Mi padre se había ido de Londres sin despedirse como era debido y yo decidí tomarme la vida de otra manera. Como resultado, los últimos días que pasé en la ciudad se convirtieron en un complejo entramado de palabras y deseos, hechizos y magia.
El espectro de Goody Alsop me esperaba triste al final de la calle la última vez que visité a mi profesora. Me siguió lánguidamente mientras subía las escaleras hacia los aposentos de la bruja.
—Así que nos dejáis —dijo Goody Alsop, desde la silla en la que estaba sentada, al lado del fuego. Llevaba ropa de lana y un chal, y el fuego era intenso.
—Debemos hacerlo. —Me agaché y le di un beso en la mejilla, fina como el papel—. ¿Cómo os encontráis hoy?
—Algo mejor, gracias a las curas de Susanna —aseguró Goody Alsop, pero tosió con fuerza y su frágil esqueleto se dobló en dos. Cuando se hubo recuperado, me observó con los ojos brillantes y asintió—. Esta vez el bebé ha echado raíces.
—Así es —respondí con una sonrisa—. Las náuseas lo demuestran. ¿Preferís que se lo comunique yo a las demás?
No quería que Goody Alsop soportara ninguna carga extra, ya fuera emocional o física. A Susanna le preocupaba su fragilidad y Elizabeth Jackson ya estaba asumiendo parte de las tareas que solía desempeñar la anciana del grupo.
—No es necesario. Catherine fue la que me lo dijo. Me explicó que Corra apareció volando por aquí hace unos días, riéndose y cotorreando como suele hacer cuando tiene un secreto.
Mi dragón y yo habíamos llegado a un acuerdo: que limitaría los vuelos al aire libre a una vez a la semana y que solo volaría por la noche. Yo había aceptado a regañadientes una segunda noche fuera cuando no hubiera luna y el riesgo de que alguien lo viera y lo confundiera con un fiero presagio de fatalidades fuera reducido.
—Así que era allí adonde había ido —dije, riéndome. Corra encontraba la compañía de la bruja tranquilizadora y a Catherine le gustaba retarla en concursos de escupir fuego.
—Todas nos alegramos de que Corra haya encontrado algo que hacer consigo misma, aparte de encaramarse a las chimeneas y chillar a los fantasmas —dijo Goody Alsop, señalando la silla que tenía enfrente—. ¿No te vas a sentar conmigo? Puede que la diosa no nos proporcione otra oportunidad.
—¿Habéis oído las noticias que llegan de Escocia? —le pregunté mientras me sentaba.
—No he oído nada desde que me contaste que el hecho de que hubiera suplicado el perdón por su barriga no salvaría a Euphemia MacLean de la pira.
El declive de Goody Alsop había comenzado la noche que le había dicho que una joven bruja de Berwick había sido quemada, a pesar de los esfuerzos de Matthew.
—Matthew finalmente convenció al resto de la Congregación de que la espiral de acusaciones y ejecuciones tenía que parar. Dos de los brujos acusados han cambiado su testimonio y han dicho que habían confesado bajo tortura.
—La Congregación se habrá quedado de piedra al ver a un wearh hablando en favor de una bruja —comentó Goody Alsop, mirándome de repente—. Se delataría si te quedaras. Matthew Roydon vive en un mundo de verdades a medias, pero nadie puede evitar eternamente ser descubierto. A causa del bebé, debéis tener mucho más cuidado.
—Lo haremos —le aseguré—. Entre tanto, todavía no estoy completamente segura de que mi octavo nudo sea lo suficientemente fuerte para el viaje en el tiempo. No con Matthew y el bebé.
—Déjame verlo —dijo Goody Alsop, extendiendo la mano. Me incliné hacia delante y le puse los cordones en la palma. Usaría los nueve cordones cuando viajáramos en el tiempo y haría un total de nueve nudos diferentes. Para ningún hechizo se usaban más.
Con manos expertas, Goody Alsop hizo ocho cruces en el cordón rojo y luego ató los extremos para que el nudo fuera irrompible.
—Así es como yo lo hago.
Era hermoso y sencillo, con giros abiertos y vueltas semejantes a las tracerías de piedra de las ventanas de las catedrales.
—El mío no se parecía a ese —dije, con una risa triste—. Serpentea y culebrea.
—Cada entramado es tan único como el tejedor que lo hace. La diosa no pretende que imitemos ningún ideal de perfección, sino que seamos nosotros mismos.
—Bueno, pues yo debo de ser todo curvas, entonces.
Cogí los cordones para analizar el diseño.
—Hay otro nudo que quisiera enseñarte —dijo Goody Alsop.
—¿Otro? —pregunté, frunciendo el ceño.
—Un décimo nudo. A mí me resulta imposible hacerlo, aunque debería ser el más sencillo. —Goody Alsop sonrió, pero le tembló la barbilla—. Mi propia profesora tampoco podía hacer el nudo, pero, aun así, me lo transmitió con la esperanza de que se presentara una tejedora como tú.
Goody Alsop deshizo el nudo que acababa de hacer con un giro del nudoso dedo índice. Le volví a tender la tela roja de seda e hizo un simple bucle. Por un momento, la cuerda se fundió en un anillo irrompible. En cuanto separó los dedos de ella, sin embargo, el bucle se soltó.
