Capítulo
31

Esa noche marcó el verdadero comienzo de nuestro matrimonio. Matthew estaba más centrado de lo que jamás lo había visto. Atrás quedaron las ácidas recriminaciones, los repentinos cambios de dirección y las decisiones impulsivas que habían caracterizado el tiempo que llevábamos juntos hasta entonces. En lugar de ello, Matthew se volvió metódico, comedido…, aunque no menos letal. Se alimentaba con más regularidad, cazando en la ciudad y en los pueblos cercanos. A medida que sus músculos ganaban peso y fuerza, fui capaz de ver lo que Philippe ya había observado: por muy poco probable que pudiera parecer, dado su tamaño, su hijo se había ido consumiendo por la falta de una alimentación adecuada.

Yo tenía una luna plateada sobre el pecho que marcaba el lugar del que él bebía. No era diferente a cualquier otra cicatriz que tuviera en el cuerpo, tan solo le faltaba la áspera acumulación de tejido protector que se formaba sobre la mayoría de las heridas. Matthew me había dicho que aquello se debía a una de las propiedades de su saliva, que sellaba el mordisco sin dejar que se curara por completo.

El ritual de Matthew de beber la sangre de su pareja de una vena cercana al corazón y mi nuevo ritual del beso de la bruja, que me daba acceso a sus pensamientos, nos proporcionaron una mayor intimidad. No hacíamos el amor cada vez que se unía a mí en la cama, pero cuando lo hacíamos, siempre iba precedido y seguido de esos dos momentos abrasadores de honestidad absoluta que eliminaba no solo la principal preocupación de Matthew, sino también la mía: que nuestros secretos acabaran por destruirnos de alguna forma. E incluso cuando no hacíamos el amor, hablábamos de la forma abierta y serena que anhelan los amantes.

A la mañana siguiente, Matthew les habló a Gallowglass y a Pierre de Benjamin. La furia de Gallowglass fue menos duradera que el temor de Pierre, que emergía cada vez que alguien llamaba a la puerta o se me acercaba en el mercado. Los vampiros lo buscaron día y noche, y era Matthew quien planeaba las expediciones.

Pero Benjamin no aparecía. Simplemente, se había esfumado.

La Semana Santa vino y se fue, y los preparativos para el festival de primavera de Rodolfo del sábado siguiente estaban llegando a las etapas finales. El señor Hoefnagel y yo transformamos el salón principal del palacio en un floreciente jardín con tiestos de tulipanes. A mí me impresionaba el sitio, con aquellas elegantes bóvedas curvadas que soportaban el techo arqueado como las ramas de un sauce.

—Traeremos también los naranjos del emperador —dijo Hoefnagel, con los ojos brillantes de posibilidades—. Y los pavos reales.

El día de la actuación, los sirvientes llevaron todo candelabro que había de sobra en el palacio y en la catedral al reverberante espacio de piedra para crear la ilusión de un cielo nocturno estrellado y esparcieron juncos frescos por el suelo. Como escenario, usamos la base de las escaleras que conducían a la capilla real. Fue idea del señor Hoefnagel, dado que, de esa manera, yo podría aparecer en lo alto de las escaleras, como la luna, mientras Matthew trazaba mi cambiante posición con uno de los astrolabios del señor Habermel.

—¿No creéis que estamos siendo demasiado filosóficos? —me pregunté en voz alta, jugueteando con los dedos en los labios.

—Esta es la corte de Rodolfo II —dijo Hoefnagel con sequedad—. No existe el concepto de «demasiado filosófico».

Cuando los miembros de la corte se pusieron en fila para el banquete, se quedaron mudos de asombro al ver la escena que habíamos creado.

—Les gusta —le susurré a Matthew detrás de la cortina que nos ocultaba de la multitud. Nuestra grandiosa entrada estaba programada para el postre y permaneceríamos ocultos en la Escalera de los Caballeros, fuera del salón, hasta entonces. Matthew me había estado entreteniendo con historias de tiempos pasados, cuando había subido montado a caballo por los anchos escalones de piedra, para una justa. Cuando cuestioné la idoneidad de la sala para dicho fin en particular, enarcó una ceja, mirándome.

—¿Por qué crees que hicimos la habitación tan grande y el techo tan elevado? Los inviernos en Praga pueden ser condenadamente largos y los jóvenes aburridos y armados son peligrosos. Es muchísimo mejor dejar que corran el uno hacia el otro a gran velocidad que declarar la guerra a los reinos vecinos.

Con el vino corriendo a voluntad y el liberal reparto de la comida, el barullo de la sala pronto se hizo ensordecedor. Después de los postres, Matthew y yo nos situamos sigilosamente en nuestros puestos. El señor Hoefnagel había pintado algunas maravillosas escenas pastoriles para Matthew y le había asignado a regañadientes uno de los naranjos para que pudiera sentarse bajo este, en el taburete cubierto de fieltro que hacía las veces de roca. Yo esperaría a que me diera el pie y saldría de la capilla para quedarme tras una vieja puerta de madera puesta de canto y pintada de manera que emulase a una cuadriga.

