Mi tentativa de llegar al Viejo Pabellón del futuro desde el pasado fue infructuosa. Me centré en el aspecto y el olor del lugar y vi los hilos que nos vinculaban a Matthew y a mí a la casa, que eran marrones, verdes y dorados. Pero estos se me escurrían entre los dedos una y otra vez.
Entonces lo intenté con Sept-Tours. Las hebras que nos unían al sitio estaban teñidas de la idiosincrásica combinación roja y negra salpicada de plata propia de Matthew. Me imaginé la casa llena de rostros familiares: Sarah y Em, Ysabeau y Marthe, Marcus y Miriam, Sophie y Nathaniel. Pero tampoco esa vez logré llegar a buen puerto.
Ignorando resueltamente el pánico que empezaba a emerger, valoré cientos de opciones en busca de un destino alternativo. ¿Oxford? ¿La estación de metro de Blackfriars del Londres moderno? ¿La catedral de San Pablo?
Mis dedos seguían volviendo a la misma hebra de la urdimbre y la trama del tiempo, que no era sedosa y suave, sino dura y áspera. Recorrí centímetro a centímetro la zigzagueante hebra y descubrí que no era un hilo, sino una raíz conectada a algún árbol invisible. Al darme cuenta de ello, tropecé como si hubiera un umbral invisible y caí en la sala de estar de la casa de los Bishop.
«Mi hogar». Aterricé sobre las manos y las rodillas, con los cordones anudados aplastados entre las palmas y el suelo. Siglos de encerado y el paso de cientos de ancestrales pies habían alisado hacía tiempo los anchos tablones de pino. Noté el tacto familiar bajo las manos, un símbolo de permanencia en un mundo cambiante. Levanté la vista, casi esperando ver a mis tías aguardando en el vestíbulo de la entrada. Había sido tan sencillo encontrar el camino de regreso a Madison que había dado por hecho que ellas nos estaban guiando. Pero el aire en la casa de los Bishop era silencioso y sin vida, como si ni un alma lo hubiera perturbado desde Halloween. Ni los fantasmas parecían estar en la residencia.
Matthew estaba arrodillado a mi lado, con el brazo todavía enganchado al mío y los músculos temblando por el esfuerzo de desplazarse por el tiempo.
—¿Estamos solos? —pregunté.
Él inhaló los aromas de la casa.
—Sí.
Con su silenciosa respuesta, la casa se despertó y la atmósfera pasó de ser plana y sin vida a densa e inquietante en un abrir y cerrar de ojos. Matthew me miró y sonrió.
—Tu pelo. Ha vuelto a cambiar.
Bajé la vista y, en lugar de encontrarme los rizos de color rubio fresa a los que ya me había acostumbrado, lo que vi fue unos mechones sedosos de un dorado rojizo más brillante, como el pelo de mi madre.
—Debe de ser por el viaje en el tiempo.
La casa crujía y gemía. Me di cuenta de que estaba reuniendo energías para una explosión.
—Solo somos Matthew y yo.
Aunque mis palabras eran tranquilizadoras, mi voz tenía un acento extraño y un tono chillón. La casa lo reconoció de todos modos y un suspiro de alivio llenó la sala. Una brisa bajó por la chimenea y trajo un aroma desconocido a manzanilla mezclada con canela. Miré por encima del hombro hacia el hogar y hacia los paneles de madera agrietados que lo rodeaban y me puse en pie de un salto.
—¿Qué demonios es eso?
Un árbol había surgido bajo la rejilla. Su tronco negro llenaba la chimenea y sus ramas se habían abierto paso a través de la piedra y de los paneles de madera que la rodeaban.
—Es como el árbol del alambique de Mary.
Matthew se agachó al lado del hogar con sus bombachos de terciopelo negro y su camisa de lino bordada. Tocó con el dedo un bultito de plata incrustado en la corteza. Al igual que la mía, su voz sonaba fuera de tiempo y de lugar.
—Parece tu emblema de peregrino.
El perfil del ataúd de Lázaro apenas era reconocible. Me reuní con él y mis abultadas sayas negras se extendieron en forma de campana sobre el suelo.
