Capítulo
36

Estaba esperando bajo el cartel de El Ansarino Dorado a que Annie eligiera un poco de estofado para la cena de esa noche cuando la persistente mirada de un vampiro eliminó el toque veraniego del aire.

—Padre Hubbard —dije, girándome en dirección al frío.

Los ojos del vampiro parpadearon sobre mi caja torácica.

—Me sorprende que vuestro esposo os permita andar por la ciudad sin compañía, teniendo en cuenta lo que sucedió en Greenwich… y que estáis encinta de su hijo.

Mi dragón, que se había vuelto ferozmente protector desde el incidente en el patio de justas, enroscó la cola alrededor de mis caderas.

—Todo el mundo sabe que los wearhs no pueden engendrar hijos con mujeres de sangre caliente —dije con displicencia.

—Al parecer, lo imposible poco importa con una bruja como vos. —El semblante serio de Hubbard se tensó aún más—. La mayoría de las criaturas creen que el desdén de Matthew por las brujas es inmutable, por ejemplo. Pocos considerarían la idea de que fue él quien hizo posible que Barbara Napier se escapara de la pira en Escocia.

Lo sucedido en Berwick seguía copando el tiempo de Matthew, además de los chismorreos de Londres.

—Matthew no estaba en ningún lugar próximo a Escocia en aquel momento.

—No necesitaba estarlo. Hancock se encontraba en Edimburgo, haciéndose pasar por uno de los «amigos» de Napier. Fue él quien llamó la atención de la corte sobre la cuestión de su embarazo.

El aliento de Hubbard era frío y olía a bosque.

—La bruja era inocente de los cargos que se le imputaban —dije bruscamente, mientras me quitaba el chal de los hombros—. El jurado la absolvió.

—De un solo cargo —añadió Hubbard, mientras me sostenía la mirada—. Fue declarada culpable de muchos más. Y, dado vuestro reciente regreso, tal vez no os hayáis enterado: el rey Jacobo ha encontrado la manera de revocar la decisión del jurado en el caso de Napier.

—¿De revocarla? ¿Cómo?

—El rey de los escoceses no es un gran admirador de la Congregación, últimamente, y vuestro esposo tiene algo que ver con ello. El huidizo significado que Matthew le da al pacto y su interferencia en la política de Escocia han inspirado a Su Majestad para buscar sus propias fisuras legales. Jacobo está culpando a los miembros del jurado que absolvieron a la bruja en el juicio. Los acusa de entorpecer la justicia real. Intimidar a los miembros del jurado asegurará mejor el resultado de futuros juicios.

—Ese no era el plan de Matthew —dije, mientras le daba vueltas a la cabeza.

—Suena lo suficientemente enrevesado como para ser de Matthew de Clermont. Puede que Napier y su bebé sobrevivan, pero decenas de criaturas inocentes morirán por culpa de eso —aseguró Hubbard con expresión implacable—. ¿No es eso lo que quieren los De Clermont?

—¿Cómo os atrevéis?

—Tengo el… —Annie salió a la calle y a punto estuvo de tirar la olla. Extendí la mano y la cogí del mango.

—Gracias, Annie.

—¿Sabéis dónde está vuestro esposo en esta bonita mañana de mayo, señora Roydon?

—Fuera, ocupándose de sus negocios.

Matthew se había asegurado de que desayunara, me había besado y se había ido de casa con Pierre. Jack se había mostrado inconsolable cuando Matthew le había dicho que debía quedarse con Harriot. Yo había sentido una ligera intranquilidad. No era propio de Matthew negarle a Jack un viaje a la ciudad.

—No —repuso Hubbard dulcemente—, está en Bedlam con su hermana y Christopher Marlowe.

Bedlam era una mazmorra a todos los efectos: un lugar para olvidar, donde encerraban a los locos con personas que sus propios familiares soterraban con la excusa de alguna acusación ficticia simplemente para librarse de ellos. Los internos dormían sobre paja, no les proporcionaban comida de forma regular, no disfrutaban de ninguna muestra de amabilidad por parte de sus carceleros y no recibían ningún tipo de tratamiento médico, por lo que la mayoría no lograban escapar nunca de allí. Y, si lo hacían, raras veces se recuperaban de la experiencia.