—Pero acabáis de unir los extremos hace solo un minuto, y con un entramado más complicado —dije, confusa.
—Siempre y cuando haya un cruce en el cordón, puedo atar los extremos y completar el hechizo. Pero solo un tejedor que se encuentra entre los dos mundos puede hacer el décimo nudo —replicó Goody Alsop—. Inténtalo. Usa el de seda plateada.
Intrigada, uní los dos extremos del cordón para dibujar un círculo. Las fibras se unieron para formar un círculo sin principio ni fin. Levanté los dedos de la seda, pero el círculo no se deshizo.
—Un buen tejido —dijo Goody Alsop con satisfacción—. El décimo nudo captura el poder de la eternidad, se trata de un entramado de vida y muerte. Es similar a la serpiente de tu esposo o a la forma en que Corra se mete la cola en la boca a veces, cuando se interpone en su camino. —Dicho aquello, levantó el décimo nudo. Era otro uróboros. Una sensación extraña invadió la sala y me puso el vello de los brazos de punta—. La creación y la destrucción son las magias más simples y las más poderosas, al igual que los nudos más simples son los más difíciles de hacer.
—No quiero usar la magia para destruir nada —dije. Las Bishop tenían una larga tradición de no hacer daño a nadie. Mi tía Sarah creía que cualquier bruja que se alejara de sus principios originales acabaría haciendo que el demonio se volviera contra ella.
—Nadie quiere usar los dones de la diosa como arma, pero en ocasiones es necesario. Tu wearh lo sabe. Y, después de lo que ha pasado aquí y en Escocia, tú también.
—Tal vez. Pero mi mundo es diferente —dije—. Hay menos demanda de armas mágicas.
—Los mundos cambian, Diana. —Goody Alsop centró su atención en algún recuerdo distante—. Mi profesora, la madre Úrsula, era una gran tejedora. Estaba recordando una de sus profecías sobre la Víspera de los Santos Inocentes, cuando comenzaron los terribles sucesos en Escocia… y cuando viniste a cambiar nuestro mundo.
Su voz adquirió el tono cantarín de un encantamiento.
Las tormentas rugirán y los océanos bramarán cuando Gabriel se encuentre en el mar y el litoral. Y cuando su maravilloso cuerno haga sonar, veremos los viejos mundos expirar y otros nuevos aflorar.
Ni una brisa ni el crepitar de una llama perturbó la habitación cuando Goody Alsop finalizó. La mujer respiró hondo.
—Es todo uno, ¿sabes? La vida y la muerte. El décimo nudo sin principio ni fin y la serpiente del wearh. La luna llena que brillaba a principios de semana y la sombra que Corra proyectó sobre el Támesis como presagio de tu partida. El viejo mundo y el nuevo —dijo Goody Alsop, y su sonrisa flaqueó—. Me regocijé cuando viniste a mí, Diana Roydon. Y cuando te vayas, como es tu deber, mi corazón se sentirá pesaroso.
—Normalmente es Matthew quien me avisa cuando abandona mi ciudad —comentó Andrew Hubbard, con las blancas manos sobre los brazos tallados de la silla, en la cripta de la iglesia. Muy por encima de nosotros, alguien se preparaba para un inminente servicio religioso—. ¿Qué os trae por aquí, señora Roydon?
—He venido a hablaros de Annie y Jack.
Los extraños ojos de Hubbard me analizaron mientras sacaba un pequeño talego de piel del bolsillo. Contenía cinco años de sueldos para cada uno de ellos.
—Abandono Londres. Me gustaría que aceptarais esto, por sus cuidados.
Le tendí el dinero a Hubbard. Él no hizo ademán alguno de cogerlo.
—Eso no es necesario, señora.
—Por favor. Me los llevaría conmigo, si pudiera. Dado que no pueden venir, necesito saber que alguien velará por ellos.
—¿Y qué me daréis a cambio?
—¿Cómo? El dinero, por supuesto.
Volví a tenderle el monedero una vez más.
—Ni quiero ni necesito el dinero, señora Roydon.
Hubbard se recostó en la silla y entrecerró los ojos.
—¿Qué…? —me dispuse a preguntar, pero me interrumpí—. No.
—Dios no hace nada en vano. No hay accidentes en Sus planes. Él quería que vinierais hoy aquí porque quiere asegurarse de que nadie de vuestra sangre tenga nada que temer por mi parte.
—Ya tengo suficientes protectores —protesté.
—¿Y se puede decir lo mismo de vuestro esposo? —preguntó Hubbard, mirándome el pecho—. Vuestra sangre es más fuerte en sus venas ahora que cuando llegasteis. Y hay que tener en cuenta al bebé.
El corazón me dio un vuelco. Cuando me llevara de vuelta a mi Matthew al presente, Andrew Hubbard sería una de las pocas personas que conocerían su futuro… y que sabrían que había una bruja en él.
—Vos no usaríais el hecho de haberme conocido contra Matthew. No después de lo que ha hecho, de cómo ha cambiado.
