3

En cuanto a espacio, la sección jurídica ocupaba exactamente una cuarta parte de los metros cuadrados de toda la biblioteca de Trumble. Se encontraba en un rincón, separada por un tabique de ladrillo rojo y cristal, realizada con muy buen gusto a costa del contribuyente. En su interior, se apretujaban las estanterías repletas de manoseados libros, sin apenas espacio para que los reclusos pudieran moverse. Adosados a las paredes había unos escritorios con máquinas de escribir y ordenadores, y suficiente material de investigación como para que aquello pareciera la biblioteca de una gran empresa.

La Hermandad imponía su ley en la sección jurídica. Todos los reclusos estaban autorizados a utilizarla, naturalmente, pero una norma tácita establecía que era preciso solicitar permiso para entrar y permanecer un rato allí dentro. Puede que no se tratara exactamente de pedir permiso, pero, por lo menos, convenía que se notificara.

El juez Joe Roy Spicer de Misisipi ganaba cuarenta centavos a la hora barriendo los suelos y ordenando los escritorios y las estanterías. Vaciaba también las papeleras y, en general, estaba considerado un cerdo en el desempeño de estas serviles tareas. El juez Hatlee Beech de Tejas era el bibliotecario oficial y, con sus cincuenta centavos a la hora, era el mejor pagado. Se mostraba muy meticuloso con sus «volúmenes» y a menudo discutía con Spicer por la forma en que este los trataba. El juez Finn Yarber, exmagistrado del Tribunal Supremo de California, cobraba veinte centavos a la hora como técnico de informática. Su paga ocupaba el último lugar de la escala porque apenas sabía nada de ordenadores.

En un día normal, los tres se pasaban entre seis y ocho horas en la biblioteca jurídica. Cuando un recluso de Trumble tenía algún problema legal, concertaba una cita con un miembro de la Hermandad y visitaba la pequeña suite. Hatlee Beech era un experto en veredictos, sentencias y recursos. Finn Yarber se ocupaba de casos de declaraciones de quiebra, divorcios y pensiones por alimentos de hijos. Roy Spicer carecía de preparación jurídica oficial y no estaba especializado en nada. Por otra parte, tampoco le interesaba estarlo. Se encargaba de los casos de estafas.

Unas estrictas normas prohibían que los miembros de la Hermandad cobraran honorario alguno por su labor jurídica, pero las estrictas normas significaban muy poco. A fin de cuentas, todos ellos eran delincuentes convictos y, si podían embolsarse discretamente un poco de dinero adicional, todos contentos. Las sentencias constituían una fuente de ingresos muy importante. Aproximadamente una cuarta parte de los reclusos que ingresaban en Trumble habían sido condenados indebidamente. Beech podía revisar el caso en un santiamén y encontrar alguna forma de defensa. Un mes atrás, había conseguido rebajarle cuatro años de pena a un joven que había recibido una condena de quince. La familia había accedido a pagar y la Hermandad se había embolsado cinco mil dólares, los honorarios más altos que jamás hubieran cobrado. Spicer se encargaba de hacer llegar las cantidades a una cuenta bancaria secreta a través de un abogado de Neptune Beach.

En la zona posterior de la sección jurídica, había una reducida sala de conferencias situada detrás de las estanterías y apenas visible desde la estancia principal. La puerta tenía una gran ventana acristalada, pero nadie se tomaba la molestia de mirar a través de ella. Allí se reunían los miembros de la Hermandad para tratar discretamente de sus asuntos. La consideraban su despacho.

Spicer acababa de entrevistarse con el abogado que gestionaba los asuntos de los miembros de la Hermandad y había recibido la correspondencia, unas cartas francamente interesantes. Cerró la puerta y sacó un sobre de una carpeta. La agitó en la mano para que Beech y Yarber la vieran.

—Es amarilla —dijo—. ¿A que es bonita? Es para Ricky.

—¿De quién es? —preguntó Yarber.

—De Curtis de Dallas.

—¿El banquero? —preguntó Beech, rebosante de emoción.

