Cuando la puerta se abrió a la mañana siguiente, vi a Matthew apoyado contra la pared de piedra opuesta. A juzgar por su estado, él tampoco había dormido nada. Se puso en pie de un salto, para gran regocijo de las dos jóvenes sirvientas que no dejaban de reír a mis espaldas. No estaban acostumbradas a verlo de aquella manera, tan despeinado y desaliñado. Mi marido frunció el ceño y su rostro se ensombreció.
—Buenos días.
Avancé mientras las sayas color arándano se balanceaban. Al igual que la cama, las doncellas y prácticamente todo lo que tocaba, el atuendo pertenecía a Louisa de Clermont. El aroma a rosas y a gato de algalia que despedían las cortinas de encaje que rodeaban la cama me había resultado sofocantemente denso la noche anterior. Respiré hondo una bocanada de aire frío y limpio y busqué las notas de clavo y canela que procedían esencial e indiscutiblemente de Matthew. Parte de la fatiga abandonó mis huesos en cuanto las detecté y, reconfortada por aquel olor familiar, me arrebujé en la bata sin mangas de lana negra que las doncellas me habían puesto sobre los hombros. Me recordaba a mi túnica académica y me proporcionaba una capa extra de calor.
La expresión de Matthew se disipó mientras me atraía hacia él y me besaba con admirable dedicación a los detalles. Las doncellas continuaron emitiendo risitas tontas y haciendo lo que él se tomó como comentarios de ánimo. Una repentina ráfaga de aire alrededor de los tobillos me indicó que había llegado otro testigo. Nuestros labios se separaron.
—Eres demasiado mayor para estar zanganeando en antecámaras, Matthaios —comentó su padre, asomando la leonina cabeza desde la sala de al lado—. El siglo XII no te sentaba bien y definitivamente te permitimos leer demasiada poesía. Adecéntate antes de que te vean los hombres, por favor, y lleva a Diana abajo. Huele como una colmena en pleno verano y a la gente de la casa le llevará tiempo habituarse a su aroma. No queremos ningún desafortunado derramamiento de sangre.
—Habría menos posibilidades de que eso sucediera si dejaras de interferir. Esta separación es absurda —dijo Matthew, agarrándome por el codo—. Somos marido y mujer.
—No lo sois, gracias a los dioses. Bajad y yo me uniré a vosotros en breve. —Sacudió la cabeza con pesar y se retiró.
Matthew mantenía los labios apretados, mientras estábamos sentados el uno frente al otro en una de las largas mesas del gélido salón principal. Había poca gente en la habitación a aquella hora y los que quedaban se fueron rápidamente después de captar a la legua su expresión severa. Pusieron sobre la mesa, delante de mí, pan caliente recién salido del horno y vino con especias. No era té, pero serviría. Matthew esperó a que bebiera el primer largo trago antes de hablar.
—He ido a ver a mi padre. Nos iremos de inmediato.
Apreté los dedos con más fuerza alrededor de la taza, sin responder. Algunos pedacitos de piel de naranja flotaban en el vino, ahuecados por el tibio líquido. Los cítricos hacían que se asemejara un poco más a una bebida apropiada para el desayuno.
Matthew echó un vistazo a la sala, con cara de angustia.
—Venir aquí ha sido poco prudente.
—¿Y adónde vamos a ir entonces? Está nevando. Allá, en Woodstock, el pueblo está deseando llevarme ante un juez por cargos de brujería. Puede que en Sept-Tours tengamos que dormir separados y aguantar a tu padre, pero tal vez él sea capaz de encontrar una bruja dispuesta a ayudarme. —Hasta entonces, las decisiones precipitadas de Matthew no habían salido bien.
—Philippe es un entrometido. En cuanto a lo de encontrar una bruja, no le tiene mucho más cariño a tu gente que maman. —Matthew examinó la mesa de madera llena de cicatrices y cogió un trocito de cera que había goteado y se había introducido en una de las grietas—. Mi casa de Milán estaría bien. Podríamos pasar allí la Navidad. Las brujas italianas tienen una reputación mágica considerable y son conocidas por sus asombrosos vaticinios.
—A Milán, ni pensarlo. —Philippe apareció ante nosotros con la fuerza de un huracán y se deslizó en el banco, a mi lado. Matthew moderaba cuidadosamente su velocidad y su fuerza en beneficio de mis nervios de sangre caliente. Lo mismo hacían Miriam, Marcus, Marthe e incluso Ysabeau. Pero su padre no mostró tal consideración.
—Ya he llevado a cabo el acto de devoción filial, Philippe —dijo Matthew secamente—. No hay razón alguna para demorarse y estaremos bien en Milán. Diana conoce la lengua de la Toscana.
Si se refería al italiano, era cierto que conseguía pedir tagliatelle en los restaurantes y libros en la biblioteca. Sin embargo, algo me decía que era poco probable que aquello fuera suficiente.
