Para Quince Garbe el 3 de febrero sería el peor día de su vida. De hecho, si su médico se hubiera encontrado en la ciudad, habría sido el último. No había conseguido que le recetaran unos somníferos y carecía de valor suficiente para pegarse un tiro.
Todo había empezado muy bien, con un desayuno tardío, un cuenco de cereales, solo junto a la chimenea de su estudio. La mujer con quien llevaba veintiséis años casado ya había abandonado la ciudad para dedicar un nuevo día a las meriendas benéficas, la recogida de fondos y la frenética actividad de voluntariado que la mantenía ocupada y apartada de él.
Estaba nevando cuando Quince salió de su soberbia y pretenciosa casa en las afueras de Bakers, Iowa, para recorrer los diez minutos que lo separaban de su lugar de trabajo en su lujoso Mercedes negro de once años de antigüedad. Era un hombre importante en la ciudad, un Garbe, miembro de la familia propietaria del banco desde hacia varias generaciones. Aparcó en la plaza que tenía reservada en la parte posterior de la entidad financiera que daba a Main Street y dio un rápido rodeo para acercarse a la oficina de correos, cosa que hacia un par de veces por semana. Desde hacia años era titular de un apartado de correos, lejos de su mujer y, sobre todo, de su secretaria.
Como era muy rico y en Bakers, Iowa, los ricos resultaban más bien escasos, raras veces se detenía a hablar con sus vecinos. Le importaba un bledo el qué dirán. Los habitantes de la ciudad adoraban a su padre y eso bastaba para que los negocios del banco fueran viento en popa.
Pero, cuando muriera el viejo, ¿se vería obligado a cambiar de actitud? ¿Tendría que sonreír por las calles de Bakers y hacerse socio del Rotary Club fundado por su abuelo?
Quince estaba harto de que su seguridad dependiera de los caprichos del público. Estaba harto de confiar en que su padre sabría contentar a los clientes. Estaba harto del banco y de Iowa, de la nieve y de su mujer, y lo que más deseaba aquella mañana de febrero era una carta de su amado Ricky. Una breve y amable nota que confirmara la cita. Y sobre todo, pasar tres cálidos días en un romántico crucero con Ricky. Si todo iba bien, tal vez no regresara Jamás.
En Bakers vivían dieciocho mil habitantes y, por consiguiente, en la central de correos de Main solía haber bastante ajetreo. Siempre había un funcionario distinto detrás del mostrador. De esta manera había alquilado el apartado: había esperado a que hubiera otro funcionario. El nombre oficial del arrendatario era CMT Investments. Se encaminó directamente a la casilla situada a la vuelta de la esquina, en una pared donde se alineaban otras cien.
Encontró tres cartas y, mientras las tomaba y se las guardaba a toda prisa en el bolsillo del abrigo, el corazón le dio un brinco en el pecho al descubrir que una de ellas era de Ricky. Salió corriendo a Main Street y entró en su banco cuando daban las diez de la mañana. Su padre ya llevaba cuatro horas allí, sin embargo hacía tiempo que ambos habían dejado de discutir a propósito del horario laboral. Siguiendo su costumbre, se detuvo junto a la mesa de su secretaria para quitarse a toda prisa los guantes, como si lo esperaran asuntos de la máxima importancia. Ella le entregó la correspondencia y un par de mensajes telefónicos, y le recordó que faltaban dos horas para su almuerzo con un corredor inmobiliario local.
Cerró la puerta de su despacho, arrojó los guantes a un lado y el abrigo a otro, y abrió el sobre de la carta de Ricky. Se acomodó en el sofá y se puso las gafas de lectura, respirando afanosamente no tanto por el esfuerzo del paseo como por la emoción. Estaba al borde de la excitación cuando empezó a leer.
Las palabras lo golpearon como balas. Tras leer el segundo párrafo, emitió un extraño y doloroso quejido, seguido de un «Oh, Dios mío» y, finalmente, un prolongado y sibilante «Hijo de puta».