—¿Ah, no? —La tensa sonrisa de Hubbard me dijo que haría lo que fuera para proteger a su rebaño—. Existe un importante resentimiento entre nosotros.
—Encontraré otra forma de dejarlos a salvo —dije, mientras decidía irme.
—Annie ya es una de mis hijas. Es bruja y forma parte de mi familia. Velaré por su bienestar. Jack Blackfriars es otro asunto. No es una criatura y tendrá que valerse por sí mismo.
—¡Es un niño, un chiquillo!
—Pero no es uno de mis hijos. Y vos tampoco. No os debo nada a ninguno de los dos. Que tengáis un buen día, señora Roydon —dijo Hubbard, antes de dar media vuelta.
—Y si yo formara parte de vuestra familia, ¿qué? ¿Haríais honor a mi petición sobre Jack? ¿Reconoceríais a Matthew como alguien de mi propia sangre y, por lo tanto, lo protegeríais?
Era en el Matthew del siglo XVI en el que estaba pensando en aquel momento. Cuando regresáramos al presente, ese otro Matthew seguiría estando allí, en el pasado.
—Si me ofrecéis vuestra sangre, ni Matthew ni Jack ni vuestro hijo no nato tendrán nada que temer por mi parte —me informó Hubbard desapasionadamente, pero su mirada tenía el toque de avaricia que había visto en los ojos de Rodolfo.
—¿Y de cuánta sangre precisaríais? —«Piensa. Sobrevive».
—Muy poca. No más de una gota.
La atención de Hubbard era inquebrantable.
—No podría dejar que la tomarais directamente de mi cuerpo. Matthew se daría cuenta, al fin y al cabo somos pareja —dije. Los ojos de Hubbard me miraron el pecho de refilón.
—Siempre tomo mi tributo directamente del cuello de mis hijos.
—Estoy segura de que así es, padre Hubbard. Pero podéis entender por qué eso no es posible, ni siquiera deseable, en este caso —insistí antes de quedarme en silencio, con la esperanza de que el hambre de Hubbard (de poder, de conocernos a Matthew y a mí, de tener algo que esgrimir sobre los De Clermont si alguna vez lo necesitaba) venciera—. Podría usar una copa.
—No —dijo Hubbard, negando con la cabeza—. Vuestra sangre se contaminaría. Debe ser pura.
—Pues un cáliz de plata, entonces —dije, pensando en las charlas de Chef en Sept-Tours.
—Abriréis la vena de la muñeca sobre mi boca y dejaréis que la sangre caiga en ella. No nos tocaremos. —Hubbard me miró con el ceño fruncido—. De no ser así, dudaré de la sinceridad de vuestra oferta.
—Muy bien, padre Hubbard. Acepto vuestros términos. —Me aflojé el cordón del puño derecho y levanté la manga. Mientras lo hacía, le susurré a Corra una petición silenciosa—. ¿Dónde deseáis hacerlo? Por lo que he visto, vuestros hijos se arrodillan ante vos, pero eso no funcionará si tengo que verter la sangre en vuestra boca.
—Se trata de un sacramento. A Dios no le importa quién se arrodille.
Para mi sorpresa, Hubbard cayó de rodillas al suelo delante de mí. Me tendió un cuchillo.
—No lo necesito.
Moví rápidamente el dedo sobre las tracerías azules de la muñeca y murmuré un simple encantamiento de desatado. Un hilo carmesí hizo acto de presencia. La sangre brotó.
Hubbard abrió la boca, mientras me miraba a la cara. Esperaba que incumpliera mi promesa o que lo engañara de alguna forma. Pero yo estaba dispuesta a acatar la forma de ese acuerdo, aunque no el espíritu. «Gracias, Goody Alsop», dije enviándole una bendición silenciosa por haberme enseñado a manejar al hombre.
Sujeté la muñeca sobre su boca y apreté el puño. Una gota de sangre rodó sobre el canto de mi brazo y comenzó a caer. Los ojos de Hubbard parpadearon para cerrarse, como si quisiera concentrarse en lo que mi sangre le diría.
—¿Qué es la sangre, sino fuego y agua? —murmuré. Invoqué al viento para que ralentizara la caída de la sangre. La fuerza del aire aumentó e hizo que la gota de sangre que caía se congelara de modo que, al aterrizar sobre la boca de Hubbard, lo hizo en forma de algo cristalino y afilado. El vampiro abrió los ojos de par en par, confuso.
—No más de una gota. —El viento había secado la sangre que me quedaba sobre la piel formando un laberinto de rayas rojas sobre las venas azules—. Sois un hombre de Dios, un hombre de palabra, ¿no es así, padre Hubbard?
La cola de Corra se desenroscó de alrededor de mi cintura. La había usado para impedir que nuestro bebé tuviera constancia alguna de aquella sórdida transacción, pero ahora parecía que quería utilizarla para enfrentarse al sinsentido de Hubbard.
Lentamente, retiré el brazo. Hubbard pensó en agarrarlo y llevárselo a la boca de nuevo. Vi que aquella idea se le pasaba por la cabeza con tanta claridad como había visto a Edward Kelley plantearse aporrearme con el bastón. Murmuré otro sencillo hechizo para cerrar la herida y, sin mediar palabra, di media vuelta para irme.
