Teddy echó un vistazo a los frascos de píldoras alineados junto al borde de su mesa cual si fueran unos pequeños verdugos preparados para librarle de sus padecimientos. York estaba sentado frente a él, leyéndole sus notas.
—Ha estado hablando hasta las tres de la madrugada con amigos suyos de Arizona —dijo York.
—¿Quiénes son?
—Bobby Lander, Jim Gallison, Richard Hassel, el grupito de siempre. La gente que le apoya con fondos.
—¿Dale Winer?
—Si, con ese también —dijo York, sorprendiéndose de la memoria de Teddy.
Teddy se estaba frotando las sienes, con los ojos cerrados. Entre ellas, en lo más profundo de su cerebro, conservaba los nombres de los amigos de Lake, los que lo apoyaban con sus donaciones, los confidentes, los colaboradores de sus campañas y los viejos profesores del instituto. Todo ello cuidadosamente archivado y listo para ser utilizado en caso necesario.
—¿Algo que resulte sospechoso?
—Pues no. Las típicas preguntas de un hombre que se enfrenta con una situación tan inesperada. Sus amigos se han sorprendido e incluso escandalizado, y en general se han opuesto al plan, pero seguro que cambiarán de parecer.
—¿Hicieron alguna pregunta sobre el dinero?
—Por supuesto que sí. Él se ha mostrado evasivo, pero ha dicho que no sería un problema. Ellos le han expresado sus dudas.
—¿Ha guardado nuestros secretos?
—Totalmente.
—¿Temía que nosotros lo estuviéramos escuchando?
—No creo. Efectuó once llamadas desde su despacho y ocho desde su casa. Ninguna desde los móviles.
—¿Algún fax o e-mail?
—Ninguno. Se pasó dos horas con Schiara, su…
—Jefe de estado mayor.
—Exacto. Ambos se dedicaron a planear la campaña. Schiara quiere dirigirla. Les gusta Nance, de Michigan, como candidato a la vicepresidencia.
—No es una mala elección.
—Parece apropiado. Ya lo estamos investigando. Se divorció a los veintitrés años, pero de eso hace ya treinta.
—No hay problema. ¿Está dispuesto Lake a aceptar?
—Sin duda. Es un político de raza y le hemos prometido las llaves del reino. Ya está escribiendo los discursos.
Teddy tomó una pastilla de un frasco y se la tragó sin ayuda de ningún líquido. Frunció el ceño como si fuera amarga. Después se pellizcó las arrugas de la frente y dijo:
—York, dígame por qué no encontramos ningún fallo en este hombre. ¿No guarda ningún esqueleto en el armario?
—Ninguno, jefe. Llevamos seis meses examinando su ropa interior sucia. No hay nada que nos pueda perjudicar.
—No piensa casarse con ninguna imbécil, ¿verdad?
—No; sale con varias mujeres, pero nada serio.
—¿Sexo con sus becarias?
—Ni hablar. Su comportamiento es intachable.
Estaban repitiendo un diálogo que habían mantenido muchas veces. Una más no vendría mal.
—¿No habrá hecho negocios sospechosos en otra vida?
—Su vida es esta, jefe. No tiene otra.
—¿Bebida, droga, medicamentos con receta, juegos a través de Internet?
—No, señor. Es muy honrado, no bebe, es recto, inteligente, todo lo cual llama considerablemente la atención.
—Hablemos con él.
Aaron Lake fue escoltado una vez más hasta la misma estancia de las profundidades de Langley, esta vez acompañado por tres corpulentos jóvenes que lo protegían como si acechara algún peligro en cada esquina. Caminaba todavía más erguido que la víspera, con la cabeza más levantada y la espalda bien recta. Su estatura parecía crecer de hora en hora.
Saludó una vez más a Teddy y estrechó su encallecida mano y después siguió a la silla de ruedas cubierta por la manta hasta el búnker y se sentó al otro lado de la mesa. Ambos intercambiaron unas bromas. York lo observaba todo desde una sala del fondo del pasillo, donde tres monitores conectados con cámaras ocultas transmitían todas las palabras y hasta el menor movimiento. Al lado de York había dos hombres que se pasaban el rato estudiando cintas de personas que hablaban, respiraban, movían las manos, los ojos y los pies, tratando de averiguar el mensaje que se ocultaba tras cada gesto.
—¿Pudo dormir anoche? —preguntó Teddy, consiguiendo esbozar una sonrisa.
—La verdad es que sí —mintió Lake.
—Muy bien. Deduzco que está dispuesto a aceptar el trato.
—¿El trato? Yo no sabía que fuera exactamente un trato.
