—¡Me habéis fallado!
Un zapato de damasco rojo salió volando por los aires. Matthew inclinó la cabeza justo antes de que lo golpeara. El zapato siguió más allá de su oreja, derribó una enjoyada esfera armilar que había sobre la mesa y acabó cayendo al suelo. Los anillos entrelazados de la esfera giraron en sus órbitas fijas con impotente frustración.
—Quería a Kelley, idiota. Y en lugar de ello tengo al embajador del emperador, que me ha puesto al corriente de vuestras numerosas indiscreciones. Cuando exigió verme, todavía no eran las ocho en punto y el sol apenas había salido —gritó Isabel Tudor. La reina estaba aquejada de dolor de muelas, lo que no mejoraba su mala disposición. Aspiró una mejilla para proteger el molar infectado e hizo una mueca—. ¿Y dónde estabais vos? Arrastrándoos de nuevo a mi presencia, haciendo caso omiso de mi sufrimiento.
Una belleza de ojos azules se adelantó y le tendió a Su Majestad un paño impregnado de aceite de clavo. Con Matthew furioso a mi lado, el olor a especias de la sala era casi abrumador. Isabel puso delicadamente el paño entre la mejilla y las encías, y la mujer se alejó con su vestido verde haciendo frufrú alrededor de sus tobillos. Era un tono optimista para aquel nuboso día de mayo, como si tuviera la esperanza de acelerar la llegada del verano. La habitación del cuarto piso de la torre del palacio de Greenwich ofrecía una amplia vista del río gris, del suelo sucio y de los cielos tormentosos de Inglaterra. A pesar de las numerosas ventanas, la luz plateada de la mañana no hacía mucho para disipar la melancolía de la sala, que era rotundamente masculina y tenía muebles de comienzos de la época de los Tudor. Las iniciales talladas en el techo —una E y una A de Enrique VIII y Ana Bolena— indicaban que aquella habitación había sido decorada más o menos en la época en que Isabel había nacido y que se le había dado poco uso desde entonces.
—Tal vez deberíamos escuchar al señor Roydon antes de que arrojéis el tintero —sugirió William Cecil gentilmente. El brazo de Isabel se detuvo, pero no posó el pesado objeto de metal.
—Sí tenemos noticias de Kelley —afirmé, deseando ayudar.
—No precisamos de vuestra opinión, señora Roydon —dijo la reina de Inglaterra bruscamente—. Como demasiadas de las mujeres de la corte, habéis perdido completamente la gobernanza o el decoro. Si deseáis permanecer en Greenwich con vuestro esposo en lugar de ser enviada a Woodstock, donde deberíais estar, tendréis que ser inteligente y tomar a la señorita Throckmorton como modelo. Nunca habla a menos que se le ordene.
La señorita Throckmorton miró a Walter, que estaba de pie al lado de Matthew. Nos los habíamos encontrado en las escaleras traseras de los aposentos privados de la reina y, aunque Matthew se había negado por considerarlo innecesario, Walter había insistido en acompañarnos a la guarida del león.
Bess apretó los labios para contener su regocijo, pero los ojos le hacían chiribitas. El hecho de que la joven y atractiva pupila de la reina y su gallardo y saturnino pirata tenían relaciones íntimas era obvio para todos, salvo para Isabel. Cupido había logrado atrapar a sir Walter Raleigh, como Matthew había prometido. El hombre estaba perdidamente enamorado.
El gesto de la boca de Walter se suavizó al ver la mirada desafiante de su amante. La ostensible ojeada que él le echó a modo de respuesta prometía que ya tratarían el tema de su decoro en un lugar más privado.
—Dado que no requerís la presencia de Diana, tal vez permitáis que mi esposa se vaya a casa y descanse, como os había pedido —dijo Matthew sin alterarse, aunque tenía una mirada tan negra y furibunda como la de la reina—. Lleva varias semanas viajando.
La barcaza real nos había interceptado antes de haber puesto pie en Blackfriars.
—¡Descansar! Yo no he tenido más que noches en vela desde que recibí noticias de vuestras aventuras en Praga. ¡Descansará cuando haya acabado con vos! —gritó Isabel, mientras el tintero seguía el camino del real calzado. Cuando este se dirigió hacia mí con un efecto tardío, Matthew extendió la mano y lo cogió. Sin mediar palabra, se lo pasó a Raleigh, quien se lo lanzó al mozo que ya estaba en posesión del zapato de la reina.
—El señor Roydon sería mucho más difícil de reemplazar que un artilugio astronómico, Majestad —dijo Cecil, antes de tenderle un cojín bordado—. Tal vez podríais considerar esto si os encontráis con la necesidad de haceros con más munición.
—¡Ni se os ocurra manejarme, lord Burghley! —exclamó la reina, echando chispas. Acto seguido, se volvió con furia hacia Matthew—. Sebastian Saint Clair no trataba así a mi padre. No habría osado provocar al león de los Tudor.
Bess Throckmorton parpadeó al oír aquel nombre que no le resultaba familiar. Su dorada cabeza iba de Walter a la reina como un primaveral narciso buscando el sol. Cecil tosió suavemente al percatarse de la evidente confusión de la joven.
—Permitid que rememoremos a vuestro bendito padre en algún otro momento, cuando podamos prestarle la atención que se merece a su recuerdo. ¿No teníais preguntas que hacerle al señor Roydon?
El secretario de la reina miró a Matthew, excusándose. «¿Qué demonio preferiríais?», parecía decir su expresión.
—Tenéis razón, William. No es propio de los leones perder el tiempo con ratones y otras criaturas insignificantes.
