Capítulo
5

La Escuela de la Noche podría discutir sobre filosofía, pero en un punto estaban de acuerdo: aún tenían que encontrar a una bruja. Matthew envió a George y a Kit a investigar a Oxford, además de a preguntar por nuestro misterioso manuscrito de alquimia.

Después de cenar el jueves por la noche, ocupamos nuestros lugares alrededor de la lumbre en el salón principal. Henry y Tom leían y discutían sobre astronomía o matemáticas. Walter y Kit jugaban a los dados en una larga mesa, intercambiando ideas sobre sus últimos proyectos literarios. Yo leía en voz alta el ejemplar de Walter de La reina hada para practicar el acento mientras lo disfrutaba no en mayor medida que la mayoría de los romances isabelinos.

—El principio es demasiado abrupto, Kit. Asustarás tanto al público que abandonarán el teatro antes de la segunda escena —aseguró Walter—. Le hacen falta más aventuras. —Llevaban horas diseccionando Doctor Fausto. Gracias a la viuda Beaton, tenía un nuevo comienzo.

—Tú no eres mi Fausto, Walt, a pesar de tus pretensiones intelectuales —dijo Kit con dureza—. Mira qué hizo tu intromisión con la historia de Edmund. La reina hada era una historia realmente amena sobre el rey Arturo. Ahora es una calamitosa mezcolanza de Malory y Virgilio, es interminable, y Gloriana…, por favor. La reina es casi tan vieja como la viuda Beaton e igual de cascarrabias. Me sorprendería que Edmund lo terminara, contigo diciéndole todo el tiempo qué hacer. Si quieres ser inmortalizado en los anales de la historia, habla con Will. Siempre está falto de ideas.

—¿Te parece bien, Matthew? —preguntó George. Nos estaba poniendo al corriente sobre la búsqueda del manuscrito que un día sería conocido como Ashmole 782.

—Disculpa, George. ¿Decías algo? —Un destello de culpabilidad brilló en los distraídos ojos grises de Matthew. Yo conocía los síntomas que indicaban que se estaban acometiendo varias tareas mentales simultáneamente. Me los había encontrado durante innumerables reuniones de la facultad. Probablemente, sus pensamientos estaban divididos entre las conversaciones de la sala, el análisis en curso sobre qué había ido mal con la viuda Beaton y los contenidos de los sobres de correo que continuaban llegando.

—A ninguno de los libreros le suena que una singular obra alquímica esté circulando por la ciudad. Le pregunté a un amigo de Christ Church y él tampoco sabía nada. ¿Sigo preguntando por él?

Matthew abrió la boca para responder, pero se oyó un golpe en el vestíbulo delantero cuando la pesada puerta principal se abrió de golpe. Mi marido se puso en pie al instante. Walter y Henry se levantaron de un salto y buscaron a tientas sus dagas, que habían empezado a llevar consigo mañana, tarde y noche.

—¿Matthew? —retumbó una voz desconocida con un timbre que, instintivamente, hizo que se me pusiera de punta el vello de los brazos. Era demasiado clara y musical para ser humana—. ¿Estás aquí, amigo?

—Claro que está aquí —replicó otra persona, con una voz que tenía la cadencia cantarina propia de un nativo de Gales—. Usa la nariz. ¿Quién más huele como una tienda de ultramarinos el día que las especias frescas llegan desde los puertos?

Instantes después, dos voluminosas figuras arrebujadas en toscas capas marrones aparecieron en el otro extremo de la habitación, donde Kit y George seguían sentados con los dados y los libros. En mi época, los equipos profesionales de fútbol americano habrían fichado a los recién llegados. Tenían unos brazos superdesarrollados con prominentes tendones, las muñecas gruesas, las piernas fuertemente musculadas y los hombros robustos. Mientras los hombres se acercaban, la luz de las velas iluminó sus brillantes ojos y bailó en las puntas desenvainadas de sus armas. Uno era un gigante rubio un par de centímetros más alto que Matthew, y el otro, un pelirrojo que era como mínimo quince centímetros más bajo y con una pronunciada bizquera en el ojo izquierdo. Ninguno de ellos podía tener más de treinta años. El rubio se sintió aliviado, aunque lo disimuló de inmediato. El pelirrojo estaba furioso y le daba igual quién se percatara de ello.

—Ahí estás. Nos has dado un susto de muerte, desapareciendo sin decir nada —dijo el rubio con suavidad, mientras se detenía y envainaba su larga y excesivamente afilada espada.

Walter y Henry también bajaron las armas, al reconocer a los hombres.

—Gallowglass. ¿Qué haces aquí? —le preguntó Matthew al guerrero rubio, con un tono de recelosa confusión.

—Te estábamos buscando, por supuesto. Hancock y yo estuvimos contigo el sábado. —Los gélidos ojos azules de Gallowglass se entrecerraron al no recibir una respuesta. Parecía un vikingo al borde de una orgía homicida—. En Chester.

—Chester. —Matthew adoptó una expresión de horror emergente—. ¡Chester!

—Sí. Chester —repitió Hancock, el pelirrojo. Luego, frunciendo el ceño, se quitó los empapados guanteletes de piel de los brazos y los tiró al suelo, cerca de la chimenea—. Al ver que no te reunías con nosotros el domingo, como habíamos planeado, comenzamos a investigar. El posadero nos dijo que te habías ido, lo que nos sorprendió un poco, y no solo porque no hubieras pagado la cuenta.