—Muy útil para ella. Es una pena que no vayáis a ir a Florencia, entonces. Pero pasará mucho tiempo antes de que vuelvas a ser bien recibido en esa ciudad, tras tus últimas correrías allí —dijo Philippe suavemente—. Parlez-vous français, madame?
—Oui —respondí con cautela, segura de que el giro multilingüe que estaba dando aquella conversación era para peor.
—Hummm. —Philippe frunció el ceño—. Dicunt mihi vos es philologus.
—Es una erudita —terció Matthew, irritado—. Si quieres referencias de sus credenciales, estaré encantado de proporcionártelas en privado, después del desayuno.
—Loquerisne latine? —me preguntó Philippe, como si su hijo no hubiera hablado—. Milás elliniká?
—Mea lingua latina est mala —respondí, mientras posaba el vino. Philippe abrió los ojos de par en par al oír mi pésima respuesta de colegiala y su expresión me llevó de vuelta directamente a los horrores del primer curso de Latín. Si me ponían un texto de alquimia delante, era capaz de leerlo, pero no estaba preparada para un debate. Seguí en la brecha con valentía, mientras esperaba haber deducido correctamente que su segunda pregunta sería para averiguar mi nivel de griego—. Tamen mea lingua graeca est peior.
—Entonces tampoco conversaremos en esa lengua —murmuró Philippe, afligido. Se volvió hacia Matthew, indignado—. Den tha ekpaidéfsoun gynaíkes sto méllon?
—Las mujeres en los tiempos de Diana reciben bastante más educación de lo que juzgarías sensato, padre —respondió Matthew—. Y no solo en griego.
—¿No necesitan a Aristóteles en el futuro? Qué extraño mundo debe de ser. Me alegro de no tener que toparme con él hasta dentro de algún tiempo —declaró Philippe, antes de olfatear con recelo la jarra de vino y decidir que no le gustaba—. Diana tendrá que aprender a hablar con mayor fluidez francés y latín. Solo algunos de nuestros sirvientes hablan inglés y, de los del piso de abajo, ninguno.
Philippe lanzó una pesada anilla llena de llaves hacia el otro lado de la mesa. Abrí los dedos automáticamente para cogerla.
—De ninguna manera —dijo Matthew, extendiendo la mano para arrebatármelas—. Diana no permanecerá aquí tanto tiempo como para tener que preocuparse por las cuestiones domésticas.
—Es la mujer de mayor rango de Sept-Tours y ese es su deber. En mi opinión, deberíais empezar por la cocina —dijo Philippe, señalando la mayor de las llaves—. Esa es la de las despensas de alimentos. Las otras abren la tahona, la cervecería y las bodegas.
—¿Cuál de ellas abre la biblioteca? —pregunté, pasando el dedo por las gastadas superficies de hierro, con interés.
—En esta casa no guardamos bajo llave los libros —dijo Philippe—, solo la comida, la cerveza y el vino. Leer a Herodoto o a Aquino raras veces induce a un mal comportamiento.
—Siempre hay una primera vez —dije entre dientes—. ¿Y cómo se llama el cocinero?
—Chef.
—No, me refiero a su nombre de pila —dije, confusa.
Philippe se encogió de hombros.
—Él es quien está a cargo de todo, así que es el chef. Nunca lo he llamado de ninguna otra manera. ¿Y tú, Matthaios? —Padre e hijo intercambiaron una mirada que hizo que me preocupara por el futuro de la mesa de caballetes que los separaba.
—Creía que erais vos quien estabais a cargo de todo. Si tengo que llamar «chef» al cocinero, ¿cómo os debo llamar a vos? —Mi tono agudo distrajo temporalmente a Matthew, que estaba a punto de lanzar la mesa a un lado y poner sus largos dedos alrededor del cuello de su padre.
—Aquí todo el mundo me llama «señor» o «padre». ¿Cuál preferís? —La pregunta de Philippe era dulce y peligrosa.
—Llámalo simplemente Philippe —rugió Matthew—. Responde a muchos otros títulos, pero los que mejor le van harían que te salieran ampollas en la lengua.
Philippe sonrió a su hijo.
—Veo que no olvidaste la combatividad cuando perdiste el sentido común. Deja la casa para tu mujer y acompáñame a dar un paseo a caballo. Estás enclenque, necesitas hacer ejercicio como es debido.
Philippe se frotó las manos, anticipando lo que se avecinaba.
—No voy a dejar a Diana —replicó Matthew, que jugueteaba nervioso con un enorme salero de plata, el ancestro del recipiente de barro para la sal que estaba sobre la cocina de mi casa de New Haven.
—¿Por qué no? —resopló Philippe—. Alain hará de niñera.
Matthew abrió la boca para responder.
—¿Padre? —dije con dulzura, entrometiéndome en la conversación—. ¿Podría hablar en privado con mi esposo antes de que se reúna con vos en los establos?
Philippe entornó los ojos. Se puso en pie e hizo una discreta reverencia en dirección a mí. Era la primera vez que el vampiro se movía a una velocidad que recordaba a la normal.