—Creo que lo es. La ampolla estaba expuesta al calor y parcialmente fundida. Si el interior de la ampolla estuviera recubierta de oro, habrían brotado restos de mercurio junto con la sangre.
—Así que este árbol está hecho con algunos de los ingredientes que usó Mary para el arbor Dianae.
Matthew alzó la vista hacia las ramas desnudas.
El olor a manzanilla y canela se hizo más intenso. El árbol empezó a florecer, pero de él no brotaron los habituales frutos y flores. En lugar de ello, una llave y una única hoja de pergamino emergieron de las ramas.
—Es la página del manuscrito —dijo Matthew, liberándola.
—Eso significa que el libro todavía está roto e incompleto en el siglo XXI. Nada de lo que hicimos en el pasado alteró ese hecho.
Respiré hondo para serenarme.
—Entonces lo más probable es que el Ashmole 782 esté oculto y a salvo en la biblioteca Bodleiana —dijo Matthew en voz baja—. Esto es la llave de un coche —dijo, arrancándola de las ramas. Durante meses no había pensado en otro medio de transporte que no fuera un caballo o un barco. Miré por la ventana que daba a la parte delantera, pero allí no nos esperaba ningún vehículo. Los ojos de Matthew siguieron a los míos.
—Seguro que Marcus y Hamish se han asegurado de que tengamos una manera de llegar a Sept-Tours, como habíamos planeado, sin tener que llamarlos para pedir ayuda. Probablemente tengan coches esperando por toda Europa y América por si acaso. Pero no han dejado ninguno a la vista —continuó Matthew.
—No hay garaje.
—El almacén de lúpulo.
Matthew movió la mano automáticamente para deslizar la llave dentro del bolsillo de la cadera, pero su vestimenta no disponía de tan modernas comodidades.
—¿Se les habrá ocurrido dejarnos ropa, también? —pregunté, mientras bajaba la mano hacia mi chaqueta bordada y mis abultadas faldas, que todavía estaban polvorientas de la carretera sin pavimentar del Oxford del siglo XVI.
—Vamos a averiguarlo.
Matthew llevó la llave y la página del 782 a la salita de estar y a la cocina.
—Siguen siendo marrones —comenté, mirando el papel de pared de cuadros y la antigua nevera.
—Sigue siendo tu hogar —dijo Matthew, mientras me atraía hacia el hueco de su brazo.
—No sin Em y Sarah.
En comparación con el hogar sobresaturado en el que habíamos vivido durante tantos meses, nuestra familia moderna parecía frágil y el número de miembros, reducido. Allí no estaba Mary Sidney para hablar con ella de mis problemas durante el transcurso de una noche de tormenta. Ni Susanna ni Goody Alsop pasarían por casa por la tarde para tomar una copa de vino y ayudarme a perfeccionar mi último hechizo. No tendría la jubilosa ayuda de Annie para salir del corsé y la falda. Greñas no estaba en el piso de abajo, ni Jack. Y si necesitábamos ayuda, no había ningún Henry Percy que acudiera presuroso al rescate sin preguntar ni vacilar. Deslicé la mano alrededor de la cintura de Matthew, deseosa de recordar su sólida indestructibilidad.
—Siempre los echarás de menos —dijo con suavidad, al darse cuenta de mi estado de ánimo—. Pero el dolor se desvanecerá con el tiempo.
—Empiezo a sentirme más como un vampiro que como una bruja —dije con pesar—. Demasiadas despedidas, demasiadas pérdidas de seres queridos.
Entonces vi el calendario de la pared. Estaba en el mes de noviembre. Se lo mostré a Matthew.
—¿Es posible que nadie haya estado aquí desde el año pasado? —se preguntó, preocupado.
—Algo debe de ir mal —dije, y me dispuse a levantar el teléfono.
—No —dijo Matthew—. La Congregación podría estar escuchando las llamadas o vigilando la casa. Nos esperan en Sept-Tours. Da igual que el tiempo que hayamos estado fuera se pueda medir en una hora o en un año, allí es adonde tenemos que ir.
