Capítulo
33

Peter Knox esquivó los charcos del patio del monasterio de Strahov de Praga. Estaba realizando su circuito anual de primavera por las bibliotecas de Europa Central y del Este. Cuando los turistas y los eruditos se encontraban en el momento de menor actividad, Knox iba de un antiguo depósito a otro para asegurarse de que no había aparecido nada perjudicial en los últimos doce meses que pudiera causar problemas a la Congregación o a él. En cada biblioteca tenía un informador de confianza, un miembro de la plantilla de nivel suficientemente alto para tener libre acceso a los libros y manuscritos, pero no tanto como para que más tarde le pudieran pedir que tomara una postura de principios en contra de los tesoros de la biblioteca simplemente… desapareciendo.

Knox había estado llevando a cabo visitas regulares como aquella desde que había finalizado el doctorado y se había puesto a trabajar para la Congregación. Muchas eran las cosas que habían cambiado desde la II Guerra Mundial, y la estructura administrativa de la Congregación se había adaptado a los tiempos. Con la revolución del transporte en el siglo XIX, los trenes y las carreteras permitieron un nuevo estilo de gerencia en la que cada especie vigilaba a los suyos en lugar de supervisar un área geográfica. Aquello implicaba muchos viajes y escribir muchas cartas, ambas cosas posibles en la era del vapor. Philippe de Clermont había jugado un papel decisivo a la hora de modernizar las operaciones de la Congregación, aunque Knox hacía tiempo que sospechaba que lo hacía más por proteger los secretos de los vampiros que por fomentar el progreso.

Pero entonces las guerras mundiales desbarataron las comunicaciones y las redes de transporte, y la Congregación volvió a las viejas costumbres. Era más sensato dividir el globo en porciones que cruzarlo para seguir a un individuo en concreto acusado de mal comportamiento. Nadie habría osado sugerir un cambio tan radical cuando Philippe estaba vivo. Por suerte, el antiguo cabecilla de la familia De Clermont ya no se encontraba allí para oponerse. Internet y el correo electrónico amenazaban con hacer que tales viajes se volvieran innecesarios, pero a Knox le gustaba la tradición.

El topo de Knox en la biblioteca de Strahov era un hombre de mediana edad llamado Pavel Skovajsa. Todo en él era marrón, como el papel de estraza, y llevaba unas gafas de la época comunista que se negaba a cambiar, aunque no estaba muy claro si su renuencia se debía a razones históricas o sentimentales. Normalmente, los dos hombres se encontraban en la fábrica de cerveza del monasterio, donde había unos brillantes tanques de cobre y servían una excelente cerveza ambarina bautizada en honor a San Norberto, cuyos restos mortales descansaban en las proximidades.

Pero ese año, Skovajsa sí había encontrado algo.

—Es una carta. En hebreo —le había susurrado Skovajsa a través de la línea telefónica. No se fiaba de las nuevas tecnologías, no tenía teléfono móvil y detestaba los correos electrónicos. Por eso trabajaba en el departamento de conservación, donde su idiosincrásica visión del conocimiento no ralentizaría el firme avance de la biblioteca hacia la modernidad.

—¿Por qué susurras, Pavel? —le había preguntado Knox, irritado. El único problema de Skovajsa era que le gustaba considerarse un espía salido del hielo de la Guerra Fría. Y, por lo tanto, era un poco paranoico.

—Porque he despedazado un libro para conseguirla. Alguien la había escondido bajo las guardas de un ejemplar de De arte cabalistica, de Johannes Reuchlin —explicó Skovajsa, cada vez más emocionado. Knox miró el reloj. Era tan temprano que aún no se había tomado el café—. Tienes que venir de inmediato. Habla de la alquimia y de ese inglés que trabajó para Rodolfo II. Puede que sea importante.

Knox tomó el siguiente vuelo que salía de Berlín. Y ahora Skovajsa lo había secuestrado y se lo había llevado a una lúgubre sala en el sótano de la biblioteca, iluminada por una única bombilla desnuda.

—¿No hay un sitio más cómodo para hacer negocios? —dijo Knox, mirando la mesa de metal (también de la época comunista) con recelo—. ¿Eso es estofado húngaro? —preguntó, señalando una olla pegajosa que había sobre la superficie.