El desdén de la reina logró dejar a Matthew a la altura del betún. Una vez que pareció adecuadamente arrepentido, y aunque el músculo que le temblaba en la barbilla hacía que yo me preguntara hasta qué punto eran sinceros sus remordimientos, la reina se tomó unos instantes para serenarse. De todos modos, seguía aferrada a los brazos de la silla con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.
—Me gustaría saber cómo es que mi Sombra ha podido estropearlo todo hasta tal punto —dijo, con voz súbitamente quejumbrosa—. El emperador tiene alquimistas en abundancia. No necesita a los míos.
Los hombros de Walter descendieron ligeramente y Cecil ahogó un suspiro de alivio. Si la reina estaba llamando a Matthew por su sobrenombre, su temor podía verse aliviado.
—Edward Kelley no puede ser arrancado de la corte del emperador como una mala hierba, sin importar cuántas rosas crezcan allí —dijo Matthew—. Rodolfo lo valora demasiado.
—Así que Kelley por fin ha tenido éxito. La piedra filosofal está en su poder —dijo Isabel, antes de tomar aire de forma repentina y presionar un lado de la cara cuando este le golpeó la muela dolorida.
—No, no ha tenido éxito. Y ese es el quid de la cuestión. Mientras Kelley siga prometiendo más de lo que es capaz de hacer, Rodolfo nunca se deshará de él. El emperador se comporta como un joven inexperto, más que como un monarca experimentado, fascinado por lo que no puede tener. Su Majestad adora la caza. Es lo que llena sus días e invade sus sueños —aseguró Matthew, impasible.
Los campos inundados y los ríos crecidos de Europa nos situaban a una distancia considerable de Rodolfo II, pero había momentos en los que todavía podía sentir su desagradable tacto y sus miradas codiciosas. A pesar del calor de mayo y del fuego que ardía en el hogar, me estremecí.
—El nuevo embajador francés me ha escrito para comunicarme que Kelley ha convertido cobre en oro.
—Philippe de Mornay no es más de fiar que vuestro antiguo embajador. Quien, si mal no recuerdo, intentó asesinaros.
El tono de Matthew guardaba un equilibrio perfecto entre la obsequiosidad y la irritación. Isabel volvió a mirar hacia él.
—¿Me estáis lanzando un cebo, señor Roydon?
—Nunca le lanzaría un cebo a un león. Ni siquiera al cachorro de un león —aseguró Matthew, arrastrando las palabras. Walter cerró los ojos como si no soportara ser testigo de la inevitable devastación que causarían las palabras de Matthew—. Salí muy mal parado tras un encontronazo de ese tipo y no albergo deseos de arruinar más mi belleza por miedo a que no soportéis volver a verme.
Se produjo un silencio de desconcierto, roto finalmente por una carcajada en absoluto femenina. Walter abrió los ojos de par en par.
—Recibisteis vuestro merecido por acercaros a hurtadillas a una joven doncella cuando estaba cosiendo —aseguró Isabel, con un tono muy similar al de la indulgencia. Yo sacudí ligeramente la cabeza, segura de que estaba oyendo mal.
—Lo tendré en cuenta, Majestad, en caso de que me tope con otra joven leona con un afilado par de garras.
Walter y yo estábamos ya tan confusos como Bess. Solo Matthew, Isabel y Cecil parecían entender lo que se estaba diciendo… y lo que no.
—Incluso entonces erais mi Sombra —replicó Isabel, mientras miraba a Matthew como si volviera a ser una chiquilla y no una mujer que se acercaba a los sesenta a pasos agigantados. Entonces parpadeé y, cuando volví a mirar, era de nuevo una monarca hastiada y entrada en años—. Dejadnos.
—¿M… Majestad? —tartamudeó Bess.
—Deseo hablar con el señor Roydon en privado. Supongo que no accederá a perder de vista a su deslenguada esposa, así que ella también puede quedarse. Espérame en mi cámara privada, Walter. Llévate a Bess contigo. Me reuniré con vosotros en breve.
—Pero… —protestó Bess. La muchacha miró a su alrededor, nerviosa. Estar cerca de la reina era su trabajo, y sin un protocolo que la guiase se sentía a la deriva.
—Ahora tendréis que asistirme a mí, señorita Throckmorton —dijo Cecil, mientras se alejaba dolorosamente unos cuantos pasos de la reina ayudado por su pesado bastón. Al pasar por delante de Matthew, le dirigió una dura mirada—. Dejaremos que el señor Roydon vele por el bienestar de Su Majestad.
La reina echó con un gesto de la mano a los sirvientes que había en la sala y nos quedamos los tres solos.
—Jesu —dijo Isabel con un gruñido—. Tengo la cabeza como una manzana podrida a punto de partirse. ¿No podríais haber elegido un momento más oportuno para ocasionar un incidente diplomático?
—Permitidme que os examine —le pidió Matthew.
—¿Creéis que podríais proporcionarme cuidados que mi cirujano no puede darme, señor Roydon? —preguntó la reina, con recelo pero esperanzada.
—Creo que puedo ahorraros algún dolor, Dios mediante.
—Hasta el mismo momento de su muerte, mi padre hablaba de vos con nostalgia —aseguró Isabel, retorciendo las manos sobre los pliegues de la falda—. Os comparaba con un tónico cuyos beneficios no había sabido apreciar.
—¿Cómo?
Matthew no hizo ningún esfuerzo para ocultar su curiosidad. Aquella no era una historia que hubiera oído antes.