—No contento con alterar el juicio en Escocia, Matthew ahora pretende imponer su propia justicia aquí en Londres —continuó Hubbard—. Ha ido a interrogarlos esta mañana. Entiendo que seguirá allí. —Ya era más de mediodía—. He visto a Matthew de Clermont matar con rapidez, cuando está encolerizado. Es terrible contemplarlo. Pero ver cómo lo hace lenta y meticulosamente haría que el ateo más convencido creyera en el demonio.

«Kit». Louisa era una vampira y compartía la sangre de Ysabeau. Ella podía valerse por sí misma. Pero un daimón…

—Ve a ver a Goody Alsop, Annie. Dile que he ido a Bedlam a interesarme por el señor Marlowe y por la hermana del señor Roydon.

Hice volverse a la muchacha en la dirección correcta y la solté, mientras ponía mi propio cuerpo de lleno entre ella y el vampiro.

—Debo quedarme con vos —dijo Annie, abriendo los ojos como platos—. ¡El señor Roydon me hizo prometerlo!

—Alguien debe saber adónde he ido, Annie. Cuéntale a Goody Alsop lo que has oído aquí. Puedo encontrar el camino a Bedlam.

En realidad, solo tenía una vaga idea de la ubicación del famoso manicomio, pero contaba con otros medios para descubrir el paradero de Matthew. Envolví con unos dedos imaginarios la cadena que había en mi interior y me dispuse a tirar de ella.

—Esperad. —La mano de Hubbard se cerró alrededor de mi muñeca. Di un salto. Él llamó a alguien que estaba entre las sombras. Se trataba del anguloso joven al que Matthew se había referido llamándolo por el nombre de Amen Corner, que, curiosamente, le iba como un guante—. Mi hijo os llevará.

—Ahora Matthew sabrá que he estado con vos —le advertí, mientras bajaba la vista hacia la mano de Hubbard, que seguía rodeándome la muñeca y transfiriendo su revelador aroma a mi piel caliente—. Las pagará con el muchacho.

Hubbard me agarró con más fuerza y dejé escapar un breve sonido de comprensión.

—Si quería acompañarme también a Bedlam, padre Hubbard, lo único que tenía que hacer era decirlo.

Hubbard conocía cada atajo y cada callejón trasero que había entre San Jacobo de Garlickhythe y Bishopgate. Fuimos más allá de los límites de la ciudad y entramos en uno de los sórdidos suburbios de Londres. Al igual que Cripplegate, el área que rodeaba Bedlam estaba acosada por la pobreza y gravemente superpoblada. Pero los verdaderos horrores todavía estaban por llegar.

El guarda nos recibió en la puerta y nos condujo al interior de lo que en su día había sido conocido como el hospital de Santa María de Belén. El señor Sleford conocía bien al padre Hubbard y parecía que no podía inclinarse y rascarse lo suficiente mientras nos llevaba a una de las robustas puertas que había al otro lado del patio lleno de agujeros. Incluso con la gruesa madera y la piedra del antiguo priorato medieval entre nosotros, los gritos de los internos eran ensordecedores. La mayor parte de las ventanas no tenían cristales y estaban abiertas a los elementos. El hedor a podredumbre, mugre y decrepitud era insoportable.

—No —dije, rechazando así la mano protectora de Hubbard mientras entrábamos en las celdas frías, húmedas y estrechas. Había algo obsceno en aceptar su ayuda, teniendo en cuenta que yo era libre y que a los internos no se les proporcionaba ningún tipo de asistencia.

Dentro, sentí que los fantasmas de los internos anteriores me bombardeaban, al igual que las hebras irregulares que giraban alrededor de los actuales habitantes atormentados del hospital. Lidié con el horror enfrascándome en macabros ejercicios matemáticos, dividiendo a los hombres y a las mujeres que veía en pequeños grupos solo para volver a reunirlos de manera diferente.