—Las paredes oyen y los suelos ven —dijo Skovajsa, limpiando el sitio con el dobladillo de su jersey marrón—. Aquí estamos más seguros. Siéntate. Deja que te traiga la carta.

—Y el libro —dijo Knox, bruscamente. Skovajsa se volvió, sorprendido por el tono.

—Sí, claro. El libro también.

—Ese no es Sobre el arte de la cábala —dijo Knox cuando Skovajsa regresó, irritándose más a cada momento que pasaba. El libro de Johannes Reuchlin era fino y elegante. Aquella monstruosidad debía de tener casi ochocientas páginas. Cuando golpeó la mesa, el impacto hizo temblar la parte de arriba y las patas metálicas de esta.

—No exactamente —dijo Skovajsa, a la defensiva—. Es De arcanis catholicae veritatis, de Galatino. Pero el Reuchlin está dentro.

El enfoque arrogante de los detalles bibliográficos precisos era una de las pesadillas de Knox.

—En la primera página hay inscripciones en hebreo, en latín y en francés —dijo Skovajsa mientras levantaba la cubierta. Como no había nada que sujetara el lomo del libro del grueso ejemplar, a Knox no le sorprendió oír un siniestro crujido. Miró a Skovajsa, alarmado—. No te preocupes —lo tranquilizó el conservacionista—, no está catalogado. Lo descubrí simplemente porque se encontraba en una estantería al lado de otra copia que teníamos que sacar para volver a coser. Probablemente llegó aquí por error cuando se volvieron a traer los libros en 1989.

Knox examinó diligentemente la primera página y sus inscripciones.

Génesis 49:27

Beniamin lupus rapax mane comedet praedam et vespere dividet spolia.

Benjamin est un loup qui déchire; au matin il dévore la proie, et le soir il partage le butin.

—Se trata de un veterano, ¿no es así? Y está claro que el dueño tenía una buena educación —dijo Skovajsa.

—«Benjamin es un lobo rapaz: por la mañana devora la presa y por la noche reparte los despojos» —musitó Knox. No tenía ni idea de dónde estaba la relación entre aquellos versos con De Arcanis. La obra de Galatino contribuyó con un único disparo a la guerra de la Iglesia católica contra el misticismo judío, la misma guerra que había llevado a la quema de libros, a los procesos inquisitoriales y a las cazas de brujas en el siglo XVI. La posición de Galatino sobre dichos asuntos se revelaba a través del título: Acerca de los secretos de la verdad universal. En un fugaz instante de acrobacia intelectual, Galatino alegaba que los judíos se habían anticipado a las doctrinas cristianas y que el estudio de la cábala podría ayudar a los católicos a convertir a los judíos a la verdadera fe.

—Puede que el dueño se llamara Benjamin —sugirió Skovajsa, antes de mirar hacia atrás y pasarle un archivo a Knox. Este se alegró al ver que no llevaba impresas las palabras TOP SECRET en letras rojas—. Y aquí está la carta. Yo no hablo hebreo, pero el nombre Edwardus Kellaeus y el término «alquimia» (alchymia) están en latín.

Knox pasó la página. Estaba soñando. Tenía que estarlo. La carta databa del segundo día de Elul de 5369, el 1 de septiembre de 1609 en el calendario cristiano. Y estaba firmada por Yehuda ben Bezales, un hombre más conocido como el rabino Judah Loew.

—Sabes hebreo, ¿no? —preguntó Skovajsa.

—Sí. —Esa vez fue Knox el que susurró—. Sí —repitió con más fuerza. Luego se quedó mirando la carta.

—¿Y bien? —preguntó Skovajsa cuando hubo transcurrido casi un minuto de silencio—. ¿Qué dice?

—Al parecer, un judío de Praga conoció a Edward Kelley y le estaba escribiendo a un amigo para contárselo —dijo Knox. Aquello era verdad… en cierto modo—. «Te deseo larga vida y paz, Benjamin, hijo de Gabriel, querido amigo», escribió el rabino Loew.