—Ni se te ocurra hacerme reír —le advertí a Matthew cuando me besó en la mejilla para desearme suerte.

—Me encantan los desafíos —respondió él en un susurro.

Mientras el sonido de la música llenaba la habitación, los cortesanos se fueron callando poco a poco. Cuando la sala estuvo totalmente en silencio, Matthew alzó el astrolabio hacia los cielos y la mascarada comenzó.

Yo había decidido que lo mejor que se podía hacer con la producción era que implicara el mínimo de diálogo y el máximo de danza posible. En primer lugar, ¿quién quería sentarse tras una gran cena a escuchar los diálogos? Había asistido a suficientes eventos académicos como para saber que aquello no era una buena idea. El signor Pasetti enseñó encantado a algunas de las damas de la corte la «danza de las estrellas errantes», que le proporcionaría a Matthew algo celestial que observar mientras esperaba a que apareciera su amada luna. Al haberles dado a famosas bellezas de la corte un papel en el espectáculo e ir estas vestidas con trajes fabulosamente cubiertos de lentejuelas y joyas, la mascarada pronto adquirió el cariz de una obra de teatro escolar, con padres extasiados incluidos. Matthew ponía caras de agonía, como si no estuviera seguro de poder soportar el espectáculo un momento más.

Cuando el baile finalizó, los músicos anunciaron mi entrada con un redoble de tambores y un estruendo de trompetas. El señor Hoefnagel había improvisado una cortina sobre las puertas de la capilla, de manera que lo único que tenía que hacer era abrirme paso a través de ellas con el estilo de una diosa (sin clavar mi tocado de luna en la tela como había hecho en el ensayo) y mirar con nostalgia a Matthew, que estaba allá abajo. Él, Dios mediante, me observaría embelesado sin bizquear o sin mirarme de forma sugerente los pechos.

Me di un momento para entrar en el personaje, respiré hondo y atravesé con confianza las cortinas, intentando fluir y flotar como la luna.

La corte ahogó un grito, maravillada.

Complacida de haber hecho una entrada tan convincente, bajé la vista hacia Matthew. Tenía los ojos como platos.

«Oh, no». Busqué el suelo con un dedo del pie, pero, como sospechaba, ya me encontraba a unos cuantos centímetros por encima de él… y seguía subiendo. Extendí una mano para sujetarme al extremo de la cuadriga y vi que mi piel emitía un particular brillo perlado. Matthew levantó la cabeza en dirección a mi tiara y a la pequeña media luna plateada. Sin un espejo no tenía ni idea de lo que esta estaba haciendo, pero me temía lo peor.

—¡La diosa! —exclamó Rodolfo, al tiempo que se levantaba aplaudiendo—. ¡Maravilloso! ¡Un efecto maravilloso!

Los cortesanos se unieron a él, vacilantes. Algunos de ellos, antes de hacerlo, se santiguaron.

Con la atención de la sala centrada en mí, me llevé las manos al pecho y le hice ojitos a Matthew, que correspondió a mis miradas de admiración con una sonrisa, a pesar de todo. Me concentré en bajar al suelo para poder ir hasta el trono de Rodolfo. En su papel de Zeus, ocupaba la silla más esplendorosamente tallada que habíamos encontrado en los desvanes del palacio. Era increíblemente horrible, pero perfecta para la ocasión.

Por suerte, ya no brillaba tanto mientras me acercaba al emperador y el público había dejado de mirarme la cabeza como si fuera una bengala. Me agaché en una genuflexión.

—Bienvenida, mi diosa —bramó Rodolfo en lo que se suponía que debería ser un tono propio de los dioses, pero que dio lugar solamente a un clásico ejemplo de sobreactuación.

—Estoy enamorada del bello Endimión —dije, antes de levantarme y señalar hacia atrás, hacia la escalera, donde Matthew se había hundido en un esponjoso nido de colchones de plumas y fingía dormir. Yo misma había escrito los diálogos (Matthew sugería que dijera: «Si no accedéis a dejarme en paz, Endimión os cortará el cuello». Yo lo veté, junto con los extractos de Keats)—. Parece tan plácido. Y, aunque yo soy una diosa y nunca envejeceré, el hermoso Endimión pronto crecerá y morirá. Os suplico que lo hagáis inmortal para que pueda estar conmigo para siempre.

—¡Con una condición! —exclamó Rodolfo, abandonando toda pretensión de sonoridad en favor del volumen puro y duro—. Deberá dormir durante el resto de sus días, sin despertar jamás. Solo entonces seguirá siendo joven.

—Gracias, poderoso Zeus —dije, intentando no parecerme demasiado a un miembro de una compañía teatral cómica británica—. Ahora podré contemplar a mi amado eternamente.

Rodolfo frunció el ceño. Menos mal que no le habíamos garantizado que sería él quien daría el visto bueno al guion.

Me retiré a mi cuadriga y retrocedí lentamente de espaldas a través de las cortinas, mientras las damas de la corte realizaban el baile final. Cuando este llegó a su fin, Rodolfo capitaneó a los cortesanos en una ronda de ruidosos zapateos y aplausos que a punto estuvieron de echar el techo abajo. Lo que no hicieron fue despertar a Endimión.