—Dijo que estabas al lado del fuego bebiendo vino y que, de pronto, habías desaparecido —le informó Gallowglass—. La doncella, la bajita de pelo negro que no te quitaba ojo de encima, causó un buen revuelo. Insistía en que se te habían llevado los fantasmas.

Cerré los ojos, entendiendo súbitamente lo que había sucedido. El Matthew Roydon que había estado en el Chester del siglo XVI se había desvanecido porque había sido sustituido por el Matthew que había viajado hasta allí desde la época moderna. Cuando nos marcháramos, el Matthew del siglo XVI, presumiblemente, reaparecería. El tiempo no permitiría que ambos Matthews estuvieran en el mismo sitio en el mismo momento. Ya habíamos alterado la historia sin pretenderlo.

—Era la noche de Todos los Santos, así que su historia tenía cierto sentido —concedió Hancock, centrando la atención en su capa. Sacudió el agua de los pliegues de esta y la colgó sobre una silla cercana, llenando el aire invernal de un aroma a hierba primaveral.

—¿Quiénes son esos hombres, Matthew? —Me acerqué más para tener una vista mejor del par. Él se volvió y posó las manos sobre la parte superior de mis brazos para que me quedara donde estaba.

—Son unos amigos —dijo Matthew, pero el evidente esfuerzo que estaba haciendo para reagruparnos me hizo preguntarme si estaría diciendo la verdad.

—Vaya, vaya. Ella no es ningún fantasma.

Hancock atisbó por encima del hombro de Matthew y mi piel se convirtió en hielo.

Por supuesto, Hancock y Gallowglass eran vampiros. ¿Qué otras criaturas podían ser tan grandes y tener un aspecto tan sangriento?

—Ni es de Chester —añadió Gallowglass, pensativo—. ¿Siempre tiene un glaem tan brillante alrededor?

Tal vez aquella palabra no me resultara familiar, pero su significado estaba clarísimo. Estaba brillando de nuevo. Me sucedía a veces cuando estaba enfadada o concentrada en algún problema. Era otra manifestación conocida del poder de una bruja y los vampiros podían detectar el pálido brillo con su aguda visión de otro mundo. Sentí que llamaba la atención y retrocedí para ocultarme en la sombra de Matthew.

—Eso no os va a ayudar, señora. Nuestros oídos son tan agudos como nuestros ojos. Vuestra sangre de bruja está trinando como un pájaro. —Hancock alzó las tupidas cejas rojas mientras miraba agriamente a su compañero—. Los problemas siempre viajan acompañados de mujeres.

—Porque los problemas no son tontos. Si pudiera elegir, preferiría viajar con una mujer que contigo. —El guerrero rubio se dirigió a Matthew—. Ha sido un largo día, Hancock tiene el trasero dolorido y está muerto de hambre. Como no le digas por qué hay una bruja en tu casa, y rápido, yo no pondría la mano en el fuego por su seguridad.

—Tiene que tener que ver con Berwick —declaró Hancock—. Malditas brujas. Siempre causando problemas.

—¿Berwick?

El corazón me dio un vuelco al reconocer el nombre. Uno de los juicios de brujas más conocidos de las islas Británicas estaba relacionado con él. Rebusqué en mi memoria las fechas. Sin duda habría tenido lugar mucho antes o mucho después de 1590, o Matthew no habría elegido ese momento para nuestro viaje en el tiempo. Pero las palabras que Hancock pronunció a continuación me borraron cualquier pensamiento de carácter cronológico o histórico de la mente.

—O eso, o con algún asunto nuevo de la Congregación que Matthew querrá que solucionemos por él.

—¿La Congregación? —Marlowe entornó los ojos y miró a Matthew evaluándolo—. ¿Es eso cierto? ¿Eres uno de sus misteriosos miembros?

—¡Por supuesto que es cierto! ¿Cómo crees que te ha salvado de la soga, joven Marlowe? —Hancock inspeccionó la sala—. ¿Hay algo más para beber, aparte de vino? Odio esa petulancia francesa tuya, De Clermont. ¿Qué tiene de malo la cerveza?

—Ahora no, Davy —le susurró Gallowglass a su amigo, aunque seguía mirando fijamente a Matthew.

Yo también lo miraba fijamente, mientras me invadía un espantoso sentido de la claridad.

—Dime que no lo eres —murmuré—. Dime que no me lo has ocultado.

—No puedo decirte eso —respondió Matthew rotundamente—. Te prometí que habría secretos, pero no mentiras, ¿recuerdas?

Se me revolvió el estómago. En 1590, Matthew era miembro de la Congregación y la Congregación era nuestra enemiga.

—¿Y Berwick? Me dijiste que no había peligro de que me atraparan en una caza de brujas.

—Nada de lo de Berwick nos afectará aquí —me aseguró Matthew.

—¿Qué ha sucedido en Berwick? —preguntó Walter, preocupado.

—Antes de salir de Chester, llegaron noticias de Escocia sobre una enorme reunión de brujas que tendría lugar en un pueblo al este de Edimburgo la noche de Todos los Santos —dijo Hancock—. Se volvió a hablar de la tormenta que las brujas danesas generaron el pasado verano y de los chorros de agua salada que predijeron la llegada de una criatura con poderes aterradores.

