—Estáis cometiendo un terrible error, Louisa —le advertí, luchando contra mis cadenas. Ella y Kit habían retirado el informe maniquí de paja y arpillera y me habían atado a mí al poste en su lugar. Luego Kit me había vendado los ojos con un jirón de seda azul oscuro sacado de la punta de una de las lanzas que tenía reservadas, para que no pudiera encantarlos con la mirada. Ambos permanecían cerca, discutiendo sobre quién usaría la lanza negra y plateada y quién la verde y dorada.
—Encontraréis a Matthew con la reina. Él os lo explicará todo.
Intenté que mi voz se mantuviera firme, pero me temblaba. Matthew me había hablado de su hermana en el Oxford moderno, mientras bebíamos té al lado de la chimenea del Viejo Pabellón. Era tan despiadada como hermosa.
—¿Todavía osáis pronunciar su nombre?
Kit estaba loco de ira.
—No vuelvas a hablar, bruja, o acabaré permitiendo que Christopher te arranque la lengua.
La voz de Louisa era ponzoñosa y no necesité ver sus ojos para saber que la adormidera y la rabia de sangre no eran una buena mezcla. La punta del diamante de Ysabeau me arañó ligeramente la mejilla y me hizo sangre. Louisa me había roto el dedo para arrancármelo y ahora lo llevaba puesto ella.
—Soy la esposa de Matthew, su pareja. ¿Cuál creéis que será su reacción cuando descubra lo que habéis hecho?
—Eres un monstruo…, una bestia. Si gano el duelo, te despojaré de tu falsa humanidad y dejaré al descubierto lo que hay debajo. —Las palabras de Louisa me gotearon en los oídos como si fueran veneno—. Una vez que lo haya hecho, Matthew verá lo que realmente eres y compartirá nuestro placer por tu muerte.
Cuando la conversación se perdió en la distancia, dejé de tener manera de saber dónde estaban o desde qué dirección podrían volver. Estaba completamente sola.
«Piensa. Sobrevive».
Algo me revoloteó en el pecho. Pero no era pánico. Era mi dragón. No estaba sola. Y era una bruja. No necesitaba los ojos para ver el mundo a mi alrededor.
—¿Qué veis? —les pregunté a la tierra y al aire.
Fue mi dragón quien respondió. Gorjeó y trinó, mientras extendía las alas en el espacio que había entre mi barriga y mis pulmones, y valoraba la situación.
«¿Dónde están?», me pregunté.
Mi tercer ojo se abrió de par en par, revelando los brillantes colores del final de la primavera en todo su esplendor azul y verde. Un hilo verde más oscuro estaba enroscado con uno blanco y enredado con algo negro. Lo seguí hasta Louisa, que intentaba subir a lomos de un exaltado caballo, que se negaba a quedarse quieto para que la vampira montara y se escapaba de ella constantemente. Louisa le mordió el cuello, lo que hizo que el caballo se quedara completamente inmóvil, pero no sirvió de nada para aliviar su terror.
Seguí otro grupo de hilos, esos de color carmesí y blanco, creyendo que podrían llevarme hasta Matthew. Pero, en lugar de ello, vi un apabullante remolino de formas y colores. Me caí lejos, muy lejos, hasta que aterricé sobre una fría almohada. «Nieve». Llené los pulmones de gélido aire invernal. Ya no estaba atada a una estaca en una tarde de finales de mayo en el palacio de Greenwich. Tenía cuatro o cinco años y me encontraba tumbada de espaldas en el pequeño jardín que había en la parte de atrás de nuestra casa de Cambridge.
Y recordé.
Mi padre y yo habíamos estado jugando tras una gran nevada. Mis manoplas del color carmesí de Harvard contrastaban con la nieve. Estábamos haciendo ángeles y agitábamos los brazos y las piernas arriba y abajo. Me fascinaba ver que si movía los brazos lo suficientemente rápido, las alas blancas parecían adquirir un tono rojizo.