—¡Levántate! —le susurré al pasar a su lado cuando me dirigía a agradecer al emperador la oportunidad que nos había brindado de entretener a su realeza. Lo único que recibí como respuesta fue un teatral ronquido.

Así que hice sola una reverencia delante de Rodolfo y pronuncié un discurso que elogiaba el astrolabio del señor Habermel, los decorados y los efectos especiales del señor Hoefnagel y la calidad de la música.

—Me he divertido enormemente, diosa mía: mucho más de lo esperado. Podéis pedirle a Zeus una recompensa —dijo Rodolfo, mientras recorría con la mirada mi hombro y descendía hacia la redondez de mis senos—. Lo que deseéis. Decidlo y será vuestro.

El ocioso parloteo de la sala se acalló. En el silencio, oí las palabras de Abraham: «El libro acudirá a vos, solo tendréis que pedirlo». ¿De verdad podía ser tan sencillo?

Endimión se revolvió en su esponjoso lecho. No quería que él interviniera, así que agité las manos a la espalda para animarlo a regresar a sus sueños. La corte contuvo el aliento, esperando a que yo nombrara algún prestigioso título, que pidiera tierras o una fortuna en oro.

—Me gustaría ver el libro de alquimia de Roger Bacon, Majestad.

—Tienes las pelotas cuadradas, tiíta —dijo Gallowglass en voz baja y con tono de admiración, de camino a casa—. Eso por no hablar de lo bien que se te dan las palabras.

—¿Por qué? Gracias —dije, complacida—. Por cierto, ¿qué le pasaba a mi cabeza durante la mascarada? La gente no dejaba de mirarla.

—Unas diminutas estrellas salieron de la luna y se esfumaron. Yo no me preocuparía. Parecía tan real que todo el mundo asumió que era una ilusión. La mayoría de los aristócratas de Rodolfo son humanos, al fin y al cabo.

La respuesta de Matthew fue más cautelosa.

—No cantes victoria todavía, mon coeur. Puede que a Rodolfo no le quede más remedio que acceder, dada la situación, pero todavía no ha sacado a la luz el manuscrito. Es un baile muy complicado el que estás ejecutando. Y puedes estar segura de que el emperador te pedirá algo a cambio de echarle un vistazo al libro.

—Entonces tendremos que irnos mucho antes de que le dé tiempo a insistir —dije.

Pero resultó que Matthew tenía razón al ser prudente. Había imaginado que él y yo seríamos invitados a ver el tesoro al día siguiente, en privado. Sin embargo, dicha invitación no llegó. Pasaron días antes de que recibiéramos una citación formal para cenar en palacio con algunos prometedores teólogos católicos. Después, prometía la nota, a un selecto grupo se le permitiría acceder a las estancias privadas de Rodolfo para admirar varios objetos de particular importancia mística y religiosa de las colecciones del emperador. Entre los invitados, había un tal Johannes Pistorius que había sido criado como luterano, se había convertido al calvinismo y estaba a punto de transformarse en sacerdote católico.

—Nos está tendiendo una trampa —dijo Matthew, mientras se pasaba los dedos adelante y atrás por el pelo—. Pistorius es un hombre peligroso y un adversario despiadado, además de brujo. Volverá dentro de diez años para ejercer de confesor de Rodolfo.

—¿Es verdad que lo están preparando para la Congregación? —preguntó Gallowglass con voz queda.

—Sí. Es el tipo de rufián intelectual que quieren los brujos como representante. Sin ofender, Diana. Es una época difícil para vosotros —reconoció.

—No me ofendo —aseguré gentilmente—. Pero él todavía no es miembro de la Congregación y tú sí. ¿Qué probabilidades hay de que quiera causar problemas contigo delante, si tiene tales aspiraciones?

—Extraordinarias. De no ser así, Rodolfo no le habría pedido que cenara con nosotros. El emperador está diseñando las líneas de combate y reuniendo sus tropas.

—¿Y por qué piensa pelearse, exactamente?

—Por el manuscrito… y por ti. Tampoco abandonará.

—Ya te he dicho que no estoy en venta. Ni soy ningún botín de guerra.

—No, pero para Rodolfo eres territorio no reclamado. Él es un archiduque austríaco, rey de Hungría, Croacia y Bohemia, marqués de Moravia y sacro emperador romano. Y, además, sobrino de Felipe de España. Los Habsburgo son una familia codiciosa y competitiva, y no se detendrán ante nada para conseguir lo que anhelan.

—Matthew no te mima lo suficiente, tiíta —dijo Gallowglass sombríamente cuando me dispuse a protestar—. Si fueras mi esposa, te habría sacado de Praga el día en que llegó el primer regalo.

Dado lo delicada que era la situación, Pierre y Gallowglass nos acompañaron al palacio. La comitiva, compuesta por tres vampiros y una bruja, causó los esperados murmullos de interés mientras nos dirigíamos hacia el salón principal que, en su momento, Matthew había ayudado a diseñar.

