El anuncio tuvo el aire festivo de una gran victoria electoral, en medio de un ondear de banderas rojas, blancas y azules, de cintas colgadas del techo y marchas militares que resonaban a pleno volumen por todo el hangar. Se exigió la presencia de los cuatro mil empleados de D-L Trilling y, para levantarles el ánimo, se les prometió un día más de vacaciones. Se les pagaron las ocho horas a un jornal medio de 22,40 dólares, pero a la dirección no le importaba, pues habían encontrado a su hombre. La improvisada tarima levantada a toda prisa también estaba envuelta en banderas y en ella se apretujaban los ejecutivos de la empresa, sonriendo de oreja a oreja y aplaudiendo a rabiar mientras la música enardecía a la multitud. Tres días atrás nadie había oído hablar de Aaron Lake. En ese momento aquel hombre se había convertido en su salvador.
No cabía duda de que tenía pinta de candidato, con el nuevo corte de pelo que había sugerido un asesor y el traje marrón oscuro que aconsejó otro. Sólo Reagan había podido llevar trajes marrones y había alcanzado dos aplastantes victorias.
Cuando finalmente apareció Lake y cruzó con paso decidido el estrado, repartiendo enérgicos apretones de manos entre ejecutivos de la empresa a los que jamás volvería a ve, los trabajadores enloquecieron de entusiasmo. El volumen de la música se había elevado cuidadosamente algo por encima de lo habitual, siguiendo las indicaciones de un asesor de sonido perteneciente al equipo de técnicos que los colaboradores de Lake habían contratado para aquel acto por veinticuatro mil dólares. Aunque dadas las circunstancias el dinero carecía de importancia.
Los globos empezaron a caer como el maná y, siguiendo las indicaciones recibidas, algunos trabajadores empezaron a pincharlos, de tal forma que durante unos segundos en el hangar reinó un estruendo semejante al de la primera oleada de un ataque por tierra. Preparaos. Preparaos para la guerra. Votad por Lake, antes de que sea demasiado tarde.
El director general de Trilling lo abrazó como sí ambos fueran miembros de la misma asociación estudiantil, a pesar de que se habían conocido hacía apenas dos horas. Después el director subió a la tribuna de oradores y esperó a que cesara el alboroto. Consultando las notas que había recibido la víspera por fax, se lanzó a una entusiasta y generosa presentación de Aaron Lake, el futuro presidente de la nación. Como siguiendo un apunte, las salvas de aplausos lo interrumpieron cinco veces antes de terminar.
Lake saludaba con el ademán de un héroe conquistador mientras aguardaba detrás del micrófono. Después, eligiendo el momento más propicio, avanzó un paso y anuncio:
—Me llamo Aaron Lake y me presento como candidato a la presidencia.
Más ensordecedores aplausos. Más marchas militares. Más globos cayendo desde lo alto.
Cuando le pareció que ya había suficiente fanfarria, dio comienzo a su discurso. El núcleo de su propuesta, la plataforma electoral, la única razón de que se presentara como candidato, era el tema de la seguridad nacional. Inmediatamente después empezó a soltar los datos de unas alarmantes estadísticas, en las que se demostraba hasta qué extremo la Administración del Estado había reducido el potencial de las fuerzas armadas. Ante este punto, cualquier otra cuestión carecía de excesiva importancia, declaró con contundencia. Si entramos en una guerra que no podemos ganar, nos olvidaremos de todas las discusiones sobre el aborto, el racismo, las armas de fuego, la acción positiva y los impuestos. ¿Y el tema de los valores familiares? Si empezamos a perder a nuestros hijos e hijas en combate, entonces sí habrá familias con auténticos problemas.
Lake lo hizo muy bien. El discurso, escrito por él mismo, había sido revisado por unos asesores, mejorado por otros profesionales y presentado la víspera a Teddy Maynard en su soledad de las profundidades de Langley. Teddy le había dado el visto bueno, tras hacer unos pequeños retoques.