—La próxima vez que estéis en Londres —dijo Hubbard en voz queda—, Dios me lo susurrará. Y, si Él lo desea, volveremos a encontrarnos. Pero recordad una cosa: da igual adónde vayáis a partir de ahora, incluso hasta la muerte, una pequeña parte de vos vivirá dentro de mí.
Me detuve y bajé la vista hacia él. Las palabras sonaban amenazadoras, pero la expresión de su rostro era amable, incluso triste. Aceleré el paso mientras abandonaba la cripta de la iglesia, con la intención de poner la mayor cantidad posible de tierra de por medio entre Andrew Hubbard y yo.
—Me despido de vos, Diana Bishop —gritó a mis espaldas.
Estaba ya a mitad de camino, en medio de la ciudad, cuando me di cuenta de que daba igual lo poco que aquella única gota de sangre pudiera haber revelado: el padre Hubbard ahora sabía mi verdadero nombre.
Walter y Matthew se estaban gritando el uno al otro cuando regresé a El Venado y la Corona. El mozo de cuadra de Raleigh también podía oírlos. Estaba en el patio, sujetando las riendas de la monstruosidad de caballo negro de Walter y escuchando la discusión a través de las ventanas abiertas.
—¡Eso implicará mi muerte, y también la de ella! ¡Nadie debe saber que está encinta!
Curiosamente, era Walter el que hablaba.
—No puedes abandonar a la mujer que amas y a tu propio hijo para tratar de ser fiel a la reina, Walter. Isabel descubrirá que la has traicionado y Bess caerá en desgracia para siempre.
—¿Y qué esperas que haga? ¿Que me case con ella? Si lo hago sin el permiso de la reina, me detendrán.
—Tú sobrevivirás, pase lo que pase —dijo Matthew rotundamente—. Si le niegas a Bess tu protección, ella no lo hará.
—¿Cómo puedes fingir que te preocupa la honestidad marital después de todas las mentiras que has contado sobre Diana? Había días en los que insistías en que estabais casados, pero nos hacíais jurar que lo negaríamos ante cualquier brujo o wearh extraño que viniera a husmear o a hacer preguntas. —Walter bajó la voz, pero la furia persistió—. ¿Esperas que me crea que vais a regresar al lugar del que vinisteis y que vas a reconocerla como tu esposa?
Me colé en la habitación sin que se dieran cuenta.
Matthew vaciló.
—Ya me parecía que no —dijo Walter, mientras se ponía los guantes.
—¿Es así como queréis despediros? —pregunté.
—Diana —dijo Walter, con recelo.
—Hola, Walter. Tu mozo de cuadra está abajo, con el caballo.
El hombre fue hacia la puerta, pero se detuvo.
—Sé sensato, Matthew. No puedo perder el crédito que tengo en la corte. Bess es más consciente de los peligros que entraña la ira de la reina que nadie. En la corte de Isabel la fortuna es fugaz, pero la desgracia perdura para siempre.
Matthew se quedó mirando cómo su amigo bajaba con ruido sordo las escaleras.
—Que Dios me perdone. La primera vez que oí ese plan, le dije que era lo más inteligente. Pobre Bess.
—¿Qué le sucederá cuando nos hayamos ido? —pregunté.
—Cuando llegue el otoño, el embarazo de Bess empezará a notarse. Se casarán en secreto. Cuando la reina cuestione su relación, Walter la negará una y otra vez. La reputación de Bess quedará arruinada, se descubrirá que su marido es un mentiroso y ambos serán arrestados.
—¿Y el niño? —susurré.
—Nacerá en marzo y no sobrevivirá al otoño —respondió Matthew mientras se sentaba a la mesa y ponía la cabeza entre las manos—. Le escribiré a mi padre y me aseguraré de que Bess obtenga su protección. Tal vez Susanna Norman pueda verla durante el embarazo.
—Ni tu padre ni Susanna pueden protegerla del golpe de los desmentidos de Raleigh —dije, posando las manos sobre su manga—. ¿Y negarás que estamos casados cuando regresemos?
—No es tan fácil —dijo Matthew, mirándome con angustia.
—Eso es lo que ha dicho Walter. Y le has dicho que estaba equivocado. —Recordé la profecía de Goody Alsop: «Los viejos mundos mueren y los nuevos nacen»—. Se acerca el momento en que tendrás que elegir entre la seguridad del pasado y la promesa del futuro, Matthew.
—Y el pasado no tiene cura, por mucho que me empeñe. Es lo que siempre le digo a la reina cuando le da vueltas a una mala decisión que ha tomado. De nuevo me han dado de mi propia medicina, como Gallowglass se apresuraría a señalar.
—Me has ganado, tío —replicó Gallowglass, que había entrado a hurtadillas en la sala y estaba descargando unos paquetes—. Tengo tu papel. Y tus plumas. Y un tónico para la garganta de Jack.
—Se lo tiene merecido por pasar todo el rato en lo alto de las torres con Tom, hablando de las estrellas —dijo Matthew, frotándose la cara—. Tendremos que asegurarnos de que alguien mantenga a Tom, Gallowglass. Walter no será capaz de conservarlo en el servicio mucho más tiempo. Henry Percy tendrá que dar la cara (una vez más), pero yo también debería contribuir a su manutención.