—Desde luego, madame. Os enviaré a Alain para que os atienda. Deleitaos con vuestra privacidad… mientras la tengáis.
Matthew se quedó allí, con los ojos fijos en mí, hasta que su padre salió de la habitación.
—¿Qué pretendes, Diana? —preguntó en voz baja al tiempo que yo me levantaba y rodeaba lentamente la mesa.
—¿Por qué está Ysabeau en Tréveris? —pregunté.
—¿Y eso qué importa? —dijo evasivamente.
Me puse a jurar como un carretero, lo que borró con eficacia aquella expresión inocente de su cara. Había tenido mucho tiempo para pensar la noche anterior, tumbada a solas en el cuarto con olor a rosas de Louisa; tiempo más que suficiente para hacer encajar los acontecimientos de las últimas semanas y cuadrarlos con lo que sabía sobre aquel período.
—¡Importa porque no hay muchas cosas más que hacer en Tréveris en 1590 que cazar brujas! —Un sirviente atravesó a hurtadillas la sala, para ir hacia la puerta principal. Aún había dos hombres sentados al lado del hogar, así que bajé la voz—. Este no es ni el momento ni el lugar de discutir el papel actual de tu padre en la geopolítica moderna, por qué un cardenal católico te ha permitido darle órdenes en Mont Saint-Michel como si fuera tu isla privada o comentar la trágica muerte del padre de Gallowglass. Aunque algún día me lo contarás, desde luego. Y, sin duda alguna, necesitaremos más tiempo y privacidad para que me expliques los aspectos más técnicos del apareamiento entre vampiros.
Giré en redondo para alejarme de él. Matthew esperó a que estuviera lo suficientemente lejos como para pensar que era posible escapar antes de agarrarme limpiamente por el codo y darme la vuelta con una maniobra instintiva propia de un depredador.
—No, Diana. Hablaremos de nuestro matrimonio antes de que cualquiera de los dos abandone esta sala.
Matthew se volvió hacia el último grupo de sirvientes que disfrutaban de la comida de la mañana. Con una sacudida de la cabeza les hizo salir disparados.
—¿De qué matrimonio? —pregunté. Algo peligroso brilló en sus ojos y desapareció.
—¿Tú me amas, Diana? —La suave pregunta de Matthew me sorprendió.
—Sí —respondí instantáneamente—. Pero si amarte fuera lo único que importara, esto sería fácil y todavía estaríamos en Madison.
—Es fácil. —Matthew se levantó—. Si me amas, las palabras de mi padre no tendrán el poder de hacer que las promesas que nos hemos hecho se desvanezcan, al igual que la Congregación no ha logrado que cumpliéramos el pacto.
—Si de verdad me amaras, te entregarías a mí. En cuerpo y alma.
—No es tan sencillo —aseguró Matthew, apesadumbrado—. Desde el primer momento, te advertí que una relación con un vampiro sería complicada.
—Parece que Philippe no piensa lo mismo.
—Pues acuéstate con él. Pero si es a mí a quien quieres, esperarás.
Matthew estaba tranquilo, pero se trataba de la calma propia de un río helado: duro y suave en la superficie, pero embravecido en el fondo. Llevaba usando las palabras como armas desde que salimos del Viejo Pabellón. Se había excusado por las primeras contestaciones cortantes, pero por aquella no habría disculpa. Ahora que estaba de nuevo con su padre, la capa de barniz de civilización de Matthew era demasiado fina para algo tan moderno y humano como el arrepentimiento.
—Philippe no es mi tipo —dije con frialdad—. Sin embargo, podrías tener la deferencia de explicarme por qué debería esperarte.
—Porque el divorcio entre vampiros no existe. Solo el apareamiento y la muerte. Algunos vampiros, mi madre y Philippe entre ellos, se separan temporalmente si existen… —hizo una pausa— desavenencias. Buscan otros amantes. Con tiempo y distancia, resuelven sus diferencias y vuelven a unirse. Pero eso no va a funcionar conmigo.
—Vale. No es que sea mi ideal de matrimonio. Pero sigo sin ver por qué eres tan reacio a consumar nuestra relación. —Matthew ya había estudiado mi cuerpo y sus reacciones con la meticulosa atención de un amante. No era yo o la idea del sexo lo que le hacía vacilar.
—Es demasiado pronto para coartar tu libertad. Una vez que me pierda dentro de ti, no habrá más amantes ni más separaciones. Tienes que estar segura de si estar casada con un vampiro es lo que realmente quieres.
—¿Tú decides elegirme una y otra vez, pero cuando yo quiero hacer lo mismo crees que no tengo las cosas claras?
—Yo he tenido oportunidades más que suficientes para saber lo que quiero. Tu debilidad por mí podría no ser más que una manera de mitigar tu temor a lo desconocido o de satisfacer tu deseo de abrazar este mundo de criaturas del que has renegado durante tanto tiempo.
—¿Debilidad? Yo te quiero. Me da igual que me des dos días o dos años. Mi decisión será la misma.