He recibido tu carta procedente de mi ciudad natal con gran alborozo. Poznan es un lugar mejor para ti que Hungría, donde nada te aguarda, salvo miseria. Aunque ya soy un anciano, tu misiva me ha vuelto a traer a la memoria con claridad los extraños sucesos acaecidos en la primavera de 5351, cuando Edwardus Kellaeus, estudiante de alquimia y favorito del emperador, acudió a mí. Despotricaba sobre un hombre al que había matado y sobre que los guardias del emperador pronto lo detendrían por asesinato y traición. Presagió su propia muerte, gritando: «Caeré como los ángeles en el infierno». También habló de ese libro que tú buscas y que le fue sustraído al emperador Rodolfo, como bien sabes. Kellaeus en ocasiones lo llamaba el Libro de la creación y a veces el Libro de la vida. Kellaeus lloraba y decía que el fin del mundo ya estaba aquí. No dejaba de repetir augurios del tipo «Empieza con la ausencia y el deseo», «Empieza con sangre y miedo», «Empieza con el descubrimiento de las brujas», y cosas así.

En su locura, Kellaeus había arrancado tres páginas del Libro de la vida, incluso antes de que se lo arrebataran al emperador. Una de las hojas me la entregó a mí. Kellaeus no me dijo a quién había entregado las otras páginas, y no dejaba de hablar en clave sobre el ángel de la muerte y el ángel de la vida. Desgraciadamente, desconozco el paradero actual de dicho libro. Esa hoja ya no obra en mi poder, pues se la entregué a Abraham ben Elijah para que la guardara en un lugar seguro. Este murió a causa de la peste y puede que la página se haya perdido para siempre. El único que podría ser capaz de arrojar luz sobre el misterio es tu hacedor. Que tu interés en curar ese libro roto se haga extensivo a curar tu linaje roto para que puedas encontrar la paz con el padre que te dio la vida y el aliento. El Señor guarde tu espíritu, de tu amigo, que te quiere, Yehuda de la ciudad santa de Praga, hijo de Bezalel, 2 del mes Elul de 5369.

—¿Eso es todo? —dijo Skovajsa tras otra larga pausa—. ¿Solo habla de un encuentro?

—Básicamente, sí —respondió Knox. Luego hizo unos cálculos rápidos en la parte trasera del archivo. Loew había muerto en 1609. Kelley lo había visitado dieciocho años antes. Primavera de 1591. Metió la mano en el bolsillo para coger el teléfono y miró la pantalla, contrariado—. ¿Aquí no hay cobertura?

—Estamos bajo tierra —dijo Skovajsa encogiéndose de hombros mientras señalaba las anchas paredes—. ¿Entonces he hecho bien al informarte de esto? —preguntó y se humedeció los labios, expectante.

—Has hecho bien, Pavel. Me quedaré con la carta. Y con el libro. —Eran los únicos objetos que Knox se había llevado jamás de la biblioteca de Strahov.

—Vale. Creí que merecía la pena, por la mención de la alquimia.

Pavel sonrió.

Lo que sucedió a continuación fue lamentable. Skovajsa tuvo la mala fortuna, tras años de búsqueda infructuosa, de encontrar algo precioso para Knox. Con unas cuantas palabras y un pequeño gesto, Knox se aseguró de que Pavel nunca pudiera compartir lo que había visto con ninguna otra criatura. Por cuestiones sentimentales y éticas, Knox no lo mató. Aquella habría sido la reacción de un vampiro, como bien sabía tras encontrar a Gillian Chamberlain empotrada contra la puerta de su habitación en el hotel Randolph el pasado otoño. Pero, como era un brujo, se había limitado a liberar el coágulo que ya acechaba en el muslo de Skovajsa, para permitir que viajara hasta su cerebro. Una vez allí, ocasionaría un derrame cerebral mortal. Pasarían horas hasta que alguien lo encontrara y sería demasiado tarde para hacer nada.

Knox regresó al coche de alquiler con el libro de proporciones bíblicas y con la carta a buen recaudo, debajo del brazo. Cuando estuvo lo suficientemente lejos del complejo de Strahov, se detuvo a un lado de la carretera y sacó la carta con manos temblorosas.