—Decía que erais capaz de hacer que se le pasara un humor de perros más rápido que cualquier hombre que hubiera conocido jamás. Aunque, como la mayoría de los preparados, podíais ser difícil de digerir —manifestó Isabel. Cuando Matthew soltó una atronadora carcajada, la reina sonrió, pero su sonrisa flaqueó—. Era un hombre maravilloso y terrible…, además de necio.
—Todos los hombres son necios, Majestad —se apresuró a decir Matthew.
—No. Volvamos a hablarnos con claridad de nuevo, como si yo no fuera reina de Inglaterra y vos no fuerais un wearh.
—Solo si me permitís echar un vistazo a vuestra muela —dijo Matthew, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Hubo un tiempo en que una invitación para intimar conmigo habría sido suficiente incentivo y no habríais añadido más condiciones a mi propuesta —dijo Isabel con un suspiro—. Estoy perdiendo algo más que los dientes. Muy bien, señor Roydon.
La reina abrió la boca obedientemente. Aunque estaba a varios metros, pude oler la podredumbre. Matthew tomó su cabeza entre las manos para poder ver el problema con más claridad.
—Es un milagro que tengáis algún diente —dijo con severidad. Isabel enrojeció de irritación y forcejeó para responder—. Podéis gritarme cuando haya terminado. Para entonces tendréis una buena razón para hacerlo, ya que os habré confiscado vuestros caramelos de violeta y el vino dulce. Eso hará que lo más peligroso que podáis beber sea agua de menta y lo más nocivo que podáis chupar, linimento de clavo para las encías. Las tenéis gravemente inflamadas.
Matthew le pasó el dedo por los dientes. Varios de ellos se contonearon de forma alarmante y a Isabel se le salieron los ojos de las órbitas. Emitió un sonido de desagrado.
—Puede que seas reina de Inglaterra, Isa, pero eso no hace que sepas de medicina y cirugía. Habría sido más sensato hacer caso al consejo del cirujano. Ahora, estate quieta.
Mientras intentaba recuperar la compostura después de haber oído a mi esposo llamar a la reina de Inglaterra «Isa», Matthew retiró el dedo índice, lo frotó contra su propio y afilado colmillo para que saliera una gota de sangre y volvió a meterlo dentro de la boca de Isabel. Aunque lo hizo con cuidado, la reina dibujó una mueca de dolor. Luego bajó los hombros, aliviada.
—Asias —farfulló entre los dedos de Matthew.
—No me lo agradezcáis todavía. No quedará ni un confite ni un dulce en diez kilómetros a la redonda cuando haya acabado. Y el dolor regresará, me temo.
Matthew separó los dedos y la reina se pasó la lengua por la boca.
—Sí, pero por ahora se ha ido —dijo, agradecida. Isabel señaló unas sillas que había cerca—. Desgraciadamente no nos queda más remedio que arreglar cuentas. Siéntate y háblame de Praga.
Tras haber pasado semanas en la corte del emperador, sabía que era un extraordinario privilegio ser invitado a sentarse en presencia de cualquier gobernante, pero en ese momento me sentí doblemente agradecida por tener la oportunidad de hacerlo. El viaje había exacerbado la fatiga normal de las primeras semanas de embarazo. Matthew sacó una de las sillas para mí y me senté en ella. Presioné la parte baja de la espalda contra la madera tallada, usando sus protuberancias y relieves para masajear las doloridas articulaciones. La mano de Matthew acudió automáticamente a la misma zona, que presionó y masajeó para aliviarme el dolor. Una ráfaga de envidia cruzó el rostro de la reina.
—¿Vos también estáis dolorida, señora Roydon? —preguntó esta, solícita. Estaba siendo demasiado amable. Cuando Rodolfo trataba así a un cortesano, solía significar que algo siniestro estaba tramando.
—Sí, Majestad. Por desgracia, no se trata de nada que pueda solucionar el agua de menta —comenté con pesar.
—Tampoco atusará las plumas erizadas del emperador. Su embajador me ha dicho que has robado uno de los libros de Rodolfo.
—¿Qué libro? —preguntó Matthew—. Rodolfo tiene gran cantidad de ellos.
Dado que hacía tiempo que la mayoría de los vampiros no estaban familiarizados con la condición de inocencia, su actuación sonó hueca.
—No estamos jugando, Sebastian —dijo la reina en voz queda, confirmando mi sospecha de que Matthew era conocido como Sebastian Saint Clair en la corte de Enrique.
—Tú siempre estás jugando —le espetó Matthew—. En eso no eres diferente al emperador o a Enrique de Francia.
—La señorita Throckmorton me ha dicho que has estado intercambiando versos con Walter sobre las veleidades del poder. Pero yo no soy una de esas vanas potentadas que no son aptas para nada, salvo para el desdén y el ridículo. Fui criada por gente muy dura —replicó la reina—. Aquellos que me rodeaban (madre, tías, madrastras, tíos y primos) se han ido. Yo he sobrevivido. Así que no pretendas mentirme y salir impune. Te vuelvo a preguntar: ¿qué ha sido del libro?
—Nosotros no lo tenemos —interrumpí.
Matthew me miró, sorprendido.
—El libro no se encuentra en nuestras manos. Actualmente.
Sin duda, ya estaba a salvo en El Venado y la Corona, guardado a buen recaudo en el archivo del ático de Matthew. Yo le había entregado el libro a Gallowglass envuelto para protegerlo en un hule y en cuero, cuando la barcaza real nos había dado alcance Támesis arriba.
