—¿Habéis visto al hombre lobo, frau Roydon? Es el guardabosques del emperador y mi vecina frau Habermel lo ha oído aullar por la noche. Dicen que se alimenta de los ciervos imperiales que corretean por el Foso de los Venados.
Frau Huber cogió un calabacín con la mano enguantada y lo olisqueó con suspicacia. Herr Huber había sido comerciante en el Steelyard londinense y, aunque su esposa no amaba especialmente la ciudad, hablaba inglés con soltura.
—Bah. No hay ningún hombre lobo —dijo la signorina Rossi, mientras giraba su largo cuello y chasqueaba la lengua al ver el precio de las cebollas—. Sin embargo, mi Stefano dice que hay muchos daimones en el palacio. Los obispos de la catedral desean exorcizarlos, pero el emperador se niega.
Al igual que frau Huber, Rossi había pasado algún tiempo en Londres. Allí se había convertido en la esposa de un artista italiano que quería introducir el manierismo en Inglaterra. Ahora era la esposa de otro artista italiano que quería introducir el arte del cortado de vidrio en Praga.
—Yo no vi ni hombres lobo ni daimones —confesé. Las mujeres pusieron caras largas—. Pero sí vi una de las nuevas pinturas del emperador —añadí, bajando la voz—. Representaba a Venus. Saliendo de la bañera.
Les dirigí una elocuente mirada a cada una.
En ausencia de chismorreos de otros mundos, las perversiones de la realeza serían suficientes. Frau Huber se enderezó.
—El emperador Rodolfo necesita una esposa. Una buena muchacha austríaca que cocine para él —opinó la mujer, que accedió a comprarle una col al agradecido verdulero al que había hecho tragarse casi treinta minutos de críticas a sus productos—. Habladnos otra vez del cuerno del unicornio. Se supone que tiene poderes curativos milagrosos.
Era la cuarta vez en dos días que me pedían que rindiera cuentas de las maravillas que había entre las curiosidades del emperador. La noticia de que habíamos sido recibidos en las estancias privadas de Rodolfo precedió nuestro regreso a los Tres Cuervos y, a la mañana siguiente, las damas de Malá Strana ya estaban al acecho deseando conocer mis impresiones.
Desde que los mensajeros imperiales habían visitado nuestra casa, además de innumerables sirvientes ataviados con libreas de decenas de aristócratas bohemios y dignatarios extranjeros, su curiosidad había ido en aumento. Ahora que Matthew había sido recibido en la corte, su estrella era lo suficientemente segura en los cielos imperiales como para que sus viejos amigos estuvieran dispuestos a darse por enterados de su llegada… y a pedirle ayuda. Pierre sacó los libros de contabilidad y pronto se abrió la sucursal en Praga del banco de los De Clermont para hacer negocios, aunque veía entrar muy poco de aquel precioso dinero y salir un flujo continuo de fondos para saldar cuentas atrasadas con los comerciantes de la Ciudad Vieja de Praga.
—Has recibido un paquete del emperador —me dijo Matthew, cuando regresé del mercado. Luego señaló con la pluma un abultado saco—. Si lo abres, Rodolfo esperará que le expreses tu agradecimiento en persona.
—¿Qué podrá ser?
Percibí el perfil del objeto que había en el interior. No era ningún libro.
—Algo que lamentaremos haber recibido, eso te lo garantizo —replicó Matthew. Luego hundió la pluma en el tintero, dando lugar a una pequeña erupción de denso líquido negro sobre la superficie de la mesa—. Rodolfo es un coleccionista, Diana. Y no solo le interesan los cuernos de narval y los bezoares pétreos. Codicia a las personas tanto como a los objetos y es igual de poco probable que se separe de ellos una vez que están en su poder.
—Como Kelley —dije, mientras aflojaba las cuerdas del paquete—. Pero yo no estoy en venta.
—Todos estamos en venta —me aseguró Matthew, antes de abrir los ojos de par en par—. Santo Dios.
Teníamos ante nosotros una estatua de la diosa Diana de oro y plata, de medio metro de alto. Esta iba desnuda (salvo por el carcaj) y montada a la inglesa a lomos de un venado, con los tobillos recatadamente cruzados. Un par de perros de caza yacían a sus pies.
Gallowglass silbó.