Rodolfo me sentó cerca de él y Gallowglass tomó posición detrás de mi silla, como un sirviente educado. Matthew estaba en el extremo opuesto de la mesa del banquete, con un atento Pierre. Para un espectador fortuito, Matthew se lo estaba pasando en grande entre un escandaloso grupo de damas y hombres jóvenes que se sentían deseosos de encontrar un modelo de conducta con más estilo que el del emperador. Galernas de carcajadas soplaban de vez en cuando hacia nosotros desde la corte rival de Matthew, lo que no contribuía a mejorar el ánimo taciturno de Su Majestad.

—¿Pero por qué se ha de derramar tanta sangre, padre Johannes? —se quejó Rodolfo al rollizo médico de mediana edad que estaba sentado a su izquierda. Todavía faltaban varios meses para la ordenación de Pistorius, pero, con el fervor típico de los conversos, no puso objeción alguna a su prematura elevación al sacerdocio.

—Porque la herejía y los no ortodoxos deben ser totalmente erradicados, Majestad. De no ser así, encontrarán un nuevo suelo en el que echar raíces.

Los ojos de pesados párpados de Pistorius se posaron sobre mí, con una mirada perspicaz. Mi tercer ojo de bruja se abrió, indignado por sus rudas tentativas de captar mi atención, lo cual resultó guardar un parecido sorprendente con el método de Champier para descubrir mis secretos. Estaban empezando a no gustarme los brujos con educación universitaria. Posé el cuchillo y le devolví la mirada. Él fue el primero en apartar la vista.

—Mi padre creía que la tolerancia era una política más inteligente —replicó Rodolfo—. Y vos habéis estudiado la sabiduría judía de la cábala. Hay hombres de Dios que lo considerarían herejía.

El buen oído de Matthew le permitía centrar la atención en mi conversación con la intensidad con que Sárka había perseguido al urogallo. Frunció el ceño.

—Mi esposo dice que sois médico, herr Pistorius.

No fue una transición coloquial fluida, pero cumplió su misión.

—Lo soy, frau Roydon. O lo era, antes de desviar la atención de la conservación de cadáveres a la salvación de almas.

—La reputación del padre Johannes se basa en sus remedios para la peste —manifestó Rodolfo.

—Yo soy un mero vehículo de la voluntad de Dios. Él es el único y verdadero sanador —dijo Pistorius, modestamente—. Por amor hacia nosotros, creó muchos remedios naturales que pueden tener milagrosos resultados en nuestros cuerpos imperfectos.

—Ah, sí. Recuerdo vuestra defensa de los bezoares como panacea contra la enfermedad. Le envié a la diosa una de mis piedras cuando estuvo enferma, hace poco.

Rodolfo le sonrió con aprobación.

Pistorius me analizó.

—Es evidente que vuestra cura funcionó, Majestad.

—Sí. La diosa está completamente recuperada. Tiene muy buen aspecto —dijo Rodolfo, mientras su labio inferior salía aun más hacia fuera mientras me observaba. Yo llevaba puesto un sencillo vestido negro con bordados blancos, cubierto por un chal de terciopelo también negro. Una gorguera de gasa extendía sus alas más allá de mi cara y el rojo rubí del collar de salamandras de Matthew estaba puesto de tal forma que colgaba sobre el hueco que tenía en la base del cuello, proporcionando el único toque de color de mi atuendo, por lo demás sombrío. La atención de Rodolfo se centró en la hermosa joya. Frunció el ceño y le hizo un gesto a un sirviente.

—Es difícil decir si resultó más beneficioso el bezoar pétreo o el electuario del emperador Maximiliano —comenté, mirando al doctor Hájek para que me ayudara, mientras Rodolfo continuaba con su conversación susurrada. Estaba atacando el tercer plato de caza y, tras una tos surgida para liberarse del trozo de venado que acababa de tragar, Hájek se puso a la altura de las circunstancias.

—Yo creo que fue el electuario, doctor Pistorius —admitió Hájek—. Lo preparé en un cáliz hecho de cuerno de unicornio. El emperador Rodolfo creyó que, de ese modo, aumentaría su eficacia.

—Además, la diosa ingirió el electuario con una cuchara de asta —dijo Rodolfo, posando los ojos sobre mis labios—, para mayor garantía.

—¿Se encontrarán el cáliz y la cuchara entre los ejemplares que veremos esta noche en vuestro gabinete de las maravillas, Majestad? —preguntó Pistorius. El aire que había entre mí y el otro brujo cobró vida de forma repentina y chisporroteante. Las hebras que rodeaban al médico-sacerdote estallaron en violentos tonos rojizos y anaranjados, alertándome del peligro. Acto seguido, este sonrió. «No confío en ti, bruja», susurró en mi mente. «Y tampoco en tu aspirante a amante, el emperador Rodolfo».

El jabalí que estaba masticando, un delicioso plato condimentado con romero y pimienta negra que, según el emperador, se suponía que calentaba la sangre, se convirtió en polvo en mi boca y, en lugar de lograr el efecto deseado, se me heló la sangre.

—¿Ocurre algo? —murmuró Gallowglass, inclinándose hacia abajo, sobre mi hombro. Acto seguido, me tendió un chal que no había pedido y que no sabía que tenía.

