en El Cairo —anunció Lufkin.

Teddy no reaccionó visiblemente: no frunció el ceño, ni se sorprendió, ni parpadeó; nada. Había recibido noticias semejantes muchas veces.

—¿Yidal?

—Sí. Su principal lugarteniente fue visto en El Cairo la semana pasada.

—¿Quién lo vio?

—Los israelíes. También han seguido la pista de dos camiones cargados de explosivos procedentes de Trípoli. Al parecer todo está preparado.

—¿Cuándo?

—Es inminente.

—¿Hasta qué punto?

—Cuestión de una semana, calculo.

Teddy se tiró del lóbulo de una oreja y cerró los ojos. Lufkin procuró no mirar y se guardó mucho de formular alguna pregunta. Pronto regresaría a Oriente Próximo. Y esperaría. Puede que el ataque contra la embajada ocurriera sin previo aviso. Docenas de personas morirían y resultarían heridas. Los rescoldos del cráter que se abriría en la ciudad arderían varios días y, en Washington, unos dedos señalarían y se lanzarían acusaciones. Se volvería a echar la culpa a la CIA.

Sin embargo, nada de todo aquello preocupaba a Teddy Maynard. Tal como Lufkin había tenido ocasión de comprobar, a veces Teddy necesitaba causar el terror para alcanzar los fines que se proponía.

También cabía la posibilidad de que la embajada se salvara y de que los comandos egipcios que actuaban en colaboración con Estados Unidos frustraran el ataque. Entonces la CIA sería alabada por la excelente labor de sus servicios de espionaje. Aunque tampoco eso preocuparía a Teddy.

—¿Está usted seguro? —pregunto.

—Sí, todo lo seguro que uno puede estar en estas situaciones.

Como es natural, Lufkin no sospechaba que, en aquellos momentos, el director estaba intrigando para favorecer la elección de un presidente. Lufkin apenas había oído hablar de Aaron Lake. Y la verdad era que le importaba bien poco quién ganara las elecciones. Llevaba en Oriente Próximo el tiempo suficiente como para saber que en aquella zona no importaba demasiado quién dirigiera la política estadounidense.

Tenía que marcharse en cuestión de tres horas, en un Concorde que lo trasladaría a París, donde permanecería un día antes de viajar a Jerusalén.

—Vaya a El Cairo —le dijo Teddy sin abrir los ojos.

—Muy bien. ¿Y qué hago allí?

—Esperar.

—Esperar, ¿qué?

—Esperar a que la tierra se estremezca. No se acerque a la embajada.

La reacción inicial de York fue de horror.

—Pero Teddy, no puede presentar este anuncio, hombre —dijo—. Yo lo clasificaría para mayores de dieciocho años. Jamás había visto tanta sangre.

—Pues a mí me gusta —dijo Teddy, pulsando una tecla del mando a distancia—. Una campaña de anuncios para mayores de dieciocho años. Jamás se ha hecho nada parecido.

Lo volvieron a pasar. Empezaba con el fragor de una bomba, después, varias escenas de cuarteles de la marina estadounidense; humo, escombros, caos, en Beirut, marines sacados de entre los escombros, cuerpos mutilados, una pulcra hilera de marines muertos. El presidente Reagan dirigiéndose a la prensa y jurando venganza, aunque la amenaza sonaba hueca. A continuación, la imagen de un soldado norteamericano de pie entre dos pistoleros enmascarados. Una siniestra y profunda voz en off decía: «Desde el año 1980, millares de ciudadanos estadounidenses han muerto asesinados en actos terroristas en todo el mundo». Otra escena del estallido de una bomba, más sangre y más aturdidos supervivientes, más humo y caos. «Siempre juramos vengarnos. Siempre amenazamos con descubrir y castigar a los culpables». Unas breves imágenes del presidente Bush prometiendo en dos ocasiones distintas acciones de represalia… Otro ataque, más cuerpos. Un terrorista junto a la portezuela de un vehículo, arrastrando fuera el cuerpo de un soldado norteamericano. El presidente Clinton, casi con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada, decía: «No descansaremos hasta descubrir a los culpables». Finalmente, el atractivo pero serio rostro de Aaron Lake miraba serenamente a la cámara y entraba en los hogares de los telespectadores. «El caso es que nunca emprendemos acciones de represalia. Reaccionamos con palabras, nos indignamos y amenazamos, pero, en realidad, enterramos a nuestros muertos y nos olvidamos de ellos. Los terroristas están ganando la batalla porque no tenemos el valor de responder. Cuando yo sea presidente, utilizaremos nuestras nuevas fuerzas armadas en la lucha contra el terrorismo, dondequiera que se encuentre. Ninguna muerte de un ciudadano estadounidense quedará impune, lo prometo. No seremos humillados por esos pequeños ejércitos de tres al cuarto que se ocultan en las montañas. Acabaremos con ellos».

El anuncio duraba exactamente sesenta segundos, los costes habían sido muy bajos porque Teddy ya disponía de las filmaciones y, en un plazo de cuarenta y ocho horas, se emitiría en la franja horaria de máxima audiencia.

—No sé qué quiere que le diga, Teddy —dijo York—. Me parece horripilante.

—Vivimos en un mundo horripilante.

A Teddy le gustaba el anuncio y eso era lo único que importaba. Lake había manifestado ciertos reparos ante tanta sangre, pero enseguida lo habían convencido. Un treinta por ciento de ciudadanos sabía quién era, aunque los anuncios aún no eran del agrado del electorado.

Esperemos un poco, se repetía Teddy una y otra vez. Esperemos a que haya más cadáveres.