—Vaya, yo diría que, en este caso, el emperador ha dado a conocer sus deseos.
Pero yo estaba demasiado ocupada estudiando la estatua para prestar demasiada atención. Había una pequeña llave incrustada en la base. La giré y el ciervo se despegó del suelo.
—Mira, Matthew. ¿Has visto eso?
—No corres el peligro de perder la atención de mi tío —me aseguró Gallowglass.
Era verdad: Matthew estaba observando la estatua con cara de enfado.
—¡So, joven Jack!
Gallowglass agarró a Jack por el cuello de la chaqueta cuando el niño entró corriendo en la sala. Pero Jack era un ladrón profesional y aquellas tácticas de aplazamiento eran de poca utilidad cuando olía algo de valor. Se dejó caer al suelo como un fardo sin huesos, permitió que Gallowglass se quedara con la chaqueta en la mano y se lanzó en pos del ciervo.
—¿Es un juguete? ¿Es para mí? ¿Por qué esa dama no lleva ropa? ¿No tiene frío?
Las preguntas brotaban de Jack en un ininterrumpido torrente. Tereza, a quien le interesaba tanto el espectáculo como a cualquier otra mujer de Malá Strana, se acercó a ver a qué venía tanto alboroto. Dio un respingo al ver a la mujer desnuda en el despacho de su patrón y le tapó los ojos a Jack con la mano.
Gallowglass observó detenidamente los pechos de la estatua.
—Pues sí, Jack. Yo diría que tiene frío.
Aquello hizo que se ganara un coscorrón en la cabeza por parte de Tereza, quien todavía agarraba con firmeza al chiquillo, que no dejaba de retorcerse.
—Es un autómata, Jack —dijo Matthew, levantando el artilugio. Cuando lo hizo, la cabeza del venado se abrió de golpe, dejando ver la cámara hueca que había en su interior—. Este tiene la finalidad de correr por la mesa donde cena el emperador. Cuando se detiene, la persona más cercana debe beber del cuello del ciervo. ¿Por qué no vas a mostrarle a Annie lo que hace? —le propuso el vampiro al chiquillo y, tras volver a poner la cabeza en su sitio, le tendió el objeto de incalculable valor a Gallowglass. Luego me miró muy serio—. Tenemos que hablar.
Gallowglass se llevó a Jack y a Tereza fuera de la habitación, con promesas de pretzels y patinaje.
—Estás en territorio peligroso, amor mío —dijo Matthew mientras se pasaba los dedos por el pelo, algo que siempre lo hacía parecer más guapo—. Le he asegurado a la Congregación que el hecho de presentarte como mi esposa no es más que una apropiada ficción para protegerte de acusaciones de brujería y para mantener las cazas de brujas de Berwick confinadas en Escocia.
—Pero nuestros amigos y tus compañeros vampiros saben que es algo más que eso —dije. El sentido del olfato de un vampiro no mentía y yo estaba recubierta por el olor único de Matthew—. Además, los brujos saben que hay algo más en nuestra relación de lo que ven incluso con su tercer ojo.
—Es posible, pero Rodolfo no es ni un vampiro ni una bruja. Al emperador le habrán asegurado sus propios contactos en la Congregación que no existe ningún tipo de relación entre nosotros. Así pues, no hay nada que le impida darte caza —me explicó Matthew, mientras sus dedos encontraban mi mejilla—. Yo no comparto nada, Diana. Y si Rodolfo llegara demasiado lejos…
—Mantendrías tu carácter a raya —tercié, cubriendo su mano con la mía—. Sabes que no tengo intención de permitir que el sacro emperador romano (ni nadie más, dicho sea de paso) me seduzca. Necesitamos el Ashmole 782. ¿A quién le importa que Rodolfo me mire los pechos?
—Las miradas puedo soportarlas —admitió Matthew, dándome un beso—. Pero hay algo más que deberías saber antes de disponerte a darle las gracias al emperador. La Congregación lleva alimentando los apetitos de Rodolfo por las mujeres y las curiosidades desde hace un tiempo, como manera de ganarse su cooperación. Si el emperador desea tenerte y lleva el asunto ante los otros ocho miembros, su decisión no nos beneficiará. La Congregación te volverá a remitir a él, porque no puede permitirse dejar que Praga caiga en manos de hombres como el arzobispo de Tréveris y sus amigos jesuitas. Y no quieren que Rodolfo se convierta en otro rey Jacobo que vaya a por las criaturas. Praga puede parecer un oasis para el más allá, pero, como todos los oasis, su seguridad es un espejismo.