—¡La diferencia será que yo no te habré hecho lo que te hicieron tus padres! —exclamó, explotando finalmente y empujándome al pasar a mi lado—. Aparearse con un vampiro no es menos limitador que ser hechizado por brujos. Por primera vez estás viviendo como quieres y, aun así, estás dispuesta a cambiar una serie de restricciones por otras. Pero las mías no son encantamientos de cuentos de hadas y ningún hechizo acabará con ellas cuando empiecen a escocer.
—Soy tu amante, no tu prisionera.
—Y yo soy un vampiro, no un sangre caliente. El instinto de apareamiento es primitivo y difícil de controlar. Todo mi ser estará centrado en ti. Nadie merece una atención tan implacable, y mucho menos la mujer a la que amo.
—Así que puedo elegir entre vivir sin ti o que me encierres en una torre. —Sacudí la cabeza—. Quien habla es el miedo, no la razón. Temes perderme y estar con Philippe lo empeora. Alejarme de ti no va a mitigar tu dolor, pero hablar de ello sí podría ayudar.
—Ahora que vuelvo a estar con mi padre, con las heridas abiertas y sangrando, ¿no me estoy curando todo lo rápido que esperabas?
La crueldad había regresado al tono de Matthew. Me estremecí. El arrepentimiento se reflejó en sus facciones, antes de que estas se endurecieran de nuevo.
—Preferirías estar en cualquier otro sitio. Lo sé, Matthew. Pero Hancock tenía razón: yo no duraría mucho en un lugar como Londres o París, donde podríamos encontrar a alguna bruja dispuesta a ayudarme. Las otras mujeres captarían mis diferencias al instante y no serían tan condescendientes como Walter o Henry. Me entregarían a las autoridades, o a la Congregación, en cuestión de días.
La agudeza de la mirada de Matthew dio credibilidad a la advertencia de cómo sería sentirse exclusivo objeto de atención de un vampiro.
—A otra bruja no le importaría —dijo obstinadamente, mientras me soltaba los brazos y daba media vuelta—. Y puedo arreglármelas con la Congregación.
Los pocos centímetros que nos separaban a Matthew y a mí se estiraron hasta tal punto que parecía que estábamos en extremos opuestos del mundo. La soledad, mi vieja compañera, ya no parecía mi amiga.
—No podemos seguir así, Matthew. No tengo familia ni propiedades, así que dependo totalmente de ti —continué. Los historiadores tenían razón sobre algunos aspectos del pasado, incluidas las debilidades estructurales asociadas al hecho de ser mujer, no tener amigos ni dinero—. Necesitamos quedarnos en Sept-Tours hasta que pueda entrar en una habitación sin que todas las miradas curiosas se fijen en mí. Tengo que ser capaz de valerme por mí misma. Empezando por esto —dije, levantando las llaves del castillo.
—¿Quieres jugar a las casitas? —preguntó Matthew, incrédulo.
—No voy a jugar a las casitas. Me lo voy a tomar muy en serio. —Los labios de Matthew se curvaron al oír mis palabras, pero no fue una sonrisa de verdad—. Vete. Pasa tiempo con tu padre. Yo estaré demasiado ocupada como para echarte de menos.
Se fue hacia los establos sin un beso ni una palabra de despedida. La ausencia de su habitual consuelo me dejó con la extraña sensación de que me faltaba algo. Cuando su olor se hubo disipado, llamé suavemente a Alain, que llegó sospechosamente rápido, acompañado por Pierre. Debían de haber estado escuchando todas y cada una de las palabras de nuestra conversación.
—Mirar por la ventana no servirá para ocultar lo que piensas, Pierre. Es una de las pocas señales que delatan a tu señor y, cada vez que lo hace, sé que está tramando algo.
—¿Señales? —Pierre me miró, confundido. El juego del póquer todavía estaba por inventar.
—Una señal externa de una preocupación interior. Matthew aparta la mirada cuando está nervioso o cuando no quiere decirme algo. Y se mesa los cabellos cuando no sabe qué hacer. Esas son señales.
—Y tanto que lo hace, madame. —Pierre me miró, anonadado—. ¿Sabe milord que habéis usado vuestros poderes adivinatorios de bruja para ver dentro de su alma? Madame De Clermont está al tanto de dichas costumbres, y los hermanos y el padre de milord también. Pero vos lo frecuentáis desde hace muy poco tiempo y aun así lo conocéis a la perfección.
Alain tosió.
Pierre parecía horrorizado.
—Me he dejado llevar, madame. Por favor, perdonadme.
—La curiosidad es una bendición, Pierre. Y he usado la observación, no la adivinación, para conocer a mi esposo. —No había razón alguna para que las semillas de la revolución Científica no pudieran plantarse en aquel momento, en Auvernia—. Creo que estaremos más cómodos hablando de esto en la biblioteca —declaré, señalando hacia donde esperaba que fuera la dirección correcta.