—Bien, bien —respondió Isabel, mientras su boca se ensanchaba lentamente y dejaba a la vista sus dientes ennegrecidos—. Me desconcertáis. Y a vuestro esposo también, según parece.
—Soy una caja de sorpresas, Majestad. O eso dicen.
No importaba cuántas veces Matthew la llamara Isa o ella lo llamara Sebastian, yo tuve la prudencia de referirme a ella formalmente.
—Al parecer el emperador es víctima de una ilusión, entonces. ¿Cómo lo explicáis?
—No hay nada de extraordinario en ello —dijo Matthew con un bufido—. Me temo que la locura que ha aquejado a su familia está afectando a Rodolfo. Incluso ahora su hermano Matías conspira para derrocarlo y se posiciona para hacerse con el poder cuando el emperador ya no pueda seguir reinando.
—No me extraña que el emperador esté tan deseoso de quedarse con Kelley. La piedra filosofal lo curará y hará que el asunto de su sucesión pase a ser irrelevante. —La expresión de la reina se agrió—. Vivirá para siempre, sin temor alguno.
—Venga, Isa. Eres más lista que eso. Kelley no puede hacer la piedra. No puede salvarte ni a ti ni a nadie más. Hasta las reinas y los emperadores tienen que morir algún día.
—Somos amigos, Sebastian, pero no te olvides de ti mismo.
Los ojos de Isabel brillaban.
—Cuando tenías siete años y me preguntaste si tu padre planeaba matar a su nueva esposa, te dije la verdad. Fui honesto contigo entonces y seré honesto contigo ahora, por mucho que te enoje. Nada te devolverá la juventud, Isa, ni resucitará a aquellos que has perdido —dijo Matthew, implacable.
—¿Nada? —Isabel lo observó cuidadosamente—. No veo arrugas ni canas en ti. Estás exactamente como hace cincuenta años en Hampton Court, cuando te di las tijeras.
—Si me estás pidiendo que use mi sangre para convertirte en una wearh, Majestad, la respuesta debe ser no. El pacto nos prohíbe inmiscuirnos en cuestiones de política humana… y eso ciertamente incluye alterar la sucesión inglesa poniendo a una criatura en el trono.
La expresión de Matthew era adusta.
—¿Y sería esa tu respuesta si Rodolfo te hiciera esa petición? —preguntó Isabel, con los negros ojos centelleando.
—Sí. Desencadenaría el caos… y cosas peores.
La perspectiva era escalofriante.
—Tu reino está a salvo —le aseguró Matthew—. El emperador se está comportando como un niño malcriado a quien le hubieran negado un regalo. Eso es todo.
—Incluso ahora su tío, Felipe de España, está construyendo barcos. ¡Planea otra invasión!
—Y no tendrá mayores consecuencias —prometió Matthew.
—Pareces muy seguro.
—Lo estoy.
La leona y el lobo se miraron con la mesa de por medio. Cuando finalmente Isabel se quedó satisfecha, apartó la vista con un suspiro.
—Muy bien. Vosotros no tenéis el libro del emperador y yo no tengo ni a Kelley ni la piedra. Todos tendremos que aprender a convivir con la decepción. Aun así, me gustaría ofrecerle al embajador del emperador algo que endulce su humor.
—¿Qué os parece esto? —pregunté, mientras cogía el bolso de encima de las sayas. Este contenía mis bienes más preciados (aparte del Ashmole 782 y el anillo que llevaba en el dedo): los cordones de seda que Goody Alsop me había regalado para tejer los hechizos, un suave guijarro de vidrio que Jack había encontrado en las arenas del Elba y había tomado por una joya, un fragmento de un preciado bezoar pétreo para que Susana usara en sus medicinas y las salamandras de Matthew. Y un collar espantosamente recargado con un dragón moribundo colgando que me había regalado el sacro emperador romano. Puse lo último sobre la mesa, entre la reina y yo.
—Es un adorno digno de una reina, no de la esposa de un caballero —dijo Isabel, extendiendo la mano para tocar el refulgente dragón—. ¿Qué le disteis a Rodolfo para que os regalara esto?
—Es como Matthew ha dicho, Majestad. El emperador codicia lo que nunca podrá llegar a tener. Creyó que con esto se ganaría mi afecto. Pero no fue así —dije, sacudiendo la cabeza.
—Puede que Rodolfo no pueda soportar que el resto sepa que dejó escapar algo de tanto valor —sugirió Matthew.
—¿Te refieres a tu esposa o a esta joya?
—A mi esposa —respondió Matthew, brevemente.
—La joya resultará útil, de todos modos. Tal vez quería entregarme el collar a mí —musitó Isabel—, pero tú te encargaste personalmente de traerlo aquí para mayor seguridad.
—El alemán de Diana no es muy bueno —concedió Matthew, con una sonrisa irónica—. Cuando Rodolfo se lo puso sobre los hombros, debió de hacerlo simplemente para poder imaginar mejor cómo te quedaría a ti.
—Oh, lo dudo —dijo Isabel, secamente.
—Si el emperador pretendía que este collar fuera para la reina de Inglaterra, habría deseado entregárselo con la ceremonia apropiada. Si le concedemos al embajador el debido crédito… —sugerí.
—Existe una buena solución. No satisfará a nadie, desde luego, pero dará a mis cortesanos algo de qué hablar hasta que surja una nueva intriga —dijo Isabel mientras daba unos golpecitos en la mesa, pensativa—. Pero todavía queda la cuestión del libro.
—¿Me creerías si te dijera que no es importante? —preguntó Matthew.
Isabel negó con la cabeza.
—No.