Conté veinte internos en lo que duró el paseo por el corredor. Catorce de ellos eran daimones. Media docena de los veinte iban completamente desnudos y diez más solo llevaban puestos harapos. Una mujer que vestía un mugriento aunque caro traje de hombre se nos quedó mirando con abierta hostilidad. Era uno de los tres humanos del lugar. También había dos brujas y un vampiro. Quince de los pobres diablos estaban esposados a la pared, encadenados al suelo o ambas cosas. Cuatro de los otros cinco eran incapaces de mantenerse en pie y estaban agachados al lado de las paredes, parloteando y arañando la piedra. Uno de los pacientes estaba libre y bailaba desnudo por el pasillo, delante de nosotros.

Una de las salas tenía puerta. Algo me dijo que Louisa y Kit estaban detrás de ella.

El guarda abrió el cerrojo y dio unos bruscos golpes en la puerta. Al no obtener respuesta inmediata, la aporreó.

—Os he oído la primera vez, señor Sleford —le aseguró Gallowglass. Este tenía un aspecto horrible, con unos arañazos recién hechos en la mejilla y sangre en el jubón. Cuando me vio detrás de Sleford, tardó en reaccionar—. Tiíta.

—Déjame entrar.

—No es muy buena… —Gallowglass le echó otro vistazo a mi cara y se hizo a un lado—. Louisa ha perdido bastante sangre. Está hambrienta. No te acerques a ella, a menos que quieras que te muerda o te arañe. Le he cortado las uñas, pero lo de los dientes no tiene mucho remedio.

Aunque nada se interponía en mi camino, seguí plantada en el umbral. La bella y cruel Louisa estaba encadenada a una anilla de hierro sujeta al suelo de piedra. Tenía el vestido hecho jirones y estaba cubierta de sangre que brotaba de unos profundos cortes en el cuello. Alguien había estado reafirmando su dominio sobre Louisa: alguien más fuerte y que estaba más irritado que ella.

Escruté las sombras hasta que encontré una oscura silueta agachada sobre un bulto que había en el suelo. Matthew giró la cabeza. Tenía el rostro pálido como el de un fantasma y los ojos negros como la noche. No había sobre él ni una gota de sangre. Al igual que el ofrecimiento de ayuda por parte de Hubbard, su limpieza resultaba en cierto modo obscena.

—Deberías estar en casa, Diana.

Matthew se levantó.

—Estoy exactamente donde tengo que estar, gracias —repliqué, avanzando hacia mi marido—. La rabia de sangre y la adormidera no son una buena combinación, Matthew. ¿Cuánta sangre les has quitado?

El bulto del suelo se revolvió.

—Estoy aquí, Christopher —gritó Hubbard—. No sufrirás más daño. —Marlowe lloró aliviado y su cuerpo se agitó con los sollozos.

—Bedlam no está en Londres, Hubbard —dijo Matthew con frialdad—. Estáis fuera de vuestra bailía, y Kit se halla fuera de vuestra protección.

—Dios santo, allá vamos otra vez. —Gallowglass le cerró la puerta en las narices al atónito Sleford—. ¡Echa el cerrojo! —bramó a través de la madera. Luego enfatizó la orden dando un golpe con el puño.

Louisa se puso en pie cuando el mecanismo metálico rechinó al cerrarse y las cadenas repiquetearon alrededor de sus tobillos y muñecas. Una de ellas se partió y di un salto cuando los eslabones rotos cayeron resonando contra el suelo. En el pasillo, se oyó un solidario estrépito de cadenas.

—Misangrenomisangrenomisangreno —canturreó Louisa y se pegó cuanto pudo a la pared del fondo. Cuando la miré a los ojos, gimoteó y apartó la vista—. Fuera, fantôme. Ya he muerto una vez y no tengo nada que temer de fantasmas como tú.

—Cállate.