La sala donde los De Clermont guardaban la mayor parte de sus libros era lo más parecido a la ventaja del factor campo que podría disfrutar en el Sept-Tours del siglo XVI. Cuando la fragancia del papel, de la piel y de la piedra me envolvió, parte de la soledad me abandonó. Aquel era un mundo que conocía.
—Tenemos mucho trabajo que hacer —dije con tranquilidad, volviéndome hacia los criados de la familia—. Pero antes me gustaría pediros algo a ambos.
—¿Una promesa, madame? —Alain me contempló receloso.
Asentí.
—Si pido algo que requiera la asistencia de milord o, más importante, de su padre, por favor, decídmelo y cambiaremos inmediatamente de rumbo. No necesitan preocuparse por pequeñeces. —Los hombres parecían desconfiados, pero intrigados.
—Òc —dijo Alain, asintiendo.
A pesar de tan prometedor comienzo, mi primera reunión de equipo no empezó con muy buen pie. Pierre se negó a sentarse en mi presencia y Alain solo accedió a coger una silla si yo también lo hacía. Pero quedarme de brazos cruzados no era una opción, dada la creciente marea de ansiedad que me generaban mis responsabilidades en Sept-Tours, así que los tres nos pusimos a dar vueltas y más vueltas a la biblioteca. Mientras caminábamos, señalé varios libros que deberían trasladar a la habitación de Louisa, recité una larga lista de suministros necesarios y ordené que llevaran mi atuendo de viaje a un sastre para que sirviera de patrón para un guardarropa básico. Estaba dispuesta a vestir la ropa de Louisa de Clermont durante dos días más. Después de ello, amenacé con asaltar los armarios de Pierre en busca de pantalones bombachos y calzas. Claramente, la perspectiva de tan grave falta de pudor femenino infundió pavor en sus corazones.
Pasamos la segunda y la tercera hora hablando sobre las tareas inherentes al palacete. Yo no tenía experiencia en la administración de un hogar tan complicado, pero sabía qué preguntas hacer. Alain investigó los nombres y las descripciones del trabajo de los principales empleados, me proporcionó una breve descripción de las principales personalidades del pueblo, me informó de quién se alojaba en la casa en aquellos momentos y especuló sobre quién podíamos esperar que viniera de visita en las próximas semanas.
A continuación, levantamos el campamento y bajamos a las cocinas, donde tuve el primer encuentro con Chef. Era un humano delgado como un junco y no más alto que Pierre. Al igual que Popeye, tenía toda la fuerza concentrada en los antebrazos, que eran del tamaño de jamones. La razón de ello se hizo patente cuando levantó un enorme pedazo de masa, la puso sobre una superficie enharinada y empezó a trabajarla con suavidad. Al igual que yo, Chef solo era capaz de pensar cuando estaba en movimiento.
Abajo había corrido la voz de que una invitada de sangre caliente estaba durmiendo en una habitación cercana al cabeza de familia. Por consiguiente, también se había empezado a especular sobre mi relación con milord y sobre qué tipo de criatura era yo, dados mi olor y mis hábitos alimenticios. Los oí decir sorcière y masca —los términos francés y occitano para la palabra bruja— cuando entramos en aquel infierno de actividad y calor. Chef había reunido al personal de la cocina, que era vasto y de organización bizantina. Aquello les proporcionó la oportunidad de analizarme de primera mano. Algunos eran vampiros, otros humanos. Una era daimón. Tomé nota mentalmente para asegurarme de que trataran con amabilidad a aquella joven llamada Catrine, cuya mirada me pellizcaba levemente las mejillas con abierta curiosidad, y de que cuidaran de ella hasta que sus fortalezas y debilidades fueran más claras.
Estaba decidida a hablar inglés solo si era necesario, e incluso entonces solo con Matthew, su padre, Alain o Pierre. Como resultado de ello, mi conversación con Chef y sus socios fue un cúmulo de malentendidos. Por suerte, Alain y Pierre deshicieron amablemente los embrollos cuando mi francés y su occitano de fuerte acento se mezclaban. En su día, yo había sido una mimo bastante decente. Había llegado el momento de resucitar dichos talentos y escuché atentamente las caídas y fluctuaciones del idioma local. Ya había incluido varios diccionarios de lengua en la lista de la compra para la siguiente vez que alguien fuera a la cercana ciudad de Lyon.
Me gané la simpatía de Chef cuando alabé su habilidad para hornear, elogié el orden reinante en las cocinas y le pedí que me lo hiciera saber de inmediato si necesitaba cualquier cosa para trabajar su magia culinaria. Nuestra relación se afianzó, sin embargo, cuando investigué sobre cuáles eran la comida y la bebida preferidas de Matthew. Chef se animó y empezó a agitar las manos pegajosas en el aire y a hablar a mil por hora sobre lo esquelético que estaba milord, de lo que culpaba por completo a los ingleses y a su falta de respeto por la gastronomía.