—No, Curtis es propietario de varias joyerías. Prestad atención. —Spicer desdobló la carta, escrita también en un papel de color amarillo claro, carraspeó y empezó a leer—: «Querido Ricky: Tu carta del 8 de enero me ha hecho llorar. La tuve que leer tres veces antes de poder dejarla. Pobre chico. ¿Por qué te tienen ahí dentro?».

—¿Dónde está? —preguntó Yarber.

—Ricky está encerrado en una elegante clínica de desintoxicación que costea su acaudalado tío. Lleva un año encerrado, está curado y totalmente desintoxicado, pero los malvados que dirigen aquel lugar no lo quieren soltar hasta el mes de abril porque le han estado cobrando veinte mil dólares al mes al ricachón de su tío, el cual sólo quiere que lo tengan encerrado y no le envía dinero para gastos. ¿Recordáis algo de todo eso?

—Ahora sí.

—Participasteis en la simulación legal. ¿Puedo seguir?

—Por favor.

Spicer reanudó la lectura.

—«Estoy tentado de tomar un avión y enfrentarme personalmente con esos malvados. ¡Y tu tío, qué desastre! Los ricachones como él creen que el dinero lo es todo y no quieren complicarse la vida. Tal como ya te dije, mi padre tenía bastante dinero, pero era la persona más miserable que he conocido. Me compraba cosas, por supuesto…, objetos que no significaban nada cuando desaparecían. Sin embargo, jamás tenía tiempo para mí. Era un enfermo como tu tío. Te adjunto un cheque por valor de mil dólares, por si necesitaras algo del economato.

»Ricky, estoy deseando verte en abril. Ya le he dicho a mí mujer que aquel mes habrá una exposición internacional de brillantes en Orlando y ella no ha mostrado el menor interés en acompañarme.

—¿En abril? —preguntó Beech.

—Pues si. Ricky está seguro de que lo soltarán en abril.

—Qué enternecedor —dijo Yarber con una sonrisa—. ¿Y Curtis tiene mujer e hijos?

—Curtis tiene cincuenta y ocho años, tres hijos adultos y dos nietos.

—¿Dónde está el cheque? —preguntó Beech.

Spicer pasó las hojas de papel de carta y llegó a la segunda página.

—«Tenemos que asegurarnos de que puedas reunirte conmigo en Orlando —leyó—. ¿Estás seguro de que te soltarán en abril? Por favor, dime que sí. Pienso en ti a todas horas. Guardo tu fotografía escondida en el cajón de mi escritorio y, cuando contemplo tus ojos, sé que deberíamos estar juntos».

—Qué asco —comentó Beech sin dejar de sonreír—. Y eso que el tipo es de Tejas.

—Estoy seguro de que en Tejas hay muchos mariquitas —señaló Yarber.

—¿Y en California no?

—El resto no son más que efusiones sentimentales —añadió Spicer, echando un rápido vistazo.

Más tarde ya tendrían tiempo más que suficiente para leer la carta. Sostuvo en alto el cheque de mil dólares para que sus compañeros lo vieran. Cuando llegara el momento propicio, se lo pasarían de tapadillo a su abogado y este lo depositaria en su cuenta secreta.

—¿Cuándo le vamos a dar la lección? —preguntó Yarber.

—Dejemos que se intercambien unas cuantas cartas más. Ricky necesita desahogarse un poco más, contando sus desventuras.

—Quizás algún guardia le podría pegar una paliza o algo por el estilo —apuntó Beech.

—Allí no hay guardias —replicó Spicer—. No olvides que es una clínica de desintoxicación de lo más moderno. Tienen asesores.

—Pero son unas instalaciones cerradas, ¿no? Eso significa que hay verjas y vallas, lo cual quiere decir que tiene que haber también un par de guardias. ¿Y si a Ricky lo atacara en la ducha o en el vestuario algún matón que deseara su cuerpo?

—Debemos descartar la agresión sexual —dijo Yarber—. Curtis se podría llevar un susto y pensar que Ricky ha contraído una enfermedad o algo por el estilo.