—Lo suponía. ¿Y si te digo lo contrario, que el futuro puede depender de él? —preguntó Matthew.
—Eso es todavía más inverosímil. Pero dado que no albergo deseo alguno de que Rodolfo ni nadie de su estirpe tenga el futuro en sus manos, dejaré en las vuestras la devolución del manuscrito…, siempre y cuando este vuelva a caer en vuestras manos, por supuesto.
—Gracias, Majestad —dije, aliviada porque el tema hubiera quedado zanjado con relativamente pocas mentiras.
—No lo he hecho por vos —me recordó Isabel, secamente—. Ven, Sebastian. Cuélgame la joya alrededor del cuello. Luego podrás volver a transformarte en el señor Roydon, bajaremos a la sala de audiencias y representaremos una demostración de gratitud para que todos se queden asombrados.
Matthew hizo lo que le ordenaron, y sus dedos se entretuvieron sobre los hombros de la reina más de lo necesario. Ella le dio una palmada en la mano.
—¿Tengo la peluca bien puesta? —me preguntó Isabel, poniéndose en pie.
—Sí, Majestad.
En realidad estaba ligeramente torcida, tras la asistencia de Matthew.
Isabel levantó la mano y le dio un tirón a la peluca.
—Enseñad a vuestra esposa a contar mentiras de forma convincente, señor Roydon. Necesitará ser más avezada en las artes del engaño o no sobrevivirá mucho tiempo en la corte.
—El mundo está más necesitado de honestidad que de una nueva cortesana —comentó Matthew, mientras la agarraba del codo—. Diana seguirá siendo como es.
—Un esposo que valora la honestidad en su propia esposa —dijo Isabel, negando con la cabeza—. Esa es la mejor prueba que he visto jamás de que el fin del mundo se acerca, como predijo el doctor Dee.
Cuando Matthew y la reina aparecieron en el umbral de la cámara privada, el silencio cayó sobre la multitud. La sala estaba repleta hasta los topes y la multitud miraba con cautela y alternativamente a la reina, a un joven de la edad de un estudiante universitario que supuse que sería el embajador imperial y a Cecil, para volver a empezar de nuevo.
Matthew se desembarazó de la mano de la reina, que estaba posada en el aire sobre su brazo doblado. Mi dragón batió las alas de forma alarmante dentro de las costillas.
Me llevé la mano al diafragma para calmar a la bestia. «Aquí hay dragones de verdad», le advertí en silencio.
—Agradezco al emperador su regalo, excelencia —dijo Isabel, caminando directamente hacia el adolescente con la mano extendida para que se la besara. El joven la miró sin entender nada—. Gratias tibi ago.
—Cada vez son más jóvenes —murmuró Matthew mientras me atraía hacia él.
—Eso es lo que yo digo de mis estudiantes —respondí en un susurro—. ¿Quién es?
—Vilém Slavata. Debes de haber visto a su padre en Praga.
Observé al joven Vilém e intenté imaginar qué aspecto tendría dentro de veinte años.
—¿Su padre era el regordete del hoyuelo en la barbilla?
—Uno de ellos. Acabas de describir a la mayoría de los subalternos de Rodolfo —señaló Matthew, cuando le dirigí una mirada de exasperación.
—¡Dejad de cuchichear, señor Roydon! —Isabel le echó una mirada fulminante a mi marido, que hizo una reverencia para disculparse. Su Majestad continuó el parloteo en latín—. Decet eum qui dat, non meminisse beneficii: eum vero, qui accipit, intueri non tam munus quam dantis animum.
La reina de Inglaterra le había puesto al embajador un examen de lengua para ver si era digno de ella.
Slavata palideció. El pobre muchacho iba a suspender.
«Le corresponde a él, al que da, no recordar el favor: pero le corresponde a ella, la que recibe, no valorar tanto el regalo sino el alma del dadivoso». Tosí para disimular la risa de satisfacción una vez hube descifrado la traducción.
—¿Majestad? —tartamudeó Vilém en inglés, con un marcado acento.
—Regalo. Del emperador. —Isabel señaló imperiosamente el collar de cruces esmaltadas que llevaba puesto sobre los delgados hombros. El dragón le colgaba más abajo a Su Majestad que a mí. Esta suspiró con exagerada exasperación—. Decidle lo que he dicho en su propio idioma, señor Roydon. No tengo paciencia para dar lecciones de latín. ¿Es que el emperador no educa a sus sirvientes?
—Su excelencia sabe latín, Majestad. El embajador Slavata asistió a la Universidad de Wittenberg y continuó estudiando Derecho en Basilea, si la memoria no me falla. No es el idioma lo que lo confunde, sino vuestro mensaje.
—Entonces vamos a ser meridianamente claros para que tanto él como su señor lo reciban. Y no por mi propio bien—dijo Isabel, misteriosamente—. Proceded.
Encogiéndose de hombros, Matthew repitió el mensaje de Su Majestad en la lengua materna de Slavata.
—He entendido lo que ha dicho —respondió Slavata, aturdido—, pero ¿qué quiere decir?
—Estáis confuso —señaló Matthew comprensivamente en checo—. Es habitual entre los nuevos embajadores. No os preocupéis por eso. Decidle a la reina que es un placer para Rodolfo haberle regalado esa joya. Así podremos cenar.
—¿Podríais decírselo vos por mí? —Slavata parecía totalmente un pez fuera del agua.
—Espero que no hayáis causado otro malentendido entre el emperador Rodolfo y yo, señor Roydon —dijo Isabel, visiblemente irritada porque entre los siete idiomas que dominaba no se encontrara el checo.