Calma, se dijo, la secretaria siempre está con el radar puesto. La primera lectura le provocó un sobresalto; la segunda, una sensación de incredulidad. La realidad empezó a imponerse a la tercera lectura. Entonces le empezaron a temblar los labios. No llores, maldita sea, se ordenó.
Arrojó la carta al suelo y empezó a dar vueltas alrededor de su escritorio, procurando no mirar los sonrientes rostros de su mujer y sus hijos. Veinte años de fotografías de promociones estudiantiles y de miembros de su familia se alineaban en un estante bajo la ventana. Miró a través del cristal y contempló la nevada, que se había intensificado. Las aceras aparecían ya blancas. Santo Dios, cuánto aborrecía aquel pueblucho. Había soñado con escaparse a una playa, donde retozaría con un guapo y joven compañero para, quizá, no regresar jamás a casa.
Las circunstancias habían cambiado drásticamente.
¿Se trataba de una broma, una burla? Enseguida comprendió que no. La estafa resultaba demasiado coherente. La frase final se le antojaba demasiado perfecta. Era la trampa de un auténtico profesional.
Se había pasado la vida debatiéndose contra sus propios deseos, y justo cuando había tenido el valor suficiente para entreabrir la puerta del armario, un estafador le pegaba un tiro entre los ojos. Estúpido, estúpido, mil veces estúpido. Se lo había puesto en bandeja.
Unos pensamientos inconexos atravesaron su mente mientras contemplaba la nevada. El suicidio era la respuesta más fácil, pero su médico no estaba y la verdad era que tampoco se veía con valor suficiente. Por lo menos, no en aquel momento. Ignoraba de dónde sacaría los cien mil dólares y cómo los enviaría sin despertar sospechas. El viejo hijo de puta del despacho de al lado le pagaba una miseria y le controlaba hasta el último centavo. Su mujer insistía en poner al día las cuentas. Aunque tenían algún dinerillo en fondos de inversión, no podía retirarlo sin que ella se enterara. La vida de un acaudalado banquero en Bakers, Iowa, significaba un título y un Mercedes, una enorme casa con la hipoteca pagada y una mujer que se dedicaba a actividades benéficas. ¡Oh, cuánto ansiaba escapar de todo aquello!
Se iría a Florida de todos modos, localizaría al remitente de la carta, se enfrentaría con el estafador, descubriría su intento de chantaje y procuraría que se hiciera justicia. Él, Quince Garbe, no había cometido ningún crimen. Seguro que aquello era un delito. Podía contratar los servicios de un investigador y quizá de un abogado para que lo defendiera. Estaba dispuesto a llegar hasta el fondo de aquella estafa.
Aunque consiguiera reunir el dinero y lo transfiriera según las instrucciones, abriría la puerta para que Ricky, fuera quien fuese aquel cabrón de Ricky, exigiera más. ¿Qué impediría al estafador seguir chantajeándolo una y otra vez?
Si tuviera el valor de huir de allí a pesar de todo, correría a Kay West o a algún otro lugar cálido donde jamás nevara, y viviría como le diera la real gana sin importarle que los pobres desgraciados de Bakers, Iowa, se pasaran medio siglo criticándolo. Pero no tenía el valor de hacerlo, y eso era precisamente lo que más le dolía.
Sus hijos lo miraban con sus pecosas sonrisas y sus dientes presos entre los alambres de la ortodoncia. Sumido en un profundo abatimiento, comprendió que buscaría el dinero y lo enviaría siguiendo exactamente las instrucciones recibidas. Tenía que protegerlos. Ellos no eran culpables de nada.
