A pesar de que llevaba dieciocho años trabajando en el Congreso, Aaron Lake seguía circulando por Washington con su automóvil particular. No necesitaba ni quería chófer, asistente ni guardaespaldas. A veces, un becario lo acompañaba y tomaba notas, no obstante, por regla general, a Lake le encantaba la tranquilidad de circular en medio del tráfico de Washington, escuchando una interpretación de guitarra clásica en su equipo estereofónico. Muchos de sus amigos, sobre todo los que habían alcanzado la categoría de «Señor Presidente» o «Señor Vicepresidente», disponían de vehículos más grandes con chófer. Y algunos hasta tenían limusinas.
Lake no. Lo consideraba una pérdida de tiempo, dinero e intimidad. Si alguna vez alcanzaba un cargo más elevado, no quería que le colgaran alrededor del cuello la carga de un chófer. Por otra parte, le gustaba la soledad. Su despacho era un manicomio. Tenía a quince personas subiéndose por las paredes, atendiendo los teléfonos, abriendo carpetas, sirviendo a la gente de Arizona que lo había enviado a Washington. Otras dos personas se dedicaban exclusivamente a reunir fondos. Tres becarios que le habían asignado sólo servían para entorpecer el paso por los estrechos pasillos y hacerle perder más tiempo del que se merecían.
Era viudo y vivía en Georgetown, en una pequeña y preciosa casa particular con la que estaba muy encariñado. Llevaba una existencia muy discreta, aunque de vez en cuando hacía alguna incursión en el ambiente social que tanto les había gustado a él y a su difunta esposa en los primeros tiempos.
Ahora circulaba por la carretera de circunvalación en medio del lento y cauteloso tráfico provocado por una ligera nevada. Superó rápidamente los controles de seguridad de la sede central de la CIA en Langley y se alegró al ver la plaza de aparcamiento preferente que lo esperaba, junto con dos guardias de seguridad vestidos de paisano.
—El señor Maynard lo está esperando —anunció uno de ellos con semblante grave, abriéndole la portezuela del vehículo mientras el otro tomaba su portafolios. El poder tenía sus ventajas.
Lake jamás se había reunido con el director de la CIA en Langley. Habían hablado un par de veces en la Colina del Capitolio años atrás, cuando el pobre hombre aún podía valerse por si mismo. Teddy Maynard iba en silla de ruedas y sufría constantes dolores, y hasta los senadores se trasladaban a Langley siempre que él los necesitaba. Había llamado a Lake media docena de veces a lo largo de catorce años, pero Maynard era un hombre muy ocupado. De las cargas más livianas solían ocuparse sus colaboradores.
Las barreras de seguridad se derrumbaron alrededor del congresista mientras este y sus escoltas se iban adentrando en las profundidades del cuartel general de la CIA en Langley. Para cuando Lake llegó a la suite de despachos del señor Maynard, caminaba tan erguido que casi parecía más alto e incluso se daba un poco de aires. Imposible evitarlo. El poder intoxicaba. Teddy Maynard lo había mandado llamar.
En el interior de la estancia, una espaciosa sala cuadrada y sin ventanas conocida extraoficialmente como «el búnker», el director permanecía a solas, contemplando con expresión ausente una gigantesca pantalla que mostraba el inmovilizado rostro del congresista Aaron Lake. Era una fotografía reciente, tomada tres meses atrás en una comida organizada para recaudar fondos, en la que Lake se había tomado media copa de vino y un poco de pollo asado al horno, había renunciado al postre y había regresado a casa solo para acostarse antes de las once. La fotografía llamaba la atención porque Lake era tremendamente atractivo, con su cabello pelirrojo claro sin apenas canas —un cabello sin baño de color ni tinte—, el neto y poblado perfil de su cuero cabelludo, sus ojos azul oscuro, su barbilla vigorosa y su impecable dentadura. Tenía cincuenta y tres años y el tiempo lo trataba muy bien. Hacia treinta minutos al día de ejercicio en una máquina de remar y su índice de colesterol era de 160. No se le conocía ni un solo vicio. Le gustaba la compañía de las mujeres, sobre todo cuando era importante que lo vieran con alguna. Su pareja habitual era una viuda de sesenta años de Bethesda cuyo difunto marido había ganado una fortuna como miembro de un lobby.
