Capítulo
38

Las dos semanas han llegado a su fin. Es hora de que me vaya.

Aunque las palabras de mi padre no eran inesperadas, me sentaron igualmente como una patada. Bajé los párpados para disimular mi reacción.

—Como no aparezca pronto, tu madre creerá que me he liado con una vendedora de naranjas.

—Las vendedoras de naranjas son más del siglo XVII —dije con aire ausente, mientras cogía los cordones que tenía en el regazo. Ahora progresaba constantemente en todo, desde los simples encantamientos contra el dolor de cabeza hasta los tejidos más complicados que podían hacer que se levantaran olas en el Támesis. Enrosqué las hebras dorada y azul alrededor de los dedos. «Fuerza y comprensión».

—Guau. A eso lo llamo yo recuperarse, Diana. —Mi padre se volvió hacia Matthew—. Sí que se recobra pronto.

—Dímelo a mí —repuso mi marido con la misma sequedad. Ambos dependían del humor para limar las asperezas de sus interacciones, lo que en ocasiones los hacía insoportables.

—Me alegro de haber podido conocerte, Matthew…, a pesar de esa mirada aterradora que pones cuando crees que estoy dando órdenes a Diana —dijo mi padre, riéndose.

Ignoré las bromas y enrosqué el cordón amarillo con el dorado y el azul. «Persuasión».

—¿No puedes quedarte hasta mañana? Sería una pena que te perdieras las celebraciones —dije. Era el solsticio de verano y en la ciudad había un ambiente festivo. Preocupada por si la posibilidad de pasar una última noche con su hija no era lo suficientemente tentadora, apelé descaradamente a los intereses académicos de mi padre—. Habrá muchísimas costumbres folclóricas que podrás observar.

—¿Costumbres folclóricas? —dijo mi padre, riendo—. Muy hábil. Claro que me quedaré hasta mañana. Annie me ha hecho una corona de flores para el pelo y Will y yo vamos a compartir un poco de tabaco con Walter. Luego iré a visitar al padre Hubbard.

Matthew frunció el ceño.

—¿Conoces a Hubbard?

—Claro. Me presenté al llegar. No me quedaba más remedio, dado que era el hombre que estaba a cargo. El padre Hubbard se imaginó con bastante rapidez que era el padre de Diana. Tenéis un olfato increíble —dijo mi padre, mientras miraba a Matthew con benevolencia—. Un hombre interesante, con esa idea de que todas las criaturas vivan como si pertenecieran a una gran familia feliz.

—Acabaría siendo un caos —repliqué.

—Pues nos las apañamos muy bien anoche con tres vampiros, dos brujos, un daimón, dos humanos y un perro bajo el mismo techo. No rechaces las nuevas ideas tan rápidamente, Diana —terció mi padre, dirigiéndome una mirada reprobatoria—. Luego supongo que pasaré a ver a Catherine y Marjorie. Esta noche habrá un montón de brujas rondando por ahí. Y esas dos seguro que sabrán cómo encontrar el lugar más divertido.

Al parecer ya trataba por el nombre de pila a media ciudad.

—Pues ten cuidado. Sobre todo con Will, papá. Nada de «guaus» ni de «Bien jugado, Shakespeare».

A mi padre le encantaba el argot. Decía que era el distintivo del antropólogo.

—Si me pudiera llevar a Will a casa… Sería guay, perdona, cielo, tenerlo de compañero. Tiene sentido del humor. A nuestro departamento le vendría bien alguien como él. Que animara un poco el cotarro, ya me entiendes —dijo mi padre, frotándose las manos—. ¿Qué planes tenéis vosotros?

—Ninguno.

Miré a Matthew de forma inexpresiva y él se encogió de hombros.

—Yo pensaba responder a algunas cartas —dijo él, vacilante. El correo se le había amontonado, llegando a niveles alarmantes.

—Oh, no.

Mi padre se recostó en la silla, con expresión horrorizada.

—¿Qué?

Volví la cabeza para ver quién o qué había entrado en la habitación.

—No me digas que eres de ese tipo de intelectuales que no diferencian la vida personal del trabajo —exclamó levantando los brazos como para protegerse de la peste—. Me niego a creer que mi hija pueda ser uno de ellos.