Todo lo que la Congregación sabía sobre el misterioso libro de los orígenes —el Ashmole 782— se basaba en fragmentos como aquel. Cada nuevo descubrimiento aumentaba considerablemente sus conocimientos. Y aquella carta contenía algo más que una breve descripción del libro y algunas pistas veladas sobre su importancia. Había nombres y fechas, y la asombrosa revelación de que al libro que Diana Bishop había visto en Oxford le faltaban tres páginas.

Knox le echó otro vistazo a la carta. Quería saber más, extraer de ella cualquier rastro potencialmente útil de información. Esa vez destacaron ciertas palabras y frases: «tu linaje roto», «el padre que te dio la vida y el aliento», «tu hacedor». Tras la primera lectura, Knox había dado por hecho que Loew estaba hablando de Dios. Pero, tras la segunda, llegó a una conclusión muy diferente. Knox cogió el teléfono y pulsó un único número.

Oui.

—¿Quién es Benjamin ben Gabriel? —preguntó Knox.

Hubo un momento de completo silencio.

—Hola, Peter —dijo Gerbert de Aurillac. La mano libre de Knox se cerró en un puño al oír la insulsa respuesta. Aquello era muy típico de los vampiros de la Congregación. Hablaban de honestidad y cooperación, pero llevaban vivos un tiempo excesivo y sabían demasiado. Además, como a todos los depredadores, no les entusiasmaba compartir sus botines.

—«Benjamin es un lobo rapaz». Sé que Benjamin ben Gabriel es un vampiro. ¿Quién es?

—Nadie relevante.

—¿Sabes qué pasó en Praga en 1591? —le preguntó Knox con firmeza.

—Gran cantidad de cosas. No esperarás que te enumere todos los acontecimientos, como si fueras un profesor de Historia de instituto.

Knox notó un débil temblor en la voz de Gerbert, algo que solo una persona que conociera a aquel hombre habría percibido. Gerbert, el venerable vampiro que nunca se quedaba sin palabras, estaba nervioso.

—El ayudante del doctor Dee, Edward Kelley, estuvo en la ciudad en 1591.

—Ya hemos hablado de esto antes. Es verdad, la Congregación creyó en su momento que el Ashmole 782 podría haber estado en la biblioteca de Dee. Pero me reuní con Edward Kelley en Praga, cuando esas sospechas empezaban a surgir en la primavera de 1586. El doctor Dee tenía un libro lleno de ilustraciones, pero no era el nuestro. Desde entonces, habíamos seguido el rastro de todos los ejemplares de la biblioteca de Dee, solo para asegurarnos. Elias Ashmole no se hizo con el manuscrito por medio de Dee ni de Kelley.

—Estás equivocado. Kelley tenía el libro en mayo de 1591 —le aseguró Knox, antes de hacer una pausa—. Y se deshizo de él. Al libro que Diana Bishop vio en Oxford le faltaban tres páginas.

—¿Qué es lo que sabes, Peter? —preguntó Gerbert con aspereza.

—¿Qué es lo que sabes tú, Gerbert?

A Knox no le caía bien el vampiro, pero habían sido aliados durante años. Ambos entendían que un cambio cataclísmico se aproximaba a su mundo. Tras este, habría ganadores y perdedores. Ninguno de los dos tenía intención alguna de estar en el lado perdedor.

—Benjamin ben Gabriel es hijo de Matthew de Clairmont —dijo Gerbert a regañadientes.

—¿Su hijo? —repitió Knox, aturdido. Benjamin de Clermont no estaba en ninguna de las elaboradas genealogías vampíricas que guardaba la Congregación.

—Sí. Pero Benjamin renegó de su estirpe. No es algo que un vampiro haga a la ligera, dado que el resto de la familia podría matarlo para proteger sus secretos. Matthew prohibió a los De Clermont que acabaran con la vida de su hijo. Y nadie ha vuelto a ver a Benjamin desde el siglo XIX, cuando desapareció en Jerusalén.

A Knox se le cayó el mundo encima. No podían permitir que Matthew de Clairmont tuviera el Ashmole 782. No si este contenía los conocimientos populares más apreciados de las brujas.