—Es como el dragón de las alas que arden —le susurré a mi padre. Sus brazos se quedaron quietos.
—¿Cuándo has visto tú un dragón, Diana? —preguntó en tono serio. Conocía la diferencia entre aquel tono y el de cuando bromeaba. Significaba que esperaba una respuesta, y sincera.
—Muchas veces. Sobre todo por las noches.
Agité las manos más y más rápido. La nieve estaba cambiando de color de tanto frotarla, centellaba en tonos verdes y dorados, rojos y negros, plateados y azules.
—¿Y dónde estaba? —musitó mi padre, mirando fijamente los copos de nieve. Estos se estaban amontonando a mi alrededor y se levantaban y se arremolinaban como si estuvieran vivos. Uno de ellos se elevó y se estiró hasta formar una delgada cabeza de dragón. La ventisca se desplegó y dio lugar a un par de alas. El dragón se sacudió los copos de nieve de las blancas escamas. Cuando se dio la vuelta y miró a mi padre, este murmuró algo y le dio una palmada en el hocico como si él y el dragón ya se conocieran. El dragón expulsó vapor caliente en el aire gélido.
—La mayoría de las veces está dentro de mí…, aquí. —Me senté para enseñarle a mi padre lo que quería decir. Me llevé las manos enfundadas en las manoplas hasta los huesos curvados de mis costillas. Las notaba calientes a través de la piel, de la chaqueta, del grueso punto de las manoplas—. Pero, cuando necesita volar, tengo que liberarlo. Si no, no tiene espacio suficiente para las alas.
Un par de alas brillantes descansaban sobre la nieve, a mis espaldas.
—Te has dejado las alas atrás —dijo mi padre, muy serio.
El dragón salió reptando del montón de nieve. Sus ojos plateados y negros parpadearon mientras se liberaba, se elevaba en el aire y desaparecía sobre el manzano para hacerse más etéreo cada vez que batía las alas. Las mías ya se estaban aquietando sobre la nieve, a mis espaldas.
—El dragón no me llevará con él. Y nunca se queda mucho tiempo —dije, con un suspiro—. ¿Por qué, papi?
—Puede que tenga que ir a otro sitio.
Consideré aquella posibilidad.
—¿Como cuando tú y mami vais al cole?
Era desconcertante imaginarte a tus padres yendo a clase. Gran parte de los niños del edificio pensaban lo mismo, aunque la mayoría de sus padres también se pasaban el día en el cole.
—Exactamente igual —respondió mi padre, todavía sentado en la nieve con los brazos alrededor de las rodillas. Luego sonrió—. Me encanta la bruja que hay en ti, Diana.
—A mami le asusta.
—Bah. —Mi padre sacudió la cabeza—. A mami solo le da miedo el cambio.
—He intentado guardar el secreto de lo del dragón, pero creo que lo sabe de todas formas —dije con tristeza.
—Las mamis suelen saber esas cosas —dijo mi padre, y bajó la vista hacia la nieve. Mis alas habían desaparecido por completo—. Pero también saben cuándo quieres un chocolate caliente. Si entramos, apuesto a que lo tendrá preparado.
Mi padre se puso de pie y extendió la mano.
Deslicé la mía, todavía con las manoplas carmesí, en su cálida palma.
—¿Estarás siempre aquí para cogerme de la mano cuando oscurezca? —pregunté. La noche estaba cayendo y de repente me dieron miedo las sombras. Los monstruos acechaban en la penumbra, extrañas criaturas que me observaban mientras jugaba.
—No —dijo mi padre, negando con la cabeza. Me tembló el labio. Aquella no era la respuesta que quería—. Pero no te preocupes —continuó, bajando la voz hasta que se convirtió en un susurro—. Siempre tendrás a tu dragón.