Sus padres habían muerto. Su única hija trabajaba de profesora en una escuela de Santa Fe. Su mujer, con la que había llevado veintinueve años casado, había muerto en 1996 de cáncer de ovarios. Un año más tarde, su cocker spaniel de trece años murió también y el congresista Aaron Lake empezó a vivir auténticamente solo. Era católico, aunque eso ya no importara demasiado, e iba a misa por lo menos una vez a la semana. Teddy pulsó un botón y el rostro desapareció de la pantalla.
Lake era un desconocido más allá de la carretera de circunvalación, sobre todo porque había conseguido controlar su ego. En caso de que aspirara a algún cargo más importante, lo disimulaba muy bien. Su nombre se había mencionado en cierta ocasión como candidato al cargo de gobernador de Arizona, pero a él le gustaba demasiado Washington. Le encantaba Georgetown —la muchedumbre, el anonimato, la vida urbana—, los buenos restaurantes, las pequeñas librerías abarrotadas de libros y los bares donde servían café exprés. Le gustaba el teatro y la música, y él y su difunta esposa jamás se habían perdido ningún acontecimiento del Kennedy Center.
En la Colina del Capitolio, Lake tenía fama de ser un brillante congresista, muy trabajador, capaz de expresarse con claridad, absolutamente honrado, leal y escrupuloso hasta el exceso. Debido al hecho de que su distrito era la sede de cuatro importantes empresas de armamento vinculadas al Departamento de Defensa, se había convertido en un experto en el tema. Era presidente del Comité de Servicios Armados del Congreso y, en su condición de tal, había conocido a Teddy Maynard.
Teddy volvió a pulsar el botón y apareció el rostro de Lake. En su calidad de veterano de las guerras de espionaje, Teddy raras veces se arredraba. Había esquivado balas, se había ocultado debajo de puentes y congelado en las montañas, había sido envenenado por dos espías checos, recibido un disparo por traidor en Bonn y aprendido siete idiomas, había combatido en la guerra fría, había tratado de impedir que estallara una conflagración y había vivido más aventuras que diez agentes juntos; sin embargo, cuando contemplaba el ingenuo rostro del congresista Aaron Lake, se le formaba un nudo en el estómago.
Él —la CIA— estaba a punto de hacer algo que la Agencia jamás había hecho.
Habían empezado con cien senadores, cincuenta gobernadores y cuatrocientos treinta y cinco congresistas, todos ellos probables sospechosos, y ahora sólo quedaba uno. El representante de Arizona, Aaron Lake.
Teddy pulsó otro botón y la pared se quedó en blanco. Tenía las piernas cubiertas con una manta. Cada día vestía lo mismo: un jersey azul marino de cuello de pico, una camisa blanca y una pajarita en tonos discretos. Se acercó con su silla de ruedas a un lugar muy próximo a la puerta y se dispuso a recibir a su candidato.
Durante los ocho minutos de espera, a Lake le ofrecieron un café y un bollo, que rechazó. Medía más de metro ochenta, pesaba ochenta kilos y cuidaba mucho su aspecto. Si hubiera aceptado el bollo, Teddy se hubiera sorprendido. Que ellos supieran, Lake jamás tomaba azúcar. Jamás.
Pero el café era muy cargado y, mientras se lo iba tomando, repasó la pequeña investigación que había llevado a cabo por su cuenta. El tema de la reunión era la alarmante cantidad de artillería del mercado negro que llegaba a los Balcanes. Lake llevaba dos memorándums, ochenta páginas a doble espacio de datos que había estado recopilando hasta las dos de la madrugada. No sabía muy bien por qué razón el señor Maynard quería que acudiera a Langley para hablar de aquel asunto, pero se había hecho el firme propósito de estar preparado.