—Bueno, pues vamos a tener que encontrarlo —dijo Knox con seriedad— porque, según esta carta, Edward Kelley dispersó las tres páginas. Una se la entregó al rabino Loew, que se la dio a su vez a alguien llamado Abraham ben Elijah de Chem.

—Abraham ben Elijah fue en su momento un brujo muy poderoso. ¿Vosotras, criaturas, no sabéis nada de vuestra propia historia?

—Sabemos que no debemos confiar en los vampiros. Siempre he rechazado ese prejuicio porque me parecía histrionismo, no historia, pero ahora no estoy tan seguro —dijo Knox, y se quedó callado—. Loew le dijo a Benjamin que le pidiera ayuda a su padre. Sabía que De Clermont ocultaba algo. Tenemos que encontrar a Benjamin de Clermont y hacer que nos diga lo que él y su padre saben sobre el Ashmole 782.

—Benjamin de Clermont es un joven voluble. Estaba aquejado de la misma enfermedad que afectaba a la hermana de Matthew, Louisa —declaró la criatura. Los vampiros la llamaban rabia de sangre y la Congregación se preguntaba si aquella enfermedad no estaría relacionada de alguna manera con la nueva dolencia que afectaba a los vampiros, la que hacía que murieran tantos seres de sangre caliente tras intentos fallidos de crear vampiros nuevos—. Si de verdad faltan tres hojas del Ashmole 782, las encontraremos sin su ayuda. Será mejor así.

—No. Es hora de que los vampiros revelen sus secretos.

Knox sabía que el éxito o el fracaso de sus planes podría depender perfectamente de aquella inestable rama del árbol genealógico de los De Clermont. Miró la carta una vez más. Loew dejaba claro que quería que Benjamin curase no solo el libro, sino también su relación con su familia. Matthew de Clairmont podría saber más sobre aquel asunto de lo que cualquiera de ellos sospechaba.

—Supongo que ahora querrás hacer un viaje en el tiempo hasta la Praga de la época de Rodolfo para buscar a Edward Kelley —gruñó Gerbert, intentando ahogar un suspiro de impaciencia. Los brujos podían ser muy impulsivos.

—Al contrario. Voy a ir a Sept-Tours.

Gerbert resopló. Asaltar el palacete de la familia De Clermont era una idea todavía más ridícula que la de volver al pasado.

—Por muy tentador que pueda ser, no es prudente. Baldwin hace la vista gorda solo por el distanciamiento que se produjo entre él y Matthew —dijo Gerbert. El único error de estrategia de Philippe, al menos que él recordara, había sido transferir los Caballeros de San Lázaro a Matthew, en lugar de al hijo mayor, que siempre había creído que tenía derecho al puesto—. Además, Benjamin ya no se considera un De Clermont… y los De Clermont ciertamente no creen que sea uno de ellos. El último lugar donde lo encontrarías sería en Sept-Tours.

—Por lo que sabemos, Matthew de Clermont ha estado en posesión de una de las páginas perdidas durante siglos. El libro no nos sirve de nada si está incompleto. Además, es hora de que ese vampiro pague por sus pecados, y también por los de su madre y su padre.

Entre los dos habían sido responsables de la muerte de miles de brujos. Que los vampiros se preocuparan de aplacar a Baldwin. Knox tenía la justicia de su lado.

—No olvides los pecados de su amante —dijo Gerbert, en tono despiadado—. Echo de menos a mi Juliette. Diana Bishop me debe una vida por la que me arrebató.

—¿Cuento con tu apoyo, entonces?

A Knox le daba igual que fuera así o que no lo fuera. Estaría liderando un grupo de asalto de brujos contra la fortaleza de los De Clermont antes de finales de semana, con o sin la ayuda de Gerbert.

—Así es —concordó Gerbert, con reticencia—. Se están reuniendo todos allí. Los brujos. Los vampiros. Incluso hay algún que otro daimón dentro. Se hacen llamar el «Conventículo». Marcus envió un mensaje a los vampiros de la Congregación exigiendo que se rompiera el pacto.

—Pero eso significaría…

—El fin de nuestro mundo —añadió Gerbert.