—Las autoridades acorralaron a decenas de esas pobres curanderas —continuó Gallowglass, mirando fijamente a Matthew con aquellos ojos de color azul hielo—. La partera del pueblo de Keith, la viuda Sampson, está a la espera de ser interrogada por el rey en las mazmorras del palacio de Holyrrod. Quién sabe cuántas se le unirán allí antes de que haya terminado este asunto.

—Torturada por el rey, querrás decir —susurró Hancock—. Dicen que la han encerrado con una brida para brujas para que no pueda lanzar más hechizos contra Su Majestad, y que la han encadenado a la pared sin comida ni bebida.

Me senté bruscamente.

—¿Entonces esta es una de las acusadas? —le preguntó Gallowglass a Matthew—. Y, a poder ser, me gustaría hacer el mismo trato que la bruja: secretos sí, pero nada de mentiras.

Se produjo un largo silencio antes de que Matthew respondiera.

—Diana es mi esposa, Gallowglass.

—¿Nos abandonaste en Chester por una mujer? —Hancock estaba horrorizado—. ¡Pero teníamos trabajo que hacer!

—Tienes una habilidad infalible para agarrar el cayado por el extremo equivocado, Davy. —Los ojos de Gallowglass se posaron en mí—. ¿Tu esposa? —dijo con cuidado—. Entonces no es más que un acuerdo legal para satisfacer la curiosidad de los humanos y justificar su presencia aquí mientras la Congregación decide su futuro, ¿no?

—No es solo mi esposa —admitió Matthew—. También es mi pareja. —Un vampiro se apareaba de por vida cuando se veía impulsado a hacerlo por una combinación instintiva de afecto, afinidad, lujuria y química. Solo la muerte podría romper el vínculo resultante. Los vampiros podían casarse varias veces, pero la mayoría se apareaba una sola vez.

Gallowglass blasfemó, aunque el regocijo de su amigo prácticamente ahogó el sonido de la imprecación.

—Y Su Santidad proclamando que la edad de los milagros había pasado —graznó Hancock—. Matthew de Clermont por fin se ha apareado. Pero no con una ordinaria y plácida humana, ni con una hembra wearh debidamente instruida que sabe cuál es su sitio. Nuestro Matthew no. Para una vez que decide sentar la cabeza con una mujer, tiene que ser una bruja. Parece que tenemos más cosas de las que preocuparnos que de la buena gente de Woodstock.

—¿Qué ha pasado en Woodstock? —le pregunté a Matthew, frunciendo el ceño.

—Nada —dijo Matthew alegremente. Pero fue el rubio descomunal quien atrajo mi atención.

—Una vieja bruja empezó a delirar el día del mercado. Y te echa la culpa a ti. —Gallowglass me analizó de la cabeza a los pies, como si intentara imaginar cómo alguien tan poco atractivo podía haber causado tantos problemas.

—La viuda Beaton —dije sin aliento.

La aparición de Françoise y Charles impidió que la conversación continuara. Françoise traía un fragante pan de jengibre y vino especiado para los sangre caliente. Kit (que nunca era reacio a degustar los contenidos de la bodega de Matthew) y George (que estaba un poco pálido tras las revelaciones de aquella noche) se sirvieron. Ambos parecían miembros del público esperando a que empezara el siguiente acto.

Charles, cuya tarea era sustentar a los vampiros, traía una delicada jarra con asas de plata y tres altos matraces de cristal. El líquido rojo que había dentro era más oscuro y opaco que cualquier vino. Hancock se interpuso en el camino de Charles cuando este se disponía a servir al señor de la casa.

—Yo tengo más necesidad de beber que Matthew —dijo, cogiendo uno de los matraces mientras Charles se quedaba boquiabierto por la afrenta. Hancock olfateó el contenido de la jarra y la cogió también—. Hace tres días que no tomo sangre fresca. Tienes un gusto peculiar en lo que a mujeres se refiere, De Clermont, pero nadie puede criticar tu hospitalidad.

Matthew le indicó a Charles que fuera hacia Gallowglass, que también bebió, sediento. Cuando Gallowglass acabó el último trago, se limpió la boca con la mano.

—¿Y bien? —inquirió—. Eres parco en palabras, lo sé, pero no estaría de más algún tipo de explicación de cómo has podido meterte en esto.

—Sería mejor hablarlo en privado —dijo Walter, mirando a George y a los dos daimones.

—¿Por qué, Raleigh? —La voz de Hancock adquirió un tono beligerante—. De Clermont tiene mucho a lo que responder. Al igual que la bruja. Y será mejor que revele dichas respuestas. Hemos adelantado a un sacerdote por el camino. Iba con dos caballeros de aspecto próspero. Por lo que oí, la pareja de De Clermont tendrá tres días…

—Al menos cinco —corrigió Gallowglass.

—Tal vez cinco —dijo Hancock, inclinando la cabeza en la dirección de su compañero—, antes de que se la lleven para ser juzgada, dos días para pensar qué decir a los magistrados y menos de media hora para inventar una mentira convincente para el buen padre. Así que sería mejor que empezaras por contarnos la verdad.

Matthew acaparaba toda la atención, pero permaneció mudo.

—El reloj pronto marcará los cuartos —le recordó Hancock al cabo de un rato.

Yo misma me hice cargo de la situación.

—Matthew me protegió de mi propia gente.

—Diana —gruñó Matthew.

—¿Matthew entrometiéndose en asuntos de brujas? —Gallowglass abrió ligeramente los ojos.

Asentí.