—¿No envié a Charles para cubrir sus necesidades? —reivindicó Chef en un rápido occitano, mientras levantaba la masa y la dejaba caer. Pierre murmuró la traducción lo más rápido que pudo—. ¡Perdí a mi mejor pinche y los ingleses como si nada! Milord tiene un estómago delicado y hay que tentarlo para que coma, o empieza a consumirse.
Me disculpé en nombre de Inglaterra y le pregunté cómo entre él y yo podríamos asegurarnos de que Matthew recuperara la salud, aunque la idea de que mi esposo fuera aún más robusto me resultaba alarmante.
—Le gusta el pescado crudo, ¿no? Y el venado.
—Milord necesita sangre. Y no la tomará a menos que esté preparada de forma impecable.
Chef me llevó a la sala de caza, donde las carcasas de varias bestias colgaban sobre tubos de plata que recogían la sangre que vertía de sus cuellos amputados.
—Solo debe usarse plata, cristal o porcelana para recoger la sangre para milord, o la rechazará —informó Chef con un dedo levantado.
—¿Por qué? —pregunté.
—El resto de vasijas contaminan la sangre con malos olores y sabores. Esta es pura. Oled —me ordenó Chef, tendiéndome la taza. Me dieron arcadas al oler aquel aroma metálico y me cubrí la nariz y la boca. Alain alejó la sangre, pero yo lo detuve con una mirada.
—Continúa, por favor, Chef.
Chef me dirigió una mirada de aprobación y empezó a describir el resto de delicias que componían la dieta de Matthew. Me habló de su amor por el caldo de ternera reforzado con vino y especias y servido frío. Matthew tomaba sangre de perdiz, siempre y cuando fuera en pequeñas cantidades y nunca a primera hora del día. Madame De Clermont no era tan quisquillosa, dijo Chef sacudiendo con pesar la cabeza, pero su hijo no había heredado su admirable apetito.
—No —dije secamente, pensando en la cacería a la que había ido con Ysabeau.
Chef introdujo la punta del dedo dentro de la copa de plata y lo levantó, permitiendo que el color rojo brillara bajo la luz antes de meterlo en la boca y dejar que aquella fuente de vida le recorriera la lengua.
—La sangre de ciervo es su favorita, por supuesto. No es tan sabrosa como la sangre humana, pero tiene un sabor parecido.
—¿Puedo? —pregunté vacilante, extendiendo el dedo meñique hacia la copa. El venado me daba arcadas. Tal vez el sabor de la sangre de ciervo fuera diferente.
—A milord no le gustaría, madame De Clermont —dijo Alain, con evidente preocupación.
—Pero no está aquí —dije. Mojé la puntita del dedo meñique en la copa. La sangre era densa y me la llevé a la nariz y la olí, como había hecho Chef. ¿Qué olor detectaba Matthew? ¿Qué sabores percibía?
Cuando me pasé el dedo por los labios, se me inundaron los sentidos de información: el viento en un monte escarpado, la comodidad de un lecho de hojas en un hueco entre dos árboles, la alegría de correr libre. Todo ello acompañado por una palpitación constante y atronadora. Un pulso, un corazón.
La percepción de la vida del ciervo se apagó demasiado rápido. Extendí el dedo con el feroz deseo de saber más, pero la mano de Alain detuvo la mía. Aunque el hambre de información me corroía, su intensidad fue disminuyendo a medida que los últimos restos de sangre abandonaban mi boca.
—Tal vez madame debería regresar ya a la biblioteca —sugirió Alain, dirigiendo una mirada de advertencia a Chef.
Mientras salía de las cocinas, le dije a Chef qué debía hacer cuando Matthew y Philippe regresaran del paseo a caballo. Estábamos cruzando un largo pasillo de piedra cuando me detuve repentinamente en una puerta baja que estaba abierta. Pierre evitó por los pelos estrellarse contra mí.
—¿De quién es esta habitación? —pregunté, mientras se me cerraba la garganta con el aroma de las hierbas que pendían de las vigas.
—Pertenece a la doncella de madame De Clermont —explicó Alain.
—Marthe. —Respiré hondo y crucé el umbral. Había recipientes de barro colocados en pulcras hileras sobre las estanterías y el suelo estaba barrido. Había algo medicinal (¿menta?) en la acidez del aire. Me recordaba al olor que a veces despedía la vestimenta del ama de llaves. Cuando me volví, los tres bloqueaban el umbral.
—A los hombres no se les permite entrar ahí, madame —confesó Pierre, mirando por encima del hombro como si temiera que Marthe apareciese en cualquier momento—. Solo Marthe y mademoiselle Louisa pasan tiempo en la bodega. Ni madame De Clermont osa perturbar este lugar.
Ysabeau no aprobaba los remedios herbales de Marthe: eso lo sabía. Marthe no era bruja, pero sus pociones estaban solo a unos pasos de la tradición popular de Sarah. Recorrí la habitación con la mirada. Había más cosas que hacer en una cocina que cocinar, y más cosas que aprender del siglo XVI que la organización de hogares y mi propia magia.