—Hablando de Tom, ¿has visto los planes que tienen de comprar una lente de un solo ojo para observar los cielos? Él y Jack lo llaman «cristal de las estrellas».
Noté un hormigueo en el cuero cabelludo mientras los hilos de la sala crepitaban de energía. El tiempo protestó con un ruido grave en las esquinas.
—¿Cristal de las estrellas? —dije, con voz plana—. ¿Cómo es?
—Pregúntaselo tú misma —dijo Gallowglass, volviendo la cabeza hacia las escaleras. Jack y Greñas entraron a todo correr en la habitación. Tom los seguía, distraído, con un par de lentes rotas en la mano.
—Definitivamente, dejarás una huella en el futuro si interfieres en esto, Diana —le advirtió Matthew.
—Mirad, mirad, mirad —exclamó Jack, blandiendo un grueso pedazo de madera. Greñas seguía sus movimientos y chascaba la mandíbula mirando el palo cuando lo pasaba por delante—. El señor Harriot dice que, si vaciamos esto y ponemos la lente de unos anteojos al final, hará que las cosas que están lejos parezcan que están cerca. ¿Sabéis tallar, señor Roydon? Si no, ¿creéis que el carpintero de San Dunstan podría enseñarme? ¿Quedan bollos? El estómago del señor Harriot lleva rugiendo toda la tarde.
—Déjame ver eso —dije, extendiendo la mano para que me diera el tubo de madera—. Los bollos están en el armario del rellano, Jack, donde siempre. Dale uno al señor Harriot y coge otro para ti. Y no —dije, interrumpiendo al niño cuando este abrió la boca—, Greñas no va a compartir el tuyo.
—Buen día, señora Roydon —dijo Tom, con aire soñador—. Si un simple par de anteojos como estos pueden hacer que un hombre vea la palabra de Dios en la Biblia, seguro que podrían hacerse unos más complejos para ayudarle a ver la obra de Dios en el Libro de la naturaleza. Gracias, Jack.
Tom mordió el bollo con aire ausente.
—¿Y cómo las haríais más complejas? —pregunté en voz alta, sin atreverme apenas a respirar.
—Combinaría lentes cóncavas y convexas, como el caballero napolitano, el signor Della Porta, sugería en un libro que leí el año pasado. Mi brazo no me permite alejarlo a la distancia apropiada. Así que estamos intentando extender el alcance del brazo con ese trozo de madera.
Con aquellas palabras, Thomas Harriot cambió la historia de la ciencia. Y no tuve que interferir en el pasado, solo tuve que ocuparme de que el pasado no se olvidara.
—Pero esto no son más que vanas ensoñaciones. Pondré estas ideas sobre papel y pensaré en ellas más tarde —dijo Tom, con un suspiro.
Aquel era el problema de los científicos de principios de la era moderna: no entendían la necesidad de publicar. En el caso de Thomas Harriot, sus ideas habían acabado pereciendo por falta de editor.
—Creo que tenéis razón, Tom. Pero este tubo de madera no es lo suficientemente largo —le aseguré, con una radiante sonrisa—. En cuanto al carpintero de San Dunstan, monsieur Vallin podría ser de mayor ayuda si lo que necesitáis es un tubo largo y hueco. ¿Vamos a verlo?
—¡Sí! —gritó Jack, dando un salto en el aire—. Monsieur Vallin tiene todo tipo de herramientas y resortes, señor Harriot. Una vez me dio uno y lo tengo en la caja de los tesoros. El mío no es tan grande como el de la señora Roydon, pero sujeta lo suficiente. ¿Podemos irnos ya?
—¿Qué está tramando la tiíta? —le preguntó Gallowglass a Matthew, a la vez intrigado y receloso.
—Creo que va a vengarse de Walter por no prestar suficiente atención al futuro —dijo Matthew suavemente.
—Ah. Todo bien, entonces. Y yo que creía que olía a problemas.
—Siempre hay problemas —aseguró Matthew—. ¿Estás segura de que sabes lo que haces, ma lionne?
Habían sucedido tantas cosas que no había podido arreglar… No podía hacer que regresara mi primer hijo ni salvar a las brujas de Escocia. Habíamos traído el Ashmole 782 desde Praga, solo para descubrir que no podríamos llevarlo sin problemas al futuro. Habíamos dicho adiós a nuestros padres y estábamos a punto de dejar a nuestros amigos. La mayoría de aquellas experiencias se desvanecerían sin dejar rastro. Pero sabía exactamente cómo asegurarme de que el telescopio de Tom sobreviviera.
Asentí.
—El pasado nos ha cambiado, Matthew. ¿Por qué no podríamos cambiarlo nosotros también a él?
Matthew me cogió la mano con la suya y la besó.
—Ve con monsieur Vallin, pues. Y haz que me envíe la factura.
—Gracias. —Entonces me incliné y le susurré algo al oído—. No te preocupes. Me llevaré a Annie conmigo. Le hará bajar el precio por puro aburrimiento. Además, ¿quién sabe cuánto cobrar por un telescopio en 1591?