—Pistorius ha sido invitado a subir a ver el libro —dije, volviendo la cabeza hacia él y hablando a toda velocidad en inglés para minimizar el riesgo de que me entendieran. Gallowglass olía a sal y a menta, una combinación fresca y reconfortante. Mis nervios recobraron la calma.

—Déjamelo a mí —respondió, al tiempo que me apretaba el hombro—. Por cierto, estás un poco brillante, tiíta. Sería mejor que nadie viera estrellas esta noche.

Después de haber efectuado su disparo de advertencia mientras hacía una reverencia, Pistorius dirigió la conversación hacia otros temas y enzarzó al doctor Hájek en un animado debate sobre los beneficios médicos de la triaca. Rodolfo repartía el tiempo entre dirigirme melancólicas miradas y observar a Matthew. Cuanto más cerca estábamos de ver el Ashmole 782, menos apetito tenía, así que entablé una conversación trivial con la dama de la nobleza que estaba sentada a mi lado. Solo después de cinco platos más —incluidos un desfile de pavos reales dorados y un retablo de cerdo asado y lechones—, el banquete finalizó.

—Estás pálida —dijo Matthew, tras alejarme repentinamente de la mesa.

—Pistorius sospecha de mí —dije. Aquel hombre me recordaba a Peter Knox y a Champier, y a ambos por razones similares. «Rufián intelectual» era la descripción perfecta para ambos—. Gallowglass dijo que se ocuparía de él.

—No me extraña que Pierre no lo deje ni a sol ni a sombra, entonces.

—¿Con qué intención?

—Con la de asegurarse de que Pistorius salga de aquí con vida —respondió Matthew, alegremente—. Si lo dejan, Gallowglass es capaz de estrangular a ese hombre y lanzarlo al Foso de los Venados para que sirva de refrigerio nocturno a los leones. Mi sobrino es casi tan protector contigo como yo.

Los invitados de Rodolfo lo acompañaron al sanctasanctórum interior: la galería privada donde Matthew y yo habíamos visto el retablo del Bosco. Ottavio Strada nos recibió allí para guiarnos por la colección y responder a nuestras preguntas.

Cuando entramos en la sala, el retablo de Matthew todavía se encontraba en el centro de la mesa con tapete verde. Rodolfo había esparcido otros objetos a su alrededor para deleitar nuestro sentido de la vista. Mientras los invitados soltaban ahs y ohs sobre la obra del Bosco, yo eché un vistazo a la habitación. Había algunas copas despampanantes, hechas de piedras semipreciosas, una cadena de oficio esmaltada, un largo cuerno, supuestamente de unicornio, algunas estatuas y un coco de mar tallado: una bonita mezcla de objetos caros, medicinales y exóticos. Pero ni rastro del manuscrito alquímico.

—¿Dónde está? —le susurré a Matthew. Antes de que pudiera responder, noté que una mano cálida se me posaba en el brazo. Matthew se puso tenso.

Tengo un regalo para vos, mi querida diosa[10].

A Rodolfo le olía el aliento a cebolla y vino tinto, y el estómago me dio un vuelco a modo de protesta. Me giré, esperando ver el Ashmole 782. Pero, en lugar de ello, el emperador sostenía la cadena esmaltada. Antes de que me diera tiempo a protestar, me la metió por la cabeza y la posó sobre mis hombros. Miré hacia abajo y vi un uróboros verde que colgaba de un círculo de cruces rojas con numerosas esmeraldas, rubíes, diamantes y perlas incrustadas. El colorido me recordó a la joya que herr Maisel le había entregado a Benjamin.

—Es un regalo extraño para hacerle a mi esposa, Majestad —dijo Matthew con suavidad. Estaba justo detrás del emperador y observaba el collar con disgusto. Era la tercera cadena que tenía de aquel estilo y sabía que debía haber un significado tras aquel símbolo. Levanté el uróboros para poder observar el esmalte. No era exactamente un uróboros, porque tenía patas. Parecía más un lagarto o una salamandra que una serpiente. Una cruz de color rojo sangre emergía del lomo despellejado del lagarto. Y lo más importante: la criatura no tenía la cola en la boca, sino enroscada alrededor del cuello, estrangulándose.

—Es un símbolo de respeto, herr Roydon —aseguró Rodolfo, enfatizando sutilmente el nombre—. En su momento perteneció al rey Vladislao y lo heredó mi abuela. La insignia pertenece a una valiente compañía de caballeros húngaros conocidos como la Orden del Dragón Vencido.

—¿Del dragón? —pregunté en voz queda, mirando a Matthew. A juzgar por las patas achaparradas, aquello bien podía ser un dragón. Pero, por lo demás, era sorprendentemente parecido al emblema de la familia De Clermont. Salvo porque aquel uróboros estaba viviendo una muerte lenta y dolorosa. Recordé el juramento de herr Fuchs (Benjamin) de dar muerte a los dragones allá donde se encontraran.