Una gota de sangre cayó al suelo, a mis pies, de la herida del ojo que me habían pinchado. Aunque tenía los ojos vendados, pude ver su movimiento lento y la forma en que aterrizaba con un húmedo plaf. Un brote negro emergió de la mancha.
El estruendo de unos cascos iba hacia mí. Alguien dio un grito fuerte y agudo que me hizo pensar en imágenes de antiguas batallas. Aquel sonido hizo que el dragón se inquietara aún más. Necesitaba liberarme. Rápido.
En lugar de intentar ver los hilos que llegaban a Kit y a Louisa, me centré en los que rodeaban las fibras que me ataban las muñecas y los tobillos. Estaba empezando a hacer progresos para desatarlos cuando algo afilado y pesado chocó contra mis costillas. El impacto me dejó totalmente sin aliento.
—¡Le he dado! —gritó Kit—. ¡La bruja es mía!
—Ha sido de refilón —corrigió Louisa—. Debes clavarle la lanza en el cuerpo para reclamarla como premio.
Por desgracia, yo no conocía las reglas…, ni de las justas ni tampoco de la magia. Goody Alsop me lo había dejado claro antes de irnos a Praga. «Lo único que tienes, por ahora, es un dragón díscolo, un glaem casi cegador y una tendencia a hacer preguntas con respuestas pícaras», había dicho. Yo había estado negando mi habilidad para tejer en favor de las intrigas de la corte y había dejado de perseguir mi magia para dar caza al Ashmole 782. Tal vez, si me hubiera quedado en Londres, habría sabido cómo salir de aquel lío. Pero en lugar de ello allí estaba, atada a un grueso tronco como una bruja a punto de ser quemada.
«Piensa. Sobrevive».
—Debemos intentarlo de nuevo —dijo Louisa. Sus palabras se esfumaron mientras hacía que el caballo diera media vuelta y se alejaba, cabalgando.
—No lo hagas, Kit —dije—. Piensa en lo que significará para Matthew. Si quieres que me vaya, me iré. Te lo prometo.
—Vuestras promesas no significan nada, bruja. Cruzaréis los dedos y encontraréis la manera de eludir vuestras palabras. Incluso ahora puedo ver el glaem sobre vos, mientras intentáis utilizar vuestra magia en mi contra.
«Un glaem casi cegador. Preguntas con respuestas pícaras. Y un dragón díscolo».
Se hizo el silencio.
«¿Qué deberíamos hacer?», le pregunté al dragón.
La bestia abrió las alas a modo de respuesta y las estiró por completo. Estas se deslizaron entre mis costillas, atravesaron la carne y emergieron a cada lado de mi columna vertebral. El dragón se quedó donde estaba, con la cola protectoramente enroscada alrededor de mi útero. Echó un vistazo desde debajo del esternón con los ojos plateados y negros brillando, y volvió a batir las alas.
«Sobrevivir», me respondió en un susurro y sus palabras levantaron una nube de niebla gris en el aire que me rodeaba.
La fuerza de sus alas cayó sobre el grueso poste de madera que tenía a la espalda y las púas de sus extremidades dentadas seccionaron la cuerda que me ataba las muñecas. Algo afilado como una garra cortó también las ataduras que tenía alrededor de los tobillos. Me elevé seis metros en el aire mientras Kit y Louisa se adentraban en la desorientadora nube gris del dragón. Iban demasiado rápido como para detenerse o cambiar de dirección. Sus lanzas se cruzaron, se enredaron y la fuerza del impacto hizo que ambos salieran volando de las sillas y cayeran sobre el duro suelo.
Me arranqué la venda de los ojos con la mano sana, justo cuando Annie aparecía en el extremo del patio de justas.
—¡Señora! —gritó. Pero no quería que se quedara allí, no con Louisa de Clermont cerca.
La sangre me chorreaba por las muñecas y los pies. Allá donde caían las gotas rojas, crecía un brote negro. Pronto una empalizada de delgados troncos negros rodearon al daimón y a la vampira, que estaban aturdidos. Louisa intentó arrancarlos del suelo, pero mi magia resistió.