Así fue como una bruja, un daimón, dos niños y un perro hicieron una breve visita a monsieur Vallin esa tarde. Al final del día envié invitaciones a nuestros amigos para que se unieran a nosotros la noche siguiente. Sería la última vez que los veríamos. Mientras yo me ocupaba de los telescopios y la planificación de la cena, Matthew le dio el Verum Secretum Secretorum de Roger Bacon a Mortlake. Yo no quería que se le entregara el Ashmole 782 al doctor Dee. Sabía que el libro tenía que regresar a la enorme biblioteca del alquimista para que Elias Ashmole pudiera hacerse con él en el siglo XVII. Pero no era fácil dejar el libro a cargo de una tercera persona, no más de lo que había sido ceder la pequeña figura de la diosa Diana a Kit cuando llegamos. Los detalles prácticos relacionados con la partida se los dejamos a Gallowglass y a Pierre. Ellos empaquetaron baúles, vaciaron cofres, redistribuyeron fondos y enviaron los enseres personales al Viejo Pabellón con experta eficiencia, lo que revelaba cuántas veces habían hecho aquello antes.
Partiríamos en unas cuantas horas. Volvía de visitar a monsieur Vallin con un curioso paquete envuelto en suave piel cuando me extrañó ver a una niña de diez años en la calle, delante de la tienda de pasteles, observando con fascinación los utensilios que había en el escaparate. Me recordó a mí misma a esa edad, por la indómita cabellera de color rubio pajizo que le llegaba más abajo de los hombros y que era demasiado larga para el resto de su constitución. La niña se puso tensa, como si supiera que la estaban observando. Cuando nuestras miradas se encontraron, supe por qué: era una bruja.
—¡Rebecca! —gritó una mujer que salía de la tienda. El corazón me dio un vuelco al verla, porque era como una combinación de mi madre y Sarah.
Rebecca no dijo nada, pero siguió observándome como si hubiera visto un fantasma. Su madre miró también para ver lo que había captado la atención de la niña, y ahogó un grito. Su mirada me hizo cosquillas en la piel, mientras observaba mi rostro y mi constitución. Ella también era una bruja.
Obligué a mis pies a dirigirse hacia la tienda de pasteles. Cada paso me acercaba más a las dos brujas. La madre arrimó a la niña a sus faldas, y Rebecca se retorció a modo de protesta.
—Se parece a la grand-dame —susurró Rebecca, intentando verme más de cerca.
—¡Shhh! —le espetó la madre, antes de dirigirme una mirada de disculpa—. Sabes que tu grand-dame está muerta, Rebecca.
—Soy Diana Roydon —dije, mientras señalaba el cartel que tenían por encima de los hombros—. Vivo aquí, en El Venado y la Corona.
—Pero entonces sois…
La mujer abrió los ojos de par en par y arrimó más a Rebecca hacia ella.
—Me llamo Rebecca White —dijo la niña, ajena a la reacción de su madre. Acto seguido, se inclinó en una somera y vacilante reverencia. Aquello también me sonaba.
—Es un placer conocerte. ¿Eres nueva en Blackfriars?
Tenía intención de mantener una conversación trivial durante el máximo tiempo posible, aunque solo fuera para mirar sus caras, familiares pero extrañas.
—No. Vivimos al lado del hospital, cerca del mercado de Smithfield —explicó Rebecca.
—Acojo pacientes cuando las salas están llenas. Soy Bridget White, y Rebecca es mi hija —dijo la mujer, vacilante.
Aun sin saber el apellido de Rebecca y Bridget, reconocí a aquellas dos criaturas en el fondo del alma. Bridget Bishop había nacido alrededor de 1632 y el primer nombre del grimorio Bishop era el de la abuela de Bridget, Rebecca Davies. ¿Aquella niña de diez años se casaría algún día y llevaría aquel apellido?
Algo que tenía cerca del cuello captó la atención de Rebecca. Levanté la mano. «Los pendientes de Ysabeau».
Había usado tres objetos para llevarnos a Matthew y a mí al pasado: una copia manuscrita de Doctor Fausto, una pieza de ajedrez de plata y un pendiente oculto en el pelele de Bridget Bishop. El pendiente. Alcé la mano y me quité el fino alambre de oro de la oreja. Consciente por mi experiencia con Jack de que era sensato establecer contacto visual directo con los niños si querías dejarles una impresión duradera, me agaché hasta que estuvimos al mismo nivel.
—Necesito que alguien me guarde esto —le dije, tendiéndole el pendiente—. Llegará un día en que lo necesitaré. ¿Lo guardarás bien?
Rebecca me miró con solemnidad y asintió. La cogí de la mano, sentí que una corriente de percepción pasaba entre nosotras y le puse los alambres adornados con joyas en la palma de la mano. La niña apretó con fuerza los dedos alrededor de ellos.
—¿Puedo, mamá? —le susurró finalmente a Bridget.
—Supongo que sí —respondió la madre, con recelo—. Vamos, Rebecca. Debemos irnos.
—Gracias —dije, mientras me levantaba y le daba unas palmaditas a Rebecca en el hombro, al tiempo que miraba a Bridget a los ojos—. Gracias.