—Entiendo —dije. ¿Por qué todo lo tocante a Matthew tenía que ser tan enrevesado? Nuestras vidas me recordaban a los cordones atados de mi caja de hechizos. Daba igual cuántas veces los separara, inmediatamente volvían a enredarse.
Matthew me soltó.
—Cuando vayas a palacio, llévate a Gallowglass contigo.
—¿Tú no vas a venir?
Dadas sus preocupaciones, me sorprendió que Matthew estuviera dispuesto a perderme de vista.
—No. Cuanto más nos vea Rodolfo juntos, más activas se volverán su imaginación y su codicia. Y puede que Gallowglass lo persuada para entrar en el laboratorio de Kelley. Mi sobrino tiene mucho más encanto que yo.
Matthew sonrió, pero su expresión no alivió en absoluto la oscuridad de sus ojos.
Gallowglass insistía en que tenía un plan que evitaría que tuviera que hablar en privado con Rodolfo, sin impedir que demostrara mi gratitud públicamente. Hasta que oí las campanas dando las tres, no se me pasó por la cabeza en qué podría consistir su plan. La multitud de gente que intentaba entrar en la catedral de San Vito a través de los arcos ojivales de la entrada lateral lo confirmó.
—Ahí está Segismunda —dijo Gallowglass, inclinándose para acercarse a mi oído. El ruido de las campanas era ensordecedor y apenas lograba oírlo. Cuando lo miré confundida, él señaló hacia arriba, a una celosía dorada que había en el campanario contiguo—. Segismunda. La gran campana. Es la forma de saber que estás en Praga.
La catedral de San Vito era un edificio gótico de manual, con sus arbotantes y pináculos en forma de aguja. Más aún en una oscura tarde de invierno. Las velas que había en el interior centelleaban, pero en la vasta extensión de la catedral no proporcionaban más que unos picotazos de amarillo en la penumbra. Fuera había oscurecido tanto que la colorida vidriera y los frescos de vivos colores apenas contribuían a aligerar aquella atmósfera opresivamente pesada. Gallowglass nos situó estratégicamente bajo una abrazadera de antorchas.
—Manda a paseo tu hechizo de camuflaje —sugirió—. Aquí dentro está tan oscuro que Rodolfo podría no percatarse de tu presencia.
—¿Me estás pidiendo que brille? —pregunté, con mi cara más censuradora de maestra de escuela. Su única respuesta fue una sonrisa.
Esperamos a que la misa comenzara con una interesante variedad de humildes empleados palaciegos, funcionarios reales y aristócratas. Algunos de los artesanos todavía lucían las manchas y las quemaduras asociadas a su trabajo, y la mayoría de ellos parecían exhaustos. Tras haber logrado sobrevivir a la muchedumbre, levanté la vista para asimilar el tamaño y el estilo de la catedral.
—Tremenda bóveda —murmuré. La crucería era mucho más intrincada que la de la mayoría de las catedrales góticas inglesas.
—Eso es lo que sucede cuando a Matthew se le mete algo en la cabeza —comentó Gallowglass.
—¿A Matthew? —pregunté, boquiabierta.
—Hace tiempo se encontraba de paso en Praga y Peter Parler, el nuevo arquitecto, estaba demasiado verde para tan importante encomienda. El primer brote de peste había matado a la mayoría de los señores mamposteros, de todos modos, así que dejaron a Parler al cargo. Matthew lo acogió bajo su ala y ambos se volvieron un poco locos. No puedo decir que entendiera jamás lo que él y el joven Peter estaban intentando conseguir, pero llama la atención. Espera a ver lo que hicieron en el salón principal.
Ya había abierto la boca para formular otra pregunta, cuando el silencio cayó sobre la multitud allí reunida. Rodolfo había llegado. Estiré el cuello, esforzándome para ver algo.
