—¿En el lugar de siempre? —preguntó Gallowglass en voz queda, mientras dejaba los remos e izaba la solitaria vela. Aunque debían de faltar como mínimo cuatro horas para la salida del sol, otra embarcación era visible en la oscuridad. Distinguí el perfil sombrío de una vela y de un farol que pendía oscilante de un mástil en la popa de un velero vecino.
—Walter me dijo que íbamos a ir a Saint-Malo —dije al tiempo que giraba la cabeza, consternada. Raleigh nos había acompañado desde el Viejo Pabellón hasta Portsmouth y había tripulado el barco que nos había llevado a Guernsey. Lo habíamos dejado de pie en la cubierta cerca del pueblo de Saint-Pierre-Port. No podía ir más allá; no después de que hubieran puesto precio a su cabeza en la Europa católica.
—Recuerdo a la perfección adónde me dijo Raleigh que fuera, tiíta, pero él es un pirata. Y es inglés. Y no está aquí. Es una pregunta para Matthew.
—Immensi tremor oceani —susurró Matthew contemplando la mar embravecida. Mientras observaba las negras aguas, su expresión recordaba la de la talla de un mascarón de proa. Por otra parte, la respuesta a la pregunta de su sobrino había sido extraña: «El temblor del inmenso océano». Me pregunté si habría entendido mal aquellas palabras en latín.
—La marea estará a nuestro favor. Además, queda más cerca a caballo Fougères que Saint-Malo. —Gallowglass continuó como si lo que había dicho Matthew fuera coherente—. Ella no tendrá más frío en el agua que en tierra con este tiempo y todavía le queda por delante una buena cabalgada.
—Y tú nos abandonarás. —No era una pregunta, sino una declaración de intenciones. Los párpados de Matthew cayeron. Él asintió—. Muy bien.
Gallowglass acortó la vela y el bote pasó de ir rumbo al sur a dirigirse más hacia el este. Matthew se sentó en la cubierta, con la espalda contra la estructura curvada del casco, y me atrajo al círculo de sus brazos para envolverme con su capa.
Dormir en serio era imposible, pero dormité contra el pecho de Matthew. Hasta entonces había sido un viaje extenuante, con caballos llevados al límite y barcos requisados. La temperatura era gélida y una fina capa de escarcha se había formado en la pelusa de nuestra lana inglesa. Gallowglass y Pierre charlaban sin cesar en algún dialecto francés, pero Matthew permanecía en silencio. Respondía a sus preguntas, pero mantenía sus propios pensamientos ocultos tras una inquietante máscara de serenidad.
El tiempo cambió y una nieve brumosa empezó a caer al alba. La barba de Gallowglass se volvió blanca y lo transformó en una fiel copia de Santa Claus. Pierre ajustó las velas siguiendo sus órdenes y un paisaje de grises y blancos reveló la costa de Francia. No más de treinta minutos después, la marea empezó a correr hacia la costa. El bote se alzaba sobre las olas y, a través de la bruma, la torre de un campanario perforaba las nubes. Este se hallaba sorprendentemente cerca y la base de la estructura estaba ensombrecida debido al clima. Di un respingo.
—Sujetaos —dijo Gallowglass mientras Pierre arriaba la vela.
El barco se lanzó hacia la niebla. La llamada de las gaviotas y el sonido del agua al chocar contra las rocas revelaban que nos estábamos acercando a la costa, pero el barco no disminuyó la velocidad. Gallowglass hundió un remo en la marea alta, lo que nos hizo girar bruscamente. Alguien dio un grito de advertencia o de bienvenida.
—Il est le chevalier De Clermont! —gritó Pierre a modo de respuesta, haciendo bocina con las manos alrededor de la boca. Sus palabras se toparon con el silencio antes de que se oyeran unas pisadas apresuradas en el aire frío.
—¡Gallowglass! —Íbamos directos hacia un muro. Busqué desesperadamente un remo para evitar el desastre en la medida de lo posible. Apenas mis dedos se cerraron sobre él, Matthew me lo arrebató de las manos.
—Lleva siglos arribando a este puerto, y su gente más todavía —dijo Matthew con calma, sujetando el remo suavemente entre las manos. Contra todo pronóstico, la inclinación del bote cambió de nuevo bruscamente hacia la izquierda y el costado del casco se situó paralelo a los bloques de áspero granito. Allá en lo alto aparecieron cuatro hombres con ganchos y cuerdas para sujetar la barca y mantenerla firme. El nivel del agua seguía subiendo a una velocidad alarmante, elevando la embarcación hasta que estuvimos al nivel de una pequeña casa de piedra. Un tramo de escaleras apareció ante nuestros ojos. Pierre saltó al rellano, hablando con rapidez en voz baja y señalando el bote. Dos soldados armados se nos unieron unos instantes, antes de salir corriendo hacia las escaleras.
—Hemos arribado a Mont Saint-Michel, madame. —Pierre me tendió la mano. Yo la tomé y me bajé de la barca—. Aquí descansaréis mientras milord habla con el abad.
Mi conocimiento de la isla se limitaba a las historias que me contaban unos amigos que navegaban cada verano alrededor de la isla de Wight: que con la marea baja estaba rodeada de arenas movedizas y con la marea alta, por unas corrientes tan peligrosas que los barcos se precipitaban contra las rocas. Volví la vista hacia nuestra diminuta embarcación y me estremecí. Era un milagro que siguiéramos vivos.
Mientras intentaba coger mis pertenencias, Matthew observaba a su sobrino, que permanecía inmóvil en la popa.
—Sería más seguro para Diana que nos acompañaras.
—Cuando tus amigos no la meten en líos, tu esposa parece capaz de cuidar de sí misma.
Gallowglass levantó la vista hacia mí con una sonrisa.
—Philippe preguntará por ti.
—Dile… —Gallowglass se interrumpió y miró hacia el horizonte. Los ojos azules del vampiro rebosaban nostalgia—. Dile que todavía no he logrado olvidar.
—Por su bien, debes intentar perdonar —dijo Matthew discretamente.
—Nunca lo perdonaré —dijo Gallowglass con frialdad— y Philippe nunca me lo pediría. Mi padre murió a manos de los franceses y ni una sola criatura se alzó en contra del rey. Hasta que haya hecho las paces con el pasado, no pondré un pie en Francia.
—Hugh se ha ido, que Dios guarde su alma. Tu abuelo todavía está entre nosotros. No desperdicies tu tiempo con él. —Matthew levantó el pie del bote. Sin una palabra de despedida, se volvió y me agarró del codo, guiándome hacia un grupo de árboles desaliñados de yermas ramas. Al sentir el frío peso de la mirada de Gallowglass, me giré y miré fijamente al galés. Este alzó la mano en un silencioso gesto de despedida.
Matthew se acercó a las escaleras en silencio. Yo no veía adónde llevaban y pronto perdí la cuenta del número de escalones. Sin embargo, me concentré en mantener el equilibrio sobre los peldaños erosionados y resbaladizos. Del dobladillo de la falda me caían esquirlas de hielo y el viento silbaba dentro de mi amplia capucha. Una puerta robusta, ornamentada con pesados listones de hierro oxidados y picados por el agua salada, se abrieron ante nosotros.