Arrebujado en sus mantas, Teddy había presenciado el espectáculo con inmenso orgullo. York permanecía en silencio a su lado, como de costumbre. Ambos solían sentarse solos para contemplar en las pantallas cómo el mundo se iba haciendo cada vez más peligroso.
—Es el hombre ideal —dijo en determinado momento York, hablando en voz baja.
Teddy asintió con la cabeza y hasta consiguió esbozar una leve sonrisa.
A medio discurso, Lake se enfureció muy convincentemente con los chinos.
—¡Durante un período de más de veinte años, hemos permitido que nos robaran el cuarenta por ciento de nuestros secretos nucleares! —declaró en medio de los indignados murmullos de los trabajadores—. ¡Nada menos que el cuarenta por ciento! —gritó.
En realidad, la cifra se acercaba al cincuenta por ciento, Teddy había decidido rebajarla un poco. La CIA había sido acusada de parte del robo perpetrado por los chinos.
Aaron Lake se pasó cinco minutos despotricando contra chinos, sus saqueos y su escalada militar sin precedentes. Teddy había sugerido esta estrategia. Utilizar a los chinos y no a los rusos para asustar a los votantes norteamericanos; no dar ninguna pista; reservar la verdadera amenaza para más tarde, cuando la campaña ya estuviera en marcha.
La elección del momento más propicio por parte de Lake había sido casi perfecta. La frase clave con la que remato su discurso suscitó una salva de aplausos. Cuando prometió duplicar el presupuesto de defensa en los primeros cuatro años de su mandato, los cuatro mil trabajadores de D-L Trilling que se dedicaban a fabricar helicópteros estallaron en gritos de júbilo y aprobación.
Teddy lo contempló todo en silencio, enorgulleciéndose de su creación. Habían conseguido oscurecer el espectáculo de las primarias de New Hampshire, limitándose a prescindir de él. El nombre de Lake no figuraba en las papeletas y era el primer candidato en muchas décadas que se jactaba de ello.
«¿Qué más me da New Hampshire? —se comentaba que había dicho—. Ganaré en todo el resto del país».
Lake terminó en medio de ensordecedores vítores y volvió a estrechar la mano de todos los presentes en el estrado. La CNN regresó a su estudio, donde los presentadores de noticias se pasarían quince minutos contando a la audiencia lo que acababan de presenciar.
En su mesa, Teddy pulsó unos botones y la pantalla cambió.
—Ya tenemos el producto terminado —dijo—. La primera entrega.
Era un anuncio de televisión para el candidato Lake y empezaba con una fugaz visión de una hilera de ceñudos generales chinos que presenciaban hieráticos un desfile militar mientras una impresionante muestra de armamento discurría ante sus figuras. «¿Cree usted que el mundo es un lugar más seguro?», preguntaba una profunda y siniestra voz en off. Después, una breve visión de los locos del mundo presente, todos ellos presenciando los desfiles de sus ejércitos: Saddam Hussein, Gaddafi, Milosevic, Kim Yong, de Corea del Norte. Hasta al pobre Fidel Castro, con los restos de su heterogéneo ejército avanzando con paso cansino por las calles de La Habana, se le concedía una décima de segundo. «Ahora nuestras fuerzas armadas no serian capaces de actuar como en 1991 durante la guerra del Golfo», añadía la voz con la misma gravedad que si ya se hubiera declarado otra guerra. Después, una explosión, un hongo atómico, seguido por millares de indios bailando por las calles. Otra explosión y los pakistaníes bailaban en la casa del vecino.
«China quiere invadir Taiwán —proseguía la voz mientras un millón de soldados asiáticos marchaban, marcando impecablemente el paso—. Corea del Norte quiere anexionarse Corea del Sur —añadía la voz mientras los carros blindados avanzaban por la Zona Desmilitarizada—. Y Estados Unidos es siempre un blanco fácil».