—Ahí está —murmuró Gallowglass, señalando con la cabeza hacia arriba a la derecha. Rodolfo había entrado en San Vito por el segundo piso, desde la pasarela cerrada que había visto y que cruzaba el patio, comunicando el palacio y la catedral. Se encontraba de pie en un balcón decorado con coloridos escudos heráldicos que celebraban sus numerosos títulos y honores. Al igual que el techo, el balcón se sostenía gracias a una bóveda inusitadamente ornamentada, aunque, en aquel caso, esta recordaba a las ramas retorcidas de un árbol. A juzgar por la pureza sobrecogedora de los otros soportes arquitectónicos de la catedral, no me pareció que aquello fuera obra de Matthew.
Rodolfo tomó asiento sobre la nave central, mientras la multitud hacía reverencias y genuflexiones en dirección al palco real. Por su parte, a Rodolfo parecía incomodarle que se hubieran dado cuenta de su presencia. En sus aposentos privados se encontraba a gusto con los cortesanos, pero ahí parecía tímido y reservado. Se volvió para escuchar a un miembro de su séquito que le susurraba algo, y me vio. Inclinó gentilmente la cabeza y sonrió. La muchedumbre giró en redondo para ver a quién había distinguido el emperador con su bendición.
—Genuflexión —susurró Gallowglass. Yo me volví a agachar.
Conseguimos llegar al final de la misa propiamente dicha sin incidentes. Me sentí aliviada al descubrir que no se esperaba que nadie, ni siquiera el emperador, tomara el sacramento y la ceremonia finalizó rápidamente. En algún momento, Rodolfo se escabulló a sus estancias privadas, sin duda para estudiar minuciosamente sus tesoros.
Cuando el emperador y el sacerdote se retiraron, la nave se convirtió en un alegre lugar de reunión donde los amigos intercambiaban noticias y chismorreaban. Avisté a Ottavio Strada en la distancia, enfrascado en una conversación con un rubicundo caballero vestido con una cara túnica de lana. El doctor Hájek también se hallaba allí, riendo y hablando con una joven pareja que, obviamente, estaba enamorada. Le sonreí y él hizo una pequeña reverencia en dirección hacia mí. Podía prescindir de Strada, pero el médico del emperador me caía bien.
—¡Gallowglass! ¿No deberías estar hibernando, como el resto de los osos?
Un hombre esbelto de ojos hundidos se aproximó, con la boca curvada en una irónica sonrisa. Llevaba un atuendo sencillo y caro, y el anillo de oro que lucía en un dedo revelaba su prosperidad.
—Todos deberíamos estar hibernando, con este tiempo. Me alegro de verte tan bien de salud, Joris.
Gallowglass le estrechó la mano y le dio una palmada en la espalda. Al hombre se le salieron los ojos de las órbitas con la fuerza del golpe.
—Yo diría lo mismo de ti, pero, como siempre te encuentras en buen estado de salud, nos ahorraré a ambos ese vano cumplido —dijo el hombre, antes de girarse hacia mí—. Y aquí está la diosa.
—Diana —dije, inclinando la cabeza a modo de saludo.
—No es ese el nombre que os dan aquí. Rodolfo os llama «la diosa de la caza». Así, en español. El emperador le ha encomendado al pobre señor Spranger que abandone sus últimos bocetos de Venus en el baño en favor de un nuevo tema: el aseo de Diana interrumpido. Todos esperamos ansiosos a ver si Spranger es capaz de llevar a cabo tan enorme cambio con tan poca anticipación —comentó el hombre, antes de hacer una reverencia—. Joris Hoefnagel.
—El calígrafo —señalé, recordando el comentario de Pierre sobre la ornamentada caligrafía de las invitaciones oficiales de Matthew a la corte de Rodolfo. Pero aquel nombre me resultaba familiar…
—El artista —corrigió Gallowglass, gentilmente.
—La diosa —dijo un hombre enjuto, mientras se quitaba el sombrero con unas manos llenas de cicatrices—. Soy Erasmus Habermel. ¿Seríais tan amable de visitar mi taller en cuanto os sea posible? A Su Majestad le gustaría que tuvierais un compendio astronómico para notar mejor los cambios de la caprichosa luna, pero debe ser exactamente de vuestro gusto.
El nombre de Habermel también me resultaba familiar…
—Mañana vendrá a verme a mí —aseguró un hombre corpulento de unos treinta años, que se abría camino entre la creciente multitud. Tenía un acento claramente italiano—. La diosa va a posar para una efigie. Su Majestad desea poseer su fiel retrato tallado en piedra, como símbolo de su permanente afecto hacia ella.