Más escalones. Apreté los labios, me subí las sayas y seguí adelante.
Más soldados. A medida que nos acercábamos, se pegaban a las paredes para dejarnos sitio para pasar. Los dedos de Matthew se tensaron durante una décima de segundo sobre mi codo, pero por el resto los hombres podrían haber sido espectros, a juzgar por la atención que les prestaba.
Entramos en una habitación con un bosque de columnas que sujetaban el techo abovedado. Grandes chimeneas tachonaban las paredes y despedían un calor que era una bendición. Suspiré aliviada y sacudí la capa, lanzando agua y hielo en todas direcciones. Una amable tos atrajo mi atención hacia un hombre que estaba de pie ante uno de los fuegos. Llevaba puestas las vestiduras rojas propias de un cardenal y parecía no tener ni treinta años, una edad terriblemente temprana para alguien que había llegado tan alto en la jerarquía de la iglesia católica.
—Ah, chevalier De Clermont. ¿O últimamente os llamamos de otra forma? Habéis estado mucho tiempo alejado de Francia. Tal vez hayáis tomado el nombre de Walsingham junto con su rango, ahora que se ha ido al infierno, el lugar al que pertenece. —El inglés del cardenal era impecable, aunque tenía un fuerte acento—. Os estuvimos buscando durante tres días, cumpliendo las órdenes del seigneur. Nadie mencionó a ninguna mujer.
Matthew me soltó el brazo para poder avanzar. Hizo una genuflexión doblando suavemente la rodilla y besó el anillo de la mano extendida del hombre.
—Éminence. Creía que estabais en Roma, eligiendo a nuestro nuevo papa. Imaginad el placer que me causa encontraros aquí.
Pero Matthew no parecía complacido. Me pregunté, inquieta, en qué nos habíamos metido por ir a Mont Saint-Michel y no a Saint-Malo como Walter había planeado.
—Francia me necesita más que el cónclave, en estos momentos. Los recientes asesinatos de reyes y reinas no agradan a Dios. —En los ojos del cardenal brilló una advertencia—. Isabel lo descubrirá muy pronto, en cuanto se reúna con Él.
—No son los asuntos de Inglaterra los que me han traído aquí, cardenal Joyeuse. Esta es mi esposa, Diana. —Matthew sostenía la fina moneda de plata de su padre entre los dedos índice y corazón—. Regreso a casa.
—Eso me han dicho. Vuestro padre ha enviado esto para aseguraros una travesía tranquila. —Joyeuse le lanzó a Matthew un objeto brillante, que él atrapó con habilidad—. Philippe de Clermont olvida quién es y se comporta como si fuera el rey de Francia.
—Mi padre no precisa reinar, pues para él es el filo de la espada el que hace y deshace reyes —dijo Matthew suavemente, antes de deslizar el pesado anillo de oro sobre el nudillo enguantado del dedo corazón. Tenía una piedra roja tallada. Estaba segura de que el dibujo grabado en el anillo era igual que el de la marca que yo tenía en la espalda—. Vuestros señores saben que, de no ser por mi padre, la católica sería una causa perdida en Francia. De otro modo, no estaríais aquí.
—Tal vez fuera mejor para todos aquellos implicados que el seigneur fuera realmente rey, dado el actual ocupante protestante del trono. Pero ese es un tema para discutir en privado —dijo el cardenal Joyeuse, cansinamente. Acto seguido, señaló a un sirviente que esperaba de pie entre las sombras, al lado de la puerta—. Lleva a la esposa del chevalier a sus aposentos. Debemos dejaros, madame. Vuestro marido ha estado demasiado tiempo entre herejes. Una prolongada estancia de rodillas sobre la fría piedra le recordará quién es realmente.
Mi rostro debió de reflejar la consternación que me producía que me dejaran sola en un sitio así.
—Pierre se quedará contigo —me aseguró Matthew antes de inclinarse y poner sus labios sobre los míos—. Zarparemos en cuanto cambie la marea.
Y esa fue la última vez que vislumbré a Matthew Clairmont, el científico. El hombre que se dirigió con paso decidido hacia la puerta ya no era un profesor universitario de Oxford, sino un príncipe del Renacimiento. Se apreciaba en su porte, en la postura de sus hombros, en su aura rebosante de fuerza y en la frialdad de su mirada. Hamish tenía razón al advertirme de que Matthew no sería el mismo hombre aquí. Bajo la tersa superficie de Matthew, una profunda metamorfosis estaba teniendo lugar.
Allá en lo alto, en algún lugar, las campanas doblaron para dar la hora.
«Científico. Vampiro. Guerrero. Espía». Las campanas hicieron una pausa antes del tañido final.
«Príncipe».
Me pregunté qué más revelaría aquel viaje sobre ese complejo hombre con el que me había casado.
—No hagamos esperar a Dios, cardenal Joyeuse —dijo Matthew secamente. Joyeuse lo siguió, como si Mont Saint-Michel perteneciera a la familia De Clermont y no a la Iglesia.
A mi lado, Pierre dejó escapar un discreto suspiro.
—Milord est lui-même —musitó, aliviado.
«Milord vuelve a ser él mismo». Pero ¿seguiría siendo mío?
Puede que Matthew fuera un príncipe, pero no cabía duda de quién era el rey.
A cada golpe que los cascos de nuestros caballos daban sobre los helados caminos, el poder y la influencia del padre de Matthew iba en aumento. A medida que nos aproximábamos a Philippe de Clermont, su hijo se volvía más distante e imperioso, una combinación que me sacaba de mis casillas y que generó varias discusiones acaloradas. Matthew siempre se disculpaba por aquel comportamiento despótico una vez que su mal humor se aplacaba y, consciente del estrés al que estaba sometido mientras se acercaba el momento de la reunión con su padre, yo lo perdonaba.
Tras enfrentarnos a los bancos de arena que rodeaban Mont Saint-Michel con la marea baja y adentrarnos tierra adentro, los aliados de los De Clermont nos dieron la bienvenida a la ciudad de Fougères y nos alojaron en una confortable y hermosa torre encima de las murallas, con vistas a la campiña francesa. Dos días después, unos lacayos con antorchas se reunieron con nosotros en el camino, a las afueras de la ciudad de Baugé. Llevaban una insignia que me resultaba familiar en las libreas: la insignia de Philippe, compuesta por una cruz y una media luna. Había visto aquel símbolo antes, rebuscando en el cajón de la mesa de Matthew en Sept-Tours.
—¿Qué es este sitio? —pregunté cuando los lacayos nos llevaron a un palacete desierto. Era sorprendentemente cálida para tratarse de una residencia vacía, y el delicioso aroma de la comida cocinada flotaba por los reverberantes pasillos.
—Es la casa de un viejo amigo. —Matthew me quitó los zapatos de los pies helados. Me presionó con los pulgares las gélidas plantas y la sangre empezó a regresar a mis extremidades. Gemí. Pierre me puso una taza de vino caliente especiado en las manos—. Este era el pabellón de caza favorito de René. Estaba rebosante de vida cuando vivía aquí, con artistas y eruditos en todas las salas. Ahora lo administra mi padre. Con las constantes guerras, no ha habido oportunidad de prestarle la atención que precisa el palacete.