El narrador era sustituido de inmediato por otra voz más aguda y el anuncio pasaba a una especie de vista del Congreso, en la que un general cubierto de medallas se dirigía a un subcomité de investigación. «Ustedes, los congresistas —decía el general—, reducen cada año el gasto militar. El actual presupuesto de defensa es más bajo que el de hace quince años. Sin embargo ustedes esperan que estemos preparados para una guerra en Corea, en Oriente Próximo y ahora en la Europa del Este, a pesar de que nuestro presupuesto es cada vez más reducido. Nos enfrentamos a una situación crítica». El anuncio parecía interrumpirse en un fundido en negro. A continuación, se oía de nuevo la primera voz, diciendo: «Hace doce años había dos superpotencias. En la actualidad no existe ninguna». Acto seguido, aparecía el atractivo rostro de Aaron Lake y el anuncio terminaba con la frase: «Vota a Lake, antes de que sea demasiado tarde».
—No me acaba de gustar —comentó York tras una pausa.
—¿Por qué no?
—Demasiado negativo.
—Bueno. Le hace sentirse incómodo, ¿verdad?
—Muchísimo.
—Muy bien. Nos pasaremos una semana inundando la televisión de anuncios y supongo que las escasas posibilidades de Lake serán todavía más escasas. Los anuncios harán que la gente se inquiete y que Lake no guste.
York ya sabía lo que vendría a continuación. La gente se inquietaría, efectivamente, y los anuncios no serian de su agrado. Sin embargo, al cabo de un tiempo la gente se asustaría y, finalmente, Lake se convertiría en un profeta. Teddy jugaba la baza del miedo.
Había dos salas de televisión, una en cada ala de Trumble; dos pequeñas estancias sin apenas mobiliario en las que los reclusos podían fumar y disfrutar de los programas que decidían los guardias. No había mandos a distancia… Al principio lo habían probado, pero causaba demasiados problemas. Los peores enfrentamientos se producían cuando los muchachos no lograban ponerse de acuerdo acerca de lo que querían ver. Al final se decidió que los guardias eligieran.
Las normas prohibían que los reclusos dispusieran de sus propios televisores.
Casualmente, al guardia que estaba de servicio le gustaba el baloncesto. En la ESPN transmitían un partido universitario y la estancia estaba atestada de reclusos. Hatlee Beech aborrecía el deporte y se encontraba solo en la otra sala, tragándose una estúpida comedia de situación tras otra. Cuando era juez y trabajaba doce horas al día, jamás miraba la televisión: no tenía tiempo para ello. En el despacho de su casa seguía con la labor hasta muy entrada la noche mientras todos los demás permanecían pegados a la pantalla en la franja horaria de más audiencia. Ahora, mientras contemplaba todas aquellas idioteces, se daba cuenta de la suerte que había tenido. En muchos sentidos.
Encendió un cigarrillo. Llevaba sin fumar desde la universidad y, durante los dos primeros meses de estancia en Trumble, había resistido la tentación. Luego el tabaco le ayudó a soportar el aburrimiento, pero sólo se fumaba una cajetilla al día. La tensión arterial le subía y bajaba. Tenía un historial familiar de propensión a las dolencias cardíacas. A sus cincuenta y seis años y teniendo en cuenta que aún le quedaban nueve por cumplir, estaba seguro de que saldría con los pies por delante.
Tres años, un mes, una semana; Beech seguía contando los días que llevaba dentro comparándolos con los que le faltaban por cumplir. Justo cuatro años atrás se le empezaba a considerar un joven y estricto juez federal que llegaría muy lejos. Cuatro podridos años. Cuando viajaba de una sala a la siguiente en Tejas Este, lo hacía con un chófer, una asistente, un secretario de juzgado y un alguacil. Al entrar en una sala, la gente se levantaba en señal de respeto. Los abogados lo admiraban por su imparcialidad y por la importancia del trabajo que llevaba a cabo. Su mujer era muy antipática, aunque, gracias a los intereses petroleros que había aportado al matrimonio, Beech había conseguido una convivencia pacífica. Aunque algo frío, su matrimonio se mantenía estable y ambos tenían motivos para enorgullecerse de sus tres hijos, que habían iniciado carreras universitarias. Él y su mujer habían capeado algunos temporales muy violentos y estaban decididos a envejecer juntos. Ella aportaba dinero. Él, a su vez, prestigio. Juntos habían educado a sus hijos. ¿Qué más podía pedir?