Se oyó el amortiguado sonido de un timbre, se abrió la puerta y apareció el director de la CIA en su silla de ruedas y envuelto en una manta. En su rostro se apreciaban claramente las huellas que habían dejado sus setenta y cuatro años de existencia. Sin embargo, su apretón de manos era muy enérgico, probablemente a causa del esfuerzo que tenía que hacer para desplazarse en la silla. Lake lo siguió al interior del despacho y dejó a los dos pitbulls universitarios montando guardia en la puerta.
Se sentaron frente a frente, a ambos lados de una mesa muy larga que llegaba hasta el fondo de la estancia, donde un gran paño de pared de color blanco hacia las veces de pantalla. Después de unos breves preliminares, Teddy pulsó un botón y apareció otro rostro. Otro botón y las luces se amortiguaron. A Lake le encantó… Pulsando unos botoncitos, aparecían de inmediato unas imágenes de alta tecnología. La estancia debía de tener micrófonos ocultos y la suficiente ferretería electrónica como para controlar su pulso desde nueve metros de distancia.
—¿Lo reconoce? —preguntó Teddy.
—Es posible. Creo haber visto esta cara en algún sitio.
—Es Natty Chenkov. Un exgeneral. En la actualidad es miembro de lo que queda del Parlamento ruso.
—Conocido también como Natty —dijo orgullosamente Lake.
—El mismo. Comunista de la línea dura, estrechos vínculos con los militares, mente privilegiada, un ego descomunal, ambicioso, despiadado y, en estos momentos, el hombre más peligroso del mundo.
—Eso no lo sabía.
Un clic, otro rostro, este como esculpido en piedra, bajo una vistosa gorra de desfile.
—Este es Yuri Goltsin, el segundo de a bordo de lo que queda del ejército ruso. Chenkov y Goltsin tienen grandes planes. —Otro clic, un mapa de una parte de Rusia, al norte de Moscú—. Están almacenando armas en esta región —dijo Teddy—. En realidad, se las están robando a ellos mismos, saqueando el ejército ruso, pero lo principal es que las compran en el mercado negro.
—¿Y de dónde sacan el dinero?
—De todas partes. Cambian petróleo por radares israelíes. Se dedican al narcotráfico y compran tanques chinos a través de Pakistán. Chenkov mantiene estrechas relaciones con ciertos mafiosos, uno de los cuales ha adquirido recientemente una fábrica en Malaysia que sólo se dedica a la fabricación de rifles de asalto. Es todo muy complicado. Chenkov es muy listo, tiene un privilegiado coeficiente de inteligencia. Probablemente es un genio.
Teddy Maynard era un genio, y si él le otorgaba semejante titulo a otro, el congresista Lake no tenía más remedio que aceptarlo.
—¿A quién piensan atacar?
Teddy rechazó la pregunta: aún no estaba preparado para responder.
—Observe la ciudad de Vologda. Se encuentra a unos ochocientos kilómetros al este de Moscú. La semana pasada localizamos sesenta misiles Vetrovs en un almacén. Como sabe, un Vetro…
—Es el equivalente de nuestro Tomahawk Cruise, pero sesenta centímetros más largo.
—Exactamente. Añadidos a los que han trasladado a aquel lugar en los últimos noventa días, suman trescientos. ¿Ve la ciudad de Rybinsk, justo al norte de Vologda?
—Conocida por su plutonio.
—Sí, lo hay a toneladas. Suficiente para fabricar diez mil cabezas nucleares. Chenkov, Goltsin y los suyos controlan toda la zona.
—¿Que la controlan?
—Sí, a través de una red de mafiosos y unidades locales del ejército. Chenkov tiene a su gente en su sitio.
—¿Para qué?
Teddy pulsó un botón y la pared se quedó en blanco, aunque las luces no aumentaron de intensidad, de tal forma que, cuando habló desde el otro lado de la mesa, lo hizo casi envuelto en tinieblas.