Mientras estábamos todavía en el Viejo Pabellón, Matthew y Walter me habían instruido en las luchas que estaban teniendo lugar entre los protestantes y los católicos franceses para controlar la Corona… y el país. Desde nuestras ventanas de Fougères había visto distantes columnas de humo que señalaban el último campamento del ejército protestante, además de las casas e iglesias en ruinas que salpicaban nuestra ruta. Era impresionante por el alcance de la devastación.
Debido al conflicto, el trasfondo histórico que había construido meticulosamente había tenido que cambiar. Se suponía que en Inglaterra yo era una mujer protestante de ascendencia francesa que había huido de su país natal para salvar la vida y practicar su fe. Allí era fundamental que fuera una sufrida católica inglesa. De alguna manera, Matthew consiguió recordar todas las mentiras y verdades a medias necesarias para mantener las múltiples identidades que habíamos asumido, por no hablar de los detalles históricos de todos los lugares que atravesábamos.
—Ahora estamos en la provincia de Anjou. —La voz profunda de Matthew me llevó de vuelta a la realidad—. La gente a la que conozcas sospechará que eres una espía protestante porque hablas inglés, les contemos la historia que les contemos. En esta parte de Francia se niegan a reconocer el ascenso al trono del rey y preferirían un gobernante católico.
—Como Philippe —murmuré. El cardenal Joyeuse no era el único que se beneficiaba de la influencia de Philippe. Los sacerdotes católicos de mejillas hundidas y ojos atormentados no habían dejado de hablar con nosotros por el camino, de compartir noticias y de enviar su agradecimiento al padre de Matthew por su ayuda. Ninguno se había ido con las manos vacías.
—No le importan las sutilezas de la fe cristiana. En otras partes del país, mi padre apoya a los protestantes.
—Ese es un punto de vista extraordinariamente ecuménico.
—Lo único que le interesa es salvar a Francia de sí misma. El pasado agosto, nuestro nuevo rey, Enrique de Navarra, intentó obligar a la ciudad de París a acatar su postura religiosa y política. Los parisinos prefirieron morirse de hambre antes que doblegarse a un rey protestante. —Matthew se pasó los dedos por el pelo en señal de consternación—. Miles de ellos murieron y ahora mi padre no confía en que los humanos sean capaces de salir de esta.
Philippe tampoco era dado a dejar que su hijo se hiciera cargo de sus propios asuntos. Pierre nos despertó antes del amanecer para anunciar que los nuevos caballos estaban ensillados y listos. Le habían comunicado que nos esperarían en un pueblo situado a más de ciento sesenta kilómetros… dentro de dos días.
—Es imposible. ¡No podemos viajar tan rápido! —Yo estaba en forma físicamente, pero por mucha cantidad de ejercicio moderno que hiciera, nada era comparable a recorrer más de ochenta kilómetros al día cabalgando por campo abierto en noviembre.
—No podemos hacer gran cosa —dijo Matthew en tono grave—. Si nos retrasamos, solo conseguiremos que envíe a más hombres para hacer que nos apresuremos. Mejor hacer lo que nos pide. —Al día siguiente, cuando estaba a punto de llorar de cansancio, Matthew me subió a su silla sin preguntar y cabalgó hasta que los caballos no pudieron más. Yo estaba demasiado cansada para protestar.
Llegamos a los muros de piedra y a las casas de madera de Saint-Benoît como estaba programado, exactamente como Philippe había ordenado. Llegados a aquel punto, estábamos tan cerca de Sept-Tours que ni a Pierre ni a Matthew les preocupaba demasiado el decoro, así que cabalgué montada a horcajadas. A pesar de mantenernos fieles a su horario, Philippe continuaba aumentando el número de criados de la familia que nos acompañaban, como si temiera que cambiáramos de opinión y regresáramos a Inglaterra. Algunos nos pisaban los talones en los caminos. Otros nos abrían paso, asegurándose de que tuviéramos comida, caballos y sitio para alojarnos en bulliciosas posadas, casas aisladas y monasterios rodeados de barricadas. Mientras escalábamos las rocosas colinas que habían formado los volcanes extintos de Auvernia, vimos varias siluetas de hombres a caballo en los imponentes picos. Cuando nos localizaban, daban media vuelta y se alejaban para regresar a Sept-Tours e informar de nuestros progresos.
Dos días más tarde, mientras se ponía el sol, Matthew, Pierre y yo nos detuvimos en una de aquellas escarpadas cimas desde la que se intuía el palacete de la familia De Clermont entre remolinos de nieve. Las líneas rectas de la torre del homenaje que estaba en el centro me resultaban familiares, pero de no ser por eso no habría reconocido el lugar. Los muros concéntricos estaban intactos, al igual que seis de las torres redondeadas, cada una de ellas coronada por tejados cónicos que habían envejecido hasta adquirir un tono verde botella. El humo salía de chimeneas ocultas tras las almenas de las torres, cuyas siluetas como de cremallera hacían pensar en un gigante enloquecido armado con unas tijeras dentadas que hubiera recortado todos los muros. Había un jardín cubierto de nieve dentro del recinto, además de algunos arriates más allá.
En la era moderna, aquella fortaleza había caído en el olvido. Pero en ese momento, rodeada por una guerra religiosa y civil, sus aptitudes defensivas resultaban incluso más obvias. Una imponente garita se erguía vigilante entre Sept-Tours y la aldea. En el interior, la gente corría de aquí para allá, mucha de ella armada. Atisbé entre copo y copo de nieve bajo la luz mortecina y vi unas estructuras de madera que salpicaban el patio cerrado. Las luces de sus ventanitas dibujaban cubos de tonos cálidos en una extensión de piedra gris y en un suelo cubierto de nieve que, de no ser por ellas, estaría intacto.
Mi yegua dejó escapar una cálida y húmeda exhalación. Era el mejor caballo que había montado desde el primer día de viaje. La montura actual de Matthew era grande, del color de la tinta, y mezquina. De hecho, intentaba morder a cualquiera que se le acercaba, salvo a la criatura que llevaba a lomos. Ambos animales procedían de los establos de los De Clermont y recorrían el camino de vuelta a casa sin necesidad de recibir indicaciones, deseosos de llegar a sus baldes de avena y a un establo caliente.
—Dieu. Este es el último lugar del mundo en el que imaginaría encontrarme. —Matthew parpadeó lentamente, como si esperara que el palacete desapareciera ante sus ojos.
Extendí la mano y la posé sobre su antebrazo.
—Incluso ahora tienes elección. Podemos dar la vuelta. —Pierre me miró con pesar y Matthew me dedicó una sonrisa compungida.
—No conoces a mi padre. —Volvió a mirar hacia el castillo.