—El dragón simboliza a nuestros enemigos, especialmente a aquellos que podrían desear interferir con las prerrogativas reales —explicó Rodolfo. Lo hizo en tono civilizado, aunque se trataba de una declaración de guerra virtual a la totalidad del clan de los De Clermont—. Me complacería que os lo pusierais la próxima vez que vengáis a la corte —me pidió. El dedo de Rodolfo rozó el dragón de mi pecho y dejó allí el dedo—. Así podréis dejar vuestras pequeñas salamandras francesas en casa.

Los ojos de Matthew, que estaban pegados al dragón y al imperial dedo, se volvieron negros cuando Rodolfo hizo aquel insultante comentario sobre las salamandras francesas. Intenté pensar como Mary Sidney y dar con una respuesta apropiada para la época y que pudiera aplacar al vampiro. Ya lidiaría con mi sensibilidad feminista herida más tarde.

—Que me ponga o no vuestro regalo dependerá de mi esposo, Majestad —dije con frialdad, obligándome a no apartarme del dedo de Rodolfo. Oí algún grito ahogado y unos cuantos susurros. Pero la única reacción que me importaba era la de Matthew.

—No veo razón alguna por la que no lo puedas llevar puesto el resto de la velada, mon coeur —dijo Matthew cautivadoramente, dejando de esforzarse por evitar que el embajador de la reina de Inglaterra hablara como un aristócrata francés—. Las salamandras y los dragones son parientes, al fin y al cabo. Ambos soportan las llamas para proteger a aquellos a quienes aman. Además, el emperador va a tener la amabilidad de mostrarte su libro —añadió, mientras miraba a su alrededor—. Aunque al parecer el signor Strada continúa siendo un incompetente, ya que el libro no se encuentra aquí.

Otro puente quemado a nuestro paso.

—Todavía no, todavía no —dijo Rodolfo, irritado—. Antes tengo otro presente para la diosa. Id a ver el coco tallado de las Maldivas. Es único en su especie —aseguró. Todos, salvo Matthew, fueron obedientemente en tropel hacia donde señalaba el dedo de Strada—. Vos también, herr Roydon.

—Desde luego —murmuró Matthew, imitando a la perfección el tono de su madre antes de seguir lentamente a la multitud.

—Yo lo solicité expresamente. El padre Johannes me ayudó a conseguir el tesoro —señaló Rodolfo. Luego echó un vistazo alrededor de la sala, pero, al no lograr localizar a Pistorius, frunció el ceño—. ¿Adónde ha ido, signor Strada?

—No lo he visto desde que abandonamos el salón principal, Majestad —respondió Strada.

—¡Tú! ¡Ve a buscarlo! —exclamó Rodolfo, señalando a un sirviente. El hombre partió de inmediato y a la carrera. El emperador recobró la compostura y volvió a centrarse en el extraño objeto que se encontraba ante nosotros. Parecía una burda talla de un hombre desnudo—. Esto, mi diosa, es una fábula que tiene sus orígenes en Eppendorf. Hace un siglo, una mujer robó el sagrario de la iglesia y lo plantó bajo la luz de la luna llena para aumentar la fertilidad de su jardín. A la mañana siguiente, descubrió un enorme calabacín.

—¿Nacido del sagrario?

Estaba claro que se había producido algún error de traducción, a menos que estuviera totalmente equivocada en cuanto a la naturaleza de la eucaristía cristiana. Un arbor Dianae era una cosa. Y un arbor brassicae era otra completamente diferente.

—Sí. Fue un milagro. Y cuando arrancaron el calabacín, sus raíces tenían la forma del cuerpo de Cristo.

Rodolfo me tendió el objeto, que estaba coronado con una tiara de oro tachonada de perlas. Seguramente eso había sido añadido a posteriori.

—Fascinante —dije, intentando parecer y sonar interesada.

—Quería que lo vierais, en parte porque recuerda a una de las ilustraciones del libro que habéis solicitado. Trae a Edward, Ottavio.

Edward Kelley entró, con un libro encuadernado en cuero pegado al pecho.

En cuanto lo vi, lo reconocí. El cuerpo me hormigueaba, y eso que el libro estaba todavía al otro lado de la sala. Su poder era palpable, mucho más de lo que lo había sido en la Bodleiana aquella noche de septiembre cuando toda mi vida había cambiado.

Allí estaba el manuscrito perdido de Ashmole…, antes de pertenecer a Elias Ashmole y antes de perderse.

—Os sentaréis aquí, conmigo, y veremos el libro juntos —anunció Rodolfo, señalando una mesa y dos sillas que estaban íntimamente colocadas cara a cara—. Dame el libro, Edward.

El emperador extendió la mano y Kelley posó el libro en ella, a regañadientes.

Le dirigí a Matthew una mirada inquisitiva. ¿Y si el manuscrito empezaba a brillar como lo había hecho en la Bodleiana o se comportaba de alguna otra forma extraña? ¿Y si no era capaz de evitar que mi mente se hiciera preguntas sobre el libro o sobre sus secretos? Una erupción de magia en aquel momento sería desastrosa.

Mi marido asintió, confiado. «Por eso estamos aquí», parecía decir.

