Capítulo
7

Rima Jaén odiaba el mes de noviembre. Las horas del día menguaban, claudicando unos instantes antes en la batalla contra las sombras cada nueva jornada. Además, era una época horrible para estar en Sevilla, con toda la ciudad haciendo los preparativos para las fiestas navideñas y la lluvia a la vuelta de la esquina. Los ya de por sí caprichosos hábitos de los residentes de la ciudad empeoraban por momentos.

Rima llevaba pegada a la mesa semanas. Su jefe había decidido vaciar los trasteros del ático. El invierno anterior la lluvia se había colado a través de las antiguas y agrietadas tejas del tejado de la decrépita casa y la previsión para los próximos meses era incluso peor. Como no había dinero para solucionar el problema, el personal de mantenimiento estaba transportando las mohosas cajas de cartón escaleras abajo para asegurarse de que nada de valor se estropeara en futuras tormentas. Se habían deshecho de todo lo demás con discreción, para que ningún donante potencial pudiera descubrir lo que había sucedido.

Rima pensaba que era un trabajo sucio y fraudulento, pero había que hacerlo. La biblioteca era un pequeño archivo especializado con escasos recursos. El meollo de las colecciones provenía de una importante familia andaluza cuyos miembros podían rastrear sus orígenes hasta la Reconquista, cuando los cristianos les habían arrebatado la Península a los guerreros musulmanes que la habían reclamado en el siglo VIII. Pocos eruditos tenían motivos para asomarse a la extraña colección de libros y objetos que los Gonçalve habían recopilado a lo largo de los años. La mayoría de los investigadores estaban calle abajo, en el Archivo General de Indias, discutiendo sobre Colón. Sus compañeros sevillanos querían que en sus bibliotecas estuvieran las últimas novelas de misterio, no los manuales de instrucciones hechos trizas del siglo XVIII y las revistas de moda femenina del XIX.

Rima cogió el pequeño tomo que yacía en la esquina de la mesa e hizo oscilar un par de gafas de vivos colores para bajarlas de lo alto de la cabeza, donde estaban sujetando su pelo negro. Había encontrado el libro hacía una semana, cuando uno de los empleados de mantenimiento había dejado caer una caja de madera delante de ella con un gruñido de desagrado. Lo había añadido a la colección como Manuscrito Gonçalve 4890, junto con la descripción: «Libro inglés común, anónimo, finales del siglo XVI». Como la mayoría de los breviarios, estaba casi todo en blanco. Rima había visto un ejemplar español propiedad de un heredero de los Gonçalve, al que habían enviado a la Universidad de Sevilla en 1628. Este había sido cosido con delicadeza, rayado y paginado con ornamentados números enredados en espirales de tinta multicolor. No había ni una sola palabra escrita en él. Incluso en el pasado, la gente no siempre cumplía con sus propósitos.

Los breviarios como aquel eran depósitos de pasajes bíblicos, fragmentos de poemas, lemas y dichos de autores clásicos. Solían incluir garabatos y listas de la compra, además de letras para canciones subidas de tono y explicaciones de acontecimientos extraños e importantes. Y aquel no era diferente, según creía Rima. Por desgracia, alguien le había arrancado la primera página, que seguramente en su día había albergado el nombre del propietario. Sin ella no había prácticamente ninguna oportunidad de identificar al dueño ni a ninguna de las otras personas de las que solo se mencionaban las iniciales. Los historiadores estaban mucho menos interesados en ese tipo de pruebas sin nombre y sin rostro, del mismo modo que su anonimato en cierto modo hacía menos importante a la persona que había detrás de él.

En las páginas que quedaban había una tabla en la que se enumeraban todas las monedas inglesas usadas en el siglo XVI y su valor relativo. En una página del final se veía un listado de ropa garabateado apresuradamente: una capa, dos pares de zapatos, un vestido ribeteado en piel, seis blusones, cuatro enaguas y un par de guantes. Había unas cuantas entradas con fecha que no tenían ningún sentido y un remedio para el dolor de cabeza: un ponche hecho con leche y vino. Rima sonrió y se preguntó si funcionaría con sus migrañas.

Debería haber devuelto el librito a las salas cerradas con llave del tercer piso, donde se almacenaban los manuscritos, pero había algo en él que le hacía querer tenerlo cerca. Estaba claro que lo había escrito una mujer. La redonda caligrafía era cautivadoramente temblorosa e insegura, y las palabras serpenteaban arriba y abajo sobre las páginas generosamente espolvoreadas con manchas de tinta. Ningún hombre culto del siglo XVI escribía así, a menos que estuviera enfermo o fuera un anciano. Y a la autora de aquel libro no le pasaba ninguna de aquellas dos cosas. Había una singular vitalidad en las entradas que desentonaba curiosamente con la vacilante caligrafía.