Encontramos nuestra ropa moderna sobre la secadora, metida dentro de una funda de almohada para que no se llenara de polvo. El maletín de Matthew estaba cuidadosamente colocado al lado. Al menos Em había estado allí desde que nos habíamos marchado. Nadie más podía haber pensado en aquellas cuestiones prácticas. Envolví la ropa de la época isabelina en las sábanas, reacia a deshacerme de aquellos vestigios tangibles de nuestra antigua vida, y me las metí bajo los brazos como si fueran dos abultados balones. Matthew guardó la página del Ashmole 782 en el maletín de cuero y lo cerró con firmeza.
Antes de salir de casa, escudriñó el huerto y los campos con sus agudos ojos, en alerta para captar cualquier posible peligro. Yo barrí el lugar con mi tercer ojo de bruja, pero no parecía que hubiera nadie allá fuera. Pude ver el agua bajo el huerto, oír los búhos en los árboles, saborear la dulzura del verano en el aire del atardecer, pero eso fue todo.
—Vamos —dijo Matthew, mientras me cogía uno de los fardos y me agarraba la mano. Cruzamos corriendo el espacio abierto hasta el almacén de lúpulo. Matthew descargó todo su peso contra la puerta corrediza y empujó, pero esta no se movió.
—Sarah le ha puesto un hechizo —afirmé. Podía verlo enredado en la manilla y atravesando las vetas de la madera—. Y de los buenos.
—¿Demasiado bueno como para romperlo? —preguntó Matthew, con la boca apretada de preocupación. No me sorprendía que estuviera preocupado. La última vez que habíamos estado allí, no había conseguido encender las calabazas de Halloween. Localicé los extremos sueltos de las ataduras y sonreí.
—No hay nudos. Sarah es buena, pero no es una tejedora.
Había metido las sedas isabelinas en la cintura de las mallas. Cuando las saqué, los cordones verde y marrón que tenía en la mano se estiraron y se pegaron al hechizo de Sarah, quitando las restricciones que mi tía había puesto en la puerta más rápido de lo que lo habría hecho Jack, nuestro experto ladrón.
El Honda de Sarah estaba aparcado dentro del granero.
—¿Cómo demonios vamos a meterte ahí? —me pregunté.
—Me las arreglaré —dijo Matthew, mientras lanzaba la ropa al asiento de atrás.
Me tendió el maletín, se embutió en el asiento delantero y, tras unos cuantos intentos fallidos, el coche cobró vida con un petardeo.
—Y ahora, ¿adónde? —pregunté, poniéndome el cinturón de seguridad.
—A Siracusa. Luego a Montreal. Y luego a Ámsterdam, donde tengo una casa —respondió Matthew, mientras metía la primera. El coche empezó a rodar silenciosamente sobre la hierba—. Si alguien nos está buscando, lo hará en Nueva York, Londres o París.
—No tenemos pasaporte —señalé.
—Mira debajo de la alfombrilla. Marcus le habrá dicho a Sarah que los deje ahí —supuso mi marido. Levanté las mugrientas alfombrillas y encontré el pasaporte francés de Matthew y el mío estadounidense.
—¿Por qué tu pasaporte no es bermellón? —pregunté, mientras lo sacaba de la bolsa estanca de plástico (otro toque de Emma, pensé).
—Porque es un pasaporte diplomático. —Matthew salió a la carretera y encendió los faros—. Debería haber otro para ti.
Mi pasaporte diplomático francés, expedido con el nombre de Diana de Clermont y en el que se reflejaba mi relación marital con Matthew, estaba metido dentro de mi pasaporte ordinario estadounidense. Cómo había logrado Marcus duplicar la foto sin estropear el original era un misterio.
—¿Sigues siendo espía? —pregunté en voz queda.
—No. Es como los helicópteros —replicó con una sonrisa—. Se trata solo de otro beneficio asociado a ser un De Clermont.
Dejé Siracusa como Diana Bishop y entré en Europa al día siguiente como Diana de Clermont. La casa de Matthew de Ámsterdam resultó ser una mansión del siglo XVII situada en la zona más hermosa del Herengracht. Matthew me explicó que la había comprado justo después de irse de Escocia en 1605.