Las antorchas brillaban a nuestro paso cuando finalmente entramos en Sept-Tours. Las pesadas puertas de madera y hierro estaban abiertas para nosotros y un equipo de cuatro hombres se puso de pie en silencio mientras pasábamos. Los portones se cerraron de golpe a nuestras espaldas y dos hombres echaron un largo tronco que estaba oculto dentro del muro para salvaguardar la entrada. Los seis días que había pasado cabalgando por Francia me habían enseñado que aquellas eran unas precauciones inteligentes. La gente desconfiaba de los extraños, ya que temía la llegada de una nueva horda de soldados que estuvieran merodeando por allí, de un nuevo infierno en forma de derramamiento de sangre y violencia, del siguiente señor al que rendir pleitesía.
Un verdadero ejército —tanto de humanos como de vampiros— nos aguardaba en el interior. Media docena de ellos se hicieron cargo de los caballos. Pierre les tendió un pequeño paquete de correspondencia, mientras que otros le hacían preguntas en voz baja al tiempo que me dirigían miradas furtivas. Ninguno se acercó ni me ofreció ayuda. Permanecí sentada a lomos del caballo, temblando de cansancio y frío, y escruté la multitud en busca de Philippe. Sin duda él le ordenaría a alguien que me ayudara a bajar.
Matthew se dio cuenta del aprieto en que me encontraba y saltó del caballo con una gracia y una agilidad envidiables. En varias zancadas estuvo a mi lado, me retiró un pie insensible de los estribos y lo rotó ligeramente para hacer que recobrara la movilidad. Se lo agradecí, ya que no quería que mi primera actuación en Sept-Tours tuviera nada que ver con una caída sobre la nieve pisoteada y sucia del patio.
—¿Cuál de esos hombres es tu padre? —Le susurré mientras cruzaba bajo el cuello del caballo para cogerme el otro pie.
—Ninguno. Está dentro, al parecer indiferente al hecho de vernos tras insistir en que cabalgáramos como si los canes del infierno nos persiguieran. Tú también deberías estar dentro. —Matthew se puso a dar órdenes en un francés cortante, dispersando a los boquiabiertos sirvientes en todas direcciones hasta que solo quedó un vampiro de pie en la base de una escalera de caracol de madera que subía hasta la puerta del palacete. Experimenté la sensación del choque entre el pasado y el presente al recordar una imagen de mí misma trepando por un tramo de escalones de piedra aún sin construir para ver a Ysabeau por primera vez.
—Alain. —La cara de Matthew se suavizó de alivio.
—Bienvenido a casa. —El vampiro hablaba inglés. Mientras se aproximaba con una leve cojera al andar, los detalles de su aspecto se hicieron patentes: el cabello canoso, las arrugas alrededor de sus bondadosos ojos, su enjuta constitución.
—Gracias, Alain. Esta es mi esposa, Diana.
—Madame De Clermont. —Alain hizo una reverencia, manteniendo una distancia prudente y respetuosa.
—Es un placer conocerte, Alain. —Aunque no nos conocíamos, su nombre ya me inspiraba una lealtad y una fidelidad inquebrantables. Había sido a Alain a quien Matthew había llamado en plena noche, cuando quería asegurarse de que habría comida esperándome en Sept-Tours en el siglo XXI.
—Vuestro padre os espera —dijo Alain, haciéndose a un lado para dejarnos pasar.
—Haz que nos envíen comida a mis aposentos, algo sencillo. Diana está cansada y hambrienta. —Matthew le tendió a Alain los guantes—. Lo veré en un momento.
—Os está esperando a ambos. —El rostro de Alain adoptó una expresión prudentemente neutral—. Tened mucho cuidado con las escaleras, madame. Los peldaños están helados.
—¿Ah, sí? —Matthew levantó la vista hacia la torre cuadrada, mientras se le tensaba la boca.
Con la mano de Matthew sujetándome con firmeza el codo, no tuve problema alguna para recorrer las escaleras. Pero las piernas me temblaban tanto después del ascenso que mis pies tropezaron con el extremo de una losa desigual de la entrada. Aquel resbalón fue suficiente para hacer que Matthew perdiera los estribos.
—Philippe no está siendo razonable —espetó Matthew mientras me rodeaba la cintura—. Lleva días viajando.
—Ha dado órdenes de lo más explícitas, señor. —La rígida formalidad de Alain era una advertencia.
—No pasa nada, Matthew. —Me quité la capucha de la cabeza para inspeccionar el enorme vestíbulo que había más allá. La colección de armaduras y picas que había visto en el siglo XXI había desaparecido. En su lugar, se encontraba una pantalla de madera tallada que ayudaba a desviar las corrientes de aire cuando se abría la puerta. También había desaparecido la falsa decoración medieval, la mesa redonda, el cuenco de porcelana. En vez de eso, se veían tapices que ondeaban ligeramente sobre las paredes de piedra mientras el aire cálido del hogar se mezclaba con el aire más frío de fuera. Dos largas mesas flanqueadas por bancos bajos, entre las que volaban hombres y mujeres poniendo platos y copas para la cena, llenaban el espacio sobrante. Había sitio para reunir a docenas de criaturas. La galería de los trovadores que había allá arriba del todo ya no estaba vacía, sino atestada de músicos que preparaban sus instrumentos.
—Increíble.
Respiré entre mis labios entumecidos. Unos dedos fríos me cogieron la barbilla y la giraron.
—Estás azul —dijo Matthew.
—Os traeré un brasero para los pies y vino caliente —prometió Alain—. Y avivaremos la lumbre.
Entonces apareció un humano de sangre caliente y me quitó la capa mojada. Matthew se giró de repente hacia lo que yo sabía que era la sala de desayunar. Escuché, pero no oí nada.
Alain sacudió la cabeza, excusándose.
—No está de buen humor.
—Es evidente que no. —Matthew bajó la vista—. Philippe nos está llamando a gritos. ¿Estás segura, Diana? Si no quieres verlo esta noche, yo haré frente a su cólera.
Pero Matthew no iba a estar solo la primera vez que viera a su padre en más de seis décadas. Él había estado a mi lado cuando me había enfrentado a mis fantasmas, y yo haría lo mismo por él. Luego me iría a la cama, donde pensaba quedarme hasta Navidad.
—Vamos —dije resueltamente, levantando las faldas.
Sept-Tours era demasiado antiguo como para tener instalaciones modernas como pasillos, así que serpenteamos a través de una puerta en forma de arco que había a la derecha de la chimenea y entramos en la esquina de una habitación que, en su día, sería el gran salón de Ysabeau. Ahora no estaba saturada de muebles elegantes, sino decorada con la misma austeridad que cualquier otro sitio que hubiera visto durante el viaje. Los pesados muebles de roble estaban hechos a prueba de pillaje y podían soportar los potenciales efectos negativos de una batalla, como demostraba el profundo tajo que atravesaba en diagonal la superficie de un arcón.
Desde allí, Alain nos llevó a la habitación donde Ysabeau y yo un día desayunaríamos entre cálidas paredes de terracota en una mesa con vajilla de porcelana y una pesada cubertería de plata. En su estado presente, con solo una mesa y una silla, estaba a años luz de aquel lugar. La superficie de la mesa se hallaba cubierta de papeles y otros utensilios de secretario. No me dio tiempo a ver nada más antes de trepar por una desgastada escalera de piedra hacia una parte del palacete que no conocía.