La cárcel no, por supuesto.
Cuatro desdichados años.
La bebida había aparecido como por arte de magia. Tal vez se debió al estrés del trabajo, o a la tensión de las discusiones con su mujer. Durante años, tras haber terminado la carrera, había sido lo que se considera un bebedor social, nada grave. Desde luego, no se trataba de un adicto. Una vez, cuando sus hijos eran pequeños, su mujer se los había llevado en un viaje de dos semanas a Italia. Beech se quedó solo y la experiencia le encantó. Por alguna razón que jamás había conseguido comprender o recordar, había vuelto al bourbon. Bebía en grandes cantidades y a partir de ese momento ya no pudo detenerse. El bourbon se convirtió en un elemento importante. Lo guardaba en su estudio y lo bebía a escondidas por la noche. El matrimonio dormía en camas separadas y su mujer raras veces lo sorprendía.
El viaje a Yellowstone había sido para asistir a unas jornadas judiciales de tres días. Había conocido a la joven en un bar de Jackson Hole. Después de pasarse varias horas bebiendo, ambos tomaron la fatal decisión de salir a pasear. Mientras él conducía, ella se desnudó sin ningún motivo especial. No habían hablado para nada de sexo y, en aquel momento, él no se encontraba con ánimos para nada.
Los dos excursionistas eran del distrito de Columbia, unos estudiantes que regresaban del bosque. Ambos murieron en el acto, atropellados al borde de una estrecha carretera por un conductor en estado de embriaguez que no los había visto. Encontraron el vehículo de la joven en una cuneta. Beech permanecía abrazado al volante, paralizado. Ella estaba desnuda y había perdido el conocimiento.
Beech no recordaba nada. Cuando despertó horas más tarde, vio por primera vez el interior de una celda.
—Será mejor que se vaya acostumbrando —le advirtió el sheriff con una mirada de desprecio.
Beech pidió todos los favores que pudo y echó mano de todas las influencias imaginables, aunque en vano. Dos muchachos habían resultado muertos. Lo habían sorprendido con una mujer desnuda. El dinero del petróleo pertenecía a su mujer, por cuyo motivo sus amigos huyeron como perros asustados. Al final, nadie apoyó al honorable Hatlee Beech.
Tuvo suerte de que lo condenaran a doce años. La Asociación de Madres contra los Conductores Ebrios y la Asociación de Estudiantes contra los Conductores Ebrios protestaron delante del palacio de justicia cuando él hizo su primera aparición oficial. Pedían que lo condenaran a cadena perpetua. ¡Perpetua!
Él, nada menos que el honorable Hatlee Beech, estaba acusado de doble homicidio y no había defensa posible. Llevaba el suficiente alcohol en la sangre como para haber matado a una tercera persona. Un testigo declaró haberle visto circular a gran velocidad contra dirección.
Recordando lo ocurrido, había tenido suerte de que su delito ocurriera en territorio federal. De lo contrario, lo habrían enviado a algún penal del estado, donde la situación hubiera sido mucho peor. Por mucho que dijeran, los federales sabían dirigir una cárcel.
Mientras fumaba solo en la penumbra, viendo una comedia escrita por críos de doce años en horario de máxima audiencia, reparó en un anuncio político, uno de los muchos que se ofrecían por aquellas fechas. Era un espacio que jamás había visto antes, unas breves y amenazadoras escenas acompañadas por una siniestra voz que vaticinaba espantosas desgracias en caso de que la sociedad no se apresurara a fabricar más bombas. Estaba muy bien hecho, duraba un minuto y medio, costaba una fortuna y transmitía un mensaje que a nadie le apetecía oír. Vota a Lake antes de que sea demasiado tarde.
¿Quién demonios era Aaron Lake?