—Pues sí, señor Lake, eso es exactamente. Nosotros le garantizamos que resultará elegido y usted promete duplicar los gastos de armamento y prepararse para enfrentarse con los rusos.
—En tal caso, acepto.
—Muy bien, señor Lake. Me alegro muchísimo. Será usted un excelente candidato y un magnífico presidente.
Las palabras resonaron en los oídos de Lake sin que este consiguiera creerlas. El presidente Lake. El presidente Aaron Lake. Había paseado por su alcoba hasta las cinco de la madrugada, tratando de convencerse de que le estaban sirviendo en bandeja la Casa Blanca. Le parecía demasiado fácil.
Por mucho que lo intentara, no conseguía olvidar toda la parafernalia. El Despacho Oval. Todos aquellos aviones y helicópteros. Los viajes por todo el mundo. Los centenares de ayudantes enteramente a su servicio. Las cenas de Estado con las personas más poderosas de la tierra.
Y, por encima de todo, un lugar en la historia.
Pues sí, Teddy ya podía contar con el trato.
—Vamos a hablar de la campaña propiamente dicha —dijo Teddy—. Creo que debería usted anunciarla dos días después de New Hampshire. Dejemos que se calmen un poco los ánimos. Que los ganadores disfruten de sus quince minutos de gloria y que los perdedores arrojen un poco más de barro, y luego hagamos el anuncio.
—Me parece un poco precipitado —objetó Lake.
—No disponemos de mucho tiempo. Dejamos New Hampshire y nos preparamos para Arizona y Michigan el 22 de febrero. Es absolutamente imprescindible que gane usted en esos dos estados. Cuando lo haya hecho, se convertirá en un sólido candidato y estará preparado para la cita de marzo.
—Yo había pensado hacer el anuncio en mí estado natal. En algún lugar de Phoenix.
—Michigan es mejor. Es un estado más grande: tiene cincuenta y ocho delegados, en comparación con los veinticuatro de Arizona. En su estado se esperará su victoria. Si gana en Michigan el mismo día, será un candidato al que habrá que tener en cuenta. Anúncielo primero en Michigan y, horas más tarde, hágalo en su distrito.
—Excelente idea.
—Hay una fábrica de helicópteros en Flint, D-L Trilling. Tienen un hangar enorme y cuatro mil trabajadores. Puedo hablar con el director general.
—Contrátelo —dijo Lake en la certeza de que Teddy ya había hablado con el director.
—¿Puede empezar a rodar spots electorales pasado mañana?
—Puedo hacer lo que convenga —contestó Lake, que se sentía como si tomara asiento en el puesto de copiloto. La identidad del conductor del autobús estaba cada vez más clara.
—Con su autorización, contrataremos los servicios de un grupo asesor externo para que se encargue de los anuncios y la publicidad. Sin embargo, aquí tenemos los mejores profesionales y no le van a costar ni un centavo. Aunque ya sabe usted que el dinero no representa ningún problema.
—Creo que con cien millones nos arreglaremos.
—Supongo que sí. En cualquier caso, hoy mismo empezaremos a trabajar en los anuncios de televisión. Creo que le gustarán. Son lo más lúgubre y dramático que se pueda usted imaginar… La triste situación de nuestras fuerzas armadas y las graves amenazas exteriores. La gente se pegará un susto de muerte. Insertaremos su nombre, su rostro y unas breves palabras suyas y, en un abrir y cerrar de ojos se habrá usted convertido en el político más famoso del país.
—La fama no gana elecciones.
—No, desde luego. Pero el dinero sí. Con dinero se compran la televisión y las encuestas, y asunto concluido.
—Me gustaría creer que el programa también es importante.
—Lo es, señor Lake, y el nuestro lo es mucho más que la rebaja de los impuestos, la acción positiva, el aborto, la confianza, los valores familiares y todas las demás memeces que se oyen por ahí. Nuestro mensaje es de vida y muerte. Nuestro mensaje cambiará el mundo y protegerá nuestra prosperidad. Eso es lo único que nos interesa realmente.
Lake asentía en señal de aprobación. Con tal de que se protegiera la economía y se mantuviera la paz, los votantes norteamericanos elegirían a cualquiera.
—Tengo al hombre ideal para dirigir la campaña —dijo Lake, deseoso de aportar algo.
—¿Quién?
—Mike Schiara, mi jefe de estado mayor. Es mi asesor más cercano y confío plenamente en él.
—¿Alguna experiencia en el ámbito nacional? —pregunto Teddy, sabiendo muy bien que no la tenía.
—No, pero está muy capacitado.
