Capítulo
42

30 de mayo de 1593

Annie le llevó la pequeña estatua de Diana al padre Hubbart, como el señor Marlowe le había hecho prometer que haría. Se le encogió el corazón al verla en la mano del wearh. Aquella figurilla siempre le recordaba a Diana Roydon. Incluso entonces, casi dos años después de la súbita partida de su señora, Annie la echaba de menos.

—¿Y no dijo nada más? —preguntó Hubbard, mientras le daba mil vueltas a la figura. La flecha de la cazadora reflejaba la luz y brillaba como si estuviera a punto de echarse a volar.

—Nada, padre. Antes de partir hacia Deptford esta mañana, me pidió que os trajera esto. El señor Marlowe dijo que vos sabríais qué hacer con ello.

Hubbard encontró un pedazo de papel insertado en el estrecho carcaj, enrollado y metido en el mismo sentido que las flechas de la diosa que esperaban para ser lanzadas.

—Déjame uno de tus alfileres, Annie.

Annie se quitó un alfiler del corpiño y se lo tendió con una mirada curiosa. Hubbard pinchó con el extremo afilado el papel y lo cogió con la punta. Con cuidado, lo sacó de allí.

Hubbard leyó las líneas, frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Pobre Christopher. Siempre ha sido uno de los hijos perdidos de Dios.

—¿El señor Marlowe no va a regresar?

Annie ahogó un pequeño suspiro de alivio. Nunca le había gustado el dramaturgo y la opinión que tenía de él no había vuelto a ser la misma tras los terribles sucesos acaecidos en el campo de justas del palacio de Greenwich. Desde que su señora y su señor se habían ido sin dejar rastro de su paradero, Marlowe había transitado entre la melancolía y la desesperación, para llegar a algo aún más oscuro. Había días en que Annie estaba segura de que la negrura lo engulliría por completo. Quería asegurarse de que no la atrapara a ella también.

—No, Annie. Dios me dice que el señor Marlowe se ha ido de este mundo al siguiente. Rezo para que allí encuentre la paz que se le negó en esta vida. —Hubbard se quedó mirando a la niña un instante. Había crecido y se había convertido en una atractiva joven. Tal vez curase a Will Shakespeare de su amor por la esposa de otro hombre—. Pero no te preocupes. La señora Roydon me pidió que te tratara como a uno de los míos. Yo cuido a mis hijos y tú tendrás un nuevo amo.

—¿Quién, padre?

Tendría que aceptar cualquier puesto que Hubbard le ofreciera. La señora Roydon había sido clara en cuanto al dinero que necesitaría para asentarse como costurera independiente en Islington. Le iba a llevar tiempo y un ahorro considerable reunir dicha suma.

—El señor Shakespeare. Ahora que sabes leer y escribir, eres una mujer valiosa, Annie. Le puedes ser de ayuda en el trabajo.

Hubbard se quedó mirando el pedazo de papel que tenía en la mano. Se sintió tentado de guardarlo con el paquete que había llegado de Praga y que le había sido enviado a través de la formidable red de carteros y comerciantes creada por los vampiros holandeses.

Hubbard todavía no tenía claro por qué Edward Kelley le había mandado aquel extraño dibujo de los dragones. Edward era una criatura oscura y escurridiza y Hubbard no aprobaba su código moral, que no veía nada malo en el adulterio o el robo. Tomar su sangre en el ritual de familia y sacrificio había sido una faena, no el placer que solía ser. En el intercambio, Hubbard había visto lo suficiente del alma de Kelley como para saber que no lo quería en Londres. Así que lo había enviado a Mortlake. Aquello había hecho que cesara el acoso constante por parte de Dee para recibir lecciones de magia.

Pero Marlowe había querido que esa estatua fuera para Annie y Hubbard no incumpliría el deseo de un hombre moribundo. Le tendió la figurita y el pedazo de papel a Annie.

—Debes darle esto a tu tía, la señora Norman. Ella te lo guardará en un lugar seguro. El papel puede ser otra remembranza del señor Marlowe.

—Sí, padre Hubbard —dijo Annie, aunque le hubiera gustado vender el objeto de plata y guardar lo recaudado en el calcetín.