Beech conocía bien el mundillo político, que en otros tiempos había sido su mayor afición. En Trumble era conocido porque siempre estaba atento a los acontecimientos de Washington. Era uno de los pocos que se interesaban por lo que ocurría allí.
¿Aaron Lake? A Beech no le sonaba de nada. Qué estrategia tan rara: entrar en la carrera como un desconocido después de las primarias de New Hampshire. Nunca faltan payasos que aspiran a ser presidente.
Su mujer lo echó de casa antes de que se declarara culpable de doble homicidio. Como es natural, estaba más furiosa por lo de la mujer desnuda que por la muerte de los dos excursionistas. Los hijos se pusieron de parte de su mujer porque el dinero era suyo y porque él había estropeado toda su vida. No les costó tomar la decisión. La sentencia definitiva de divorcio se dictó una semana después de su ingreso en Trumble.
El menor de sus hijos lo había visitado un par de veces en tres años, un mes y una semana, aunque siempre de tapadillo para que su madre no se enterara, ya que se lo había prohibido. Después las familias de los jóvenes muertos presentaron una querella contra él por homicidio culposo. Sin amigos dispuestos a brindarle apoyo, trató de defenderse él mismo desde la cárcel. Sin embargo, no había gran cosa que defender. Un tribunal lo condenó a pagar cinco millones de dólares de indemnización. Presentó un recurso desde Trumble, lo perdió desde Trumble y finalmente presentó otro.
En la silla que tenía al lado, junto a los cigarrillos, había un sobre que el abogado Trevor le había entregado hacia un rato. El tribunal había rechazado su último recurso. En ese momento la sentencia era definitiva.
En realidad no le importaba, porque también se había declarado en quiebra. Él mismo había mecanografiado los papeles en la biblioteca jurídica, los había presentado junto con una declaración de indigencia y los había enviado al mismo juzgado de Tejas donde antaño fuera un dios. Declarado culpable, divorciado, expulsado del colegio de abogados, encarcelado, demandado y más pobre que una rata.
Casi todos los perdedores de Trumble aceptaban su situación porque sus caídas habían sido muy breves. Casi todos eran reincidentes que habían perdido su tercera y cuarta oportunidad. A casi todos les gustaba aquel maldito lugar porque era mejor que cualquier otra prisión que hubieran visitado.
Sin embargo Beech había perdido demasiadas cosas y había caído muy bajo. Apenas cuatro años atrás tenía una mujer millonaria, tres hijos que lo amaban y un hogar precioso en una pequeña localidad. Era un juez federal nombrado por el presidente de la nación con carácter vitalicio, ganaba ciento cuarenta mil dólares al año, una suma que a pesar de estar muy por debajo de los beneficios que percibía su mujer por sus intereses en la industria petrolera, no era en absoluto un mal sueldo. Lo llamaban a Washington dos veces al año para celebrar reuniones en el Departamento de Justicia. Beech era un hombre importante.
Un viejo amigo suyo abogado lo había visitado un par de veces de camino hacia Miami, donde estaban sus hijos, y había permanecido con él el tiempo suficiente como para comunicarle las novedades. En general se trataba de bobadas, pero corrían insistentes rumores de que la exseñora Beech estaba saliendo con otro. Con sus millones y su atractivo, era sólo cuestión de tiempo.
Otro anuncio. Otra vez «Vota a Lake antes de que sea demasiado tarde». Este empezaba con un video borroso de unos hombres armados que avanzaban por el desierto, efectuando regates, disparando y sometiéndose a una especie de instrucción.
A continuación, el siniestro rostro de un terrorista —cabello, ojos y tez oscuros, con toda evidencia un extremista islámico—, diciendo en árabe con subtítulos en inglés: «Mataremos a los americanos dondequiera que estén. Moriremos en nuestra guerra santa contra el gran Satán». Acto seguido, unos rápidos vídeos de edificios en llamas. Bombardeos de embajadas. Autobuses repletos de turistas. Los restos de un avión diseminados por un prado.