—Muy bien. La campaña es suya.
Lake sonrió mientras asentía simultáneamente con la cabeza. Le encantaba haberlo oído. Estaba empezando a dudarlo.
—¿Y el vicepresidente? —preguntó Teddy.
—Tengo un par de nombres. El senador Nance de Michigan es un viejo amigo mío. Y está también el gobernador Guyce, de Tejas.
Teddy escuchó los nombres e hizo una estudiada pausa. No eran unas malas elecciones, en realidad, pero Guyce no daría resultado. Era un niño bien que se había pasado su época de estudiante patinando, se había dedicado a jugar al golf entre los treinta y los cuarenta años y después se había gastado un montón de dinero de su padre en comprarse el cargo de gobernador del estado para cuatro años. Además, no tendrían que preocuparse por Tejas.
—Me gusta Nance —dijo Teddy.
«Pues ser Nance», estuvo casi a punto de responder Lake.
Se pasaron una hora hablando de dinero, de la primera fase de comités de acción política y de la forma de evitar que la aceptación de millones instantáneos suscitara recelos. Después vendría el segundo paso: los fabricantes de armamento. Y, a continuación, el tercer momento: la aparición de dinero y de otras cuestiones de imposible identificación.
Habría una cuarta oleada de la que Lake no tendría conocimiento. Dependiendo de cu les fueran los resultados de las encuestas, Teddy Maynard y su organización estarían preparados para arrastrar literalmente cajas llenas de dinero hasta las sedes de los sindicatos, las iglesias frecuentadas por la población negra y las asociaciones blancas de Veteranos de Guerras Extranjeras en lugares como Chicago, Detroit y Memphis, y en todo el Sur. Trabajando con las asociaciones locales que ya estaban identificando, estarían preparados para comprar todos los votos que pudieran encontrar.
Cuanto más reflexionaba Teddy acerca de su plan, tanto más se convencía de que el señor Aaron Lake ganaría las elecciones.
El pequeño bufete legal de Trevor se encontraba en Neptune Beach, a varias manzanas de Atlantic Beach, aunque, en realidad, nadie hubiera podido determinar dónde terminaba una playa y empezaba la otra. Jacksonville quedaba a quince kilómetros al oeste y avanzaba inexorablemente hacia el mar minuto a minuto. El despacho era una vivienda veraniega reformada y, desde el destartalado porche de la parte de atrás, Trevor veía la playa y el océano y oía los chillidos de las gaviotas. Le parecía increíble que ya llevara doce años en aquella casa alquilada. Al principio, le gustaba esconderse en el porche, lejos de los clientes y el teléfono, contemplando embobado las plácidas aguas del Atlántico a dos manzanas de distancia.
Él era de Scranton y, como todos los pinzones de las nieves, al final se había hartado de contemplar el mar, pasear descalzo por la playa y echar migas de pan a los pájaros. Ahora prefería perder el tiempo encerrado en su despacho.
A Trevor le causaban pavor las salas de justicia y los jueces. Esta característica insólita y en cierto modo encomiable lo obligaba a ejercer la abogacía de una manera distinta. Tenía que limitarse a cuestiones de papeleo: venta de inmuebles, testamentos, préstamos, distribuciones por zonas, insignificantes aspectos de la profesión de los que nadie le había hablado en la facultad. De vez en cuando, se encargaba de algún caso relacionado con la droga, siempre y cuando este no entrañara la celebración de un juicio, y había sido precisamente uno de sus infortunados clientes de Trumble quien lo había puesto en contacto con el honorable Joe Roy Spicer. En un santiamén se había convertido en el abogado oficial de Spicer, Beech y Yarber. La Hermandad, tal como los llamaba Trevor. Era algo así como un correo. Les hacía llegar cartas como si se tratara de documentos legales, protegiéndolas con el carácter confidencial de la relación entre abogado y cliente. Por otra parte, también sacaba a escondidas sus misivas. No les daba ningún consejo y ellos tampoco se lo pedían. Administraba su cuenta bancaria en una isla y atendía las llamadas telefónicas de las familias de sus clientes de Trumble. Era la tapadera de sus sucios manejos y, de esta forma, evitaba las salas de justicia y todo el personal relacionado con ellas, cosa que a él le convenía.
También participaba en sus actividades delictivas y sabía que, en caso de que estas se descubrieran, lo hubieran acusado sin la menor dificultad, pero eso no le preocupaba. La estafa Angola era sensacional, pues sus víctimas no podían denunciarla. A cambio de unos buenos honorarios con posibles beneficios, estaba dispuesto a arriesgarse con la Hermandad.