—El golpe está a la vuelta de la esquina, señor Lake. Nuestros peores temores se están haciendo realidad. Todos los aspectos de la sociedad y de la cultura rusa se están resquebrajando y desmoronando. La democracia es un chiste. El capitalismo es una pesadilla. Pensábamos que podríamos Mcdonalizar aquel condenado lugar y ha sido un desastre. Los trabajadores no cobran, a pesar de que son los más afortunados porque tienen empleo. El veinte por ciento de la población activa carece de un puesto de trabajo. Los niños se mueren por falta de medicamentos. Y muchos adultos también. Un diez por ciento de la población vive sin hogar. Un veinte por ciento padece hambre. La situación se agrava día a día. Las mafias han saqueado el país. Creemos que se han robado y sacado de sus fronteras por lo menos quinientos mil millones de dólares. No se vislumbra ninguna mejora. El momento es propicio para la aparición de un hombre fuerte, un nuevo dictador que prometa devolver la estabilidad a la población. El país pide a gritos un jefe y Chenkov ha llegado a la conclusión de que él mismo se encargará del asunto.
—Ya tiene el ejército.
—Tiene el ejército: lo único que necesita. El golpe será incruento porque la gente ya se encuentra preparada. Acogerá con los brazos abiertos a Chenkov, que encabezará el desfile hacia la plaza Roja y nos desafiará a nosotros a que nos interpongamos en su camino. Volveremos a ser los malos.
—Y volverá la guerra fría —dijo Lake casi en un susurro.
—De fría, nada. Chenkov quiere expandirse y recuperar la antigua Unión Soviética. Necesita desesperadamente dinero en efectivo y lo tomará en forma de tierras, fábricas, petróleo y cosechas. Provocará pequeños enfrentamientos regionales que ganará sin el menor esfuerzo. —Apareció otro mapa. El audiovisual le mostró a Lake la primera fase del nuevo orden mundial. Teddy no omitía una sola palabra—. Supongo que invadirá todos los estados bálticos y derribará gobiernos en Estonia, Letonia, Lituania, etcétera. Después se desplazará al antiguo bloque oriental y concertará alianzas con algunos comunistas de allí.
El congresista se quedó sin habla mientras contemplaba la expansión de Rusia. Las predicciones de Teddy parecían seguras y muy precisas.
—¿Y los chinos? —preguntó Lake.
Pero Teddy aún no había terminado de hablar de la Europa del Este. Hizo otro clic y el mapa cambió.
—Aquí es donde nos van a absorber.
—¿En Polonia?
—Si. Es lo que siempre ocurre. Ahora Polonia pertenece a la OTAN por una maldita razón que no entiendo. Imagínese. Polonia comprometiéndose a protegernos a nosotros y a Europa. Chenkov consolida el antiguo territorio de Rusia y dirige una nostálgica mirada hacia el oeste. Lo mismo que Hitler, sólo que este anhelaba el este.
—¿Por qué le iba a interesar Polonia?
—¿Por qué le interesaba Polonia a Hitler? Se interponía entre su persona y Rusia. Odiaba a los polacos y estaba dispuesto a iniciar una guerra. A Chenkov le importa un bledo Polonia, simplemente desea controlarla como parte de su plan de destruir la OTAN.
—¿Está dispuesto a correr el riesgo de una tercera guerra mundial?
Tras pulsar varios botones, la pantalla volvió a convertirse en una pared. Se volvieron a encender las luces. La introducción audiovisual había terminado y ya era hora de iniciar una conversación todavía más seria. Teddy experimentó una punzada de intenso dolor en las piernas y no pudo evitar fruncir el ceño.
—No puedo responder a esta pregunta —reconoció—. Sabemos muchas cosas, pero ignoramos lo que piensa este hombre. Actúa con mucho sigilo, va colocando a la gente en su sitio y preparándolo todo. No será algo completamente inesperado, ¿sabe?
—Por supuesto que no. Llevamos ochenta años haciendo estos mismos pronósticos hipotéticos, siempre con la esperanza de que no se cumplan.
—Pero ya se están cumpliendo, señor congresista. Mientras nosotros hablamos, Chenkov y Goltsin se dedican a eliminar a sus adversarios.
—¿Qué programa piensan seguir?
Teddy se rebulló bajo la manta, tratando de cambiar de posición para aliviar el dolor.