Las escaleras acababan de repente en un amplio rellano. Una larga galería se abría a la izquierda y albergaba una extraña colección de artilugios, relojes, armas, retratos y muebles. Una maltrecha corona de oro estaba informalmente colocada sobre la cabeza de mármol de algún dios antiguo. Un abultado rubí sangre de pichón del tamaño de un huevo me hizo un guiño malévolo desde el centro de la corona.
—Por aquí —dijo Alain, haciéndonos entrar en la siguiente recámara. Allí vimos otra escalera que subía en lugar de bajar. Había unos cuantos bancos incómodos a los lados de una puerta cerrada. Alain esperó paciente y silenciosamente una reacción a nuestra presencia. Cuando esta llegó, una única palabra en latín resonó a través de la gruesa madera: «Introite».
Matthew dio un respingo al oír aquel sonido. Alain lo miró con preocupación y empujó la puerta. Esta se abrió en silencio sobre unas sólidas bisagras bien engrasadas.
En el extremo opuesto había un hombre de brillantes cabellos en una silla, dándonos la espalda. Incluso sentado, resultaba evidente que era bastante alto y que tenía los hombros anchos como los de un atleta. Una pluma arañaba un papel, lo que proporcionaba una nota de tiple constante que armonizaba con los chasquidos intermitentes de la madera que ardía en el hogar y las ráfagas de viento que aullaban en el exterior.
Otra nota, en ese caso grave, interrumpió la música del lugar.
—Sedete.
Ahora me tocó a mí dar un respingo. Sin ninguna puerta que amortiguara su impacto, la voz de Philippe resonó hasta que me zumbaron los oídos. Aquel hombre estaba acostumbrado a que le obedecieran a la primera y sin rechistar. Mis pies se movieron hacia las dos sillas que nos esperaban para sentarme como él había ordenado. Di tres pasos antes de darme cuenta de que Matthew seguía en el umbral. Regresé a su lado y lo cogí de la mano. Matthew bajó la mirada desconcertado y se liberó de sus recuerdos.
Al cabo de unos instantes, habíamos cruzado la habitación. Me acomodé en una silla con el vino prometido y un calentador de pies de metal perforado para apoyar las piernas. Alain se retiró con una mirada compasiva y un gesto de asentimiento. Luego esperamos. Para mí era difícil, pero para Matthew era imposible. Su tensión aumentó casi hasta vibrar de emoción contenida.
Cuando su padre acusó recibo de nuestra presencia, mi ansiedad y mi mal humor estaban peligrosamente a flor de piel. Había bajado la vista hacia las manos y ya me estaba preguntando si serían lo suficientemente fuertes para estrangularlo cuando dos puntos ferozmente glaciales florecieron en mi cabeza inclinada. Levanté la barbilla y me encontré mirando a los ojos leonados de un dios griego.
La primera vez que había visto a Matthew, mi reacción instintiva había sido echar a correr. Pero, con todo lo grande que era y lo melancólico que estaba aquella noche de septiembre en la biblioteca Bodleiana, no tenía ni la mitad de aspecto de haber llegado de ultratumba. Y no porque Philippe de Clermont fuera un monstruo. Al contrario. Era, simplemente, la criatura más cautivadora que había visto jamás, ya fuera sobrenatural, preternatural, daimónica o humana.
Nadie podía mirar a Philippe de Clermont y pensar que era de carne y hueso. Los rasgos del vampiro eran demasiado perfectos e inquietantemente simétricos. Unas cejas rectas y oscuras se asentaban sobre unos ojos de color pardo pálido, de un dorado cambiante, con motas verdes. La exposición al sol y a los elementos le había adornado el cabello castaño con refulgentes mechones dorados, plateados y bronceados. La boca de Philippe era suave y sensual, aunque esa noche la rabia endurecía y tensaba sus labios.
Apretando los míos propios para evitar quedarme con la boca abierta, respondí a aquella mirada evaluadora. Entonces sus ojos se movieron lenta y deliberadamente hacia Matthew.
—Explícate.
Aunque las palabras de Philippe eran tranquilas, no ocultaban su furia. Había más de un vampiro enfadado en la habitación, sin embargo. Ahora que se le había pasado el impacto de ver a Philippe, Matthew intentó tomar la delantera.
—Me has hecho llamar a Sept-Tours. Aquí estoy, sano y salvo, a pesar de las alarmantes noticias de tu nieto.
Matthew lanzó la moneda de plata sobre la mesa de roble de su padre. Esta aterrizó de canto y giró sobre un eje invisible antes de caer y quedarse plana.
—Sin duda, habría sido mejor para tu esposa quedarse en casa en esta época del año.
Al igual que Alain, Philippe hablaba un inglés tan fluido como el de un nativo.
—Diana es mi pareja, padre. Difícilmente iba a dejarla en Inglaterra con Henry y Walter simplemente porque existía la posibilidad de que nevara.
—Retírate, Matthew —gruñó Philippe. El sonido resultó tan leonino como el resto de su persona. La familia De Clermont era una reserva animal extraordinaria. Cuando Matthew estaba presente, siempre me recordaba a los lobos. Ysabeau, a los halcones. Gallowglass, a un oso. Y Philippe se parecía a otro depredador mortal.
—Gallowglass y Walter me han dicho que la bruja precisa de mi protección. —El león cogió una carta. Hizo tamborilear uno de sus filos sobre la mesa y se quedó mirando a Matthew—. Creía que proteger a las criaturas más débiles era tu trabajo, ahora que representas a esta familia en la Congregación.
—Diana no es débil… y necesita más protección que la que la Congregación le puede proporcionar, teniendo en cuenta que está casada conmigo. ¿Se la concederás?
La voz de Matthew adquirió un tono desafiante, al igual que la actitud de su porte.
—Primero tengo que oír su versión —dijo Philippe. Me miró y alzó las cejas.
—Nos conocimos por casualidad. Yo sabía que ella era una bruja, pero el vínculo que nos unía era innegable —dijo Matthew—. Su propia gente se ha puesto en su contra…
Una mano que podría confundirse con una zarpa se alzó en un gesto que le ordenaba que permaneciera en silencio. Philippe volvió a centrar su atención en su hijo.
—Matthaios. —La forma que tenía Philippe de arrastrar las palabras, como si estuviera cansado, tuvo la eficacia de un látigo a cámara lenta e hizo que su hijo se callara al instante—. ¿Debo entender que eres tú quien necesita mi protección?
—Por supuesto que no —replicó Matthew, indignado.
—Entonces cállate y deja hablar a la bruja.
Decidida a darle al padre de Matthew lo que quería para poder retirarnos de su desconcertante presencia lo más rápidamente posible, valoré la mejor forma de narrar nuestras recientes aventuras. Recordar todos los detalles llevaría demasiado tiempo y las probabilidades de que Matthew estallara entre tanto eran notables. Respiré hondo y comencé.
—Mi nombre es Diana Bishop y mis padres eran ambos poderosos brujos. Otros brujos los asesinaron mientras estaban de viaje, cuando yo era una niña. Antes de morir, me hechizaron. Mi madre era vidente y sabía lo que estaba por venir.