—Cuando el peligro hubo pasado, nos apareamos.

—¿Y todo eso sucedió entre la tarde y el anochecer del sábado? —Gallowglass sacudió la cabeza—. Vais a tener que hacerlo mejor, tiíta.

—¿Tiíta? —Me volví hacia Matthew, impresionada. Primero Berwick, luego la Congregación y ahora aquello—. ¿Este… guerrero vikingo es tu sobrino? Déjame adivinar. ¡Es el hijo de Baldwin! —Gallowglass era casi tan exageradamente musculoso como el hermano pelirrojo de Matthew… e igual de insistente. Conocía a otros De Clermont: Godfrey, Louisa y Hugh (quien solo era objeto de breves y crípticas menciones). Gallowglass podía ser de cualquiera de ellos… o de cualquier otro miembro del intrincado árbol genealógico de Matthew.

—¿Baldwin? —Gallowglass se estremeció con delicadeza—. Incluso antes de convertirme en wearh, me cuidaba mucho de que aquel monstruo no se me acercara al cuello. Hugh de Clermont era mi padre. Para vuestra información, mi gente era Úlfhédnar, no guerreros vikingos. Y tengo una parte nórdica…, la parte amable, a decir verdad. El resto de mi sangre es escocesa, por vía de Irlanda.

—Los escoceses tienen muy mal genio —añadió Hancock.

Gallowglass acusó recibo del comentario de su compañero con un suave tirón de orejas. Un anillo de oro brilló bajo la claridad, grabado con el perfil de un ataúd. Había un hombre saliendo de él y un lema alrededor del borde.

—Sois caballeros.

Busqué un anillo similar en el dedo de Hancock. Allí estaba, en el pulgar. Sitio extraño. Finalmente, la prueba de que Matthew también estaba involucrado en los asuntos de la Orden de San Lázaro.

—Bueeeeeno —dijo Gallowglass, arrastrando las palabras, y hablando de repente como el escocés que afirmaba ser—. Siempre ha habido controversia con eso. La verdad es que no somos de los de radiante armadura, ¿verdad, Davy?

—No. Pero los De Clermont tienen los bolsillos llenos. Tal cantidad de dinero es difícil de rechazar —observó Hancock—, sobre todo cuando te prometen una larga vida para disfrutarlo.

—También son fieros guerreros. —Gallowglass se frotó de nuevo el puente de la nariz. Era plano, como si se le hubiera roto y no se le hubiera curado como es debido.

—Oh, sí. Los muy bastardos me mataron antes de salvarme. Y, ya que estaban, me curaron el ojo malo —dijo Hancock alegremente, señalando el párpado lisiado.

—Entonces sois leales a los De Clermont —afirmé, mientras me invadía un súbito alivio. Prefería tener a Gallowglass y a Hancock de aliados que de enemigos, dado el desastre que se avecinaba.

—No siempre —respondió Gallowglass misteriosamente.

—No a Baldwin. Es un ser despreciable y taimado. Y, cuando Matthew se comporta como un necio, tampoco le hacemos caso a él. —Hancock se sorbió la nariz y señaló el pan de jengibre, que yacía olvidado sobre la mesa—. ¿Va a comerse alguien eso o podemos tirarlo al fuego? Entre el olor de Matthew y la comida de Charles, me estoy poniendo enfermo.

—Dado que se aproximan visitas, sería mejor que invirtiéramos el tiempo en idear un plan de acción en lugar de hablar de historia familiar —dijo Walter, impaciente.

Jesu, no hay tiempo para hacer un plan —dijo Hancock alegremente—. Matthew y su señoría podrían rezar una plegaria, en vez de ello. Son hombres de Dios. Puede que Él esté escuchando.

—Tal vez la bruja podría escaparse volando —murmuró Gallowglass. Levantó ambas manos en un mudo gesto de rendición cuando Matthew lo miró.

—Si no puede. —Todos los ojos se volvieron hacia Marlowe—. Ni siquiera sabe hacer un conjuro para darle una barba a Matthew.

—¿Te has unido a una bruja en contra de la opinión de la Congregación y no vale para nada? —Era imposible saber si Gallowglass estaba más indignado que receloso—. Una esposa que puede crear una tormenta o castigar a tu enemigo con una terrible afección cutánea tiene ciertas ventajas, lo reconozco. Pero ¿de qué sirve una bruja que ni siquiera puede hacer de barbero de su esposo?

—Solo Matthew podría casarse con una bruja de sabe Dios dónde sin conocimiento alguno de brujería —le murmuró Hancock a Walter.

—¡Silencio todos! —Matthew explotó—. No puedo pensar con toda esta cháchara sin sentido. No es culpa de Diana que la viuda Beaton sea una vieja loca y entrometida, ni que sea incapaz de hacer magia cuando lo desee. Mi esposa fue hechizada. Punto final. Y, si alguna persona más de esta sala me cuestiona o critica a Diana, le arrancaré el corazón y se lo haré comer mientras todavía late.

—Ese es nuestro amo y señor —dijo Hancock con una reverencia socarrona—. Por un minuto temí que fueras el que estuviera embrujado. Sin embargo, aguarda un momento. Si está hechizada, ¿qué le sucede? ¿Es peligrosa? ¿Está loca? ¿Ambas cosas?

Turbada por el influjo de los sobrinos, por los clérigos nerviosos y por los problemas que se estaban gestando en Woodstock, extendí la mano hacia atrás para buscar la silla. Con los movimientos restringidos debido a las ropas, con las que no estaba familiarizada, perdí el equilibrio y empecé a desplomarme.