Solo nos quedamos el tiempo justo para darnos una ducha y cambiarnos de ropa. Yo seguí con las mismas mallas que llevaba desde Madison y me cambié la camisa por una de Matthew. Él se puso el habitual jersey gris y negro de cachemira y lana aunque, según los periódicos, estábamos a mediados de junio. Se me hacía raro no verle las piernas. Ya me había acostumbrado a que estuvieran a la vista.
—Es un trato justo —comentó Matthew—. Hace meses que no te las veo yo a ti, salvo en la intimidad de nuestra alcoba.
A Matthew casi le da un ataque al corazón al descubrir que su adorado Range Rover no le estaba esperando en el garaje subterráneo. En su lugar encontramos un coche deportivo azul marino con el techo blando.
—Lo voy a matar —dijo Matthew cuando vio aquel vehículo tan bajo.
Usó la llave de la casa para abrir una caja de metal atornillada a la pared. Dentro había otra llave y una nota: «Bienvenido a casa. Nadie esperará que conduzcas algo así. Es seguro. Y rápido. Hola, Diana. M».
—¿Qué pasa? —pregunté, mientras observaba unos marcadores similares a los de los aviones encajados en un reluciente salpicadero cromado.
—Un Spyker Spyder. Marcus colecciona coches con nombre de araña. —Matthew activó las puertas del coche y estas se levantaron en forma de tijera, como las alas de un caza, lo que le hizo soltar un improperio—. Es el coche más llamativo que te puedes echar a la cara.
Solo habíamos llegado hasta Bélgica cuando Matthew entró en un concesionario, entregó las llaves del coche de Marcus y salió del aparcamiento en un vehículo mayor y muchísimo menos divertido de conducir. A salvo en aquel espacio robusto y cuadrado, entramos en Francia y unas horas después comenzamos el lento ascenso de las montañas de Auvernia de camino a Sept-Tours.
Entre los árboles se filtraban imágenes de la fortaleza: la piedra de color gris rosado, la oscura ventana de una torre… No pude evitar comparar el castillo y el pueblo colindante con el aspecto que tenía la última vez que lo había visto en 1590. En esa ocasión no había ninguna nube gris de humo sobre Saint-Lucien. El sonido distante de unas campanas me hizo volver la cabeza, con la esperanza de encontrarme a las descendientes de las cabras que había conocido, volviendo a casa para cenar. Pero Pierre no saldría apresuradamente a recibirnos con antorchas. Chef no estaría en la cocina decapitando faisanes con un cuchillo de carnicero mientras la pieza recién cazada era preparada con eficiencia para alimentar tanto a los sangre caliente como a los vampiros.
Tampoco estaría Philippe y, por lo tanto, no habría carcajadas, comentarios audaces sobre la fragilidad humana sacados de Eurípides ni agudas opiniones sobre los problemas que tendríamos que afrontar ahora que habíamos regresado al presente. ¿Cuánto tiempo me llevaría dejar de prepararme para la ráfaga de movimiento y el bramido sonoro que anunciaba la llegada de Philippe a una habitación? Me dolió el corazón al pensar en mi suegro. En ese mundo moderno crudamente iluminado y acelerado no había sitio para héroes como él.
—Estás pensando en mi padre —murmuró Matthew. Los silenciosos rituales de ingesta de sangre del vampiro y del beso de la bruja habían fortalecido nuestra capacidad de adivinar los pensamientos del otro.
—Y tú —señalé yo. No había pensado en otra cosa desde que habíamos cruzado la frontera y entrado en Francia.
—Siempre me ha parecido que el castillo estaba vacío desde el día en que murió. Me ha proporcionado cobijo, pero poca comodidad.
Matthew levantó la vista hacia el palacete antes de volver a concentrarse en la carretera que teníamos delante. El aire se había vuelto denso por la responsabilidad y la necesidad de estar el hijo a la altura del legado de su padre.
—Puede que esta vez sea diferente. Sarah y Em están allí. Y también Marcus. Por no hablar de Sophie y Nathaniel. Y Philippe sigue aquí, solo tenemos que aprender a centrarnos en su presencia en lugar de en su ausencia.
Estaría en las sombras de todas las habitaciones, en cada una de las piedras de los muros. Escruté el rostro hermosamente austero de mi marido, entendiendo mejor cómo la experiencia y el dolor le habían dado forma. Una mano se curvó sobre mi vientre, mientras la otra lo buscaba para ofrecerle el consuelo que necesitaba tan desesperadamente.