Philippe entornó los ojos con recelo. Comprendía su prudencia. A mí todavía me resultaba difícil entender por qué dos personas que me querían habían roto el código ético de los brujos para poner a su única hija unos grilletes mágicos.
—Cuando fui creciendo, me convertí en la oveja negra de la familia: una bruja que no podía encender una vela o pronunciar un conjuro como era debido. Les di la espalda a las Bishop y me fui a la universidad. —Tras aquella revelación, Matthew empezó a moverse incómodo en la silla—. Estudié la historia de la alquimia.
—Diana estudia el arte de la alquimia —corrigió Matthew, dedicándome una mirada de advertencia. Pero sus enrevesadas verdades a medias no satisfarían a su padre.
—Soy una viajera del tiempo. —La expresión se quedó colgada en el aire entre los tres—. Vos lo llamáis fileuse de temps.
—Oh, sé perfectamente lo que sois —dijo Philippe en el mismo tono cansino. Una fugaz mirada de sorpresa atravesó el rostro de Matthew—. He vivido mucho tiempo, madame, y conozco a muchas criaturas. Vos no pertenecéis a esta época, ni al pasado, así que debéis de ser del futuro. Y Matthaios ha regresado con vos, dado que no es el mismo hombre que era hace ocho meses. El Matthew que yo conozco jamás le habría prestado atención a una bruja. —El vampiro respiró hondo—. Mi nieto me advirtió que los dos olíais muy raro.
—Philippe, permíteme explicar… —Pero Matthew no estaba predestinado a acabar las frases esa noche.
—Por muy molestos que resulten muchos aspectos de la presente situación, me alegra ver que podemos esperar una actitud sensata en relación al rasurado en los años venideros. —Philippe se rascó con indolencia la barba y el bigote, pulcramente recortados—. Después de todo, las barbas son símbolo de piojos, no de sabiduría.
—Me han dicho que Matthew parece un enfermo. —Exhalé un suspiro de agotamiento—. Pero no conozco ningún conjuro para solucionarlo.
Philippe desestimó mis palabras.
—Es verdaderamente sencillo hacerse con una barba. Me estabais hablando de vuestro interés por la alquimia.
—Sí. Encontré un libro…, uno que muchos otros estaban buscando. Conocí a Matthew cuando vino a robármelo, pero no pudo porque ya no estaba en mis manos. Entonces todas las criaturas que había en kilómetros a la redonda empezaron a seguirme. ¡Tuve que dejar de trabajar!
Un sonido que podría ser de risa contenida hizo que uno de los músculos de la barbilla de Philippe empezara a temblar. Descubrí que era difícil discernir si los leones estaban disfrutando de un buen rato o a punto de saltar.
—Creemos que se trata del libro de los orígenes —dijo Matthew con cara de orgullo, aunque mi encontronazo con el manuscrito había sido completamente accidental—. Fue al encuentro de Diana. Cuando el resto de criaturas se percataron de lo que había encontrado, yo ya estaba enamorado.
—Así que transcurrió algún tiempo. —Philippe unió los dedos en forma de tienda de campaña delante de la barbilla, con los codos apoyados en el borde de la mesa. Estaba sentado en un sencillo taburete de cuatro patas, aunque había una espléndida monstruosidad similar a un trono vacío a su lado.
—No —dije tras hacer algunos cálculos—, solo dos semanas. Matthew no admitió sus sentimientos hasta mucho después, sin embargo. Hasta que estuvimos en Sept-Tours. Pero aquí tampoco estábamos a salvo. Una noche abandoné el lecho de Matthew y salí afuera. Una bruja me raptó en los jardines.
Philippe dejó de mirarme y se centró en Matthew.
—¿Había una bruja dentro de los muros de Sept-Tours?
—Sí —dijo Matthew lacónicamente.
—Bajo ellos —corregí educadamente, captando una vez más la atención de su padre—. No creo que ninguna bruja pusiera el pie jamás aquí, si es que eso es importante. Bueno, aparte de los míos, por supuesto.
—Por supuesto —respondió Philippe con una inclinación de cabeza—. Continuad.
—Me llevó a La Pierre. Domenico estaba allí. Y también Gerbert. —La mirada de Philippe desveló que ni el castillo ni los dos vampiros que me esperaban dentro le eran ajenos.
—Cría cuervos y te sacarán los ojos —murmuró Philippe.
—Fue la Congregación la que ordenó mi secuestro, y una bruja llamada Satu intentó despojarme de mi magia. Al no conseguirlo, Satu me arrojó a las mazmorras.
La mano de Matthew vagó por la parte baja de mi espalda, como siempre hacía cuando se mencionaba aquella noche. Philippe vio el movimiento, pero no dijo nada.
—Cuando escapé, no podía quedarme en Sept-Tours y poner a Ysabeau en peligro. La magia brotaba de mí a borbotones y tenía poderes que no podía controlar. Matthew y yo nos fuimos a casa, a casa de mis tías. —Hice una pausa, mientras buscaba la forma de explicarle dónde estaba aquella casa—. ¿Conocéis las leyendas que cuentan las gentes de Gallowglass, sobre las tierras que se encuentran más allá del océano, hacia el oeste? —Philippe asintió—. Ahí es donde viven mis tías. Más o menos.
—¿Y esas tías son las dos brujas?
—Sí. Entonces apareció un manjasang que quería matar a Matthew, una de las criaturas de Gerbert, y casi lo consiguió. No había ningún sitio adonde ir en el que estuviéramos fuera del alcance de la Congregación, salvo el pasado. —Hice una pausa, sorprendida por la maligna mirada que Philippe le dirigió a Matthew—. Pero aquí tampoco hemos encontrado refugio. La gente de Woodstock sabe que soy una bruja y los juicios de Escocia podrían afectar a nuestras vidas en Oxfordshire. Así que estamos huyendo de nuevo. —Revisé la historia a grandes rasgos, para asegurarme de no haberme dejado nada importante—. Ese es mi relato.
—Tenéis talento para narrar información complicada con rapidez y concisión, madame. Si fuerais tan amable de compartir vuestros métodos con Matthew, le prestaríais un gran servicio a la familia. Gastamos más de lo que deberíamos en papel y plumas. —Philippe observó las yemas de sus dedos un instante y luego se puso en pie con una eficiencia vampírica que convirtió un simple movimiento en una explosión. Estaba sentado y, de repente, sus músculos se pusieron en acción de manera que su metro ochenta de pronto se cernía sobre la mesa, sorprendentemente. El vampiro centró la atención en su hijo.
—Es un juego peligroso ese al que estás jugando, Matthew. En él tienes todo que perder y muy poco que ganar. Gallowglass envió un mensaje tras tu partida. El jinete tomó una ruta diferente y llegó antes que tú. Mientras tú te tomabas tu tiempo para llegar aquí, el rey de Escocia ha detenido a más de cien brujas y las ha encarcelado en Edimburgo. Sin duda, la Congregación cree que vas de camino hacia allí para persuadir al rey Jacobo de que se olvide del asunto.
—Razón de más para que brindes a Diana tu protección —dijo Matthew con rigidez.
—¿Por qué iba a hacerlo? —El frío semblante de Philippe lo desafió a que lo dijera.