—Eso es un poco melodramático, papá —dije con frialdad—. Podríamos pasar la noche contigo. Yo nunca he fumado. Será algo histórico hacerlo con Walter por primera vez, dado que fue él quien introdujo el tabaco en Inglaterra.

Mi padre pareció aún más horrorizado.

—De eso nada. Estaremos relacionándonos como viejos amigos. Lionel Tiger dice…

—No soy muy partidario de Tiger —terció Matthew—. El carnívoro social nunca ha tenido sentido para mí.

—¿Podemos dejar a un lado el tema de comer gente un momento y hablar de por qué no quieres pasar la última noche con Matthew y conmigo? —pregunté, dolida.

—No es eso, cielo. Échame una mano, Matthew. Proponle una cita a Diana. Seguro que se te ocurre algo que hacer.

—¿Como ir a patinar? —preguntó Matthew, alzando las cejas—. No hay pistas de patinaje en el Londres del siglo XVI. Y he de añadir que las pocas que quedan en el siglo XXI son muy preciadas.

—Mierda —replicó mi padre. Él y Matthew llevaban días jugando a «moda pasajera versus tendencia» y, aunque mi padre se alegró muchísimo al enterarse de que la popularidad de la música disco y de Pet Rock acabaría decayendo, le sorprendió saber que otras cosas, como el traje informal, eran ahora el blanco de las bromas—. Me encanta ir a patinar. Rebecca y yo vamos a un sitio en Dorchester cuando queremos descansar de Diana unas horas y…

—Iremos a dar un paseo —dije apresuradamente. Mi padre podía ser innecesariamente franco al hablar de en qué invertían él y mi madre su tiempo libre. Al parecer, pensaba que podía hacer tambalearse el sentido de la propiedad de Matthew. Cuando aquello fallaba, le daba por llamar a Matthew «sir Lancelot», para molestarlo aún más.

—Un paseo. Iréis a dar un paseo —dijo mi padre, antes de enmudecer—. Literalmente hablando, ¿no?… —Se alejó de la mesa—. No me extraña que las criaturas lleven el mismo camino que el dodo. Fuera. Los dos. Ahora mismo. Y os ordeno que os lo paséis bien —dijo, mientras nos acompañaba a la puerta.

—¿Cómo? —pregunté, desconcertada.

—Ese no es el tipo de pregunta que una hija deba hacer a su padre. Es el solsticio de verano. Salid y preguntadle a la primera persona que veáis qué deberíais hacer. O, mejor aún, seguid el ejemplo de alguien. Aullad a la luna. Haced magia. Meteos mano, al menos. Seguro que hasta sir Lancelot sabe hacerlo —aseguró, moviendo las cejas—. ¿Lo pillas, señorita Bishop?

—Eso creo.

Mi tono de voz reflejó las dudas que tenía sobre la idea de diversión de mi padre.

—Bien. No volveré hasta el amanecer, así que no me esperéis despiertos. Mejor aún, pasad vosotros también toda la noche fuera. Jack está con Tommy Harriot. Annie, con su tía. Pierre está… Bueno, no sé dónde está Pierre, pero no necesita ninguna niñera. Os veré en el desayuno.

—¿Desde cuándo llamas «Tommy» a Thomas Harriot? —pregunté. Mi padre fingió no oírme.

—Dame un abrazo antes de irte. Y no olvides pasártelo bien, ¿vale? —me recordó, envolviéndome en sus brazos—. Nos vemos a la vuelta, nena.

Stephen nos sacó a empujones por la puerta y nos la cerró en las narices. Extendí la mano hacia el pestillo y de pronto me la encontré en el frío puño de un vampiro.

—Se irá en unas horas, Matthew.

Quise alcanzar la puerta con la otra mano, pero él me la agarró también.

—Lo sé. Y él también —me explicó Matthew.

—Entonces debería entender que quiera pasar más tiempo con él. —Me quedé mirando la puerta, deseando que mi padre la abriera. Pude ver los hilos que salían de mí, atravesaban las vetas de la madera e iban hasta el brujo que estaba al otro lado. Una de las hebras se rompió y me golpeó en el dorso de la mano como si fuera una goma elástica. Di un respingo—. ¡Papá!

—¡Andando, Diana! —gritó.