Matthew habló en voz queda, pero sus palabras restallaron en la habitación con tanta fuerza que todos dimos un respingo.

—Sed —graznó Louisa—. Por favor, Matthew.

Se oía un monótono goteo sobre la piedra. Con cada salpicadura, el cuerpo de Louisa se sacudía. Alguien había suspendido la cabeza de un venado por las astas. Tenía los ojos vacíos y fijos. La sangre caía al suelo, gota a gota, de la cabeza amputada, fuera del alcance de las cadenas de Louisa.

—¡Deja de torturarla!

Di un paso adelante, pero Gallowglass me hizo retroceder.

—No puedo permitir que interfieras, tiíta —dijo este con firmeza—. Matthew tiene razón: no debes entrometerte.

—Gallowglass.

Matthew negó con la cabeza a modo de advertencia. Gallowglass me soltó el brazo y miró a su tío con recelo.

—Muy bien, entonces. Deja que responda a la primera pregunta, tiíta: Matthew ha tomado la suficiente sangre de Kit como para hacer que su rabia de sangre continúe abrasándolo. Puede que necesites esto si quieres hablar con él.

Gallowglass me lanzó un cuchillo. No hice movimiento alguno para cogerlo y la navaja repiqueteó contra las piedras.

—Puedes más que esa enfermedad, Matthew —le dije a mi esposo. Luego avancé más allá del cuchillo y fui a su lado. Estábamos tan cerca que mi falda le rozaba las botas—. Deja que el padre Hubbard vea a Kit.

—No.

La expresión de Matthew era inflexible.

—¿Qué pensaría Jack si te viera así? —preguntó Diana, dispuesta a usar la culpabilidad en lugar del acero para hacer entrar en razón a Matthew—. Eres su héroe. Los héroes no atormentan a sus amigos ni a su familia.

—¡Intentaron matarte!

El bramido de Matthew reverberó por toda la habitación.

—Estaban fuera de sí por el efecto de los opiáceos y el alcohol. Ninguno de ellos sabía lo que hacía —repliqué—. Y me atrevería a añadir que, en el estado en que te encuentras ahora mismo, tú tampoco.

—No te engañes. Ambos sabían exactamente lo que hacían. Kit quería librarse de un obstáculo que le impedía ser feliz, sin preocuparse por nadie más. Louisa sucumbió a los mismos impulsos crueles que ha satisfecho desde el día en que la crearon —aseguró Matthew, antes de pasarse los dedos por el pelo—. Y yo también sé lo que estoy haciendo.

—Sí: te estás castigando a ti mismo. Estás convencido de que la biología es el destino, al menos en lo que se refiere a la rabia de sangre. Por lo tanto, te consideras igual que Louisa y Kit. Otro loco más. Te pedí que dejaras de negar tus instintos, Matthew, no que te convirtieras en esclavo de ellos.

Esa vez, cuando di un paso hacia la hermana de Matthew, ella se lanzó hacia mí escupiendo y gruñendo.

—Y ahí está tu mayor temor de cara al futuro: verte reducido a un animal, encadenado y esperando el siguiente castigo, porque eso es lo que te mereces. —Volví a su lado y lo agarré de los hombros—. Tú no eres así, Matthew. Nunca lo has sido.

—Ya te he dicho que no me idealices —se limitó a protestar. Apartó los ojos de mí, pero no antes de que pudiera ver la desesperación en ellos.

—¿Entonces, esto es también en mi beneficio? ¿Todavía estás intentando demostrar que no mereces ser amado? —Tenía las manos apretadas, caídas a los lados del cuerpo. Extendí los brazos para cogérselas y le obligué a abrirlas para colocarlas planas sobre mi barriga—. Sostén a nuestro hijo, mírame a los ojos y dinos que no podemos esperar un final diferente para esta historia.

Como la noche en que había esperado a que tomara mi vena, el tiempo se alargó hasta el infinito mientras Matthew luchaba consigo mismo. Ahora, al igual que entonces, yo no podía hacer nada para acelerar el proceso o para ayudarle a elegir entre la vida y la muerte. Tenía que aferrarse a la frágil hebra de la esperanza sin que yo lo ayudara.