Sus dedos se aferraron a los míos y los apretaron. Luego Matthew me soltó y permanecimos un rato en silencio. Sin embargo, pronto empecé a tamborilear impacientemente con los dedos en el muslo y en varias ocasiones me sentí tentada de abrir el techo solar del coche y salir volando hasta la puerta principal del castillo.
—Ni se te ocurra.
La amplia sonrisa de Matthew suavizó el tono de advertencia de su voz. Le devolví la sonrisa mientras reducía la marcha en una curva cerrada.
—Pues date prisa —dije, apenas capaz de controlarme. A pesar de mis súplicas, el indicador de velocidad siguió exactamente donde estaba. Gruñí con impaciencia—. Teníamos que habernos quedado con el coche de Marcus.
—Paciencia. Ya casi hemos llegado.
«Y no hay posibilidad alguna de que pueda ir más rápido», pensó Matthew, mientras reducía de nuevo.
—¿Qué decía Sophie de la forma de conducir de Nathaniel cuando estaba embarazada? «Conduce como una anciana».
—Imagínate cómo conduciría Nathaniel si de verdad fuera una anciana, una anciana que tuviera cientos de años, como yo. Así es como conduciré el resto de mis días, siempre que tú estés en el coche.
Me cogió la mano de nuevo y se la llevó a los labios.
—Las dos manos en el volante, anciana —bromeé, mientras trazábamos la última curva y entre nosotros y el jardín del castillo solo quedaba un tramo de carretera recta y unos cuantos nogales.
«Date prisa», le rogué en silencio. Me quedé mirando el tejado de la torre de Matthew en cuanto esta apareció. Cuando el coche empezó a ir más despacio, miré a mi marido, confusa.
—Nos están esperando —dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia el parabrisas.
Sophie, Ysabeau y Sarah nos aguardaban, inmóviles, en medio de la carretera.
«La daimón, la vampira, la bruja…» y una persona más. Ysabeau tenía un bebé en brazos. Pude ver su abundante mata de pelo castaño y sus piernas regordetas y largas. Con una de las manos, el bebé agarraba con firmeza uno de los melifluos mechones de la vampira mientras que, con la otra, señalaba imperiosamente en nuestra dirección. Sentí un leve e innegable cosquilleo cuando los ojos del bebé se fijaron en mí. La hija de Sophie y Nathaniel era una bruja, como ella había augurado.
Me desabroché el cinturón de seguridad, abrí la puerta de golpe y salí corriendo por la carretera antes de que Matthew pudiera detener por completo el coche. Las lágrimas me rodaban por la cara y Sarah se apresuró a envolverme en familiares texturas de lana y franela, rodeándome con su olor a beleño negro y vainilla.
«Estoy en casa», pensé.
—Me alegro tanto de que hayas vuelto sana y salva —dijo con vehemencia.
Vi por encima del hombro de Sarah cómo Sophie cogía con cuidado al bebé de los brazos de Ysabeau. El rostro de la madre de Matthew era tan inescrutable y bello como siempre, pero la tensión alrededor de la boca mientras dejaba al bebé sugería que había vivido intensas emociones. Aquella tensión también era una de las características de Matthew. Eran mucho más parecidos físicamente de lo que el método por el que Matthew había sido creado podría hacer suponer que fuera posible.
Me desembaracé del abrazo y de Sarah, y me volví hacia Ysabeau.
—No estaba segura de que volvierais. Habéis estado fuera mucho tiempo. Pero Margaret nos pidió que la lleváramos a la carretera y entonces empecé a creer que podríais regresar a nosotros sanos y salvos, después de todo.
Ysabeau observó mi rostro en busca de algún tipo de información que todavía no le había dado.
—Pues hemos vuelto. Para quedarnos.
Ya había sufrido demasiadas pérdidas en su larga vida. La besé con suavidad en una mejilla y luego en la otra.