Una mano ruda salió disparada, me agarró por el codo y me ayudó a sentarme con sorprendente dulzura.

—No pasa nada, tiíta. —Gallowglass emitió un suave sonido de comprensión—. No tengo muy claro qué es lo que va mal en vuestra cabeza, pero Matthew cuidará de vos. Tiene debilidad de corazón por las almas perdidas, bendito sea.

—Estoy mareada, no trastornada —repliqué.

Gallowglass aproximó la boca a mi oído con una mirada pétrea.

—Vuestra forma de hablar es lo suficientemente disparatada como para pasar por locura, y dudo que al sacerdote le importe, de una u otra manera. Dado que no sois de Chester ni de ningún otro lugar donde yo haya estado, y es un número considerable de sitios, tiíta, tal vez queráis cuidar vuestros modales a menos que queráis veros encerrada en la cripta de la iglesia.

Unos largos dedos agarraron el hombro de Gallowglass y lo retiraron.

—Si has acabado de intentar asustar a mi esposa, un ejercicio vano, te lo aseguro, podrías hablarme de los hombres a los que habéis adelantado —dijo Matthew con frialdad—. ¿Iban armados?

—No.

Tras dedicarme una larga y curiosa mirada, Gallowglass se volvió hacia su tío.

—¿Y quiénes eran los que acompañaban al pastor?

—¿Cómo demonios vamos a saberlo, Matthew? Los tres eran de sangre caliente y ninguno de ellos tenía nada de especial. Uno era gordo y con el pelo gris y el otro de tamaño medio y se quejaba del tiempo —dijo Gallowglass con impaciencia.

—Bidwell —dijeron Matthew y Walter al mismo tiempo.

—Y el que va con él seguramente será Iffley —señaló Walter—. Los dos están siempre quejándose: del estado de las carreteras, del ruido de la posada, de la calidad de la cerveza…

—¿Quién es Iffley? —me pregunté en voz alta.

—Un hombre que se jacta de ser el mejor guantero de toda Inglaterra. Somers trabaja para él —replicó Walter.

—El señor Iffley es el que le hace los guantes a la reina —reconoció George.

—Le hizo un único par de guanteletes de caza hace dos décadas. Eso difícilmente puede ser suficiente para hacer de Iffley el hombre más importante en cincuenta kilómetros a la redonda, por mucho que pueda codiciar tal honor. —Matthew resopló con desdén—. Por separado, ninguno de ellos es demasiado brillante. Juntos son rematadamente tontos. Si eso es lo mejor que puede hacer el pueblo, podemos regresar a nuestra lectura.

—¿Eso es todo? —preguntó Walter con voz crispada—. ¿Nos sentamos y esperamos a que vengan?

—Sí. Pero no perderé de vista a Diana. Y tú tampoco, Gallowglass —le advirtió Matthew.

—No tienes que recordarme mis deberes familiares, tío. Me aseguraré de que tu belicosa esposa llegue a tu cama esta noche.

—¿Belicosa yo? Mi marido es miembro de la Congregación. Una pandilla de hombres viene a caballo para acusarme de hacerle daño a una anciana cascarrabias. Estoy en un lugar extraño y sigo perdiéndome cuando voy al dormitorio. Todavía no tengo zapatos. ¡Y estoy viviendo en una residencia de estudiantes llena de adolescentes que no se callan nunca! —Estaba que echaba chispas—. Pero no es necesario que os preocupéis por mí. ¡Puedo cuidar de mí misma!

—¿Cuidar de vos misma? —Gallowglass se rio de mí y sacudió la cabeza—. No, no podéis. Y, cuando la batalla haya acabado, tendremos que ver ese acento vuestro. No he entendido la mitad de lo que acabáis de decir.

—Debe de ser irlandesa —dijo Hancock, mirándome—. Eso explicaría el hechizo y el trastorno del habla. Allí están todos locos.

—No es irlandesa —dijo Gallowglass—. Loca o no, habría entendido su acento si ese fuera el caso.

—¡Silencio! —bramó Matthew.

—Los hombres del pueblo están en la cancela —anunció Pierre en el subsiguiente silencio.

—Ve a buscarlos —le ordenó Matthew. Luego se centró en mí—. Deja que yo hable. No respondas a sus preguntas a menos que yo te lo diga y hasta que lo haga. Bien —continuó con brío—, no podemos permitirnos que nada… inusual suceda esta noche, como cuando la viuda Beaton estuvo aquí. ¿Sigues mareada? ¿Quieres tumbarte?

—Es curiosidad. Simple curiosidad —dije, con las manos entrelazadas—. No te preocupes por mi magia ni por mi salud. Preocúpate por el número de horas que te va a llevar responder a mis preguntas cuando se haya marchado el pastor. Y, como intentes esquivarlas con la excusa de que «esa historia no me corresponde contarla a mí», te aplasto.

—Veo que estás perfectamente. —La boca de Matthew tembló con un tic. Luego me dio un beso en la frente—. Te quiero, ma lionne.

—Podrías reservar tus demostraciones de amor para más tarde y darle a la tiíta la oportunidad de serenarse —sugirió Gallowglass.

—¿Por qué todo el mundo siente la necesidad de decirme cómo vivir mi propia vida? —le espetó Matthew. Estaban empezando a aparecer grietas en su compostura.