—Me gustaría usar la bodega mientras esté en Sept-Tours.
Alain me miró bruscamente.
—¿Usarla?
Asentí.
—Para cuestiones alquímicas. Por favor, haz que traigan dos barriles de vino para que pueda usarlos. Que sea lo más añejo posible, pero que no se haya convertido en vinagre. Dadme un momento para hacer inventario de lo que hay aquí.
Pierre y Alain cedieron nerviosos por el inesperado desarrollo de los acontecimientos. Después de poner en una balanza mi determinación y la incertidumbre de sus compañeros, Chef se hizo cargo de la situación y empujó al resto de los hombres en dirección a las cocinas.
Mientras los gruñidos de Pierre se apagaban, me centré en mi alrededor. La mesa de madera que había ante mí estaba llena de marcas por el trabajo de cientos de cuchillos que habían separado las hojas de los tallos. Pasé un dedo por una de las muescas y me lo llevé a la nariz.
Romero. Para recordar.
«¿Recordar?». Era la voz de Peter Knox, el brujo moderno que se había burlado de mí con recuerdos de la muerte de mis padres y que quería el Ashmole 782 para sí. El pasado y el presente colisionaban una vez más y eché una mirada furtiva a la esquina que había al lado de la chimenea. Los hilos de color azul y ámbar estaban allí, tal y como esperaba. Pero también sentía algo más, la presencia de alguna otra criatura de otra época. Mis dedos perfumados con romero se extendieron para establecer contacto, pero era demasiado tarde. Fuera quien fuera, ya se había ido, y la esquina había regresado a su polvoriento estado normal.
«Recordar».
Ahora era la voz de Marthe la que resonaba en mi memoria, nombrando varias hierbas y dándome instrucciones para que cogiera un pellizco de cada una e hiciera una infusión. Servía para inhibir la concepción, aunque yo no lo sabía la primera vez que había probado aquel brebaje caliente. Los ingredientes para hacerla seguramente estaban allí, en la bodega de Marthe.
La sencilla caja de madera se encontraba en la estantería superior, a buen recaudo, fuera del alcance de la mano. Me puse de puntillas, levanté el brazo y dirigí mi deseo hacia la caja, como había hecho una vez para invocar a un libro de una de las estanterías de la Bodleiana. La caja se deslizó hacia delante solícitamente hasta que mis dedos pudieron tocar las esquinas. La atrapé y la dejé con cuidado sobre la mesa.
La tapa se levantó para dejar a la vista doce compartimentos iguales, cada uno de ellos lleno de una sustancia diferente. «Perejil. Jengibre. Matricaria. Romero. Salvia. Semillas de perifollo verde. Artemisa. Poleo. Angélica. Ruda. Tanaceto. Raíz de junípero». Marthe estaba bien equipada para ayudar a las mujeres del pueblo a poner freno a su fertilidad. Las toqué una a una, satisfecha por recordar sus nombres y aromas. Sin embargo, mi satisfacción pronto se transformó en pesar. No sabía nada más: ni cuál era la fase apropiada de la luna para recogerlas ni qué otros usos mágicos podían tener. Sarah lo habría sabido. Y cualquier otra mujer del siglo XVI también.
Me dejé de lamentaciones. Por el momento sabía lo que harían aquellas hierbas si las maceraba en agua caliente o vino. Me guardé la caja bajo el brazo y me reuní con los demás en la cocina. Alain se levantó.
—¿Habéis terminado aquí, madame?
—Sí, Alain. Mercés, Chef —dije.
De vuelta en la biblioteca, posé la caja con cuidado sobre la esquina de la mesa y cogí una hoja en blanco de papel, que atraje hacia mí. Me senté y elegí una de las plumas del plumier.
—Chef dice que el sábado entraremos en el mes de diciembre. No he querido hablar de ello en la cocina, pero ¿podría alguien explicarme cómo me he perdido la segunda mitad de noviembre? —Mojé la pluma en un tarro de tinta oscura y miré a Alain, expectante.
—Los ingleses rechazan el nuevo calendario papal —dijo el sirviente con lentitud, como si estuviera hablando con una niña—. Así que allí solo es el décimo séptimo día de noviembre, mientras que aquí, en Francia, es el vigésimo séptimo.
Había viajado en el tiempo más de cuatro siglos sin perder una sola hora y mi viaje de la Inglaterra isabelina a la Francia asolada por la guerra me había costado casi tres semanas, en lugar de diez días. Ahogué un suspiro y escribí las fechas correctas en la parte superior de la hoja. Mi pluma se detuvo.
—Eso significa que el Adviento comenzará el domingo.
—Oui. Todo el pueblo, y, por supuesto, milord, ayunará hasta la noche anterior al día de Navidad. La casa interrumpirá el ayuno con el seigneur el 17 de diciembre. —¿Cómo ayunaba un vampiro? Mis conocimientos sobre las ceremonias de la religión cristiana no me resultaban de mucha ayuda.