Me senté al lado del emperador y Strada llevó a los cortesanos que había en la sala hacia el cuerno de unicornio. Matthew se acercó aún más. Observé el libro que tenía delante, sin atreverme apenas a creer que hubiera llegado el momento en que finalmente vería el Ashmole 782 en su totalidad.

—¿Y bien? —preguntó Rodolfo—. ¿Vais a abrirlo?

—Desde luego —respondí, acercando el libro hacia mí.

Las páginas no despidieron ningún tipo de iridiscencia. Para comparar, posé la mano sobre la cubierta solo un instante, como había hecho cuando había rescatado el Ashmole 782 de las estanterías. En aquella ocasión el libro había suspirado al reconocerme, como si hubiera estado esperando a que apareciera. Esa vez, el libro se quedó callado.

Abrí la tabla de madera con cosido oculto que hacía las veces de tapa y esta dio paso a una hoja en blanco de pergamino. Mi mente retrocedió a toda velocidad para recordar lo que había visto hacía meses. Aquella era la hoja en la que Ashmole y mi padre escribirían en su día el título del libro.

Pasé la página y noté la misma sensación de extraña pesadez. Cuando esta cayó y el libro se abrió, ahogué un grito.

La primera página perdida del Ashmole 782 era una gloriosa iluminación de un árbol. El tronco de este era nudoso y retorcido, grueso y, aun así, sinuoso. Las ramas brotaban de la copa y giraban y se retorcían, abriéndose camino por la página para acabar en una audaz combinación de hojas, frutos de color rojo vivo y flores. Era como el arbor Dianae que Mary había hecho usando la sangre que nos había extraído a Matthew y a mí.

Cuando me incliné para acercarme, el aliento se me atoró en la garganta. El tronco del árbol no estaba hecho de madera, savia y corteza. Estaba hecho de cientos de cuerpos, algunos de ellos se retorcían y se revolvían de dolor, otros estaban serenamente entrelazados y unos cuantos estaban solos y asustados.

Al final de la página, escrito a mano con caligrafía de finales del siglo XIII, estaba el título que Roger Bacon le había dado: El verdadero secreto de los secretos.

Las ventanas de la nariz de Matthew se dilataron, como si estuviera tratando de identificar un olor. De hecho, el libro tenía un aroma extraño: el mismo olor a humedad que había percibido en Oxford.

Pasé la página. Allí estaba la imagen que habían enviado a mis padres, la que la casa Bishop había guardado durante tantos años: el fénix rodeando el enlace químico con sus alas, mientras que bestias míticas y alquímicas eran testigos de la unión de Sol y Luna[11].

Matthew, que parecía impresionado, se había puesto a mirar el libro. Fruncí el ceño. Estaba todavía demasiado lejos como para verlo con claridad. ¿Qué sería lo que le había sorprendido?

Rápidamente, pasé la página de la imagen del enlace alquímico. En la tercera de las páginas perdidas resultó haber dos dragones alquímicos con las colas entrelazadas y los cuerpos aprisionados en una batalla o en un abrazo, era imposible apreciarlo con claridad. Una lluvia de sangre caía de sus heridas en un cuenco en el que saltaban decenas de figuras desnudas y pálidas. Nunca había visto una ilustración alquímica como aquella.

Matthew estaba mirando por encima del hombro del emperador. Suponía que su sorpresa se convertiría en emoción al ver aquellas nuevas imágenes y acercarnos más a la resolución de los misterios del libro, pero parecía que hubiera visto un fantasma. Una mano blanca le cubría la boca y la nariz. Al ver que fruncía el ceño preocupada, Matthew asintió para indicarme que debía continuar.

Respiré hondo y pasé página. Aquella debía de ser la primera de las extrañas ilustraciones alquímicas que había visto en Oxford. Allí, como era de esperar, estaba el bebé con las dos rosas. Lo inesperado era que cada centímetro de espacio alrededor de ella estaba lleno de texto. Se trataba de una extraña mezcla de símbolos salpicados por unas cuantas letras. En la Bodleiana aquel texto estaba oculto por un conjuro que había transformado el libro en un palimpsesto mágico. Ahora, con el libro intacto, todo el texto secreto estaba a la vista. Pero, aunque podía verlo, continuaba sin poder leerlo.

Seguí con los dedos las líneas de texto. Al tacto, las palabras se deshacían y se transformaron en rostros, siluetas, nombres. Era como si el texto estuviera intentando contar una historia en la que estaban involucradas miles de criaturas.

—Os habría dado cualquier cosa que me pidierais —dijo Rodolfo. Noté su aliento caliente sobre mi mejilla. Una vez más olía a cebolla y a vino. Era muy diferente al aroma limpio y especiado de Matthew. Además, como me había acostumbrado a la baja temperatura de los vampiros, el calor de Rodolfo me produjo rechazo—. ¿Por qué elegisteis esto? No se entiende nada, aunque Edward cree que contiene un gran secreto.

Un largo brazo se extendió entre ambos y tocó la página con suavidad.

—Eso, ¿por qué? Es tan incomprensible como el manuscrito que le endosasteis al pobre doctor Dee.