El discurso se prolongó durante unos cuantos minutos más, en cuyo transcurso los jueces fueron proponiendo nuevas desgracias para el desdichado Ricky. Su fotografía había sido sacada del tablón de anuncios de otro recluso y copiada por el abogado de los jueces en una imprenta rápida, y ahora ya había sido enviada a más de una docena de amigos epistolares de toda Norteamérica. La fotografía mostraba a un apuesto y sonriente graduado universitario ataviado con una túnica azul marino, birrete y toga, que sostenía un diploma en la mano.

Acordaron que Beech dedicara unos cuantos días a inventarse una nueva historia y escribiera después el borrador de la siguiente carta a Curtis. Beech era Ricky y, en aquel momento, el inexistente y atormentado muchacho estaba contando sus desgracias a ocho corresponsales distintos que se compadecían de su situación. El juez Yarber era Percy, otro joven encerrado por un asunto de drogas, pero que ahora ya se había rehabilitado, estaba a punto de alcanzar la libertad y buscaba a algún rico y adinerado protector con quien compartir unos interesantes momentos. Percy había echado ocho anzuelos en el agua y estaba enrollando lentamente los sedales.

Joe Roy Spicer carecía de habilidad en la escritura. Coordinaba el timo, colaboraba en urdir la trama, se encargaba de que los relatos resultaran verosímiles y se reunía con el abogado que les llevaba la correspondencia. Además, administraba el dinero.

Sacó otra carta y anunció:

—Esta, Señorías, es de Quince.

Todo se paralizó mientras Beech y Yarber contemplaban la misiva. Quince era un próspero banquero de una pequeña localidad de Iowa, según las seis cartas que este y Ricky se habían intercambiado. Como a todos los demás, lo habían encontrado en la sección de anuncios de contactos de una revista gay que ahora ocultaban en la biblioteca jurídica. Había sido su segunda presa, pues la primera había resultado levemente sospechosa y la habían descartado. La imagen que Quince había enviado había sido tomada junto a un lago y en ella aparecía sin camisa, con la prominente tripa al aire, unos brazos escuálidos y un cabello con profundas entradas, típico de un hombre de cincuenta y un años… rodeado por toda su familia. La fotografía era muy mala y Quince la debía de haber elegido porque en ella no habría sido fácil identificarlo en caso de que alguien hubiera intentado hacerlo.

—¿La quieres leer, Ricky? —preguntó Spicer, entregándole la carta a Beech, el cual la tomó y estudió el sobre.

Un simple sobre blanco sin remite con la dirección escrita a máquina.

—¿Tú la has leído? —preguntó Beech.

—No. Léela tú.

Beech sacó lentamente una hoja de papel blanco escrita en apretados párrafos a un solo espacio con una vieja máquina de escribir. Carraspeó antes de empezar:

—«Querido Ricky, ya está hecho. Me parece increíble, pero lo he conseguido. Utilicé un teléfono público y un giro postal para que no quedara ninguna pista, creo que no he dejado ningún rastro. La compañía que me aconsejaste en Nueva York fue estupenda, discreta y muy útil. Para serte sincero, Ricky, me pegué un susto de muerte. Jamás en la vida se me hubiese ocurrido hacer una reserva en un crucero gay. ¿Y sabes una cosa? Fue emocionante y estoy muy orgulloso de mí mismo. Tenemos un camarote con suite, mil dólares por noche, y ya estoy deseando que llegue el momento».

Beech hizo una pausa y miró por encima de sus gafas de lectura apoyadas hacia el centro de la nariz. Sus dos compañeros sonreían, saboreando las palabras.

Siguió adelante:

—«Zarparemos el 10 de marzo y se me ha ocurrido una idea sensacional. Llegaré a Miami el 9, o sea que no dispondremos de mucho tiempo para estar juntos y conocernos. Nos reuniremos en nuestra suite del barco. Yo subiré primero a bordo, firmaré en el registro, pediré que sirvan el champán en la cubitera y te esperaré. ¿A que será divertido, Ricky? Tres días para nosotros solos. Propongo que no salgamos del camarote».