—Es difícil decirlo. Si es listo, y en efecto lo es, esperará a que estallen disturbios en las calles. Creo que dentro de un año Natty Chenkov será el hombre más famoso del mundo.
—Un año —murmuró Lake casi para sí mismo, como sí acabaran de comunicarle su propia condena a muerte.
Se produjo una prolongada pausa mientras se imaginaba el fin del mundo. Y Teddy dejó que lo hiciera. Ahora el nudo que este tenía en el estómago se había reducido significativamente de tamaño. Lake le caía bien. Era atractivo, inteligente y sabía expresar con claridad sus ideas. Habían hecho la elección más acertada.
Era apto para ser elegido.
Tras una ronda de cafés y una llamada telefónica que Teddy debió atender —era del vicepresidente—, ambos reanudaron su pequeña conferencia y siguieron adelante. El congresista se alegró de que Teddy pudiera dedicarle tanto tiempo. Venían los rusos y, sin embargo, aquel hombre parecía muy tranquilo.
—No hace falta que le comente la escasa preparación de nuestros militares —dijo en tono muy serio.
—Escasa preparación, ¿para qué? ¿Para la guerra?
—Tal vez. Si no estamos preparados, es muy posible que se produzca una guerra. Si nos mostramos fuertes, evitaremos el enfrentamiento. Ahora mismo, el Pentágono no podría actuar como lo hizo en la guerra del Golfo, en 1991.
—Estamos al setenta por ciento —dijo Lake con seguridad. Era su terreno.
—Pero, con un setenta por ciento, estallará la guerra, señor Lake. Chenkov invierte hasta el último céntimo que roba en armamento nuevo. En cambio, nosotros recortamos los presupuestos y nos dedicamos a reducir la capacidad de nuestros militares. Queremos apretar botones y arrojar bombas inteligentes para que no se derrame ni una sola gota de sangre norteamericana. Chenkov contará con dos millones de soldados desesperados, dispuestos a luchar y morir en caso necesario.
Por un instante, Lake se sintió orgulloso. Había tenido el valor de votar en contra del último presupuesto porque este reducía el gasto militar. Los habitantes de su estado se hallaban furiosos.
—¿Y no podría usted poner al descubierto los planes de Chenkov? —preguntó.
—No. Rotundamente, no. Contamos con un estupendo servicio de espionaje. Si ahora nos enfrentamos a él, se dará cuenta de que lo sabemos todo. Es el juego del espionaje, señor Lake. Sería precipitado convertirlo ahora en un monstruo.
—Entonces, ¿qué plan tiene usted? —se atrevió a preguntar Lake.
Era una presunción preguntarle a Teddy cuáles eran sus proyectos. La reunión ya había alcanzado su objetivo. Un nuevo congresista había sido suficientemente informado. A Lake podían pedirle en cualquier momento que se retirara para dar paso al presidente del comité de cualquier otra cosa.
Pero Teddy tenía grandes planes y estaba deseando exponerlos.
—Sólo faltan dos semanas para las primarias de New Hampshire. Tenemos a cuatro republicanos y a tres demócratas que prometen todos lo mismo. No hay ni un solo candidato que se proponga aumentar los gastos de Defensa. Tenemos un superávit presupuestario, oh, milagro de los milagros, y a todo el mundo se le ocurren cientos de ideas sobre cómo emplearlo. Son un hatajo de imbéciles. Hace algunos años teníamos enormes déficits presupuestarios y el Congreso se gastaba el dinero con más rapidez de lo que se tardaba en imprimirlo. Ahora disponemos de un superávit y ellos se están dando un atracón.
El congresista Lake apartó momentáneamente la mirada y después decidió dejarlo correr.
—Perdone —dijo Teddy, cayendo en la cuenta de lo que acababa de decir—. El Congreso en su conjunto es irresponsable, pero también disponemos de excelentes congresistas.
—No es preciso que me lo diga.