—Porque la amo. Y porque tú me dijiste que esa era la función de la Orden de San Lázaro: proteger a los que no pueden protegerse a sí mismos.
—¡Yo protejo a otros manjasang, no a las brujas!
—Tal vez deberías tener una mayor amplitud de miras —dijo Matthew obstinadamente—. Los manjasang suelen poder cuidar de sí mismos.
—Sabes muy bien que no puedo proteger a esta mujer, Matthew. Toda Europa se está peleando por cuestiones de fe y los sangre caliente están buscando chivos expiatorios para sus actuales problemas. Inevitablemente, recurren a las criaturas que los rodean. Aun así, has traído conscientemente a esta mujer, una mujer que aseguras que es tu pareja y bruja de nacimiento, a esta locura. No. —Philippe sacudió la cabeza con vehemencia—. Tal vez tú pienses que puedes negar lo evidente, pero yo no pondré en riesgo a la familia provocando a la Congregación e ignorando los términos del pacto.
—Philippe, debes…
—No uses esa palabra conmigo. —Apuntó a Matthew con el dedo—. Pon en orden tus asuntos y regresa al sitio de donde has venido. Pídeme ayuda allí… o, mejor aún, pídesela a las tías de la bruja. No traigas tus problemas al pasado, adonde no pertenecen.
Pero no había ningún Philippe en el que Matthew pudiera apoyarse en el siglo XXI. Se había ido: estaba muerto y enterrado.
—Nunca te he pedido nada, Philippe. Hasta ahora. —El aire de la habitación cayó peligrosamente unos cuantos grados.
—Deberías haber previsto mi respuesta, Matthaios, pero, como siempre, no te paraste a pensar. ¿Y si tu madre estuviera aquí? ¿Y si el mal tiempo no hubiera azotado Tréveris? Sabes que aborrece a las brujas. —Philippe se quedó mirando a su hijo—. Haría falta un pequeño ejército para impedir que abriera en canal a esta mujer y, en estos momentos, no me sobra ninguno.
Primero había sido Ysabeau la que había querido que me mantuviera alejada de la vida de su hijo. Baldwin no había hecho ningún esfuerzo para ocultar su desdén. Hamish, el amigo de Matthew, no se fiaba de mí y Kit me demostraba su aversión abiertamente. Ahora era el turno de Philippe. Me levanté y esperé a que el padre de Matthew me mirara. Cuando lo hizo, lo miré directamente a los ojos. Parpadeó, sorprendido.
—Matthew no pudo anticipar esto, monsieur De Clermont. Confió en que vos lo apoyaríais, aunque su fe estaba equivocada en este caso. —Tomé aliento para tranquilizarme—. Os estaría muy agradecida si me permitierais quedarme en Sept-Tours esta noche. Matthew lleva semanas sin dormir y es más probable que lo haga en un sitio familiar. Mañana regresaré a Inglaterra… sin Matthew, si es necesario.
Uno de mis nuevos rizos se me cayó sobre la sien izquierda. Levanté la mano para apartarlo y encontré mi muñeca en el puño de Philippe de Clermont. Cuando fui consciente de mi nueva posición, Matthew estaba al lado de su padre, con las manos sobre sus hombros.
—¿De dónde habéis sacado eso? —Philippe estaba mirando fijamente el anillo que llevaba en el tercer dedo de la mano izquierda. «El anillo de Ysabeau». Los ojos de Philippe se volvieron salvajes mientras buscaban los míos. Sus dedos me apretaron con más fuerza la muñeca hasta que los huesos empezaron a ceder—. Ella nunca le habría entregado mi anillo a otra, no mientras ambos estuviéramos vivos.
—Ella está viva, Philippe. —Las palabras de Matthew fueron rápidas y ásperas, destinadas a transmitir información más que a tranquilizarlo.
—Pero si Ysabeau está viva, entonces… —La voz de Philippe se apagó. Por un momento se quedó estupefacto, antes de que la comprensión se apoderara de sus rasgos—. Así que, después de todo, no soy inmortal. Por eso no pudiste acudir a mí en el momento y el lugar en que estos problemas se iniciaron.
—No. —Matthew obligó a aquella sílaba a salir de sus labios.
—¿Y aun así has permitido que tu madre se quede, enfrentándose a tus enemigos? —La expresión de Philippe era feroz.
—Marthe está con ella. Baldwin y Alain se asegurarán de que no sufra ningún daño. —En esa ocasión, las palabras de Matthew brotaron como una corriente balsámica, pero su padre todavía me sujetaba los dedos. Se me estaban entumeciendo.
—¿E Ysabeau le dio mi anillo a una bruja? Qué extraordinario. Sin embargo, le queda bien —dijo Philippe en tono ausente, mientras me giraba la mano hacia la luz de la lumbre.
—Maman creyó que así sería —dijo Matthew con suavidad.
—¿Cuándo…? —Philippe tomó aire ostensiblemente y sacudió la cabeza—. No. No me lo digas. Ninguna criatura debería conocer su propia muerte.
Mi madre había vaticinado su truculento final y también el de mi padre. Helada, exhausta y atormentada por mis propios recuerdos, empecé a temblar. El padre de Matthew no pareció darse cuenta, pero su hijo sí.
—Suéltala, Philippe —le ordenó Matthew.
Philippe me miró a los ojos y suspiró contrariado. A pesar del anillo, yo no era su amada Ysabeau. Retiró la mano y yo di un paso atrás, para situarme muy lejos del alcance del largo brazo de Philippe.
—Ahora que has oído su historia, ¿le darás a Diana tu protección? —Matthew escrutó el rostro de su padre.
—¿Es eso lo que queréis, madame?
Asentí, mientras curvaba los dedos alrededor del brazo tallado de la silla, que estaba a mi lado.
—Entonces sí, los Caballeros de San Lázaro asegurarán su bienestar.
—Gracias, padre. —Las manos de Matthew se tensaron sobre el hombro de Philippe, antes de acudir a mi lado—. Diana está cansada. Te veremos por la mañana.
—De ninguna manera. —La voz de Philippe atravesó la habitación, resquebrajándola—. Tu bruja está bajo mi techo y mi cuidado. No compartirá cama contigo.
Matthew tomó mi mano en la suya.
—Diana está lejos de casa, Philippe. No está familiarizada con esta parte del castillo.
—No se quedará en tus aposentos, Matthew.
—¿Por qué no? —pregunté con el ceño fruncido, mirando primero a Matthew y luego a su padre.
—Porque vosotros dos no estáis apareados, da igual las hermosas mentiras que os haya contado Matthew. Y gracias a los dioses que es así. Tal vez podamos evitar el desastre, después de todo.
—¿Que no estamos apareados? —pregunté paralizada.
—Intercambiar promesas y aceptar una unión con un manjasang no es un acuerdo inviolable, madame.
—Es mi marido en todos los aspectos relevantes —dije, mientras mis mejillas enrojecían. Después de decirle a Matthew que lo amaba, él me había asegurado que estábamos apareados.