Sentí una mirada que me pellizcaba. Esperé a que Rebecca y Bridget se perdieran de vista antes de dar media vuelta y enfrentarme a Christopher Marlowe.
—Señora Roydon. —Kit tenía la voz ronca y cara de muerto—. Walter me ha dicho que os vais esta noche.
—Le pedí que te lo dijera. —Obligué a Kit a mirarme a los ojos por medio de un acto de voluntad pura y dura. Aquella era otra de las cosas que podía solucionar: podría asegurarme de que Matthew se despidiera como era debido del hombre que un día había sido su mejor amigo.
Kit bajó la vista hacia los pies, ocultando el rostro.
—Nunca debería haber venido.
—Te perdono, Kit.
Marlowe levantó la cabeza, sorprendido por mis palabras.
—¿Por qué? —preguntó, estupefacto.
—Porque lo amas. Y porque mientras Matthew te culpe de lo que me ha sucedido, una parte de él permanecerá contigo. Para siempre —dije, sencillamente—. Ven arriba y dile adiós.
Matthew nos estaba esperando en el rellano, pues había adivinado que llevaba a alguien a casa. Lo besé suavemente en la boca mientras pasaba de camino a nuestra alcoba.
—Tu padre te perdonó —murmuré—. Ofrécele a Kit el mismo regalo a cambio.
Y, dicho aquello, los dejé para que arreglaran lo que pudieran en el poco tiempo que quedaba.
Unas horas después, le tendí a Thomas Harriot un tubo de acero.
—Aquí tienes el cristal de las estrellas, Tom.
—Lo he hecho del cañón de un fusil, con ciertos ajustes, desde luego —explicó monsieur Vallin, famoso hacedor de ratoneras y relojes—. Y tiene una inscripción, como la señora Roydon solicitó.
En uno de los lados, en una preciosa y pequeña chapita de plata, ponía: «N. VALLIN ME FECIT, T. HARRIOT ME INVENIT, 1591».
—«N. Vallin me ha hecho, T. Harriot me ha inventado, 1591». —Sonreí cálidamente a monsieur Vallin—. Es perfecto.
—¿Ahora podemos ver la luna? —gritó Jack, corriendo hacia la puerta—. ¡Ya parece más grande que el reloj de Santa Mildred!
Y así fue como Thomas Harriot, matemático y lingüista, hizo historia en el mundo de la ciencia en el patio de El Venado y la Corona mientras estaba sentado en una maltrecha silla de jardín de mimbre que había bajado del ático. Dirigió el largo tubo de metal con dos lentes de anteojos encajadas hacia la luna llena y suspiró complacido.
—Mira, Jack. Es exactamente como dijo el signor Della Porta. —Tom invitó al niño a sentarse en su regazo y situó un extremo del tubo sobre el ojo de su entusiasmado ayudante—. Dos lentes, una convexa y una cóncava, son de hecho la solución si se sitúan a la distancia correcta.
Después de Jack, todos miramos por turnos.
—Bueno, no es en absoluto lo que esperaba —dijo George Chapman, decepcionado—. ¿No creíais que la luna sería más grandiosa? Creo que prefiero la misteriosa luna del poeta que esta, Tom.
—¿Por qué no es perfecta? —se quejó Henry Percy, frotándose los ojos para volver a echar un vistazo a través del tubo.
—Por supuesto que no es perfecta. Nada lo es —dijo Kit—. No puedes creer todo lo que te dicen los filósofos, Hal. Es el camino seguro para la ruina. Mira lo poco que ha hecho la filosofía por Tom.
Miré a Matthew y sonreí. Hacía tiempo que no disfrutábamos de las réplicas verbales de la Escuela de la Noche.
—Al menos Tom puede alimentarse a sí mismo, que es más de lo que puedo decir de cualquiera de los dramaturgos que conozco. —Walter miró por el tubo y silbó—. Ojalá hubieras inventado esta idea antes de irnos a Virginia, Tom. Habría resultado de utilidad para observar la costa mientras estábamos a salvo a bordo del barco. Mira a través de esto, Gallowglass, y dime que estoy equivocado.
—Tú nunca estás equivocado, Walter —dijo Gallowglass, guiñándole el ojo a Jack—. Escucha bien lo que te digo, joven Jack: el que te paga el salario siempre tiene la razón en todo.
También había invitado a Goody Alsop y Susanna a unirse a nosotros, e incluso ellas echaron un vistazo a través del cristal de las estrellas de Tom. A ninguna de las mujeres pareció impresionarle demasiado el invento, aunque ambas emitieron sonidos de entusiasmo cuando les tocó.
—¿Por qué los hombres se entretienen con esas nimiedades? —me susurró Susanna—. Yo podría haberles dicho que la luna no es perfectamente lisa, hasta sin ese nuevo instrumento. ¿Es que no tienen ojos?
Tras el placer de ver los cielos, solo quedaban las dolorosas despedidas. Enviamos a Annie con Goody Alsop, con la excusa de que Susanna necesitaba otro par de manos para ayudar a la anciana a atravesar la ciudad. La despedida fue rápida y Annie me miró con incertidumbre.