El sudor perlaba su labio superior.
—¡Signor Miseroni! —exclamó otro italiano llevándose las manos melodramáticamente al pecho, que subía y bajaba—. Creía que nos habíamos entendido. La diosa debe practicar las danzas si va a tomar parte en el entretenimiento de la semana que viene, como desea el emperador —anunció, antes de hacer una reverencia en mi dirección—. Soy Alfonso Pasetti, diosa, el maestro de danza de Su Majestad.
—Pero a mi esposa no le gusta bailar —dijo una fría voz a mis espaldas. Un largo brazo serpenteó rodeándome para cogerme la mano, que estaba jugueteando con el extremo del corpiño—. ¿No es así, mon coeur?
Aquellas últimas y cariñosas palabras fueron acompañadas por un beso en los nudillos y un mordisquillo de advertencia con los dientes.
—Matthew llega en el momento más indicado, como siempre —dijo Joris con una sonora carcajada—. ¿Cómo estás?
—Contrariado por no encontrar a Diana en casa —respondió Matthew, ligeramente ofendido—. Aunque incluso un marido devoto debe ceder ante Dios en el afecto de su mujer.
Hoefnagel miraba atentamente a Matthew, calibrando todos sus cambios de expresión. De pronto me di cuenta de quién se trataba: el gran artista que era un observador tan perspicaz de la naturaleza que parecía que sus ilustraciones de la flora y la fauna iban a cobrar vida, al igual que las criaturas de los zapatos de Mary.
—Bueno, Dios ya ha acabado con ella por hoy. Creo que eres libre de llevarte a tu esposa a casa —dijo gentilmente Hoefnagel—. Prometéis animar lo que, de otro modo, sería una primavera realmente aburrida, diosa nuestra. Os estamos agradecidos por ello.
Los hombres se dispersaron después de que Gallowglass les asegurara que llevaría una agenda de mis variadas e incompatibles citas. Hoefnagel fue el último en retirarse.
—Estaré atento a vuestra mujer, Schaduw. Y tal vez vosotros también deberíais estarlo.
—Mi atención siempre se centra en mi esposa, como debe ser. ¿Cómo, si no, iba a saber que estaría aquí?
—Desde luego. Disculpad mi intromisión. «El bosque tiene oídos y los campos tienen ojos» —dijo Hoefnagel, antes de hacer una reverencia—. Os veré en la corte, diosa.
—Se llama Diana —dijo Matthew con firmeza—. Madame De Clermont también servirá.
—Y aquí me dieron a entender que era Roydon. Mea culpa —reconoció Hoefnagel, y retrocedió unos cuantos pasos—. Buenas tardes, Matthew. —Los pasos del hombre resonaron en los suelos de piedra y se perdieron hasta desvanecerse.
—Schaduw? —pregunté—. ¿Significa lo que parece?
—Es «sombra» en holandés. Isabel no es la única persona que me llama de esa manera —comentó Matthew, antes de mirar a Gallowglass—. ¿Qué entretenimiento es ese que ha mencionado el signor Pasetti?
—Oh, nada fuera de lo corriente. Sin duda, el tema será mitológico, con una música terrible y un baile aún peor. Después de haber bebido demasiado, todos los cortesanos entrarán dando tumbos en las alcobas erradas al final de la noche. Nueve meses después, habrá un rebaño de bebés nobles de linaje incierto. Lo usual.
—Sic transit gloria mundi —susurró Matthew, antes de inclinarse ante mí—. ¿Nos vamos a casa, mi diosa? —me preguntó. Si aquel sobrenombre me hacía sentir incómoda cuando los extraños lo utilizaban, viniendo de su boca resultaba casi insoportable—. Jack dice que el estofado de esta noche es particularmente apetitoso.
Los gritos de Jack me despertaron y corrí a su lado, únicamente para descubrir que Matthew había llegado antes. El niño estaba desquiciado y no dejaba de dar golpes y de gritar pidiendo ayuda.
—¡Me van a explotar los huesos! —decía sin cesar—. ¡Duele! ¡Duele!
Matthew lo estrechó con fuerza contra el pecho para que no pudiera moverse.