Finalmente, el agradable rostro del señor Aaron Lake en persona. Miró a Hatlee Beech directamente a los ojos y dijo: «Soy Aaron Lake y es probable que usted no me conozca. Me presento como candidato a la presidencia porque tengo miedo. Miedo de China, de la Europa del Este y de Oriente Próximo. Tengo miedo de un mundo peligroso. Miedo de lo que les ha ocurrido a nuestras fuerzas armadas. El año pasado el Gobierno de la nación tuvo un enorme superávit; sin embargo, destinó menos fondos a defensa que hace quince años. Estamos satisfechos de la situación porque nuestra economía se mantiene fuerte, sin embargo el mundo actual es mucho más peligroso de lo que imaginamos. Nuestros enemigos son legión y nosotros no somos capaces de protegernos. Si resulto elegido, duplicaré los gastos de defensa durante mi permanencia en el cargo».
Ni rastro de sonrisa ni de cordialidad. El simple mensaje de un hombre que habla en serio. Una voz en off decía: «Vota a Lake antes de que sea demasiado tarde».
No está mal, pensó Beech.
Encendió otro cigarrillo, el último de la noche, y contempló el sobre que reposaba en la silla de al lado: las dos familias le exigían cinco millones de dólares. Los pagaría si pudiera. Jamás había visto a aquellos chicos antes de arrollarlos. El periódico del día siguiente publicaba sus fotografías, un chico y una chica. Dos universitarios alegres que disfrutaban del verano.
Echaba de menos el bourbon.
Para evitar el pago de la mitad de aquella cantidad disponía del recurso de declararse insolvente. Sin embargo, la otra mitad correspondía a la demanda por daños y perjuicios, y no cabía declarar insolvencia. Y así seria dondequiera que fuera, que, en su opinión, era a ninguna parte.
Tendría sesenta y cinco años cuando terminara de cumplir la condena, pero para entonces ya habría muerto. Saldría de Trumble metido en una caja, lo enviarían a su Tejas natal y lo enterrarían detrás de la iglesita rural donde había sido bautizado. Tal vez alguno de sus hijos le costeara una lápida.
Beech abandonó la sala sin apagar el televisor. Ya eran casi las diez, hora de apagar la luz. Compartía la litera con Robbie, un muchacho de Kentucky que había allanado doscientas cuarenta viviendas antes de que lo atraparan. Vendía armas, microondas y equipos estereofónicos para pagarse la cocaína.
Robbie era un veterano de cuatro años en Trumble y, por su mayor antigüedad, había elegido la litera de abajo. Beech se acostó en la de arriba.
—Buenas noches, Robbie —dijo, y apagó la luz.
—Buenas noches, Hatlee —contestó su compañero en un susurro.
A veces, ambos charlaban un rato en la oscuridad. Teniendo en cuenta que las paredes eran de hormigón y la puerta de metal, sus palabras no saldrían de los confines de la pequeña celda.
Robbie había cumplido veinticinco años y no abandonaría Trumble hasta los cuarenta y cinco. Veinticuatro años: uno por cada diez casas.
El rato que se tardaba en conciliar el sueño era lo peor del día. Los reclusos evocaban el pasado con toda claridad: los errores, el sufrimiento, los quizá y los ojalá. Por mucho que lo intentara, Hatlee no podía limitarse a cerrar los ojos y dormirse. Primero debía castigarse. Tenía una nieta a la que jamás había visto, y siempre empezaba por ella. Después recordaba a sus tres hijos. Y aunque para él su mujer era agua pasada, siempre pensaba en su dinero. Y los amigos… Ah, los amigos. ¿Dónde estaban cuando los necesitó?
Llevaba tres años entre rejas y, puesto que no veía futuro, sólo le quedaba el pasado. Hasta el pobre Robbie, el de abajo, soñaba con volver a empezar a los cuarenta y cinco años. No así Beech. A veces casi ansiaba la cálida tierra de Tejas, amontonada sobre su cuerpo detrás de la iglesita.
Seguro que alguien le costearía una lápida.