Matthew y yo vagamos por la ciudad. Nos dimos cuenta de que las tiendas cerraban temprano y advertimos que los juerguistas empezaban a llenar los bares. Vimos a varios carniceros amontonando desordenadamente huesos al lado de las puertas de sus negocios. Estaban blancos y limpios, como si los hubieran hervido.

—¿Qué pasa con los huesos? —le pregunté a Matthew cuando vimos la tercera exposición de aquel tipo.

—Son para las hogueras de huesos.

—¿Para las hogueras?

—No —dijo Matthew—, para las hogueras de huesos. Tradicionalmente, la gente celebra el solsticio de verano encendiendo hogueras: hogueras de huesos, hogueras de madera y hogueras mixtas. El alcalde amenaza cada año con suspender y dejar de hacer ese tipo de celebraciones supersticiosas, pero la gente las enciende de todas maneras.

Matthew me invitó a cenar en el famoso Belle Savage Inn, que estaba justo a la salida de Blackfriars, en Ludgate Hill. Más que una simple fonda, el Belle Savage era un complejo de entretenimiento donde los clientes podían ver obras y duelos de esgrima; eso por no hablar de Marocco, el famoso caballo que era capaz de identificar a las vírgenes que había en la audiencia. No era como patinar sobre ruedas en Dorchester, pero se le acercaba.

Los adolescentes de la ciudad se agolpaban fuera, gritándose insultos e insinuaciones los unos a los otros, mientras iban de abrevadero en abrevadero. Durante el día, la mayoría trabajaban duro como sirvientes o aprendices. Ni siquiera por las noches el tiempo les pertenecía, ya que los señores esperaban que vigilaran sus tiendas y sus casas, atendieran a sus hijos, fueran a buscar comida y agua e hicieran otra infinidad de pequeñas tareas necesarias para mantener en funcionamiento un hogar de principios de la era moderna. Esa noche, Londres les pertenecía y estaban aprovechándolo al máximo.

Volvimos a atravesar Ludgate y nos estábamos acercando a la entrada de Blackfriars cuando las campanas dieron las nueve en punto. Era la hora a la que los miembros de la Vigilancia empezaban a hacer la ronda y a la que se suponía que la gente debería encaminarse hacia sus casas, pero esa noche parecía que nadie hacía cumplir las normas. Aunque el sol se había puesto una hora antes, a la luna solo le faltaba un día para estar llena y las calles de la ciudad seguían brillando bajo su luz.

—¿Podemos seguir caminando? —pregunté. Siempre íbamos a algún sitio en concreto: al castillo de Baynard a ver a Mary, a San Jacobo de Garlickhythe a charlar con la concurrencia, al atrio de San Pablo a comprar libros… Matthew y yo nunca habíamos dado un paseo por la ciudad sin un destino en mente.

—No veo por qué no, ya que nos han ordenado que salgamos y nos lo pasemos bien —dijo Matthew. Luego agachó la cabeza y me robó un beso.

Rodeamos la puerta occidental de San Pablo, que bullía a pesar de la hora, y salimos del atrio hacia el norte. Eso nos llevó a Cheapside, la calle más amplia y próspera de Londres, donde los orfebres ejercían su oficio. Rodeamos la fuente de Cheapside Cross, que estaba siendo utilizada como piscina infantil por un grupo de estruendosos niños, y fuimos hacia el este. Matthew me mostró la ruta de la procesión de coronación de Ana Bolena y me señaló la casa donde Geoffrey Chaucer había vivido de niño. Algunos mercaderes invitaron a Matthew a unirse a una partida de bolos. Sin embargo, fue abucheado y tuvo que abandonar el juego tras hacer tres plenos seguidos.

—¿Feliz, ahora que has demostrado que eres un capo? —bromeé, mientras Matthew me rodeaba con el brazo y me acercaba a él.

—Mucho —dijo, y señaló una bifurcación de la calle—. Mira.

—La Bolsa de Valores —dije, girándome hacia él emocionada—. ¡Por la noche! ¿Te acuerdas?

—Un caballero nunca olvida —murmuró con una reverencia—. No estoy seguro de que esté abierta todavía alguna de las tiendas, pero las lámparas estarán encendidas. ¿Quieres unirte a mí en un paseo por el patio?