—No lo sé —admitió, finalmente—. Hubo un tiempo en que era consciente de que el amor entre un vampiro y una bruja era algo errado. Estaba seguro de que las cuatro especies eran diferentes. Aceptaba la muerte de las brujas si ello implicaba que los vampiros y los daimones sobrevivieran —aseguró. Aunque sus pupilas seguían eclipsando sus ojos, una brillante aureola verde hizo acto de presencia—. Me decía a mí mismo que la locura de los daimones y la debilidad de los vampiros era algo que se había desarrollado recientemente, pero ahora que veo a Louisa y a Kit…

—No lo sabes —dije, bajando la voz—. Ninguno de nosotros lo sabemos. Es una perspectiva aterradora. Pero tenemos que creer en el futuro, Matthew. No quiero que nuestros hijos nazcan bajo esta misma sombra, odiando y temiendo lo que son.

Esperaba que continuara peleándose conmigo, pero se quedó callado.

—Deja que Gallowglass se haga responsable de tu hermana. Permite que Hubbard atienda a Kit. E intenta olvidarlos.

—Los wearhs no olvidamos tan fácilmente como los sangre caliente —dijo Gallowglass con aspereza—. No puedes pedirle eso.

—Matthew te lo pidió a ti —señalé.

—Sí, y le dije que lo máximo que podía esperar era que pudiera llegar a olvidar con el tiempo. No le exijas más a Matthew de lo que puede dar, tiíta. Él es su peor tormento, no necesita que tú lo ayudes —dijo Gallowglass en tono de advertencia.

—A mí me gustaría olvidar, bruja —interrumpió Louisa remilgadamente, como si simplemente estuviera eligiendo una tela para un nuevo vestido. Acto seguido, agitó una mano en el aire—. Todo esto. Usa tu magia y haz que desaparezcan estos horribles sueños.

Estaba en mi mano hacerlo. Podía ver los hilos que la ataban a Bedlam, a Matthew y a mí. Pero, aunque no quería torturar a Louisa, no era tan indulgente como para otorgarle la paz.

—No, Louisa —dije—. Te acordarás de Greenwich por el resto de tus días, y también de mí, e incluso del daño que le hiciste a Matthew. Que esa sea tu prisión, y no este lugar. —Luego me volví hacia Gallowglass—. Asegúrate de que no supone un peligro para sí misma ni para nadie más antes de liberarla.

—Oh, no disfrutará de libertad alguna —prometió Gallowglass—. Irá de aquí a donde Philippe la envíe. Después de lo que ha hecho, mi abuelo nunca volverá a permitir que deambule por ahí.

—¡Díselo, Matthew! —suplicó Louisa—. Tú entiendes lo que es tener estas… cosas arrastrándose por el cráneo. ¡No las soporto! —Dicho lo cual, empezó a tirarse del pelo con una mano esposada.

—¿Y Kit? —preguntó Gallowglass—. ¿Estás seguro de que quieres que se quede bajo la custodia de Hubbard, Matthew? Sé que Hancock estaría encantado de despacharlo.

—Es la criatura de Hubbard, no la mía. Me resulta indiferente lo que le pase —aseguró Matthew, en un tono incuestionable.

—Lo hice por amor… —empezó a decir Kit.

—Lo hiciste por maldad —le espetó Matthew, dándole la espalda a su mejor amigo.

—Padre Hubbard —dije, mientras este se apresuraba a recoger su carga—. Las acciones de Kit en Greenwich serán olvidadas, siempre y cuando lo que ha sucedido aquí se quede entre estas paredes.

—¿Lo prometéis en nombre de todos los De Clermont? —preguntó Hubbard, levantando las pálidas cejas—. Es vuestro esposo quien me lo tiene que asegurar, no vos.

—Mi palabra va a tener que bastaros —dije, manteniéndome firme.