—En cualquier caso, aquello está lleno de clones. Hace un par de semanas teníamos otros corredores marchando en cabeza. Se están arrojando barro y apuñalándose unos a otros, y todo de cara al cuadragesimocuarto estado más grande del país. Absurdo. —Teddy hizo una pausa y esbozó una mueca mientras trataba de modificar la posición de sus piernas inválidas—. Necesitamos a alguien nuevo, señor Lake, y consideramos que ese alguien debe ser usted.
La primera reacción de Lake fue contener una carcajada, cosa que consiguió con una sonrisa y un carraspeo. Luego procuró recuperar la compostura.
—Será una broma —comentó.
—Usted sabe que no bromeo, señor Lake —observó Teddy con la cara muy seria.
No cabía la menor duda de que Aaron Lake había caído en una trampa muy bien tendida.
El congresista carraspeó y finalizó la tarea de recuperar la compostura.
—De acuerdo, le escucho.
—Es muy sencillo. De hecho, la belleza del plan estriba en su simplicidad. Ya ha llegado usted tarde para presentarse en las primarias de New Hampshire; aunque no importa. Deje que el resto de la pandilla se líe a puñetazos por allí. Espere a que todo termine y entonces sorpréndalos a todos, anunciando su candidatura a la presidencia. Muchos se preguntarán: Pero ¿quién demonios es este Aaron Lake? Perfecto. Eso es precisamente lo que pretendemos. Muy pronto lo sabrán.
»En un principio, su proyecto constará de un único elemento: todo girará en torno a los gastos militares. Usted es un profeta de catástrofes y hará toda suerte de horribles predicciones acerca de la creciente debilidad de nuestras fuerzas armadas. Cuando exija duplicar los gastos militares, conseguirá que todos le escuchen.
—¿Duplicar?
—Espectacular, ¿verdad? Consigue despertar el interés. Usted los duplicará durante los cuatro años de su mandato.
—Pero ¿por qué? Necesitamos aumentar los gastos de Defensa, pero el doble me parece excesivo.
—No lo es si debemos combatir en otra guerra, señor Lake. Una guerra en la que pulsaremos botones y lanzaremos misiles Tomahawk por millares, a un millón de dólares la pieza. Recuerde que el año pasado casi se nos acabó el material en todo aquel jaleo de los Balcanes. No disponemos de suficientes efectivos en cada uno de los tres cuerpos, señor Lake, y usted es consciente de ello. Las fuerzas armadas necesitan toneladas de dinero en efectivo para reclutar a los jóvenes. Nos falta de todo: soldados, misiles, carros blindados, aviones y portaaviones. Chenkov se está preparando mientras nosotros perdemos el tiempo. Nosotros seguimos reduciendo gastos y, como sigamos con la misma política en la próxima Administración, estamos perdidos.
Teddy levantó la voz casi con rabia y cuando terminó con las palabras estamos perdidos, Aaron Lake experimentó casi la sensación de que la tierra temblaba bajo sus pies a causa de los bombardeos.
—¿Y de dónde vamos a sacar el dinero? —preguntó.
—El dinero, ¿para qué?
—Para los gastos de armamento.
Teddy soltó un bufido de desagrado antes de contestar.
—Del mismo sitio de donde sale siempre. ¿Es preciso que le recuerde, señor, que disponemos de un superávit?
—En resumen, que se trata de gastar el superávit.
—Por supuesto que sí. Mire, señor Lake, no se preocupe por el dinero. Poco después de que usted lo anuncie, le pegaremos un susto de muerte al pueblo norteamericano. Al principio, la gente pensará que está usted medio loco, un chalado de Arizona, empeñado en fabricar todavía más bombas. Pero nosotros les provocaremos un sobresalto. Crearemos una crisis al otro lado del mundo y, de repente, todo el mundo dirá que Aaron Lake es un profeta. La cuestión es la elección del momento más oportuno. Si pronuncia usted un discurso acerca de lo débiles que somos en Asia, casi nadie le hará caso. Pero si creamos por allí una situación de máxima gravedad, todo el mundo querrá hablar con usted. Eso es lo que ocurrirá a lo largo de toda la campaña. Crearemos tensión con este propósito. Divulgaremos informes, crearemos situaciones, manipularemos los medios de difusión, pondremos en apuros a sus adversarios. Francamente, señor Lake, no me parece tan difícil.