Beech no pudo por menos de sonreír mientras sacudía la cabeza en gesto asqueado. Prosiguió:

—«Estoy muy emocionado pensando en nuestro viajecito. Al final, he decidido descubrir quién soy yo en realidad y tú me has infundido el valor que necesitaba para dar el primer paso. Aunque todavía no nos conocemos, Ricky, jamás podré agradecerte cuanto has hecho por mí.

»Por favor, escríbeme inmediatamente para confirmarlo todo. Cuidate mucho, Ricky, amor mío. Con todo mi cariño, Quince».

—Nauseabundo —dijo Spicer, pero su comentario no sonó muy convincente. Tenían demasiadas cosas que hacer.

—Vamos a desplumarlo —dijo Beech.

Los demás se mostraron inmediatamente de acuerdo.

—¿Cuánto? —preguntó Yarber.

—Por lo menos quinientos mil dólares —contestó Spicer—. Su familia es propietaria de bancos desde hace un par generaciones. Sabemos que su padre sigue en el negocio y, como imaginaréis, al viejo le daría un ataque si quedaran al descubierto las preferencias sexuales de su chico. Quince no puede permitirse el lujo de que lo aparten del opulento tren de vida de su familia y pagará cuanto le pidamos. Es una situación perfecta.

Beech ya estaba tomando notas, al igual que Yarber. Spicer empezó a deambular por la pequeña estancia, cual si se tratara de un oso que se acercara cautelosamente a su presa. Las ideas surgieron muy despacio y también la forma de expresarlo, las opiniones y la estrategia, pero poco a poco la carta adquirió forma.

Beech leyó el borrador.

—«Querido Quince: Me ha encantado recibir tu carta del 14 de enero. No sabes cuánto me alegro de que hayas hecho la reserva para el crucero gay. Será estupendo. Sin embargo, existe un problema. Yo no podré acompañarte por dos motivos. Primero: porque no me soltarán hasta dentro de unos cuantos años. Esto es una cárcel, no una clínica de desintoxicación. Además, yo disto mucho de ser gay. Tengo mujer y dos hijos, y justo en este momento están pasando por graves apuros económicos debido a mi reclusión. Y aquí es donde entras tú, Quince. Necesito una parte de tu dinero. Quiero cien mil dólares. Lo vamos a llamar el dinero del silencio. Tú lo envías, yo me olvido del asunto de Ricky y del crucero gay, y nadie en Bakers, Iowa, se enterará jamás del asunto. Tu mujer, tus hijos, tu padre y el resto de tu familia no sabrán lo de Ricky. Si no me mandas el dinero, inundaré tu pequeña ciudad con copias de tus cartas.

»Esto se llama chantaje, Quince, y te encuentras metido hasta el cuello. Se trata de algo cruel, miserable y ruin, pero me importa un bledo. Necesito dinero y tú lo tienes.

Beech hizo una pausa y miró a su alrededor, buscando la aprobación de sus compañeros.

—Es preciosa —suspiró Spicer, que ya soñaba con gastarse el botín.

—Es repugnante —dijo Yarber—. ¿Y si se suicida?

—Un suceso altamente improbable —observó Beech.

Releyeron el mensaje y se preguntaron si el momento era propicio. En ningún momento se refirieron al carácter ilegal de su estafa ni al castigo que recibirían si los descubrían. Habían descartado semejantes discusiones varios meses atrás, cuando Joe Roy Spicer había convencido a los otros dos de que se asociaran con él. Los riesgos eran insignificantes en comparación con los posibles beneficios. No era probable que los pardillos que estaban metidos en aquel lío acudieran a la policía y denunciaran la extorsión.

Sin embargo, aún no habían desplumado a nadie. Mantenían correspondencia con aproximadamente una docena de posibles víctimas, todas ellas hombres de mediana edad que habían cometido el error de contestar a este sencillo anuncio:

Veinteañero blanco, soltero,

busca amable y discreto caballero,

entre 40 y 50 años, para correspondencia.