—Su excelencia informa de que el emperador le desea a Vuestra Majestad salud y felicidad. Y el embajador Slavata está encantado de que el collar esté donde debe estar y no se haya perdido, como el emperador temía.
Matthew miró a su señora con benevolencia. Ella se dispuso a decir algo, pero cerró la boca de golpe y dirigió la mirada hacia él. Slavata, ansioso por aprender, quería saber cómo se las había arreglado Matthew para hacer callar a la reina de Inglaterra. Cuando el embajador hizo un gesto para animar a Matthew a traducir, Cecil se encargó del muchacho.
—Maravillosas noticias, excelencia. Creo que ya habéis tenido suficientes lecciones por hoy. Vamos, acompáñeme a cenar —dijo Cecil, conduciéndolo a una mesa cercana. La reina, eclipsada tanto por su espía como por su consejero jefe, se aclaró la garganta mientras subía los tres bajos escalones del estrado ayudada por Bess Throckmorton y Raleigh.
—¿Y ahora, qué? —susurré. El espectáculo había finalizado y los ocupantes de la sala mostraban signos de impaciencia.
—Desearía seguir hablando con vos, señor Roydon —gritó Isabel, mientras le colocaban los cojines a su agrado—. No os vayáis muy lejos.
—Pierre estará ahí al lado, en la sala de audiencias. Te conducirá hasta mis aposentos, donde hay una cama y podrás disfrutar de algo de paz y tranquilidad. Allí podrás descansar hasta que Su Majestad me libere. No debería llevar mucho tiempo. Solo quiere un informe completo sobre Kelley.
Matthew se llevó mi mano a los labios y la besó ceremoniosamente.
Conociendo la afición de Isabel por los miembros varones de su séquito, bien podrían ser horas.
Aunque estaba preparada para el griterío de la sala de audiencias, este me golpeó y me hizo dar un paso atrás. Los cortesanos que no eran suficientemente importantes para garantizarse la cena en la cámara privada me empujaban al pasar, deseando llegar hasta su propia cena antes de que se acabara la comida. El estómago me dio un vuelco al oler el venado asado. Nunca me acostumbraría a él, y al bebé tampoco le gustaba.
Pierre y Annie estaban de pie al lado de la pared con el resto de los sirvientes. Ambos parecieron aliviados cuando aparecí.
—¿Dónde está milord? —preguntó Pierre, mientras me sacaba de la aglomeración de cuerpos.
—Esperando a la reina —dije—. Estoy demasiado cansada para permanecer despierta… o para comer. ¿Podrías llevarme al cuarto de Matthew?
Pierre miró preocupado la entrada de la cámara privada.
—Por supuesto.
—Yo conozco el camino, señora Roydon —dijo Annie. Recién llegada de Praga y tras haber hecho bastantes progresos en su segunda visita a la corte de Isabel, Annie estaba adoptando una actitud de estudiada despreocupación.
—Le mostré el cuarto de milord cuando os llevaron a ver a Su Majestad —me aseguró Pierre—. Está bajando las escaleras, bajo los aposentos destinados en su día a la esposa del rey.
—Y ahora utilizados por los favoritos de la reina, supongo —añadí entre dientes. Sin duda allí era donde Walter dormía… o no dormía, según fuera el caso—. Espera aquí a Matthew, Pierre. Annie y yo encontraremos el camino.
—Gracias, madame —dijo Pierre, mirándome agradecido—. No me gusta dejarlo demasiado tiempo con la reina.
Los miembros del servicio de la reina estaban concentrados en la cena en los alrededores menos espléndidos de la sala de la guardia. Nos miraron con frívola curiosidad a Annie y a mí cuando pasamos por allí.
—Debe de haber un camino más directo —dije, mientras me mordía el labio y bajaba la vista hacia el largo tramo de escaleras. El salón principal debía de estar aún más lleno.
—Lo siento, señora, pero no lo hay —dijo Annie, disculpándose.
—Enfrentémonos a la multitud, entonces —dije con un suspiro.
El salón principal estaba abarrotado de personas que requerían la atención de la reina. Un susurro de emoción me dio la bienvenida al ver que llegaba de los aposentos reales, pero a este le siguieron murmullos de decepción cuando se demostró que no era nadie trascendente. Después de lo de la corte de Rodolfo estaba más acostumbrada a ser objeto de atención, pero todavía me resultó incómodo sentir los pesados vistazos de los humanos, unos cuantos pellizcos de los daimones y la cosquilleante mirada de una bruja solitaria. Cuando la fría mirada de un vampiro se posó en mi espalda, sin embargo, me volví alarmada.
—¿Señora? —inquirió Annie.
Mis ojos escrutaron a la multitud, pero no fui capaz de localizar la fuente.
—No pasa nada, Annie —murmuré, incómoda—. Solo es la imaginación, que me juega malas pasadas.
—Necesitáis descansar —me amonestó. Me recordó mucho a Susanna.
Pero no me esperaba ningún descanso en los espaciosos aposentos de Matthew situados en la planta baja, que tenían vistas a los jardines privados de la reina. En lugar de ello, me topé con el principal dramaturgo de Inglaterra. Envié a Annie a sacar a Jack de cualquiera que fuera el lío en que se hubiera metido y me armé de valor para enfrentarme a Christopher Marlowe.
—Hola, Kit —dije. El daimón levantó la vista de la mesa de Matthew. Había varias hojas llenas de versos esparcidas a su alrededor—. ¿Te han dejado solo?
—Walter y Henry están cenando con la reina. ¿Por qué no estáis con ellos?