—Habla como si ya lo hubiera hecho antes.
—No. Hemos hecho algunas manipulaciones insólitas, siempre en nuestro afán de proteger este país, pero nunca hemos tratado de influir en unas elecciones presidenciales.
Teddy lo admitió casi con pesar.
Lake empujó lentamente su asiento hacia atrás, se levantó, estiró los brazos y las piernas y, sin apartarse de la mesa, se dirigió al fondo de la estancia. Se notaba los pies pesados. El pulso se le había desbocado. La trampa se había disparado y él había quedado atrapado.
Regresó a su asiento.
—No dispongo de fondos suficientes —objetó, mirando hacia el otro lado de la mesa.
Sabía que sus palabras serían recibidas por alguien que ya había tenido en cuenta el asunto.
Teddy sonrió, asintió con un gesto y fingió reflexionar. La casa de Lake en Georgetown valía cuatrocientos mil dólares. Este tenía aproximadamente la mitad de dicha cantidad en fondos de pensiones y otros cien mil dólares en bonos municipales. No había contraído deudas importantes. En la cuenta de su reelección había cuarenta mil dólares.
—Un candidato rico no resultaría atractivo —señaló Teddy, tendiendo la mano hacia otro botón—. El dinero no constituirá un obstáculo, señor Lake —añadió en tono mucho más animado—. Obligaremos a las fábricas de armamento que trabajaban para el Departamento de Defensa a que lo paguen. Fíjese en eso —añadió, agitando la mano derecha como si Lake no supiera muy bien hacia dónde mirar—. El año pasado la industria aeroespacial y la de armamento ganaron casi doscientos mil millones de dólares. Tomaremos simplemente una pequeña fracción de esta cantidad.
—¿Qué fracción?
—La que usted necesite. Basándonos en un cálculo realista, les podemos sacar cien millones de dólares.
—Pero no es posible ocultar cien millones de dólares.
—No esté tan seguro de eso, señor Lake. Y no permita que este asunto le quite el sueño. Nosotros nos encargaremos del dinero. Usted pronuncie discursos, haga la publicidad y dirija la campaña. El dinero se recibirá a paletadas. Cuando llegue noviembre, los electores norteamericanos estarán tan aterrorizados ante la posibilidad de una apocalíptica guerra definitiva que no les importará lo que gaste usted. Será una victoria aplastante.
En resumen: Teddy Maynard le estaba ofreciendo una aplastante victoria. Lake permaneció sentado en un silencio impresionado, casi aturdido, contemplando todo aquel dinero, allá arriba en la pared, ciento noventa y cuatro mil millones destinados a armamento y proyectos aeroespaciales. El año anterior el presupuesto para gastos militares había ascendido a doscientos setenta mil millones de dólares. Si se duplicara la suma hasta quinientos cuarenta mil millones de dólares en cuatro años, las fábricas de armamento volverían a hacer el agosto. ¡Y no digamos los empleados! ¡Los salarios se pondrían por las nubes y habría trabajo para todo el mundo!
El candidato Lake sería acogido con un abrazo por los ejecutivos, que tenían el dinero, y por los sindicatos, que tenían los votos. Cuando el sobresalto inicial empezó a desvanecerse, el plan de Teddy resultó mucho más claro. Cobrar dinero a los que se van a beneficiar. Asustar a los votantes para que corran a las urnas. Alcanzar una victoria aplastante. Y salvar con ello el mundo.
Teddy le dejó reflexionar un instante y después añadió:
—Lo haremos casi todo a través de los CAP, los comités de acción política. Los sindicatos, los ingenieros, los ejecutivos, las coaliciones empresariales…, no faltan grupos políticos. Y crearemos otros.
Lake ya los estaba creando. Centenares de CAP, con más dinero del que Jamás se hubiera invertido en ninguna elección. El sobresalto había desaparecido por entero y había sido sustituido por la emoción que le suscitaba la idea. Millares de preguntas se agolpaban en su mente: ¿Quién será mi vicepresidente? ¿Quién dirigirá la campaña? ¿Y el jefe del estado mayor? ¿Dónde me anunciaré?