—Muy bien, madame De Clermont —respondió Hubbard. Era la primera vez que este usaba aquel título—. Sois digna hija de Philippe. Acepto vuestras condiciones familiares.

Incluso después de abandonar Bedlam, continué sintiendo su oscuridad adherida a nosotros. Y Matthew también. Nos seguía allá adonde fuéramos en Londres, nos acompañaba a cenar, a visitar a nuestros amigos. Solo había una manera de librarnos de ella.

Teníamos que regresar al presente.

Sin discusión y sin ningún plan deliberado, ambos empezamos a poner nuestros asuntos en orden, cortando los lazos que nos unían a un pasado que ahora compartíamos. Françoise pensaba reunirse con nosotros en Londres, pero le enviamos un mensaje para que se quedara en el Viejo Pabellón. Matthew sostenía largas y complicadas conversaciones con Gallowglass sobre las mentiras que su sobrino tendría que contar para no revelarle al Matthew del siglo XVI que había sido reemplazado temporalmente por su yo futuro. Al Matthew del siglo XVI no podían permitirle ver a Kit ni a Louisa, porque no se podía confiar en ninguno de ellos. Walter y Henry se inventarían alguna historia para explicar cualquier tipo de discontinuidad en el comportamiento. Matthew envió a Hancock a Escocia para prepararse para una nueva vida allí. Yo trabajaba con Goody Alsop perfeccionando los nudos que usaría para tejer el conjuro que nos llevaría al futuro.

Matthew se reunió conmigo en San Jacobo de Garlickhythe después de una de mis lecciones y me sugirió que diéramos un paseo por el atrio de San Pablo de camino a casa. Faltaban dos semanas para llegar a la mitad del verano y los días eran soleados y luminosos a pesar de la persistente nube de Bedlam.

Aunque Matthew todavía estaba demacrado debido a su experiencia con Louisa y Kit, me sentí casi como en los viejos tiempos cuando paramos en los puestos de libros para ver los últimos títulos y novedades. Estaba leyendo una nueva entrega de la batalla dialéctica que mantenían dos graduados de Cambridge que tenían rencillas entre ellos cuando Matthew se puso tenso.

—Manzanilla. Hojas de roble. Y café.

Mi marido giró la cabeza al percibir aquel olor desconocido.

—¿Café? —dije, mientras me preguntaba cómo era posible que algo que todavía no había llegado a Inglaterra pudiera perfumar el aire que rodeaba San Pablo. Pero Matthew ya no estaba a mi lado para poder preguntarle. En lugar de ello, se estaba abriendo paso a marchas forzadas entre la multitud, espada en mano.

Suspiré. Matthew no podía evitar perseguir a cada ladrón con que se topaba en el mercado. A veces desearía que no tuviera una vista tan aguda y que poseyera una brújula moral menos exigente.

Esa vez perseguía a un hombre unos doce centímetros más bajo que él, con densos rizos castaños salpicados de gris. El hombre era esbelto y tenía los hombros ligeramente encorvados, como si pasara demasiado tiempo inclinado sobre los libros. Había algo en aquella combinación que me trajo ciertos recuerdos.

El hombre sintió que el peligro se aproximaba y se volvió. Por desgracia, llevaba una daga lastimeramente pequeña, no mayor que un cortaplumas. Aquello no le iba a servir de mucho contra Matthew. Con la esperanza de evitar un baño de sangre, corrí hacia mi marido.

Matthew agarró la mano del pobre hombre con tanta fuerza que su inadecuada arma cayó al suelo. Con una rodilla, el vampiro presionaba a su presa contra el puesto de libros, mientras apretaba la parte plana de la espada contra el cuello del hombre. Tuve que mirar dos veces.

—¿Papá? —susurré. No podía ser. Lo observé incrédula, con el corazón martilleando de emoción y de sorpresa.

—Hola, señorita Bishop —replicó mi padre, levantando la vista de la afilada espada de Matthew—. Me alegro de encontrarte aquí.