Las acciones del banco valían unos diez millones de dólares y todas ellas estaban férreamente controladas por el viejo que en aquellos momentos estaba despotricando en el pasillo. El viejo tenía ochenta y un años y gozaba de una salud de hierro, pero la edad no perdona. Cuando desapareciera, Quince tendría que competir con su hermana de Chicago, pero el banco seria suyo. Vendería el maldito banco con toda la rapidez que pudiera y se largaría de Bakers con unos cuantos millones de dólares en el bolsillo. Hasta que llegara ese momento, no obstante, se vería obligado a hacer lo de siempre: contentar al viejo.
El hecho de que un estafador obligara a Quince a salir del armario destrozaría a su padre y él ya podría despedirse de las acciones. Su hermana de Chicago se quedaría con todo.
Cuando cesó el griterío del pasillo, abrió la puerta y paso por delante de su secretaria para ir a tomarse un café. Apenas la miró cuando regresó a su despacho, cerró la puerta, leyó la carta por cuarta vez y trató de ordenar sus pensamientos. Encontraría el dinero, lo enviaría siguiendo las instrucciones y confiaría y rezaría con toda su alma para que Ricky desapareciera. Si no se cumplían sus ruegos, si el chantajista pedía más, él llamaría a su médico y se tomaría unas pastillas.
El corredor de fincas con quien tenía que almorzar era un sujeto muy lanzado que corría riesgos y tomaba atajos, probablemente un estafador. Quince empezó a elaborar planes. Ambos concertarían unos cuantos préstamos algo dudosos; sobrevalorarían unos terrenos, prestarían el dinero, los venderían a un testaferro, etc. El corredor de fincas ya sabría cómo hacerlo.
Quince encontraría el dinero.
Los apocalípticos anuncios de la campaña de Lake cayeron como un mazazo, al menos en la opinión pública. Aunque las encuestas de la primera semana mostraban un espectacular aumento del reconocimiento del nombre, desde un dos a un veinte por ciento, los anuncios no gustaban a nadie. Infundían temor y a la gente no le gustaba pensar en guerras, terrorismo o cabezas nucleares trasladadas a través de las montañas en plena noche. La población veía los anuncios (hubiera sido imposible no verlos) y oía el mensaje, pero en general al electorado no le gustaba que lo molestaran. Todos estaban demasiado ocupados ganando dinero y gastándolo. Las cuestiones que se planteaban cuando la economía iba viento en popa se limitaban a los temas de siempre: los valores familiares y la bajada de impuestos.
Los primeros que entrevistaron al candidato Lake lo trataron como si se tratara de un simple fenómeno pasajero hasta que este anunció en directo que su campaña había recibido más de once millones de dólares en menos de una semana.
—Esperamos recibir veinte millones en dos semanas —declaró sin la menor jactancia y fue entonces cuando empezaron a publicarse las auténticas noticias.
Teddy Maynard le había asegurado que el dinero estaría allí.
Dado lo inaudito de aquel hecho, al final de aquel día, en Washington no se hablaba de otra cosa. El entusiasmo se desbordó cuando dos de las tres cadenas entrevistaron a Lake en directo, en los programas de noticias vespertinos. Estuvo sensacional; atractiva sonrisa, lisonjeras palabras, espléndido traje y corte de pelo impecable. Era el candidato idóneo.
La confirmación definitiva de que Aaron Lake tenía posibilidades se produjo aquel mismo día algo más tarde, cuando uno de sus adversarios lo atacó. El senador Britt, de Maryland, llevaba un año luchando y había alcanzado un sólido segundo puesto en New Hampshire. Había conseguido reunir nueve millones, había invertido mucho más y se había visto obligado a dedicar la mitad del tiempo de que disponía a recaudar fondos en lugar de hacer campaña. Estaba harto de suplicar, de verse obligado a reducir el número de colaboradores, cansado de preocuparse por los anuncios de la televisión. Cuando un periodista le comentó el tema de Lake y sus veinte millones de dólares, Britt contestó:
—Es dinero sucio. Ningún candidato honrado es capaz de reunir semejante suma en tan poco tiempo.
Britt estaba estrechando manos bajo la lluvia, a la entrada de una planta química de Michigan.