Entramos a través de los anchos arcos que había al lado del campanario coronado por un saltamontes de oro. Una vez dentro, me giré lentamente para exprimir al máximo la vista del edificio de cuatro pisos con sus cuatrocientas tiendas en las que se vendía de todo: desde armaduras hasta calzadores. Estatuas de monarcas ingleses miraban hacia abajo a los clientes y los comerciantes, y una plaga más de saltamontes adornaba el pico de cada ventana abuhardillada.

—El saltamontes era el emblema de Gresham, quien no era muy discreto con la autopromoción —dijo Matthew con una sonrisa, siguiendo mi mirada.

Algunas tiendas sí se hallaban abiertas, las lámparas de los soportales que rodeaban el patio central seguían encendidas y no éramos los únicos que estábamos disfrutando de la noche.

—¿De dónde viene esa música? —pregunté, mientras miraba en derredor buscando a los juglares.

—De la torre —dijo Matthew, señalando hacia donde habíamos entrado—. Los comerciantes ponen dinero y patrocinan conciertos cuando llega el buen tiempo. Es bueno para los negocios.

Matthew también era bueno para los negocios, a juzgar por el número de tenderos que lo saludaban llamándolo por su nombre. Él bromeaba con ellos y les preguntaba por sus esposas e hijos.

—Ahora vuelvo —dijo, y entró a toda velocidad en una tienda cercana. Desconcertada, me quedé escuchando la música mientras observaba a un autoritario joven que estaba organizando un baile improvisado. La gente formaba círculos, se agarraba de la mano y saltaba arriba y abajo como palomitas en una sartén caliente.

Cuando regresó, Matthew me entregó un regalo con la debida ceremonia.

—Una ratonera —dije, riéndome al ver la pequeña caja de madera con la puerta deslizante.

—Eso es una verdadera ratonera —dijo, tomándome de la mano. Entonces empezó a retroceder para meterme en medio de la algarabía—. Baila conmigo.

—Si no tengo ni idea de cómo se baila eso.

Aquello no se parecía en nada a los soporíferos bailes de Sept-Tours o de la corte de Rodolfo.

—Bueno, yo sí —dijo Matthew, sin molestarse en mirar a las parejas que giraban detrás de él—. Es una antigua danza, el Jamelgo Negro, y los pasos son fáciles.

Me situó en posición al final de la fila, me quitó la ratonera de la mano y se la dio a un pilluelo para que me la cuidara. Le prometió al muchacho un penique si nos la devolvía al final de la canción.

Matthew me cogió de la mano, entró en la fila de bailarines y, cuando el resto empezó a moverse, los seguimos. Tres pasos y una patadita hacia delante, tres pasos y una bajadita hacia atrás. Tras unas cuantas repeticiones, continuamos con los pasos más complicados: la fila de doce bailarines se dividió en dos hileras de seis y estos empezaron a cambiar de lugar, cruzándose en diagonal de una hilera a la otra, mientras movían las manos adelante y atrás.

Cuando el baile terminó, hubo gritos que pedían más música y solicitudes de canciones específicas, pero nos fuimos de la Bolsa de Valores de Londres antes de que los bailes se volvieran más frenéticos. Matthew recuperó mi ratonera y, en lugar de llevarme directamente a casa, se dirigió hacia el sur, hacia el río. Giramos en tantos callejones y atajamos por tantos atrios que yo estaba perdidamente desorientada cuando llegamos a All Hallows the Great, con su elevada torre cuadrada y su claustro abandonado, por el que los monjes habían caminado en vida. Como la mayoría de las iglesias de Londres, All Hallows estaba a punto de convertirse en una ruina, con su mampostería medieval desmoronándose.

—¿Te apetece subir? —preguntó Matthew, mientras se agachaba para entrar en el claustro por una pequeña puerta de madera.

Asentí y comenzamos nuestro ascenso. Pasamos al lado de las campanas, que, por suerte, no estaban tañendo en ese momento, y Matthew abrió una trampilla que había en el techo. Se coló por el agujero y luego extendió el brazo para levantarme y hacer que me reuniera con él. De pronto nos encontramos detrás de las almenas de la torre y todo Londres se extendía a nuestros pies.