El rostro de Matthew revelaba que estaba fingiendo. Puede que Rodolfo no hubiera visto temblar el músculo de la mandíbula de Matthew o que no supiera cómo las finas arrugas que tenía alrededor de los ojos se hacían más profundas cuando se concentraba.

—No necesariamente —me apresuré a decir—. Los textos de alquimia requieren estudio y contemplación, si se desea llegar a comprenderlos por completo. Tal vez si pasara más tiempo con él…

—Incluso así haría falta una bendición divina especial —dijo Rodolfo, mirando a Matthew con el ceño fruncido—. Edward ha sido tocado por la gracia de Dios, a diferencia de vos, herr Roydon.

—Oh, sí que está tocado, sí señor —dijo Matthew, mientras observaba a Kelley. El alquimista inglés estaba actuando de forma extraña, ahora que el libro no se hallaba en su poder. Había hilos que lo conectaban con el libro. Pero ¿por qué Kelley estaba unido al Ashmole 782?

Mientras la pregunta se me pasaba por la cabeza, las finas hebras amarillas y blancas que unían a Kelley con el Ashmole 782 adquirieron un nuevo aspecto. En lugar del ceñido entrelazado habitual de dos colores o del tejido de hilos horizontales y verticales, aquellas se enroscaban flojas alrededor de un centro invisible, como los rizados lazos de un regalo de cumpleaños. Unos hilos cortos y horizontales impedían que se tocaran los bucles. Era como…

«Una doble hélice». Me llevé la mano a la boca y bajé la vista hacia el manuscrito. Ahora que había tocado el libro, el olor a moho se me había quedado en los dedos. Era fuerte y fétido, como…

«Carne y sangre». Miré a Matthew, consciente de que la expresión de mi cara era el reflejo de la mirada de sorpresa que había visto en la suya.

—No tienes buen aspecto, mon coeur —dijo este solícito, mientras me ayudaba a ponerme en pie—. Permíteme que te lleve a casa.

Edward Kelley eligió aquel preciso instante para perder el control.

—Oigo sus voces. Hablan en lenguas que no entiendo. ¿Podéis oírlos?

El hombre gemía angustiado y se tapaba las orejas con las manos.

—¿De qué hablas? —dijo Rodolfo—. Doctor Hájek, algo le pasa a Edward.

—Vos también encontraréis vuestro nombre en él —me dijo Edward, que hablaba cada vez más alto como si intentara ahogar algún otro sonido—. Lo supe en el momento en que os vi.

Bajé la vista. Unos hilos en forma de espiral me conectaban también a mí con el libro, solo que los míos eran blancos y de color lavanda.

Entonces apareció Gallowglass, sin anunciarse y sin haber sido invitado. Un fornido guardia lo seguía, agarrándose un brazo que llevaba caído.

—Los caballos están listos —nos informó Gallowglass, señalando la salida.

—¡No tenéis permiso para estar aquí! —gritó Rodolfo, montando en cólera mientras sus meticulosos planes se desintegraban—. Y vos, mi diosa, no tenéis permiso para retiraros.

Matthew ignoró por completo a Rodolfo. Se limitó a tomarme del brazo y a caminar hacia la puerta con premura. Podía sentir que el manuscrito tiraba de mí y que los hilos se estiraban para volver a llevarme a su lado.

—No podemos dejar el libro. Es…

—Ya sé lo que es —dijo Matthew en tono grave.

—¡Detenedlos! —gritó Rodolfo.

Pero el guardia del brazo roto ya se las había visto con un vampiro enfadado aquella noche. No iba a tentar el destino cortándole el paso a Matthew. En lugar de eso, puso los ojos en blanco y cayó al suelo, desmayado.

Gallowglass me echó la capa sobre los hombros mientras bajábamos las escaleras a todo correr. Dos guardias más —ambos inconscientes— yacían al pie de ellas.

—¡Vuelve y coge el libro! —le ordené a Gallowglass sin aliento por el constrictivo corsé y la velocidad a la que avanzábamos a través del patio—. No podemos permitir que Rodolfo se quede con él, ahora que sabemos lo que es.

Matthew se detuvo. Me estaba clavando los dedos en el brazo.

—No nos iremos de Praga sin el manuscrito. Volveré a cogerlo, te lo prometo. Pero antes vamos a irnos a casa. Debes preparar a los niños para partir en cuanto regrese.

—Hemos quemado nuestros puentes, tiíta —dijo Gallowglass, muy serio—. Pistorius está encerrado en la Torre Blanca. He matado a un guardia y herido a tres más. Además, Rodolfo te ha tocado de una forma más que inapropiada y siento un intenso deseo de verlo muerto.

—No lo entiendes, Gallowglass. Ese libro puede ser la respuesta a todo —logré chillar antes de que Matthew me pusiera de nuevo en movimiento.

—Oh, entiendo más de lo que crees —me aseguró Gallowglass. Su voz se quedó flotando en el aire, cerca de mí—. Capté el olor mientras estaba en el piso de abajo, dejando fuera de juego a los guardias. En ese libro hay wearhs muertos. Y también brujas y daimones, te lo aseguro. ¿Quién iba a imaginar que el Libro perdido de la vida apestaría a muerte?