—No sabría decirlo —respondió Gallowglass con serenidad—. Pero ella me recuerda un poco a la abuelita. Aconsejamos a Philippe mañana, tarde y noche sobre la mejor forma de controlarla. Aunque no es que nos haga caso.

Los hombres se distribuyeron por la sala. Las posiciones que tomaron, aparentemente casuales, creaban un embudo humano —más ancho en la entrada de la habitación y más estrecho al lado del hogar, donde Matthew y yo estábamos sentados—. Como George y Kit serían los primeros en saludar al hombre de Dios y a sus acompañantes, Walter se llevó rápidamente los dados y el manuscrito de Doctor Fausto, sustituyéndolos por una copia de las Historias, de Herodoto. Aunque no era una Biblia, Raleigh nos aseguró que aportaría la gravedad pertinente a la situación. Kit seguía protestando por la injusticia del cambio cuando se oyeron pasos y voces.

Pierre condujo a los tres hombres al interior de la sala. Uno de ellos se parecía tanto al joven larguirucho que me había tomado las medidas para los zapatos que supe de inmediato que se trataba de Joseph Bidwell. Dio un respingo al oír el ruido de la puerta cerrándose tras él y miró inquieto hacia atrás. Cuando sus ojos vidriosos volvieron a mirar hacia delante y vio el tamaño de la concurrencia que lo esperaba, se sobresaltó una vez más. Walter, que ocupaba una posición de importancia estratégica en el centro de la sala con Hancock y Henry, ignoró al nervioso zapatero y dirigió una mirada de desdén a un hombre vestido con un desaliñado hábito religioso.

—¿Qué os trae por aquí en una noche como esta, señor Danforth? —inquirió Raleigh.

Sir Walter —dijo Danforth haciendo una reverencia, mientras se quitaba el gorro que llevaba en la cabeza y lo retorcía entre los dedos. Entonces localizó al conde de Northumberland—. ¡Mi señor! No sabía que todavía estuvierais entre nosotros.

—¿Necesitáis algo? —preguntó Matthew amablemente. Permanecía sentado, con las piernas estiradas en un gesto de aparente relajación.

—Ah, señor Roydon. —Danforth hizo otra reverencia, esa dirigida a nosotros. Me miró con curiosidad antes de que el miedo se apoderara de él y volviera a centrarse en el sombrero—. No os hemos visto en la iglesia ni en el pueblo. Bidwell pensó que podríais sentiros indispuesto.

Bidwell cambió el peso sobre los pies. Las botas de cuero que llevaba crujieron y se quejaron y los pulmones del hombre se unieron al coro con unos resuellos y una tos perruna. Una ajada gorguera le constreñía la tráquea, y se agitaba cada vez que intentaba tomar aliento. Aquel lino plisado era con diferencia lo peor que se podía llevar, y una grasienta mancha marrón cerca de la barbilla revelaba que había tomado salsa de carne en la cena.

—Sí, caí enfermo en Chester, pero, gracias a Dios y a los cuidados de mi esposa, ya se me ha pasado. —Matthew extendió el brazo y me agarró la mano con devoción marital—. Mi médico pensó que sería mejor despojarme del vello para librarme de la fiebre, pero fue la insistencia de Diana con los baños fríos lo que causó el impacto más importante.

—¿Vuestra esposa? —dijo Danforth débilmente—. La viuda Beaton no me contó…

—No comparto mi vida privada con mujeres ignorantes —dijo Matthew con severidad.

Bidwell estornudó. Matthew lo examinó, primero con preocupación y luego con una mirada cuidadosamente estudiada de incipiente comprensión. Estaba aprendiendo muchísimas de cosas de mi marido esa noche, entre ellas el hecho de que podía ser un actor sorprendentemente bueno.

—Oh, aunque, por supuesto, estáis aquí para pedirle a Diana que cure a Bidwell. —Matthew hizo un sonido de pesar—. Demasiadas habladurías frívolas. ¿Ya se ha extendido la noticia de las habilidades de mi mujer?

En aquella época, los conocimientos sobre medicina se acercaban peligrosamente a la tradición de las brujas. ¿Estaba Matthew intentando meterme en líos?

Bidwell trató de responder, pero lo único que le salió fue un gorjeo y un movimiento negativo de cabeza.

—Si no estáis aquí por cuestiones médicas, entonces debéis de haber venido para entregar los zapatos de Diana. —Matthew me miró con cariño, y luego miró al pastor—. Como sin duda habréis oído, las pertenencias de mi esposa se perdieron durante nuestro viaje, señor Danforth. —La atención de Matthew volvió a centrarse en el zapatero y en su voz se percibió la sombra de un reproche—. Sé que sois un hombre ocupado, Bidwell, pero espero que, al menos, hayáis acabado los zuecos. Diana está decidida a ir a la iglesia esta semana, y el camino a la sacristía suele estar inundado. Lo cierto es que alguien debería ocuparse de ello.

El pecho de Iffley estaba henchido de indignación desde que Matthew había empezado a hablar. Finalmente, el hombre no pudo soportarlo más.

—¡Bidwell ha traído los zapatos por los que le habéis pagado, pero no estamos aquí para beneficiarnos de los servicios de vuestra esposa ni para tratar de nimiedades como zuecos y charcos! —Iffley enroscó la capa alrededor de la cadera en un gesto pensado para expresar dignidad, pero la lana empapada no hizo más que realzar su parecido con una rata ahogada, con aquella nariz puntiaguda y aquellos ojos pequeños y brillantes—. Decídselo a ella, señor Danforth.