Aquel pequeño anuncio en menuda letra impresa de la última página de una revista destinada al público homosexual había generado sesenta respuestas. Spicer se había encargado de separar el grano de la paja e identificar a los objetivos acaudalados. Aunque al principio la tarea le había parecido repugnante, después le hizo gracia. Ahora aquella actividad se había convertido en un negocio, pues estaban a punto de conseguir cien mil dólares de un hombre absolutamente inocente.

Su abogado se quedaría con un tercio, un porcentaje que correspondía a la comisión habitual en tales casos, pero que, aun así, a ellos les daba mucha rabia. Sin embargo, no les quedaba más remedio. Era un elemento esencial en sus tejemanejes.

Se pasaron una hora redactando la carta de Quince, después decidieron consultarlo con la almohada y ultimar la versión definitiva al día siguiente. Había otra carta de un hombre que utilizaba el seudónimo de Hoover. Era la segunda que le enviaba a Percy y en ella se pasaba cuatro párrafos hablando de la observación de pájaros. Yarber se vería obligado a estudiar algo de ornitología antes de contestar como Percy y comentar su gran interés por el tema. Estaba claro que Hoover tenía miedo hasta de su sombra. No revelaba ningún dato personal ni se refería para nada al dinero.

La Hermandad decidió que había que darle un poco más de cuerda; hablarle de aves y después llevarlo poco a poco al tema de la compañía física. En caso de que Hoover no respondiera a la insinuación y no revelara nada acerca de su situación económica, lo dejarían correr.

En la Dirección de Prisiones, Trumble se calificaba oficialmente de campamento. Semejante denominación significaba que el recinto carecía de vallas, alambradas, torres de vigilancia y guardias con rifles dispuestos a cazar a quienes intentaran fugarse. Un campamento tenía unas medidas de seguridad mínimas, por lo que cualquier recluso podía largarse sin más, si quisiera.

En Trumble había mil reclusos, pero muy pocos se fugaban.

Era un lugar mucho más agradable que la mayoría de escuelas estatales. Dormitorios con aire acondicionado, una pulcra cafetería que servia tres abundantes comidas al día, una sala de pesas, un salón de billar, mesas para jugar a las cartas, frontón, voleibol, pista de atletismo, biblioteca, capilla, clérigos siempre a la disposición de los reclusos, asesores, expertos en rehabilitación de personas inadaptadas, horario de visitas ilimitado.

Trumble era de lo mejorcito para los reclusos, todos ellos catalogados como de bajo riesgo. Un ochenta por ciento de ellos se encontraba allí por delitos relacionados con sustancias ilegales. Un cuarenta por ciento había atracado bancos sin causar daño ni asustar siquiera a nadie. Los demás eran profesionales cuyos delitos variaban entre timos de poca monta y la estafa que había cometido el doctor Floyd, un cirujano cuyo consultorio había defraudado a la Seguridad Social más de seis millones de dólares en veinte años.

En Trumble no se toleraba la violencia y las amenazas eran insólitas. Había muchas normas y en general la dirección no tenía dificultades en conseguir que los reclusos las cumplieran. Como hicieras algo, te echaban de allí y te enviaban a un centro penitenciario corriente, con alambradas y guardias que trataban a la población reclusa con muy malos modos.

Los reclusos de Trumble se atenían a las normas de buen grado y contaban los días que les faltaban para salir.

La actividad delictiva en el ámbito de la cárcel había sido un hecho inaudito hasta la llegada de Joe Roy Spicer. Antes de su caída, Spicer había oído contar historias acerca de la estafa de Angola, nombre del siniestro penal del estado de Luisiana. Algunos reclusos habían elaborado un plan de chantaje a homosexuales y, cuando los atraparon, ya habían conseguido setecientos mil dólares de sus víctimas.

Spicer procedía de un condado rural situado muy cerca de la frontera de Luisiana y la estafa de Angola era muy conocida en la zona donde él vivía. Jamás hubiera imaginado que algún día la llevaría a cabo. Sin embargo, una mañana se despertó en una cárcel federal y decidió timar a todo bicho viviente que se pusiera a tiro.

Cada día a la una de la tarde caminaba por la pista, generalmente solo y siempre con una cajetilla de Marlboro.