Kit estaba pálido, delgado y abstraído. Se levantó y empezó a reunir los papeles, mientras dirigía ansiosas miradas a la puerta como si esperase que alguien entrara y nos interrumpiera.
—Estoy demasiado cansada —expliqué, antes de bostezar—. Pero no es preciso que te vayas. Quédate a esperar a Matthew. Se alegrará de verte. ¿Qué estás escribiendo?
—Un poema.
Tras aquella brusca respuesta, Kit se sentó. Algo iba mal. El daimón parecía realmente nervioso.
En el tapiz que había en la pared detrás de él se veía una doncella de cabellos dorados en lo alto de una torre que tenía vistas al mar. Sostenía un farol y oteaba el horizonte. «Eso lo explica todo».
—Estás escribiendo sobre Hero y Leandro.
Aquello no fue una pregunta. Kit probablemente había estado suspirando por Matthew y trabajando en el épico poema de amor desde que habíamos embarcado en Gravesend, en enero. No respondió.
Al cabo de unos instantes, recité los versos de mayor relevancia.
Juraban que era una doncella de varón ataviada, pues poseía lo que un hombre en una mujer deseaba: mejillas alegres y gratas, ojos llenos de viveza, una frente donde el amor alimentaba a la realeza. Y aunque sabido es que sois un hombre, ratifico lo afirmado: que para el juego amoroso, Leandro, vos habéis sido creado. ¿Por qué no osáis amar a nadie, cuando todos os adoran?
Kit estalló desde el asiento donde se encontraba.
—¿Qué treta de bruja es esa? Sabéis lo que estoy haciendo al tiempo que lo hago.
—No es ninguna treta, Kit. ¿Quién iba a entender cómo te sientes mejor que yo? —dije con tacto.
Kit pareció recobrar el control, aunque le temblaban las manos cuando se levantó.
—Debo irme. Tengo una cita en el patio de las justas. Dicen que habrá un festejo especial el mes que viene, antes de que la reina emprenda los viajes veraniegos. Me han pedido que asista.
Cada año, Isabel recorría el país con una caravana de miembros del séquito y cortesanos para vivir a costa de los nobles y dejar a su paso enormes deudas y despensas vacías.
—Me aseguraré de decirle a Matthew que has estado aquí. Sentirá no haberte visto.
Un refulgente brillo hizo acto de presencia en los ojos de Marlowe.
—Tal vez os gustaría acompañarme, señora Roydon. Hace un día agradable y todavía no habéis visto Greenwich.
—Gracias, Kit —repliqué, sorprendida por aquel repentino cambio de humor. Aunque, después de todo, era un daimón. Y fantaseaba con Matthew. Aunque tenía intención de descansar y los acercamientos de Kit resultaban forzados, debía hacer un esfuerzo por el bien de la armonía—. ¿Queda lejos? Estoy un poco cansada después del viaje.
—En absoluto —me aseguró Kit, haciendo una reverencia—. Después de vos.
El patio de justas de Greenwich recordaba a un grandioso estadio de atletismo con sectores acordonados para los atletas, zona para los espectadores y equipamiento esparcido por doquier. Dos juegos de barricadas recorrían el centro de la compacta superficie.
—¿Es ahí donde tienen lugar las justas?
Podía imaginar el sonido de los cascos al chocar contra la tierra, mientras los caballeros se dirigían con premura el uno hacia el otro, con las lanzas en ángulo sobre los cuellos de las monturas para poder golpear el escudo de su oponente y derribarlo.
—Sí. ¿Os gustaría verlo más de cerca? —preguntó Kit.
El lugar estaba desierto. Había lanzas clavadas en el suelo, aquí y allá. Vi algo que se parecía de forma alarmante a un patíbulo, con un poste erguido y un largo brazo. En lugar de un cadáver, sin embargo, era un saco de arena lo que se tambaleaba colgado de él. Había sido atravesado y la arena se escapaba de él en un fino torrente.
—Es una quintana —explicó Marlowe, señalando hacia el artilugio—. Los jinetes apuntan con las lanzas al saco de arena.
Extendió la mano hacia arriba y le dio un empujón al brazo para enseñármelo. Este giró en redondo y proporcionó un objetivo en movimiento para perfeccionar la habilidad de los caballeros. Marlowe escrutó el patio de justas.
—¿Está aquí el hombre con el que te vas a reunir?
Yo también miré en derredor. Pero la única persona que alcancé a ver fue a una mujer alta, de cabello oscuro y con un fastuoso vestido rojo. Se encontraba lejos, en la distancia, sin duda disfrutando de una cita romántica antes de la cena.
—¿Habéis visto la otra quintana?
Kit señaló en dirección opuesta, donde un maniquí hecho de paja y áspera arpillera estaba atado a un poste. Aquello también se asemejaba más a un sistema de ejecución que a maquinaria deportiva.
Noté una mirada fría y firme. Antes de que pudiera darme la vuelta, un vampiro me agarró con unos brazos que poseían aquel familiar tacto que hacía que parecieran más de acero que de carne y hueso. Sin embargo, no eran los brazos de Matthew.
—Vaya, es todavía más deliciosa de lo que esperaba —dijo una mujer, mientras su gélido aliento serpenteaba alrededor de mi cuello.
«Rosas. Angalia». Reconocí los olores y traté de recordar dónde había olido antes aquella combinación.
«En Sept-Tours. En la habitación de Louisa de Clermont».
—Tiene algo en la sangre que resulta irresistible a los wearhs —dijo Kit bruscamente—. No entiendo lo que es, pero hasta parece haber subyugado al padre Hubbard.