—Bien —murmuró, aliviada—. Será un placer para todos teneros aquí…, no solo para Margaret. —El bebé oyó su nombre y empezó a entonar un «ta, ta, ta» mientras movía los brazos y las piernas como batidores de huevos para intentar llegar a mí—. Chica lista —dijo Ysabeau con aprobación, antes de darles a Margaret y luego a Sophie sendas palmaditas en la cabeza.
—¿Quieres coger a tu ahijada? —preguntó Sophie. Sonreía de par en par, aunque tenía lágrimas en los ojos. Se parecía mucho a Susanna.
—Sí, por favor —dije, y cogí el bebé en mis brazos a cambio de un beso en la mejilla de Sophie.
—Hola, Margaret —susurré, inhalando el aroma del bebé.
—Ta, ta, ta.
Margaret me cogió un mechón de pelo y empezó a enredarlo alrededor del puño.
—Eres una gamberra —dije, riéndome. Ella me hundió los pies en las costillas y soltó un gruñido de protesta.
—Es igual de cabezota que su padre, aunque ella es Piscis —dijo Sophie con serenidad—. Sarah te representó en la ceremonia. Vino Agatha. Ahora no está, pero sospecho que regresará pronto. Ella y Marthe hicieron un pastel especial envuelto en hilos de azúcar. Fue increíble. Y el vestido de Margaret era precioso. Tienes una voz diferente, como si hubieras pasado mucho tiempo en un país extranjero. Y me gusta tu pelo. También está distinto. ¿Tienes hambre?
Las palabras de Sophie salían rodando de su boca sin orden ni concierto, como las de Tom o Jack. Sentía la pérdida de nuestros amigos, incluso allí, en medio de nuestra familia.
Después de darle un beso a Margaret en la frente, se la devolví a su madre. Matthew seguía detrás de la puerta abierta del Range Rover, con un pie en el coche y el otro sobre el suelo de Auvernia, como si no estuviera seguro de que debiera estar allí.
—¿Dónde está Em? —pregunté. Sarah e Ysabeau intercambiaron sendas miradas.
—Todo el mundo te está esperando en el palacete. ¿Por qué no volvemos andando? —sugirió Ysabeau—. Dejad ahí el coche. Ya vendrán a buscarlo. Seguro que os apetece estirar las piernas.
Rodeé a Sarah con el brazo y di unos cuantos pasos. ¿Dónde estaba Matthew? Di media vuelta y levanté la mano que tenía libre. «Ven con tu familia», le dije en silencio cuando nuestros ojos entraron en contacto. «Ven con la gente que te quiere».
Él sonrió y mi corazón le respondió con un brinco.
Ysabeau siseó sorprendida, era un ruido sibilante que el aire de verano transportó con más certeza que un silbido.
—Latidos. Los tuyos. Y… ¿dos más?
Sus hermosos ojos verdes bajaron hacia mi abdomen y una diminuta gota roja brotó de ellos y amenazó con caer. Ysabeau miró a Matthew, maravillada. Él asintió y la lágrima de sangre de su madre acabó de formarse y rodó por su mejilla.
—En mi familia hay varios gemelos —dije, a modo de explicación. Matthew había detectado los latidos del segundo corazón en Ámsterdam, justo antes de subir al Spyder de Marcus.
—En la mía también —susurró Ysabeau—. Entonces, ¿es cierto lo que Sophie ha visto en sus sueños? ¿Vas a tener un hijo… de Matthew?
—Dos —dije, mientras observaba el lento progreso de las lágrimas de sangre.
—Es un nuevo comienzo, entonces —dijo Sarah, enjugándose también una lágrima. Ysabeau le dedicó a mi tía una sonrisa agridulce.
—A Philippe le encantaba una frase que hablaba de comienzos. Era un dicho antiguo. ¿Cómo era, Matthew? —le preguntó Ysabeau a su hijo.
Matthew salió finalmente del coche, como si algún hechizo lo hubiera estado reteniendo y se hubieran dado por fin las condiciones apropiadas. Recorrió los pasos que lo separaban de mí y besó dulcemente a su madre en la mejilla, antes de extender el brazo y cogerme de la mano.
—Omni fine initium novum —dijo Matthew, mirando la tierra de su padre como si por fin hubiera llegado a casa.
—«En todo final hay un nuevo comienzo».