—¿Os importa que os cuente cuál es vuestro futuro? —pregunté con severidad. Ambos levantaron la vista hacia mí desde el corral con ojos ávidos y temerosos—. Nunca conseguirás lo que tu corazón anhela, Kit, porque a veces no podemos tener lo que más deseamos. Y vos nunca llenareis los vacíos que hay en vuestro interior, Louisa: ni con sangre, ni con ira. Y ambos moriréis, porque la muerte nos llega a todos, antes o después. Pero vuestras muertes no serán dulces. Eso os lo prometo.
Un torbellino se acercó. Luego se detuvo y reconocí en él a Hancock.
—¡Davy! —exclamó Louisa, mientras su dedos perlados se aferraban a las estacas negras que la rodeaban—. Ayúdanos. La bruja ha usado su magia para derribarnos. Quítale los ojos y le quitarás también el poder.
—Matthew ya está en camino, Louisa —respondió Hancock—. Estás más segura en esa empalizada, bajo la protección de Diana, de lo que lo estarías huyendo de su ira.
—Ninguno de nosotros está a salvo. Ella hará que se cumpla la antigua profecía, la que Gerbert compartió con maman hace tantos años. ¡Acabará con los De Clermont!
—No hay ninguna verdad en ello —dijo Hancock con tristeza.
—¡Sí la hay! —insistió Louisa—. «Guardaos de la bruja que tiene sangre de león y lobo, pues con ella destruirá a los hijos de la noche». ¡Esta es la bruja de la profecía! ¿No lo ves?
—Lo que veo con claridad meridiana es que no estás bien, Louisa.
Louisa se le aproximó, indignada.
—Soy una manjasang perfectamente saludable, Hancock.
Henry y Jack fueron los siguientes en llegar, con el pecho jadeando por el esfuerzo. Henry echó un vistazo al campo de justas.
—¿Dónde está? —le gritó a Hancock, mientras giraba sobre sí mismo.
—Allá arriba —respondió este, apuntando con el pulgar hacia el aire—, justo como dijo Annie.
—Diana.
Henry suspiró, aliviado.
Un oscuro ciclón gris y negro barrió el campo de justas y vino a descansar en una estaca rota que señalaba el punto donde había estado atada. Matthew no necesitó que nadie le dijera dónde me hallaba. Sus ojos me encontraron a la primera.
Walter y Pierre fueron los últimos en llegar. Pierre llevaba a Annie a caballito y la muchacha tenía los brazos fuertemente enroscados alrededor de su cuello. Cuando este se detuvo, se bajó de su espalda.
—¡Walter! —gritó Kit, al tiempo que se reunía con Louisa en la barrera—. Hay que detenerla. Sácanos de aquí. Sé qué hay que hacer ahora. He hablado con una bruja de Newgate y…
Un brazo atravesó de un puñetazo el negro enrejado y unos dedos largos y blancos agarraron a Kit por el cuello. Marlowe gorjeó hasta quedarse en silencio.
—Ni. Una. Palabra.
Los ojos de Matthew se posaron sobre Louisa.
—Matthieu —dijo Louisa. La sangre y las drogas hicieron que pronunciara su nombre en francés, arrastrando más las letras—. Gracias a Dios que estás aquí. Me alegro de verte.
—Pues no deberías.
Matthew empujó a Kit.
Aterricé detrás de él y las alas recién salidas se volvieron a replegar en el interior de mis costillas. El dragón permanecía alerta, sin embargo, con la cola fuertemente enroscada. Matthew percibió mi presencia y me rodeó con el brazo, aunque sin quitarle el ojo de encima a los prisioneros. Pasó los dedos sobre el punto donde la lanza había atravesado el corpiño, el corsé y la piel, hasta que mi huesuda caja torácica la detuvo. Estaba húmedo donde la sangre había calado.