Salió de su despacho sin fijarse en su secretaria y se alejó sigilosamente en su Volkswagen Escarabajo reformado de 1970 sin aire acondicionado. Bajó por la First Street hacia Atlantic Boulevard y vio el mar por detrás de los chalets, las casitas y las viviendas de alquiler. Llevaba unos viejos pantalones caqui, camisa blanca de algodón, pajarita amarilla y chaqueta azul de lino y algodón, todo sumamente arrugado. Pasó por delante de Pete’s Bar and Grill, el bar más antiguo de todas las playas y también su preferido, a pesar de que los estudiantes ya lo habían descubierto. Tenía una antigua cuenta pendiente de trescientos sesenta y un dólares, casi toda de litronas Coors y daiquiris de limón, y estaba deseando saldar la deuda.
Viró al oeste para entrar en Atlantic Boulevard y empezó a abrirse camino entre el tráfico para dirigirse a Jacksonville. Maldijo los interminables barrios residenciales, el caos circulatorio y los vehículos con matrícula canadiense. Llegó finalmente a la vía de circunvalación, se dirigió al norte pasando por delante del aeropuerto y no tardó en penetrar en la llana campiña de Florida.
Cincuenta minutos después aparcó en Trumble. «Me encanta el sistema federal», se repitió una vez más. Un gran aparcamiento cerca de la entrada principal, zonas esmeradamente ajardinadas, cuidadas a diario por los propios reclusos, y modernos y bien conservados edificios.
—Hola, Mackey —saludó al guardia blanco de la puerta.
—Hola, Vince.
En el mostrador de la entrada Rufus radiografió su cartera de documentos mientras Nadine preparaba el papeleo de su visita.
—¿Qué tal se porta el contrabajo? —le preguntó a Rufus.
—Ya no muerde —contestó Rufus.
Ningún abogado en la breve historia de Trumble había visitado aquella cárcel tan a menudo como Trevor. Volvieron a fotografiarlo, le marcaron el dorso de la mano con tinta invisible y lo hicieron pasar a través de dos puertas y un corto pasillo.
—Hola, Link —le dijo al siguiente guardia.
—Buenos días, Trevor —contestó el funcionario.
Link se encargaba del área de las visitas, un enorme espacio abierto con muchas sillas tapizadas y máquinas expendedoras adosadas a una pared, una zona de juegos infantiles y un pequeño patio exterior, en el que dos personas podían sentarse a una mesa de picnic y conversar un rato. Todo estaba limpio, reluciente y totalmente vacío. Era un día laborable. Los sábados y los domingos se llenaba de gente, pero durante el resto de la semana Link contemplaba un espacio desierto.
Se dirigieron a la sala de abogados, uno de los distintos cuartitos privados con puertas con pestillo y unas ventanas a través de las cuales Link podía vigilar en caso de que lo considerara necesario. Joe Roy Spicer estaba esperando, ocupado en la lectura de la sección de deportes del periódico, donde se calibraban las posibilidades de los equipos universitarios de baloncesto. Trevor y Link entraron juntos en el cuartito y muy rápidamente el primero sacó dos billetes de veinte dólares y se los dio al guardia. Las cámaras del circuito cerrado no captaban sus movimientos siempre y cuando se situaran justo junto a la puerta. Como parte de la rutina, Spicer fingió no darse cuenta de la transacción.
Después el abogado abrió la cartera de documentos y Link fingió examinar su contenido. Lo hizo sin tocar nada. Trevor sacó un gran sobre sellado de papel grueso en el que se leía: DOCUMENTOS LEGALES. Link lo tomó y lo palpó para comprobar que sólo contenía papeles y no un arma o un frasco de pastillas, y se lo devolvió. Lo habían hecho docenas de veces.
Las normas de Trumble exigían que un guardia estuviera presente en la estancia cuando se sacaban todos los documentos y se abrían todos los sobres. No obstante, los dos billetes de veinte dólares permitían que Link saliera de la estancia y se situara al otro lado de la puerta simplemente porque en aquel momento no había nada más que vigilar. El guardia estaba al corriente del tráfico de cartas, pero le importaba un bledo. Mientras Trevor no introdujera armas o droga, él no pensaba intervenir. La verdad era que en aquel lugar imperaban una serie de normas absurdas. Se reclinó contra la puerta y no tardó en quedarse adormilado y echar una de sus habituales cabezaditas.
En la sala de abogados apenas se realizaba actividad jurídica alguna. Spicer aún estaba ocupado leyendo las tablas de clasificaciones. Casi todos los reclusos recibían con agrado a los visitantes. Spicer sólo soportaba al suyo.