Las hogueras que había en las colinas de las afueras de la ciudad ya ardían relucientes y los faroles se mecían arriba y abajo en las proas de los botes y las barcazas que cruzaban el Támesis. A aquella distancia, con la oscuridad del río como telón de fondo, parecían luciérnagas. Oí risas, música y todos los sonidos ordinarios de la vida a la que tanto me había acostumbrado en los meses que había estado allí.

—Bueno, pues has conocido a la reina, has visto la Bolsa de Valores de Londres por la noche y has estado de verdad en una obra en lugar de limitarte a presenciar una —dijo Matthew, enumerando las acciones con los dedos.

—Además, hemos encontrado el Ashmole 782. Y he descubierto que soy una tejedora y que la magia no es tan disciplinada como creía. —Observé la ciudad mientras recordaba la primera vez que habíamos llegado y Matthew había tenido que indicarme los puntos de referencia por temor a que me perdiera. Ahora podía nombrarlos por mí misma—. Allí está Bridewell —señalé—. Y San Pablo. Y los campos de peleas de osos con perros. —Me volví hacia el silencioso vampiro que estaba a mi lado—. Gracias por esta noche, Matthew. Nunca habíamos tenido una cita de verdad en público, como esta. Ha sido mágica.

—No he hecho muy buen trabajo cortejándote, ¿no? Deberíamos haber pasado más noches como esta, bailando y mirando las estrellas.

Matthew inclinó la cabeza hacia arriba y la luna iluminó su pálida piel.

—Prácticamente estás brillando —dije en voz baja, al tiempo que estiraba la mano para tocarle la barbilla.

—Y tú también. —Matthew deslizó las manos por mi cintura y su gesto hizo que nuestro hijo participara en nuestro abrazo—. Eso me recuerda que tu padre nos ha dado una lista.

—Nos lo hemos pasado bien. Has hecho que fuera mágico al llevarme a la Bolsa y al sorprenderme después con esta vista.

—Así que solo nos restan dos cosas que hacer. La señora puede elegir entre que me ponga a aullar a la luna o enrollarnos.

Sonreí y aparté la vista, con una extraña timidez. Matthew volvió a levantar la cabeza hacia la luna y se preparó.

—Nada de aullidos. Atraerás a la guardia —protesté, riendo.

—Entonces pasamos a los besos —dijo con dulzura, y acopló su boca a la mía.

A la mañana siguiente, toda la casa acudió a desayunar entre bostezos, después de haber salido hasta altas horas de la madrugada. Tom y Jack se acababan de levantar y estaban engullendo sendos cuencos de gachas cuando Gallowglass entró y le susurró algo a Matthew. Se me secó la boca al ver que Matthew se entristecía.

—¿Dónde está mi padre? —pregunté, poniéndome en pie de un salto.

—Se ha ido a casa —dijo Gallowglass, ásperamente.

—¿Por qué no se lo impediste? —le dije a Gallowglass, a punto de echarme a llorar—. No puede haberse ido. Necesitaba unas horas más con él.

—Ni todo el tiempo del mundo hubiera bastado, tiíta —dijo Gallowglass con expresión triste.

—Pero no se despidió —susurré, aturdida.

—Un padre nunca debería despedirse para siempre de su hijo —dijo Matthew.

—Stephen me pidió que te diera esto —dijo Gallowglass. Era un trozo de papel doblado en forma de barco de origami.

—A papá le salían fatal los cisnes —dije, enjugándome las lágrimas—, pero era realmente bueno haciendo barcos. —Con cuidado, desdoblé la nota.

Diana:

Eres todo lo que soñamos que un día serías. La vida es la sólida urdimbre del tiempo. La muerte no es más que la trama. Gracias a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, yo viviré para siempre.

Papá

P. D. Cada vez que leas en Hamlet «Algo huele a podrido en el Estado de Dinamarca», piensa en mí.

—Tú siempre dices que la magia no es más que un deseo hecho realidad. Tal vez los hechizos no sean más que palabras que crees con todo tu corazón —dijo Matthew, posando las manos sobre mis hombros—. Él te quiere y te querrá siempre. Como yo.

Aquellas palabras se entretejieron con los hilos que nos conectaban a la bruja y al vampiro. Llevaban la convicción de sus sentimientos con ellas: ternura, veneración, constancia, esperanza.

—Yo también te quiero —susurré, reforzando su hechizo con el mío.