Matthew me dio la vuelta y cayó de rodillas, mientras rompía la tela que estaba sobre la herida. Soltó una imprecación. Con una mano sobre mi abdomen, sus ojos buscaron los míos.
—Estoy bien. Estamos bien —le aseguré.
Él se levantó con los ojos negros y la vena de la sien latiendo con fuerza.
—¿Señor Roydon? —Jack se acercó sigilosamente a Matthew. Le temblaba la barbilla. La mano de Matthew salió disparada y lo agarró por el cuello de la camisa, deteniéndolo antes de que pudiera acercarse demasiado a mí. Jack no se acobardó—. ¿Estáis teniendo una pesadilla?
Matthew dejó caer la mano y soltó al niño.
—Sí, Jack. Una terrible pesadilla.
Jack deslizó la mano en la de Matthew.
—Me quedaré a vuestro lado hasta que pase.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Era lo que Matthew le decía a él en plena noche, cuando los miedos de Jack amenazaban con engullirlo.
Matthew apretó con fuerza la mano de Jack en un reconocimiento silencioso. Ambos se quedaron allí de pie: uno alto, fuerte y lleno de salud preternatural y el otro menudo, delicado y con las sombras del abandono recién olvidadas. La rabia de Matthew empezó a menguar.
—Cuando Annie me dijo que una wearh hembra te había atrapado, nunca imaginé…
Matthew no pudo continuar.
—¡Ha sido Christopher! —gritó Louisa, alejándose del enloquecido daimón que tenía al lado—. Dijo que estabas hechizado. Pero puedo oler su sangre en ti. No estás hechizado, te alimentas de ella.
—Es mi pareja —explicó Matthew, en tono letal—. Y está encinta.
Marlowe exhaló un silbido. Sus ojos me pellizcaron la barriga. Moví la mano que tenía rota para proteger a nuestro bebé de la mirada del daimón.
—Es imposible. Matthew no puede… —La confusión de Kit se transformó en furia—. Incluso en eso te ha hechizado. ¿Cómo has podido traicionarlo de esa forma? ¿Quién es el padre de vuestro hijo, señora Roydon?
Mary Sidney había asumido que me habían violado. Gallowglass había atribuido al principio el bebé a un amante o a un marido fallecido. Cualquiera de las dos cosas habría apelado al instinto protector de Matthew y explicaría nuestro fugaz romance. Para Kit, la única respuesta posible era que le hubiera puesto los cuernos al hombre al que él amaba.
—¡Llévatela, Hancock! —suplicó Louisa—. No podemos permitir que una bruja introduzca a su bastardo en la familia De Clermont.
Hancock sacudió la cabeza mirando a Louisa y se cruzó de brazos.
—Has intentado atropellar a mi pareja. Has derramado su sangre —dijo Matthew—. Y el niño no es ningún bastardo. Es mío.
—Eso no es posible —dijo Louisa, aunque sin demasiada convicción.
—El niño es mío —repitió su hermano con ferocidad—. Fruto de mi carne y de mi sangre.
—Ella lleva la sangre del lobo —susurró Louisa—. La bruja es la que auguraba la profecía. ¡Si el bebé sobrevive, nos destruirá a todos!
—Apartadlos de mi vista —exclamó Matthew, con la voz rebosante de rabia—. Antes de que los haga pedazos y se los eche de comer a los perros.
Entonces derribó la empalizada de una patada y agarró a su amigo y a su hermana.
—No pienso ir… —empezó a decir Louisa. Bajó la vista y se encontró con la mano de Hancock rodeándole el brazo.
—Irás a donde yo te lleve —dijo este con suavidad. Hancock le quitó del dedo el anillo de Ysabeau y se lo lanzó a Matthew—. Creo que eso le pertenece a tu esposa.
—¿Y Kit? —preguntó Walter, mientras observaba con cautela a Matthew.
—Ya que se profesan tanto afecto, encerradlo con Louisa —dijo Matthew, antes de lanzar al daimón hacia Raleigh.