Unos ásperos dientes me arañaron el cuello, aunque no rompieron la piel.
—Será divertido jugar con ella.
—Nuestro plan era matarla —se quejó Kit. Ahora que Louisa estaba allí, todavía temblaba más y estaba más inquieto. Yo me quedé en silencio, intentando desesperadamente imaginar de qué juego hablaban—. Luego todo volverá a ser como antes.
—Paciencia. —Louisa absorbió mi olor—. ¿Puedes oler su miedo? Siempre me agudiza el apetito.
Kit se acercó unos centímetros, fascinado.
—Pero si estás pálido, Christopher. ¿Necesitas más medicina? —preguntó Louisa, mientras me agarraba de otra forma para poder meter la mano en la faltriquera. Le tendió a Kit una pegajosa píldora marrón. Él la aceptó de buen grado y se metió la bola en la boca—. Son milagrosas, ¿verdad? Los sangre caliente alemanes las llaman «piedras de la inmortalidad», porque los ingredientes logran que incluso los humanos más lastimeros se sientan como dioses. Y te han hecho sentirte fuerte de nuevo.
—Es la bruja quien me debilita, al igual que debilitó a vuestro hermano.
Los ojos de Kit se volvieron vidriosos y su aliento adquirió un nauseabundo olor dulce. «Opiáceos». No me extrañaba que se comportara de una forma tan rara.
—¿Es eso cierto, bruja? Kit dice que habéis amarrado a mi hermano en contra de su voluntad.
Louisa me dio la vuelta. Su hermoso rostro era la personificación de las pesadillas vampíricas de cualquier sangre caliente: piel pálida como la porcelana, cabello moreno y ojos oscuros tan empañados de opio como los de Kit. Exhalaba maldad y sus labios rojos perfectamente dibujados no solo eran sensuales, sino crueles. Era aquella una criatura capaz de dar caza y asesinar sin una pizca de remordimiento.
—Yo no amarré a vuestro hermano. Lo elegí. Y él me eligió a mí, Louisa.
—¿Sabes quién soy?
Louisa alzó sus oscuras cejas.
—Matthew no tiene secretos para mí. Nos hemos apareado. Y también somos marido y mujer. Vuestro padre presidió nuestro matrimonio. —«Gracias, Philippe».
—¡Mentirosa! —exclamó Louisa. Sus pupilas engulleron el iris a medida que perdía el control. No tendría que enfrentarme únicamente a las drogas, sino también a la rabia de sangre.
—No creáis nada de lo que os diga —le advirtió Kit, antes de sacar una daga del jubón y agarrarme del pelo. Grité de dolor mientras me echaba la cabeza hacia atrás. Kit me rodeó el ojo derecho con la daga—. Le voy a arrancar los ojos para que ya no pueda usarlos con el fin de hacer encantamientos o para ver mi destino. Sabe cuándo voy a morir. Estoy seguro. Sin su visión de bruja, no podrá controlarnos. Y tampoco a Matthew.
—La bruja no se merece una muerte tan rápida —dijo Louisa con vehemencia.
Kit presionó el punto de carne que estaba justo bajo el hueso de la frente y una gota de sangre me rodó por la mejilla.
—Eso no fue lo que acordamos, Louisa. Para romper el conjuro, necesito sus ojos. Luego la quiero bien muerta. Mientras la bruja viva, Matthew no la olvidará.
—Shh, Christopher. ¿Acaso no te amo? ¿Acaso no somos aliados?
Louisa agarró a Kit y lo besó intensamente. Luego recorrió su mandíbula con la boca y descendió hacia donde la sangre le latía en las venas. Acarició la piel con los labios y vi la mancha de sangre que acompañó al movimiento. Kit inspiró de forma entrecortada y cerró los ojos.
Louisa bebió con avidez del cuello del daimón. Mientras lo hacía, permanecimos en un apretado nudo, encerrados juntos en los fuertes brazos de la vampira. Intenté liberarme, pero no hizo más que agarrarme con más fuerza mientras proyectaba los dientes y los labios hacia Kit.
—Mi dulce Christopher —murmuró después de beber hasta saciarse, mientras lamía la herida. La marca que Kit presentaba en el cuello era plateada y tersa, como la cicatriz que yo tenía en el pecho. Louisa debía de haberse alimentado de él antes—. Puedo saborear la inmortalidad de tu sangre y ver las hermosas palabras que danzan en tus pensamientos. Matthew es un necio al no querer compartirlas contigo.
—Solo quiere a la bruja —dijo Kit, mientras se tocaba el cuello imaginándose que había sido Matthew, y no su hermana, el que había bebido de sus venas—. La quiero muerta.
—Y yo —le aseguró Louisa, volviendo sus insondables ojos negros hacia mí—. Así que competiremos por ella. El que gane puede hacer lo que desee para obligarla a expiar los males que le ha hecho a mi hermano. ¿Estás de acuerdo, mi querido niño?
Los dos estaban colocadísimos, ahora que Louisa había compartido la sangre cargada de opiáceos de Kit. Empecé a entrar en pánico, hasta que recordé las instrucciones que Philippe me había dado en Sept-Tours.
«Piensa. Sobrevive».
Luego me acordé del bebé y el pánico regresó. No podía poner en peligro a nuestro hijo.
Kit asintió.
—Haré lo que sea para que Matthew vuelva a tenerme en cuenta.
—Lo suponía —replicó Louisa. Luego sonrió y volvió a besarlo intensamente—. ¿Elegimos los colores?