Annie salió de la iglesia donde Andrew Hubbard tenía su corte y recorrió penosamente las calles hacia la casa de Will Shakespeare. Era menos voluble que Marlowe y la señora Roydon siempre hablaba de él con respeto, aunque los amigos del señor no hacían más que burlarse de él.

Se adaptó con rapidez al hogar del dramaturgo y su ánimo se elevaba cada día que pasaba. Cuando le llegaron noticias de la truculenta muerte de Marlowe, aquello no hizo más que confirmar lo afortunada que había sido al librarse de él. El señor Shakespeare también se quedó conmocionado y bebió demasiado una noche, lo que hizo que el maestro de ceremonias le llamara la atención. Shakespeare se había explicado satisfactoriamente, sin embargo, y ahora todo había vuelto a la normalidad.

Annie estaba limpiando la mugre del cristal de la ventana para que su patrón tuviera más luz para leer. Mojó el paño en agua limpia y un pequeño rulo de papel se le cayó del bolsillo y fue empujado por la brisa que entraba por la ventana de bisagras abierta.

—¿Qué es eso, Annie? —preguntó Shakespeare con recelo, señalando con el extremo emplumado de su cálamo. Aquella muchacha había trabajado para Kit Marlowe. Podía estar pasando información a sus rivales. No se podía permitir tener a nadie que conociera sus últimas ofertas de patrocinio. Con todos los teatros cerrados a causa de la peste, era todo un desafío ganar lo justo para sobrevivir. Con Venus y Adonis podría lograrlo, siempre y cuando nadie le robara la idea delante de sus narices.

—Nada, se… se… señor Shakespeare —tartamudeó Annie, mientras se agachaba para recoger el papel.

—Tráemelo, ya que no es nada —le ordenó.

En cuanto lo tuvo en su poder, Shakespeare reconoció la inconfundible caligrafía. El vello de la nuca se le erizó. Era un mensaje de un hombre muerto.

—¿Cuándo te dio esto Marlowe? —preguntó Shakespeare, con sequedad.

—No lo hizo, señor Shakespeare. —Como siempre, Annie era incapaz de mentir. Tenía algunas otras características propias de las brujas, pero Annie poseía honestidad en abundancia—. Estaba escondido. El padre Hubbard lo halló y me lo dio. Como remembranza, dijo.

—¿Lo encontrasteis tras la muerte de Marlowe?

La punzante sensación que había notado Shakespeare en la nuca fue silenciada por una ráfaga de interés.

—Sí —susurró Annie.

—Entonces yo te lo guardaré. Para que esté a buen recaudo.

—Desde luego.

Los ojos de Annie brillaron preocupados mientras veía cómo las últimas palabras de Christopher Marlowe desaparecían en el puño de su nuevo amo.

—Sigue con lo tuyo, Annie. —Shakespeare esperó a que su doncella fuera a buscar más trapos y agua. Luego echó un rápido vistazo a aquellas líneas.

Lo negro es atributo del verdadero amor perdido. El color de los daimones y la Sombra de la Noche.

Shakespeare suspiró. La elección de la métrica de Kit nunca había tenido ningún sentido para él. Y su humor melancólico, así como sus mórbidas alucinaciones, eran demasiado oscuras para aquellos tristes tiempos. Hacía que el público se sintiera incómodo y ya había demasiada muerte en Londres. Hizo girar la pluma.

«El verdadero amor perdido». Efectivamente. Shakespeare resopló. Había tenido amor verdadero más que suficiente, aunque parecía que los clientes, que eran los que pagaban, nunca se cansaban de él. Tachó aquellas palabras y las sustituyó por una única sílaba, una que captaba con más exactitud lo que sentía.

«Daimones». El éxito del Doctor Fausto escrito por Kit todavía lo irritaba. Shakespeare no tenía talento para escribir sobre criaturas que superaban los límites de la naturaleza. Le iba mucho mejor con los mortales ordinarios e imperfectos atrapados en los cepos del destino. A veces creía que debía de guardar una buena historia de fantasmas en su interior. Tal vez sobre un padre trastornado que perseguía a su hijo. Shakespeare se estremeció. Su propio padre sería un espectro aterrador, si el Señor se cansaba de su compañía cuando las postreras cuentas de John Shakespeare fueran por fin saldadas. Tachó esa palabra ofensiva y eligió una distinta.