—Anoche recibí una llamada del hermano de Jeff Daggett —dijo Trevor—. El chico de Coral Gables.
—Lo conozco —dijo Spicer, que finalmente soltó el periódico al vislumbrar dinero en el horizonte—. Le condenaron a doce años por un asunto de droga.
—Sí. Su hermano dice que en Trumble hay un exjuez federal que ha echado un vistazo a su historial y cree que podría conseguir que le rebajaran unos cuantos años. El juez quiere cobrar honorarios, por lo que Daggett ha llamado a su hermano y este se ha puesto en contacto conmigo.
Trevor se quitó la arrugada chaqueta azul y la arrojó sobre una silla. Spicer aborrecía su pajarita.
—¿Cuánto pueden pagar?
—¿Tenéis establecida alguna tarifa? —preguntó Trevor.
—Puede que Beech la tenga, no sé. En general procuramos cobrar cinco mil dólares por una reducción de entre dos y cinco años.
Spicer lo dijo como si durante años hubiera ejercido como abogado penalista en los tribunales federales. En realidad, la única ocasión en que había pisado una sala federal había sido el día en que lo habían condenado.
—Lo sé —asintió Trevor—. No estoy muy seguro de que puedan pagar cinco mil. Al chico lo defendió un abogado de oficio.
—Pues sácales todo lo que puedas, pero que entreguen por lo menos un anticipo de mil. No es mal chico.
—Te estás ablandando, Joe Roy.
—Al contrario: me estoy volviendo más malo.
En efecto. Joe Roy era el administrador de la Hermandad. Yarber y Beech eran inteligentes y habían cursado estudios, pero estaban demasiado hundidos por su situación como para conservar alguna ambición. Spicer, que carecía de preparación académica y no era demasiado inteligente, tenía suficiente capacidad de manipulación para impedir que sus hermanos se desviaran. Mientras ellos cavilaban, él soñaba con la libertad.
Joe Roy abrió una carpeta y sacó un cheque.
—Son mil dólares para la cuenta. Proceden de un tipo de Tejas apellidado Curtís.
—¿Qué posibilidades ofrece?
—Creo que muy buenas. Ya estamos preparados para desplumar a Quince, el de Iowa.
Joe Roy sacó un bonito sobre de color lavanda muy bien sellado y dirigido a Quince Garbe en Bakers, Iowa.
—¿Cuánto? —preguntó Trevor, tomando el sobre.
—Cien mil.
—¡Caray!
—Los tiene y pagará. Le he dado instrucciones para la transferencia. Avisa al banco.
En los veintitrés años que llevaba ejerciendo como abogado, Trevor Jamás había cobrado unos honorarios que superaran los treinta y tres mil dólares. De repente, los vio, los tocó y, aunque trató de contenerse, empezó a gastarlos… Treinta y tres mil dólares simplemente por enviar unas cartas de acá para allá.
—¿De verdad crees que dará resultado? —preguntó, pagando mentalmente su cuenta del Pete’s Bar y diciéndole a MasterCard que tomara el cheque y lo ingresara. Conservaría el mismo automóvil, su querido Escarabajo, pero, a lo mejor, instalaría aire acondicionado.
—Pues claro que sí —contestó Spicer sin el menor asomo de duda.
Tenía otras dos cartas, ambas escritas por el juez Yarber en su papel del joven Percy, el de la clínica de desintoxicación.
Trevor las tomó ansiosamente.
—Esta noche Arkansas juega en Kentucky —dijo Spicer, regresando a su periódico—. La diferencia es de catorce. A ti, ¿qué te parece?
—Mucho menos que eso. Los de Kentucky se crecen cuando juegan en casa.
—¿Apuestas algo?
—¿Y tú?
Trevor tenía un corredor de apuestas en el Pete’s Bar y, aunque apenas jugaba, había aprendido a seguir los consejos del juez Spicer.
—Yo apuesto cien por Arkansas —dijo Spicer.
—Creo que yo haré lo mismo.
Se pasaron media hora jugando al blackjack bajo la ocasional mirada desaprobadora de Link. Estaba prohibido jugar a las cartas durante las visitas, pero ¿qué más daba? Joe Roy jugaba fuerte porque se estaba entrenando para su siguiente carrera. El póquer y el gin rummy eran los preferidos en la sala de recreo, y a menudo Spicer tenía problemas para encontrar a un contrincante para una partida de blackjack.
Trevor no era muy hábil en el juego, pero siempre estaba dispuesto a echar una partidita. A juicio de Spicer, esa era la única cualidad que lo salvaba.