—Shh. Ya te tengo.
Continuó abrazando a Jack hasta que solo unos ligeros temblores recorrían los delgados miembros del chiquillo.
—Todos los monstruos parecían hombres normales esta noche, señor Roydon —le dijo Jack, acurrucándose más en los brazos de mi esposo. Parecía exhausto y tenía unas manchas azules bajo los ojos que lo hacían parecer mucho mayor de lo que era.
—A menudo lo parecen, Jack —dijo Matthew—. A menudo lo parecen.
Las siguientes semanas fueron un torbellino de citas: con el joyero del emperador, con el lutier del emperador, con el maestro de danza del emperador… Cada encuentro hacía que me adentrara más en el corazón del grupo de edificios que componían el palacio imperial, en talleres y residencias reservadas para los artistas e intelectuales predilectos de Rodolfo.
Entre compromiso y compromiso, Gallowglass me llevaba a rincones del palacio que todavía no había visto. A la reserva de animales salvajes, donde Rodolfo tenía los leopardos y los leones, al igual que en las estrechas calles al este de la catedral tenía a los retratistas y a los músicos. Al Foso de los Venados, que había sido reformado para que Rodolfo pudiera disfrutar más a gusto de aquel deporte. Al salón de juegos, recubierto de esgrafiados, donde los cortesanos podían ejercitarse. A los nuevos invernaderos construidos para proteger del riguroso invierno de Bohemia las preciosas higueras del emperador.
Pero había un lugar para el que ni siquiera Gallowglass podía obtener el derecho de admisión: la Torre Powder, donde Edward Kelley trabajaba sobre sus alambiques y crisoles para intentar elaborar la piedra filosofal. Nos detuvimos en el exterior e intentamos pasar charlando por delante de los guardias apostados en la entrada. Gallowglass incluso probó a emitir un sonoro grito, que hizo que todos los vecinos se acercaran corriendo para ver si había un incendio, pero que no provocó ninguna reacción en el antiguo ayudante del doctor Dee.
—Es como si estuviera prisionero —le dije a Matthew después de que hubieran recogido los platos de la cena y Jack y Annie estuvieran a salvo dentro de sus camas. Los niños habían disfrutado de otra agotadora sesión de patinaje, trineo y pretzels, ya que habíamos dejado de fingir que eran nuestros sirvientes. Yo esperaba que la oportunidad de comportarse como un niño normal de ocho años pudiera ayudar a Jack a acabar con sus pesadillas. Pero el palacio no era lugar para ellos. Me aterrorizaba que se pusieran a merodear y se perdieran para siempre, al ser incapaces de hablar el idioma o de decirle a la gente a quién pertenecían.
—Kelley es un prisionero —dijo Matthew, jugueteando con el pie de su cáliz. Era de pesada plata y brillaba bajo la luz del fuego.
—Dicen que regresa a casa de vez en cuando, normalmente en plena noche, cuando no hay nadie que pueda verlo. Al menos obtiene cierto alivio de las demandas constantes del emperador.
—No has conocido a la señora Kelley —dijo Matthew, secamente.
No lo había hecho, lo que se me antojaba extraño, cuanto más lo consideraba. Puede que estuviera tomando el camino errado para conocer al alquimista. Me había permitido que me arrastraran a la vida de la corte con la esperanza de llamar a la puerta del laboratorio de Kelley y entrar directamente para reclamar el Ashmole 782. Pero dada mi reciente familiaridad con la vida de la corte, un acercamiento tan directo era poco probable.
A la mañana siguiente, insistí en ir con Tereza a hacer la compra. Fuera hacía un frío glacial y el viento soplaba con fuerza, pero aun así caminamos con dificultad hasta el mercado.
—¿Conocéis a mi compatriota, la señora Kelley? —le pregunté a frau Huber mientras esperábamos a que el panadero nos envolviera las compras. Las amas de casa de Malá Strana coleccionaban lo estrambótico e inusual con la misma avidez que Rodolfo—. Su esposo es uno de los sirvientes del emperador.
—Uno de los alquimistas enjaulados del emperador, querréis decir —respondió frau Huber con un bufido—. Siempre suceden cosas extrañas en esa casa. Y era peor cuando los Dee estaban aquí. Herr Kelley siempre miraba a frau Dee con lujuria.