—¿Os encontráis bien, señora? ¿Preferís que me quede aquí?
—No, Annie. Ve con tu tía y con Goody Alsop —dije, parpadeando para reprimir las lágrimas. ¿Cómo soportaba Matthew aquellas despedidas constantes?
Kit, George y Walter fueron los siguientes en despedirse con bruscos adioses, mientras agarraban el brazo de Matthew para desearle lo mejor.
—Vamos, Jack. Tú y Tom os vendréis a casa conmigo —dijo Henry Percy—. La noche todavía es joven.
—No quiero ir —dijo Jack. Dio media vuelta hacia Matthew, con los ojos como platos. El niño presentía el inminente cambio.
Matthew se arrodilló ante él.
—No tienes nada que temer, Jack. Conoces al señor Harriot y a lord Northumberland. No permitirán que te suceda nada malo.
—¿Y si tengo una pesadilla? —susurró Jack.
—Las pesadillas son como el cristal de las estrellas del señor Harriot. Son un truco de la luz que hace que algo distante parezca más cercano y mayor de lo que en realidad es.
—Ah. —Jack consideró la respuesta de Matthew—. Así que, aunque vea un monstruo en mis sueños, ¿no podrá alcanzarme?
Matthew asintió.
—Pero te contaré un secreto. Un sueño es una pesadilla, pero al contrario. Si sueñas con alguien a quien quieres, esa persona parecerá estar más cerca, aunque esté lejos.
Mi esposo se puso en pie y posó la mano sobre la frente de Jack unos instantes, bendiciéndolo en silencio.
Una vez que Jack y sus guardianes hubieron partido, solo quedaba Gallowglass. Saqué los cordones de la caja de hechizos y dejé algunas cosas dentro: un guijarro, una pluma blanca, un trozo del serbal, mis joyas y la nota que mi padre había dejado.
—Lo cuidaré —me prometió este, mientras me cogía la caja. Parecía extrañamente pequeña en aquella inmensa mano. Luego me estrechó con brío entre sus brazos.
—Cuida del otro Matthew, para que pueda encontrarme algún día —le susurré al oído, mientras apretaba con fuerza los ojos.
Lo solté y me hice a un lado. Los dos De Clermont se despidieron al estilo De Clermont: con brevedad pero con sentimiento.
Pierre estaba esperando con los caballos delante de El Sombrero del Cardenal. Matthew me ayudó a subir a la silla y trepó a la suya propia.
—Adiós, madame —dijo Pierre, soltando las riendas.
—Gracias, amigo —dije, mientras los ojos se me llenaban de lágrimas una vez más.
Pierre le dio a Matthew una carta. Reconocí el sello de Philippe.
—Las instrucciones de vuestro padre, milord.
—Si no aparezco en Edimburgo en dos días, ven a buscarme.
—Lo haré —prometió Pierre, mientras Matthew le chascaba la lengua al caballo y girábamos hacia Oxford.
Cambiamos de caballo tres veces y llegamos al Viejo Pabellón antes del amanecer. Matthew les había pedido a Françoise y a Charles que se fueran, así que estábamos solos.
Mi esposo dejó la carta de Philippe sobre la mesa de su despacho, donde el Matthew del siglo XVI no podría pasarla por alto. La misiva lo enviaría a Escocia por un asunto urgente. Una vez allí, Matthew Roydon permanecería en la corte del rey Jacobo un tiempo, antes de desaparecer para empezar una nueva vida en Ámsterdam.
—Al rey de los escoceses le complacerá que regrese a mi antiguo ser —comentó Matthew, tocando la carta con la yema del dedo—. No volveré a intentar salvar a ninguna bruja, con certeza.
—Has cambiado las cosas aquí, Matthew —dije, deslizando el brazo alrededor de su cintura—. Ahora tenemos que solucionar las cosas en el presente.
Entramos en la habitación a la que habíamos llegado hacía tantos meses.
—Sabes que no puedo asegurar que nos desplacemos a través de los siglos y que aterricemos exactamente en el momento y el lugar correctos —le advertí.
—Ya me lo has explicado, mon coeur. Tengo fe en ti —aseguró Matthew, e introdujo el brazo en el ángulo del mío para sujetarme—. Vayamos a encontrarnos con el futuro. De nuevo.
—Adiós, casa.
Eché un vistazo a nuestro primer hogar una última vez. Aunque volviera a verlo, ya no sería el mismo que era esa mañana de junio.
Los hilos azules y ambarinos de las esquinas crepitaban y gemían impacientes, llenando la habitación de luz y sonido. Respiré hondo, anudé el primer cordón, el marrón, y dejé el extremo colgando. Aparte de Matthew y la ropa que llevábamos puesta, los cordones de tejedora eran los únicos objetos que nos llevábamos con nosotros.
—Con el nudo de uno, empieza el conjuro —susurré. El volumen del tiempo aumentaba con cada nudo que hacía, hasta que los chillidos y los gemidos se hicieron casi ensordecedores.
Cuando los extremos del noveno cordón se fusionaron, levantamos los pies del suelo y lo que había a nuestro alrededor se fue disolviendo lentamente.