—Pero ella se… —empezó a decir Walter.
—¿Se alimentará de él? —Matthew parecía avinagrado—. Ya lo ha hecho. La única manera en que un vampiro siente los efectos del vino o de las drogas es por medio de la vena de un sangre caliente.
Walter evaluó el estado anímico de Matthew y asintió.
—Muy bien, Matthew. Cumpliremos tus deseos. Llévate a Diana y a los niños a Blackfriars. Déjanos el resto a Hancock y a mí.
—Le dije que no había por qué preocuparse. El bebé está bien —aseguré, mientras me bajaba el blusón. Habíamos ido directos a casa, pero Matthew había enviado a Pierre a buscar a Susanna y a Goody Alsop de todas formas. Ahora la casa estaba llena hasta los topes de vampiros y brujas contrariados—. Puede que tú logres convencerlo de ello.
Susanna se lavó las manos en el cuenco de agua caliente con jabón.
—Si tu marido no confía en sus propios ojos, nada puedo hacer o decir para persuadirlo.
La mujer llamó a Matthew. Gallowglass acudió con él y entre los dos llenaron el umbral de la puerta.
—¿Estás bien, de verdad?
Gallowglass no podía ocultar su rostro ceniciento.
—Tenía un dedo roto y una costilla fracturada. Podía habérmelo hecho en una caída por las escaleras. Gracias a Susanna, tengo el dedo completamente curado.
Estiré la mano. Todavía estaba hinchada y tuve que ponerme el anillo de Ysabeau en la otra, pero podía mover los dedos sin dolor. Al corte del costado le llevaría más tiempo. Matthew se había negado a usar sangre de vampiro para curarlo, así que Susanna había recurrido a unos cuantos puntos mágicos y a una cataplasma.
—Hay muy buenas razones para odiar a Louisa en este momento —dijo Matthew en tono grave—, pero hay algo que debo agradecerle: no deseaba matarte. La puntería de Louisa es impecable. Si hubiera querido atravesarte el corazón con la lanza, estarías muerta.
—Louisa estaba demasiado preocupada por la profecía que Gerbert compartió con Ysabeau.
Gallowglass y Matthew intercambiaron una mirada.
—No es nada —dijo Matthew con displicencia—, solo una idiotez que fabuló para provocar a maman.
—Era la profecía de Meridiana, ¿no?
Tenía ese presentimiento desde que Louisa lo había mencionado. Aquellas palabras me habían recordado el tacto de Gerbert en La Pierre. Y habían conseguido que la electricidad hiciera crepitar el aire que envolvía a Louisa, como si esta fuera Pandora y hubiera abierto la tapa de un tesoro hecho de una magia hacía tiempo olvidada.
—Meridiana quería que Gerbert tuviera miedo al futuro. Y lo logró. —Matthew negó con la cabeza—. No tiene nada que ver contigo.
—Tu padre es el león. Y tú el lobo.
El hielo se estancó en el pozo de mi estómago. Me dijo que algo iba mal dentro de mí, en las profundidades, donde la luz no podía siquiera llegar. Miré a mi marido, uno de los hijos de la noche mencionados en la profecía. Nuestro primer hijo ya había muerto. Encerré mis pensamientos, ya que no quería albergarlos en el corazón o en la cabeza el tiempo suficiente como para que hicieran mella en mí. Pero no funcionó. Había demasiada honestidad entre nosotros para ocultárselo a Matthew… o a mí misma.
—No tienes nada que temer —dijo Matthew. Acto seguido, me rozó los labios con los suyos—. Estás demasiado llena de vida para ser un heraldo de la destrucción.
Dejé que me tranquilizara, pero mi sexto sentido lo ignoró. De algún modo, en algún sitio, una peligrosa fuerza mortal había sido desatada. Incluso en ese momento podía sentir cómo se tensaban sus hilos y me llevaban hacia la oscuridad.