—Puede que dé resultado —dijo, procurando controlar sus sentimientos.
—Pues claro que dará resultado, señor Lake. Confíe en mí. Llevamos bastante tiempo planeándolo.
—¿Cuántas personas están al corriente?
—Muy pocas. Ha sido usted cuidadosamente elegido, señor Lake. Hemos examinado a muchos posibles candidatos y su nombre siempre ocupaba el primer lugar. Hemos investigado sus antecedentes.
—Un poco aburridos, ¿verdad?
—Más bien si. Aunque me preocupa un poco su relación con la señora Valotti. Se ha divorciado un par de veces y es aficionada a los analgésicos.
—No sabía que tuviera una relación con la señora Valotti.
—Ha sido usted visto con ella hace poco.
—O sea que me han estado vigilando, ¿no es cierto?
—¿Acaso esperaba otra cosa?
—Supongo que no.
—La acompañó usted a una gala benéfica en favor de las mujeres oprimidas de Afganistán. No me haga reír.
Las palabras de Teddy se volvieron repentinamente cortantes y sarcásticas.
—En realidad no me apetecía ir.
—Pues no vaya más. Manténgase alejado de estas bobadas. Déjelas para Hollywood. Valotti sólo será una fuente de problemas.
—¿Alguien más? —preguntó Lake, considerablemente a la defensiva.
Su vida privada había sido bastante aburrida desde que falleciera su mujer. De repente, se enorgulleció de ello.
—Pues no —contestó Teddy—. La señora Benchly parece bastante estable y es una acompañante encantadora.
—Vaya, hombre, muchas gracias.
—Lo machacarán con la cuestión del aborto, pero no será el primero.
—Es un tema muy sobado —dijo Lake.
Y él ya estaba harto de bregar con él. Había estado a favor y en contra del aborto, se había mostrado duro y blando con los derechos de la reproducción, en favor de la elección y de la infancia, había sido antifeminista y profeminista. En los catorce años que llevaba en el Congreso, lo habían perseguido en el campo minado del aborto y cada nuevo movimiento estratégico lo había dejado malparado.
El aborto ya no le daba miedo, por lo menos de momento. Le preocupaba mucho más que la CIA hubiera metido las narices en su vida.
—¿Qué me dice de Green Tree? —preguntó.
Teddy agitó la mano derecha como si la cosa careciera de importancia.
—Ocurrió hace veintidós años. Nadie resultó condenado. Su socio se declaró en quiebra y fue procesado, pero el jurado lo dejó en libertad. El tema saldrá a relucir, porque todo lo hace. Pero, mire, señor Lake, nosotros nos encargaremos de desviar la atención hacia cualquier otro lugar. El hecho de presentarse en el último momento ofrece una ventaja. La prensa no dispondrá de mucho tiempo para escarbar en la basura.
—No estoy casado. Jamás ha resultado elegido un presidente sin esposa.
—Es usted viudo, fue el marido de una dama encantadora y muy respetada. Eso no tiene importancia. Confíe en mi.
—Pues, ¿qué le preocupa?
—Nada, señor Lake, nada en absoluto. Es usted un candidato sólido y muy elegible. Nosotros crearemos las situaciones y el temor y nos encargaremos de reunir el dinero.
Lake volvió a levantarse y empezó a deambular por la estancia, alisándose el cabello, rascándose la barbilla y tratando de aclararse las ideas.
—Tengo muchas preguntas —dijo.
—A lo mejor, yo puedo contestar a algunas. Mañana volveremos a reunirnos aquí mismo, a la misma hora. Consúltelo con la almohada, señor Lake. El tiempo apremia, pero supongo que antes de tomar una decisión como esta un hombre debe disponer de veinticuatro horas.
Teddy lo dijo con una sonrisa en los labios.
—Me parece una idea sensacional. Déjeme pensarlo. Mañana le daré mi respuesta.
—Nadie sabe que hemos mantenido esta pequeña charla.
—Por supuesto que no.