La prensa acogió con entusiasmo el comentario acerca del dinero sucio y no tardó en extenderlo por doquier.
Aaron Lake había llegado.
El senador Britt de Maryland tenía otros problemas, aunque procuraba olvidarlos.
Nueve años atrás había recorrido el Sudeste Asiático para comprobar algunos hechos sobre el terreno. Como siempre, él y sus compañeros del Congreso volaron en primera clase, se hospedaron en hoteles de cinco estrellas y comieron langosta mientras trataban de estudiar la pobreza de la región y de llegar hasta el fondo de la agria controversia provocada por la empresa Nike y su utilización de mano de obra barata extranjera. Al comienzo de la gira, Britt había conocido a una chica en Bangkok y, fingiendo encontrarse indispuesto, decidió quedarse mientras sus compañeros proseguían el viaje de comprobación de datos en Laos y Vietnam.
Lo que empezó como una aventura se convirtió rápidamente en un romántico idilio, por lo que el senador Britt tuvo que obligarse a regresar a Washington. Dos meses después regresó a Bangkok por un asunto urgente pero secreto, según le dijo a su mujer.
En nueve meses efectuó cuatro viajes a Tailandia, todos en primera clase y a expensas de los contribuyentes, lo que hasta para los trotamundos del Senado resultaba excesivo. Britt utilizó su influencia en el Departamento de Estado y todo parecía indicar que Payka viajaría a Estados Unidos.
Jamás llegó a hacerlo. Durante la cuarta y última cita, Payka confesó que estaba embarazada. Era católica y no cabía la posibilidad de un aborto. Britt trató de librarse de ella, dijo que necesitaba tiempo para pensarlo y después huyó de Bangkok en mitad de la noche. Los viajes de comprobación de datos habían terminado.
En los comienzos de su carrera en el Senado, Britt, que solía fiscalizar muy estrictamente los gastos de la Administración, consiguió aparecer en uno o dos titulares de prensa por sus críticas contra el despilfarro de la CIA. Teddy Maynard no dijo ni una sola palabra, pero no le gustó aquel acto de exhibicionismo. Se desempolvó la delgada ficha del senador Britt y se le concedió prioridad y, cuando este viajó a Bangkok por segunda vez, la CIA viajó con él. Sometieron a vigilancia el hotel en el que los dos tortolitos pasaron tres días. Los fotografiaron en lujosos restaurantes. Lo presenciaron todo. Britt fue estúpido e imprudente.
Más tarde, cuando nació el niño, la CIA se hizo con el historial del hospital y con los datos médicos necesarios para realizar un análisis de sangre y de ADN. Payka conservó su empleo en la embajada y era fácil de localizar.
Cuando el niño contaba un año, fue fotografiado sentado sobre el regazo de Payka en un parque de la ciudad. Se hicieron otras fotografías y, a los cuatro años, el niño empezó a mostrar cierto parecido con el senador Dan Britt, de Maryland.
Su papá se había ido hacía mucho tiempo. El interés de Britt por la comprobación de datos en el Sudeste Asiático menguó considerablemente y el senador dirigió su atención a otras delicadas zonas del mundo. A su debido tiempo, contrajo la enfermedad de la ambición presidencial, una vieja dolencia que tarde o temprano acaba afectando a todos los senadores. Jamás volvió a tener noticias de Payka y no le resultó difícil olvidar aquella pesadilla.
Britt tenía cinco hijos legítimos y una mujer que hablaba por los codos. El senador Britt y su esposa formaban un equipo y juntos encabezaban la férrea defensa de los valores familiares y del «¡Salvemos a nuestros hijos!». Juntos escribieron un libro sobre la forma de educar a los niños en una cultura norteamericana decadente, a pesar de que el mayor de sus vástagos contaba apenas trece años. Cuando el presidente pasó por una apurada situación a causa de sus desdichadas aventuras sexuales, el senador Britt se convirtió en la encarnación de la integridad en Washington.