—Y tampoco estáis debidamente casados, al menos no de manera justificable si os someten a examen —continuó Philippe—. Y tendréis muchos si continuáis con esta farsa. Sin duda, Matthew siempre pasaba más tiempo en París rumiando sobre su metafísica que estudiando la ley. En este caso, hijo mío, tu instinto debería haberte dicho lo que era necesario aunque tu intelecto no lo hiciera.
—Nos prestamos juramento el uno al otro antes de partir. Matthew me dio el anillo de Ysabeau.
Habíamos hecho una especie de ceremonia durante aquellos últimos minutos en Madison. Recorrí mentalmente a toda velocidad la secuencia de acontecimientos, para encontrar la laguna legal.
—Lo que constituye un apareamiento manjasang es lo mismo que silencia cualquier objeción a un casamiento cuando los sacerdotes, los abogados, los enemigos y los rivales vienen con demandas: la consumación física. —Las ventanas de la nariz de Philippe brillaron—. Y todavía no estáis unidos de esa manera. Vuestros olores no solo son extraños, sino también completamente distintos, como si fuerais dos criaturas diferentes en lugar de una. Cualquier manjasang se daría cuenta de que no os habéis apareado del todo. Claramente Gerbert y Domenico lo supieron en cuanto Diana estuvo en su presencia. Y también Baldwin, sin duda.
—Estamos casados y apareados. Basta con que yo lo asegure, no son necesarias más pruebas. En cuanto al resto, no es asunto tuyo, Philippe —dijo Matthew, interponiéndose con firmeza entre su padre y yo.
—Vamos, Matthaios, hace tiempo que hemos dejado eso atrás. —Philippe parecía cansado—. Diana es una mujer soltera y sin padre, y no veo ningún hermano en la sala que la represente. Es por completo asunto mío.
—Estamos casados a ojos de Dios.
—Y, aun así, has esperado para poseerla. ¿A qué estás esperando, Matthew? ¿Una señal? Ella te desea. Puedo decirlo por la forma en que te mira. Para la mayoría de los hombres, eso es suficiente. —Los ojos de Philippe pellizcaron a su hijo y luego a mí. Al recordar la extraña desgana de Matthew en relación a ese tema, la preocupación y la duda se extendieron por mí como el veneno.
—No hace mucho que nos conocemos. Aun así, sé que estaré con ella, y solo con ella, el resto de mi vida. Es mi pareja. Ya sabes lo que dice el anillo, Philippe: «À ma vie de coeur entier».
—Entregar toda tu vida a una mujer no tiene sentido si no le entregas también todo tu corazón. Deberías prestar más atención a la conclusión de esa prueba de amor, no solo al comienzo.
—Ya tiene mi corazón —dijo Matthew.
—No todo. Si fuera así, todos los miembros de la Congregación estarían muertos, el pacto se rompería para siempre y tú deberías estar en el lugar al que perteneces, no en esta habitación —dijo Philippe sin rodeos—. No sé qué es lo que se considera constitutivo de matrimonio en ese futuro vuestro, pero en el presente es algo por lo que merece la pena morir.
—Derramar sangre en nombre de Diana no es la respuesta para nuestras dificultades actuales. —A pesar de siglos de experiencia con su padre, Matthew se negaba tercamente a admitir lo que yo ya sabía: que no había manera de ganar una discusión con Philippe de Clermont.
—¿La sangre de una bruja no cuenta? —Ambos hombres se volvieron hacia mí, sorprendidos—. Tú has matado a una bruja, Matthew. Y yo he matado a un vampiro, un manjasang, para evitar perderte. Dado que esta noche estamos compartiendo secretos, tu padre podría saber también la verdad.
Gillian Chamberlain y Juliette Durand habían sido dos bajas en el aumento de las hostilidades causado por nuestra relación.
—¿Y os parece que hay tiempo para cortejos? Para ser un hombre que se considera estudiado, Matthew, tu estupidez es sobrecogedora —dijo Philippe, indignado. Matthew asumió el insulto de su padre sin rechistar, antes de jugar su mejor carta.
—Ysabeau aceptó a Diana como hija —dijo.
Pero Philippe no iba a ser tan fácil de convencer.
—Ni tu Dios ni tu madre han tenido éxito jamás en hacerte asumir las consecuencias de tus actos. Al parecer, eso no ha cambiado. —Philippe apoyó las manos sobre la mesa y llamó a Alain—. Dado que no se ha llevado a cabo el apareamiento, no se ha producido ningún daño irreversible. Ese tema puede solucionarse antes de que alguien lo descubra y arruine a nuestra familia. Mandaré llamar a una bruja de Lyon para que ayude a Diana a entender mejor su poder. Tú puedes buscar el libro mientras lo hago, Matthew. Luego los dos vais a iros a casa, donde os olvidaréis de esta indiscreción y seguiréis adelante con vuestras vidas por separado.
—Diana y yo vamos a mis aposentos. Juntos. O juro por Dios…
—Antes de que termines de pronunciar esa amenaza, asegúrate muy bien de que tienes suficiente fuerza para avalarla —replicó Philippe desapasionadamente—. La muchacha dormirá sola y cerca de mí.
Una corriente de aire reveló que se había abierto una puerta. Traía consigo un intenso aroma a cera y pimienta molida. Los fríos ojos de Alain se volvieron súbitamente, percatándose de la ira de Matthew y la mirada implacable de Philippe.
—Has sido derrocado, Matthaios —le dijo Philippe a su hijo—. No sé qué has estado haciendo contigo mismo, pero te ha convertido en un blando. Ahora ven aquí. Admite la derrota, besa a tu bruja y deséale buenas noches. Alain, lleva a esta mujer a la habitación de Louisa. Ella está en Viena… o en Venecia. No consigo mantenerme al día con los constantes peregrinajes de esa muchacha. En cuanto a ti —continuó Philippe, clavando sus ojos ambarinos en su hijo—, irás al piso de abajo y me esperarás en el vestíbulo hasta que acabe de escribir a Gallowglass y a Raleigh. Ha pasado algún tiempo desde la última vez que estuviste en casa y tus amigos quieren saber si Isabel Tudor es un monstruo de dos cabezas y tres pechos, como todo el mundo dice.
Sin ánimo de renunciar a su territorio por completo, Matthew me puso los dedos bajo la barbilla, me miró profundamente a los ojos y me besó bastante más a conciencia de lo que, al parecer, su padre esperaba.
—Eso será todo, Diana —dijo Philippe con aguda displicencia cuando Matthew hubo acabado.
—Acompañadme, madame —dijo Alain, señalando la puerta.
Despierta y sola en la cama de otra mujer, escuché el viento ululante mientras repasaba todo lo que había sucedido. Había demasiados subterfugios que examinar, por no hablar del dolor y la sensación de traición. Sabía que Matthew me amaba. Pero debería haber sabido que otras personas podrían dudar de nuestros votos.
A medida que pasaban las horas, fui abandonando las esperanzas de dormir. Me dirigí a la ventana y me enfrenté al amanecer, intentando descubrir cómo era posible que nuestros planes se hubieran desbaratado tanto en un período de tiempo tan breve y preguntándome qué papel había desempeñado Philippe de Clermont —y los secretos de Matthew— en tal desarticulación.