—¿Qué sucede el 17? —pregunté, tomando nota también de esa fecha.
—Es la Saturnalia, madame —dijo Pierre—. La celebración dedicada al dios de la cosecha. Sieur Philippe todavía respeta las costumbres antiguas.
«Ancestrales», sería más exacto. La Saturnalia no se practicaba desde los últimos días del Imperio romano. Me pellizqué el puente de la nariz, sintiéndome abrumada.
—Empecemos por el principio, Alain. ¿Qué va a pasar exactamente en esta casa el fin de semana?
Al cabo de treinta minutos de debate y tres hojas más de papel, me dejaron a solas con los libros, los papeles y un punzante dolor de cabeza. Un rato después oí un alboroto en el salón principal, seguido de una sonora carcajada. Una voz familiar, aunque más estruendosa y más cálida de lo que recordaba, bramó un saludo.
«Matthew».
Antes de que pudiera apartar los papeles, él ya estaba allí.
—¿Has notado mi ausencia, al final? —El rostro de Matthew tenía un toque de color. Sus dedos me soltaron un mechón de pelo mientras me agarraba el cuello y me plantaba un beso en los labios. No tenía sangre en la lengua, solo el sabor del viento y del aire libre. Matthew había montado a caballo, pero no se había alimentado—. Siento lo que pasó antes, mon coeur —me susurró al oído—. Perdóname por haberme portado tan mal. —El paseo a caballo le había levantado el ánimo y su actitud hacia su padre era natural y en absoluto forzada por primera vez.
—Diana —dijo Philippe, saliendo de detrás de su hijo. Luego cogió el libro más cercano, lo acercó al fuego y comenzó a pasar las páginas—. Estás leyendo Historia de los francos. No por primera vez, espero. Este libro sería más ameno, desde luego, si la madre de Gregory hubiera supervisado su escritura. El latín de Armentaria era de lo más admirable. Siempre era un placer recibir sus cartas.
Nunca había leído el famoso libro de Gregorio de Tours de historia francesa, pero no había razón para que Philippe lo supiera.
—Cuando él y Matthew asistían a la escuela en Tours, tu famoso Gregory era un niño de doce años. Matthew era bastante mayor que el profesor, por no hablar del resto de los alumnos, y permitía que los niños se subieran a él como si fuera un caballo en las horas de recreo. —Philippe les echó un vistazo a las páginas—. ¿Dónde está la parte del gigante? Es mi favorita.
Alain entró, portando una bandeja con dos cálices de plata. La dejó en la mesa al lado del hogar.
—Merci, Alain. —Señalé la bandeja—. Debéis de estar hambrientos. Chef os ha enviado aquí vuestro alimento. ¿Por qué no me contáis cómo ha ido la mañana?
—No necesito… —empezó a decir Matthew. Tanto su padre como yo emitimos sendos sonidos de exasperación. Philippe me hizo un gesto de deferencia inclinando amablemente la cabeza.
—Claro que sí —dije—. Es sangre de perdiz, a estas horas ya deberías tolerarla. Aun así, espero que mañana vayas a cazar y también el sábado. Si pretendes ayunar durante las próximas cuatro semanas, tienes que alimentarte mientras puedas. —Le di las gracias a Alain, que hizo una reverencia, miró de reojo a su señor y se fue apresuradamente—. La vuestra es sangre de venado, Philippe. La han extraído esta mañana.
—¿Qué sabes tú de sangre de perdiz y de ayuno?
Los dedos de Matthew se enredaron suavemente en el rizo que tenía suelto. Levanté la vista y miré los ojos de color gris verdoso de mi marido.
—Más de lo que sabía ayer. —Hice que me soltara el pelo antes de tenderle el cáliz.
—Me iré con la comida a otra parte —interrumpió Philippe— y os dejaré con vuestra discusión.
—No ha lugar a discusión. Matthew debe cuidarse. ¿Adónde habéis ido de paseo? —Cogí la copa de sangre de venado y se la tendí a Philippe.
La atención de Philippe fue del cáliz de plata al rostro de su hijo y de vuelta a mí. Me dedicó una sonrisa resplandeciente, pero no cabía duda de su mirada evaluadora. Cogió el cáliz que le ofrecía y lo levantó, brindándonoslo.
—Gracias, Diana —dijo, con voz realmente amistosa.
Pero aquellos ojos antinaturales que no se perdían nada seguían mirándome mientras Matthew describía la mañana. Sentí una sensación como de deshielo primaveral cuando la atención de Philippe pasó a centrarse en su hijo. No podía resistirme a mirar en su dirección para ver si era posible adivinar lo que estaba pensando. Nuestras miradas se cruzaron, o más bien chocaron. La advertencia era inequívoca.
Philippe de Clermont estaba tramando algo.
—¿Qué te han parecido las cocinas? —preguntó Matthew, desviando la conversación hacia mí.
—Fascinantes —dije, mientras clavaba la mirada en los astutos ojos de Philippe, con aire desafiante—. Absolutamente fascinantes.