Él y su mujer tocaban la fibra sensible y los conservadores empezaron a soltar dinero. Le fue bien con los comités políticos de Iowa y alcanzó un honroso segundo puesto en New Hampshire, pero se le estaba acabando el dinero y los resultados de las encuestas empeoraban cada vez más.
Pero aún tendría que bajar más. Tras un brutal día de campaña, sus colaboradores se instalaron en un hotel de Dearborn, Michigan, para pasar una corta noche de descanso. Fue allí donde el senador se vio cara a cara con su sexto hijo, aunque no en persona.
El agente se llamaba McCord y llevaba una semana siguiendo a Britt con unas credenciales de prensa falsas. Aunque según él trabajaba para un periódico de Tallahassee, en realidad era agente de la CIA desde hacía once años. Había tantos reporteros alrededor de Britt que a nadie se le ocurrió comprobar esta cuestión.
McCord trabó amistad con un ayudante de alto rango de Britt y, mientras ambos se tomaban unas copas a última hora de la noche en el bar del Holiday Inn, reveló que estaba en posesión de un secreto capaz de hundir al candidato Britt que, por lo visto, había recibido de un candidato rival, el gobernador Tarry. Se trataba de un cuaderno de apuntes, cada una de cuyas páginas era una bomba: una declaración jurada de Payka en la que esta revelaba todos los detalles de su relación; dos fotografías del niño, que por entonces contaba siete años, la última de ellas sacada un mes atrás, en las que no cabía la menor duda del acusado parecido con su padre; los resultados de unos análisis de sangre y de ADN que establecían un incuestionable vínculo entre padre e hijo; y los datos de los viajes que demostraban con toda claridad que el senador Britt se había gastado treinta y ocho mil seiscientos dólares de dinero de los contribuyentes en su aventura en el otro extremo del mundo.
El trato era muy sencillo y directo: si se retiraba inmediatamente de la campaña, la historia jamás llegaría a divulgarse. El sentido de la ética impedía al periodista McCord difundir semejante basura.
El gobernador Tarry lo mantendría todo en secreto si Britt desaparecía. Si abandonaba la carrera presidencial, ni siquiera la señora Britt llegaría a enterarse.
Poco después de la una de la madrugada, hora de Washington, Teddy Maynard recibió la llamada de McCord. El paquete ya se había entregado. Britt tenía intención de convocar una rueda de prensa al mediodía del día siguiente.
Maynard tenía fichas que recopilaban los secretos oscuros de centenares de políticos pasados y presentes. Como grupo, los políticos eran una presa fácil. Bastaba con colocar en su camino a una bella mujer para que se pudiera incluir un dato en la ficha. Cuando este recurso no daba resultado, el dinero era la solución infalible. Bastaba con observarlos cuando viajaban, cuando coqueteaban con los miembros de sus lobbys, cuando alcahueteaban con cualquier gobierno extranjero que tuviera la astucia de enviar montones de dinero a Washington o cuando organizaban sus campañas y comités de recogida de fondos. Bastaba con observarlos para que los expedientes engrosaran invariablemente. Teddy deseó que los rusos fueran tan fáciles de manejar.
A pesar del desprecio que le inspiraba la clase política, Teddy respetaba a unos pocos. Aaron Lake era uno de ellos. Nunca perseguía a las mujeres, no bebía ni tenía otros vicios, jamás parecía interesado por el dinero y no le gustaba exhibirse.
Cuanto más observaba a Lake, tanto más le gustaba.
Tomó su última pastilla de la noche y se dirigió con su silla de ruedas a la cama. Britt había desaparecido. Menos mal. Lástima que no pudiera filtrar su historia, de todos modos. El muy hipócrita y santurrón se merecía un buen vapuleo. Mejor que la guardes para mejor ocasión, pensó. Si algún día el presidente Lake necesitaba a Britt, entonces el chiquito de Tailandia les vendría como anillo al dedo.