Antes de ingresar en prisión, llevaba diez años sin fumar; ahora consumía dos cajetillas al día. Para compensar los daños que causaba a sus pulmones, se dedicaba a caminar. En treinta y cuatro meses, había paseado casi dos mil kilómetros y había perdido ocho kilos, aunque probablemente no debido al ejercicio, según opinaba él, sino a la prohibición del consumo de cerveza.

Treinta y cuatro meses de caminar y fumar, y todavía le quedaban veintiuno.

Noventa mil dólares de dinero robado en un bingo estaban en el patio posterior de su casa, cerca de un cobertizo de herramientas, enterrados en una especie de cámara acorazada de hormigón de fabricación casera, acerca de la cual su mujer no sabía nada. Ella le había ayudado a gastar el resto del botín, unos ciento ochenta mil dólares en total, pero los federales sólo habían logrado localizar la mitad. Se habían comprado unos Cadillacs, habían volado a Las Vegas en primera clase desde Nueva Orleans y los casinos los habían paseado en limusinas y hospedado en suites de lujo.

En caso de que le quedaran algunos sueños, uno de ellos era el de convertirse en tahúr profesional con un cuartel general cerca de Las Vegas, pero conocido y temido en todos los casinos del país. Su juego preferido era el blackjack. A pesar de haber perdido montañas de billetes estaba plenamente convencido de que era capaz de ganar a cualquier casa. Había varios casinos del Caribe que jamás había visto. En Asia la situación se estaba poniendo al rojo vivo. Viajaría por todo el mundo en primera clase con su mujer —o sin ella—, se instalaría en hoteles de lujo, utilizaría el servicio de habitaciones y aterrorizaría a cualquier croupier que fuera lo bastante tonto como para repartirle cartas.

Sacaría noventa mil dólares del patio posterior, los añadiría a su participación en la estafa de Angola y se trasladaría a vivir a Las Vegas. Con su mujer o sin ella. Su esposa llevaba cuatro meses sin visitarlo en Trumble, a pesar de que, al principio, lo iba a ver cada tres semanas. En sus pesadillas, se la imaginaba cavando en el patio trasero en busca de su tesoro escondido. Estaba casi seguro de que ella no sabía nada acerca del dinero, pero siempre quedaba espacio para la duda. Se había pasado dos noches bebiendo antes de que lo enviaran a la cárcel y había dicho algo acerca de los noventa mil dólares, aunque no recordaba las palabras exactas. Por mucho que se esforzara, no lograba recordar lo que le había contado a su mujer.

Tras recorrer el primer kilómetro, encendió otro Marlboro. A lo mejor, ella se había echado novio. Rita Spicer era una mujer atractiva, con algunos michelines en determinados puntos, nada que noventa mil dólares no pudieran remediar. ¿Y si ella y su nuevo amor hubieran descubierto el dinero y se lo estuvieran gastando? Una de las peores y más repetidas pesadillas de Joe Roy parecía sacada de una mala película: Rita y un varón desconocido cavaban como fieras con unas palas bajo la lluvia. Ignoraba a qué obedecía el detalle de la lluvia, pero siempre era de noche en medio de una tormenta y, bajo los relámpagos, él los veía caminar chapoteando entre el barro del patio, cada vez más cerca del cobertizo de herramientas.

En otro sueño, el misterioso novio se encontraba a bordo de un bulldozer, apartando montones de tierra en la granja de los Spicer mientras Rita, muy cerca de allí, le iba señalando distintos lugares con una pala.

Joe Roy estaba ansioso por disponer del dinero. Ya se imaginaba los billetes en sus manos. Robaría y cometería todos los chantajes que pudiera mientras contaba los días que le faltaban para salir de Trumble y después recuperaría su botín y se largaría a Las Vegas. Nadie en su ciudad disfrutaría el placer de señalarlo con el dedo y murmurar: «Ahí va el bueno de Joe Roy. Creo que ya ha salido de la cárcel». Ni hablar.

Viviría por todo lo alto. Con su mujer o sin ella.