«Sombra de la noche». Aquel era un final flojo y predecible para los versos, del tipo de los que George Chapman elegiría a falta de algo más original. Pero ¿qué podría ser más apropiado? Descartó otra palabra y escribió «ceño» sobre ella. «El ceño de la noche». Aquello tampoco quedaba demasiado bien. Lo tachó y escribió «abrigo». Igual de mal.

Shakespeare reflexionó con indolencia sobre el destino de Marlowe y sus amigos, todos ellos ya tan insustanciales como sombras. Henry Percy estaba disfrutando de un extraño período de benevolencia real y se hallaba a todas horas en la corte. Raleigh se había casado en secreto y había dejado de gozar del favor de la reina. Había sido desterrado al campo, concretamente a Dorset, donde la reina esperaba que fuera olvidado. Harriot estaba retirado en algún lugar, sin duda inclinado sobre algún rompecabezas matemático u observando los cielos como un Robin Goodfellow chiflado. Se decía que Chapman se encontraba en alguna misión para Cecil en los Países Bajos mientras caligrafiaba largos poemas sobre brujas. Y Marlowe había sido recientemente víctima de un homicidio en Deptford, aunque se rumoreaba que había sido un asesinato. Tal vez ese extraño galés supiera más sobre ello, dado que había estado en la taberna con Marlowe. Roydon —que era el único hombre verdaderamente poderoso que Shakespeare había conocido jamás— y su misteriosa esposa habían acabado esfumándose en el verano de 1591 y no habían sido vistos desde entonces.

El único del círculo de Marlowe del que Shakespeare todavía oía hablar con regularidad era de aquel gran escocés llamado Gallowglass, que era más principesco de lo que debería ser un sirviente y contaba maravillosas historias de hadas y duendes. Gracias a los constantes ofrecimientos de trabajo por parte de Gallowglass, Shakespeare tenía un techo sobre la cabeza. Gallowglass siempre parecía tener un trabajo que requería del talento de Shakespeare como falsificador. Además, le pagaba bien, sobre todo cuando quería que Shakespeare imitara la letra de Roydon en los márgenes de algún libro o caligrafiara su firma en una carta.

«Valiente camarilla», pensó Shakespeare. «Traidores, ateos y criminales, todos ellos». Su pluma vaciló sobre el papel. Después de escribir otra palabra, esa en una letra decididamente gruesa y negra, Shakespeare se recostó en la silla y estudió sus nuevos versos.

Lo negro es atributo del infierno, el color de las mazmorras y la escuela de la noche.

Ya no parecía obra de Marlowe. A través de la alquimia de su talento, Shakespeare había transformado las ideas de un hombre muerto en algo más apropiado para los londinenses de a pie que para los hombres peligrosos como Roydon. Y solo le había llevado unos instantes.

El escritor no sintió ni un ápice de remordimiento por haber alterado el pasado, cambiando así el futuro. La vuelta de Marlowe por el escenario del mundo había finalizado, pero la de Shakespeare no hacía más que comenzar. Los recuerdos eran escasos y la historia cruel. Así era el mundo.

Complacido, Shakespeare puso el pedazo de papel en un montón formado por trocitos similares que estaba sujeto con la calavera de un perro, en la esquina del escritorio. Algún día encontraría un uso para aquel fragmento de verso. Luego lo pensó mejor.

Puede que hubiera descartado demasiado rápido la parte del «verdadero amor perdido». Aquello tenía un potencial sin explotar, esperando a que alguien lo descubriera. Shakespeare cogió un trozo de papel que había cortado de una hoja parcialmente escrita, en un intento poco entusiasta de economizar después de que Annie le hubiera enseñado la última factura del carnicero.

«Trabajos de amor perdidos», escribió en grandes letras.

Sí, pensó Shakespeare, sin duda algún día lo usaría.