El reverendo Danforth tenía aspecto de preferir asarse en el infierno antes que irrumpir en casa de Matthew Roydon y enfrentarse a su esposa.

—Adelante. Decídselo —insistió Iffley.

—Se han hecho acusaciones… —Hasta ahí llegó Danforth antes de que Walter, Henry y Hancock cerraran filas.

—Si estáis aquí para hacer acusaciones, señor, podéis dirigirlas a mí o a su señoría —dijo Walter secamente.

—O a mí —intervino George—. Soy muy versado en leyes.

—Ah…, eh…, sí…, bueno… —El clérigo se quedó en silencio.

—La viuda Beaton ha caído enferma. Y también el joven Bidwell —dijo Iffey, decidido a seguir adelante a pesar de la mala pasada que le habían jugado los nervios a Danforth.

—Sin duda, se trata de las mismas fiebres que me aquejaron a mí y ahora al padre del chico —aseguró mi esposo con suavidad. Sus dedos estrecharon los míos. A mis espaldas, Gallowglass maldijo entre dientes—. ¿De qué, exactamente, acusáis a mi esposa, Iffley?

—La viuda Beaton se negó a colaborar con ella en algún asunto diabólico. La señora Roydon juró que padecería dolores en sus articulaciones y su cabeza.

—Mi hijo ha perdido el oído —se lamentó Bidwell, con la voz espesa por la aflicción y las flemas—. Tiene un fuerte tintineo en los oídos, como el tañido de una campana. La viuda Beaton dice que ha sido hechizado.

—No —susurré. La sangre abandonó mi cabeza de repente, en un alarmante reflujo. Las manos de Gallowglass se posaron sobre mis hombros de inmediato, manteniéndome erguida.

La palabra «hechizado» me había hecho caer en un abismo familiar. Mi mayor temor siempre había sido que los humanos descubrieran que era descendiente de Bridget Bishop. Entonces empezarían las miradas curiosas y las sospechas. La única respuesta posible era huir. Intenté liberar mis dedos de la mano de Matthew, pero debía estar hecho de piedra, a juzgar por el resultado, y Gallowglass todavía me sujetaba los hombros.

—Hace mucho que la viuda Beaton sufre de reumatismo y el hijo de Bidwell tiene accesos recurrentes de su afección de garganta pútrida. Eso suele causar dolor y sordera. Dichas enfermedades ya existían antes de que mi esposa llegara a Woodstock. —Matthew hizo un gesto lento y displicente con la mano que tenía libre—. La anciana está celosa de las habilidades de Diana y el joven Joseph se quedó impresionado por su belleza y tiene envidia de que me haya casado. No se trata de acusaciones, sino de simples invenciones.

—Como hombre de Dios, señor Roydon, es mi responsabilidad tomarlas en serio. He estado leyendo.

El señor Danforth rebuscó entre sus negros ropajes y sacó un fajo de papeles hechos jirones. No eran más que unas cuantas docenas de hojas toscamente cosidas entre sí con un grueso cordón. El tiempo y el exceso de uso habían ablandado las fibras del papel, haciendo que se deshilacharan las esquinas y que las páginas se volvieran grises. Yo estaba demasiado lejos como para distinguir la página del título. Sin embargo, los tres vampiros lo vieron. Al igual que George, que empalideció.

—Es una parte del Malleus Maleficarum. No sabía que su latín fuera lo suficientemente bueno como para comprender una obra tan difícil, señor Danforth —dijo Matthew. Era el manual de caza de brujas más reputado que jamás se hubiera escrito y su título infundía terror en el corazón de cualquier bruja.

El pastor pareció ofenderse.

—He ido a la universidad, señor Roydon.

—Me reconforta oír eso. Ese libro no debería estar en manos de personas necias o supersticiosas.

—¿Lo conocéis? —preguntó Danforth.

—Yo también he ido a la universidad —respondió Matthew con suavidad.

—Entonces entendéis por qué debo interrogar a esa mujer.

Danforth intentó abrirse paso por la sala, pero un grave gruñido de Hancock le hizo detenerse.

—Mi esposa no tiene problemas en el oído. No necesitáis acercaros más.

—¡Os dije que la señora Roydon tenía poderes antinaturales! —dijo Iffley triunfante.

Danforth cogió el libro.

—¿Quién os ha enseñado esas cosas, señora Roydon? —gritó en el resonante espacio de la sala—. ¿De quién aprendisteis vuestra brujería?

Así era como empezaba la locura: con preguntas diseñadas para atrapar al acusado y obligarlo a condenar a otras criaturas. Una a una, las brujas caían en la red de mentiras y eran destruidas. Miles de personas como yo habían sido torturadas y asesinadas gracias a tales tácticas. Las negativas me borbotearon en la garganta.

—No.

Aquella única palabra de advertencia de Matthew fue pronunciada como un gélido susurro.

—En Woodstock están sucediendo cosas extrañas. Un venado blanco se cruzó en el camino de la viuda Beaton —continuó Danforth—. Se detuvo en la carretera y se quedó mirándola hasta que a ella se le enfrió la carne. Anoche un lobo gris fue visto delante de su casa. Sus ojos brillaban en la oscuridad, refulgían más que las lámparas que estaban colgadas fuera para ayudar a los viajeros a encontrar refugio en la tormenta. ¿Cuál de esas criaturas es vuestro espíritu familiar? ¿Quién os lo concedió? —Esa vez, Matthew no tuvo que pedirme que guardara silencio. Las preguntas del sacerdote seguían un patrón muy conocido que yo había estudiado en el posgrado.