Le había enseñado el manuscrito a Javier López, el encantador aunque en absoluto cualificado empleado contratado por el último de los Gonçalve para transformar la casa familiar y los efectos personales en biblioteca y museo. Su enorme despacho de la planta baja estaba revestido de caoba y en él se encontraban los únicos radiadores que funcionaban en el edificio. Durante la breve entrevista, había descartado su sugerencia de que el libro merecía ser estudiado con más detalle. También le prohibió tomar fotografías para compartir imágenes del ejemplar con algunos compañeros de Reino Unido. En cuanto a lo que ella pensaba acerca de que la dueña del libro había sido una mujer, el director había murmurado algo sobre las feministas y la había echado del despacho con un gesto de la mano.

Así que el libro seguía en su mesa. En Sevilla, un libro así siempre era superfluo e intrascendente. Nadie iba a España en busca de breviarios. Iban a la Biblioteca Británica o a la Biblioteca Folger Shakespeare de Estados Unidos.

Aunque estaba aquel hombre tan raro que se pasaba por allí de vez en cuando para examinar las colecciones. Era francés y su mirada taxativa hacía que Rima se sintiera incómoda. Herbert Cantal. O puede que fuera Gerbert Cantal. No lo recordaba. Le había dado una tarjeta en la última visita y la había animado a ponerse en contacto con él si aparecía algo interesante. Cuando Rima le preguntó qué era exactamente lo que le interesaría, el hombre le dijo que todo. No era la más útil de las respuestas.

Pero había aparecido algo interesante. Por desgracia, la tarjeta de visita del hombre no, aunque había limpiado la mesa para intentar buscarla. Tendría que esperar a que volviera a aparecer para compartir con él aquel librillo. Puede que estuviera más interesado en él que su jefe.

Rima empezó a pasar las páginas. Había una ramita de lavanda y unas cuantas hojas de romero desmenuzadas prensadas entre dos de las páginas. No las había visto antes y las extrajo con cuidado de la hendidura de la doblez. Por un instante, de la descolorida flor emanó un vestigio aromático que forjó una conexión entre sí misma y una persona que había vivido hacía cientos de años. Rima sonrió con nostalgia, pensando en aquella mujer a la que nunca conocería.

—Más basura —dijo Daniel, el encargado de mantenimiento del edificio. Había regresado y tenía el gastado mono gris mugriento de transportar cajas desde el ático. Bajó algunas cajas más de la carretilla hecha polvo al suelo. A pesar del clima frío que hacía, el sudor le perlaba la frente y se lo limpió con la manga, dejando un rastro de polvo negro—. ¿Un café?

Era la tercera vez aquella semana que la invitaba a salir. Rima sabía que la encontraba atractiva. A algunos hombres les seducía la ascendencia bereber de su madre, lo cual no era de extrañar, ya que esta le había sido conferida en forma de suaves curvas, piel cálida y ojos almendrados. Daniel llevaba años murmurando comentarios salaces, rozándole la espalda cuando iba a la sala de correos y comiéndose con los ojos sus pechos. El hecho de que fuera 12 centímetros más bajo que ella y le doblara la edad no parecía disuadirlo.

Estoy muy ocupada[1] —respondió Rima.

El gruñido de Daniel denotó un profundo escepticismo. Este volvió la vista hacia las cajas cuando se iba. En la de arriba del todo había un manguito de piel en estado de descomposición y un carrizo disecado posado sobre un trozo de cedro. Luego sacudió la cabeza, sorprendido por que prefiriera pasar el rato con animales muertos que con él.

Gracias[2] —musitó Rima mientras él se iba. Acto seguido, cerró el libro con cuidado y lo devolvió a su lugar sobre la mesa.

Mientras transfería los contenidos de la caja a una mesa cercana, los ojos de Rima se alejaron para volver a posarse en el librito de sencilla cubierta de cuero. Dentro de cuatrocientos años, ¿la única prueba de su existencia sería una página de su agenda, una lista de la compra y un trozo de papel con la receta de los alfajores de su abuela, todo ello metido en un fichero con la etiqueta «Anónimo, intrascendente» y almacenado en un archivo que nadie visitaba?

Aquellos oscuros pensamientos estaban abocados a ser desafortunados. Rima se estremeció y tocó el amuleto en forma de mano de la hija del Profeta, Fátima. Lo llevaba colgado alrededor del cuello con un cordón de cuero y había pasado de generación en generación por todas las mujeres de la familia desde tiempos inmemoriales.

Khamsa fi ainek —susurró, con la esperanza de que sus palabras ahuyentaran a cualquier espíritu demoniaco que hubiera podido invocar sin darse cuenta.