—La bruja debe responder a vuestras preguntas, señor Danforth —insistió Iffley, tirándole de la manga a su compañero—. No puede permitirse tal insolencia procedente de una criatura de las tinieblas en una comunidad pía.

—Mi esposa no habla con nadie sin mi consentimiento —dijo Matthew—. Y cuidado con a quién llamáis bruja, Iffley.

Cuanto más lo desafiaban los aldeanos, más le costaba a Matthew contenerse.

Los ojos del ministro viajaron de mí a Matthew y volvieron de nuevo. Sofoqué un gemido.

—Su pacto con el diablo hace que le resulte imposible decir la verdad —dijo Bidwell.

—Silencio, señor Bidwell —lo reprendió Danforth—. ¿Qué deseáis decir, hija mía? ¿Quién os presentó al diablo? ¿Fue otra mujer?

—O un hombre —dijo Iffley entre dientes—. La señora Roydon no es la única hija de las tinieblas que se encuentra aquí. Hay libros y artilugios extraños y se celebran reuniones nocturnas para invocar a los espíritus.

Harriot suspiró y le lanzó el libro a Danforth.

—Matemáticas, señor, no magia. La viuda Beaton señaló un texto de geometría.

—No os corresponde a vos determinar dónde está el diablo aquí —le espetó Iffley.

—Si es al diablo a quien buscáis, hacedlo en casa de la viuda Beaton.

Aunque había hecho lo que había podido para mantener la calma, Matthew estaba perdiendo rápidamente los estribos.

—¿La acusáis de brujería, entonces? —preguntó a Danforth secamente.

—No, Matthew. Así no —susurré, apretándole la mano para atraer su atención.

Matthew se volvió hacia mí. Su rostro parecía inhumano, tenía las pupilas vidriosas y enormes. Negué con la cabeza y él respiró hondo, intentando calmar tanto la furia por la invasión de su hogar como su fiero instinto por protegerme.

—Haced oídos sordos a sus palabras, señor Danforth. Roydon también podría ser un instrumento del diablo —le advirtió Iffley.

Matthew se enfrentó a la delegación.

—Si tenéis razones para acusar a mi mujer de algún delito, conseguid un magistrado y hacedlo. Si no, fuera de aquí. Y antes de que volváis, Danforth, considerad si poneros al nivel de Iffley y Bidwell es una forma inteligente de proceder.

El clérigo tragó saliva.

—Ya lo habéis oído —ladró Hancock—. ¡Fuera!

—Se hará justicia, señor Roydon… Justicia divina —proclamó Danforth, mientras retrocedía para abandonar la sala.

—Solo si mi versión no resuelve el problema antes, Danforth —prometió Walter.

Pierre y Charles se materializaron saliendo de entre las sombras y abrieron las puertas de par en par para conducir a los asombrados sangre caliente fuera de la habitación. En el exterior, soplaba un fuerte viento. La ferocidad de la tormenta que los estaba esperando no haría más que confirmar sus sospechas acerca de mis poderes sobrenaturales.

«¡Fuera, fuera, fuera!», gritaba una persistente voz en mi cabeza. El pánico me inundó el organismo de adrenalina. Una vez más, no me quedaba otra que rezar. Gallowglass y Hancock se volvieron hacia mí, intrigados por el olor del miedo que exudaban mis poros.

—Quedaos donde estáis —advirtió Matthew a los vampiros. Se agachó delante de mí—. El instinto de Diana le está diciendo que huya. Se pondrá bien en un momento.

—Esto no va a acabar nunca. Hemos venido en busca de ayuda, pero incluso aquí me persiguen.

Me mordí el labio.

—No hay nada que temer. Danforth e Iffley se lo pensarán dos veces antes de ocasionar más problemas —aseguró Matthew con firmeza, estrechando mis manos entrelazadas entre las suyas—. Nadie me quiere como enemigo: ni otras criaturas ni los humanos.

—Entiendo por qué las criaturas pueden temerte. Eres miembro de la Congregación y tienes el poder de destruirlos. No me extraña que la viuda Beaton viniera aquí cuando se lo ordenaste. Pero eso no explica esa reacción de los humanos hacia ti. Danforth e Iffley deben de sospechar que eres un… wearh. —Me detuve justo a tiempo de que la palabra «vampiro» se me escapara.

—Oh, no son un peligro para él —dijo Hancock con desdén—. Esos hombres no son nadie. Por desgracia, son capaces de ponerlo en conocimiento de humanos que tienen influencia en este asunto.

—Ignóralo —me dijo Matthew.

—¿De qué humanos hablas? —susurré.

Gallowglass dio un respingo.

—Por lo más sagrado, Matthew. Te he visto hacer cosas terribles, pero ¿cómo puedes ocultarle eso también a tu esposa?

Matthew desvió la mirada hacia el fuego. Cuando sus ojos por fin se toparon con los míos, rebosaban pesar.

—¿Matthew? —inquirí. El nudo que se me había estado formando en el estómago desde la llegada de la primera saca de correos se tensó más.

—No es que crean que soy un vampiro. Es que saben que soy un espía.