—¿Y la señora Kelley? —pregunté de inmediato.
—No sale mucho. Su cocinera hace la compra.
Frau Huber no aprobaba que delegara su responsabilidad como ama de casa. Abría la puerta a todo tipo de problemas, incluidos (según sostenía) el anabaptismo y un floreciente mercado negro de alimentos de primera necesidad. Me había dejado claro lo que pensaba al respecto en nuestro primer encuentro, y era una de las principales razones por las que yo salía hiciera el tiempo que hiciera a comprar las coles.
—¿Estamos hablando de la esposa del alquimista? —inquirió la signorina Rossi, atravesando a trompicones las piedras heladas y evitando una carretilla llena de carbón—. Es inglesa y, por tanto, muy extraña. Y sus facturas de vino son mucho más abultadas de lo que deberían.
—¿Cómo sabéis tanto? —pregunté cuando acabé de reírme.
—Compartimos lavandera —dijo frau Huber, sorprendida.
—Ninguna de nosotras tenemos secretos para nuestras lavanderas —afirmó la signorina Rossi—. También les hacía la colada a los Dee. Hasta que la signora Dee la despidió por cobrarle demasiado por lavar las servilletas.
—Una mujer difícil, Jane Dee, pero no se puede criticar su ahorro —admitió frau Huber con un suspiro.
—¿Por qué tenéis que ver a la señora Kelley? —inquirió la signorina Rossi, mientras guardaba una barra de pan trenzada en la cesta.
—Quiero conocer a su esposo. Me interesa la alquimia y tengo algunas preguntas.
—¿Le pagaréis? —preguntó frau Huber, al tiempo que se frotaba las yemas de los dedos en un gesto universal y, al parecer, atemporal.
—¿Por qué? —dije, confusa.
—Por sus respuestas, desde luego.
—Sí —aseguré, preguntándome qué retorcido plan estaría tramando.
—Dejádmelo a mí —dijo frau Huber—. Tengo antojo de filete vienés y el austríaco que regenta la taberna que hay cerca de vuestra casa, frau Roydon, sabe bien cómo hacerlo.
Resultó que la hija adolescente del brujo del filete vienés compartía tutora con la hijastra de diez años de Kelley, Elizabeth. Y su cocinero estaba casado con la tía de la lavandera, cuya cuñada echaba una mano en la casa de Kelley.
Gracias a aquella cadena oculta de relaciones forjada por mujeres, y no a los contactos de Gallowglass en la corte, Matthew y yo nos encontramos en la sala del segundo piso de Kelley a medianoche, esperando a que llegara el gran hombre.
—Debería llegar en cualquier momento —nos aseguró Joanna Kelley. Tenía los ojos ribeteados de rojo y vidriosos, aunque no estaba claro si se debía al abuso del vino o al frío que parecía afectar a toda la casa.
—No os preocupéis por nosotros, señora Kelley. Nos acostamos muy tarde —dijo Matthew con suavidad, dedicándole una resplandeciente sonrisa—. ¿Y qué os parece vuestra nueva casa?
Tras mucho espionaje e investigación entre las comunidades austríaca e italiana, descubrimos que los Kelly habían comprado recientemente una casa a la vuelta de la esquina de los Tres Cuervos en un complejo conocido por la ingeniosa señal de la calle. Alguien había cogido algunas figuras de madera sobrantes de una natividad, las había serrado por la mitad y las había dispuesto sobre una tabla. En el proceso, había quitado al niño Jesús del pesebre y lo había reemplazado por la cabeza de la mula de María.
—El Burro y la Cuna satisface nuestras presentes necesidades, señor Roydon —comentó la señora Kelley, antes de enviar a lo lejos un impresionante estornudo y tomar un trago de vino—. Creíamos que el emperador nos reservaría una casa en el propio palacio, dado el trabajo de Edward, pero esta nos servirá —manifestó la mujer. Entonces se oyó un golpeteo regular sobre las sinuosas escaleras—. Aquí está Edward.
Lo primero que apareció fue un bordón y luego una mano manchada, seguida por una manga igualmente sucia. El resto de Edward Kelley parecía igualmente deshonroso. Su larga barba estaba descuidada y sobresalía bajo un oscuro casquete que le ocultaba las orejas. Si había llevado sombrero, este había desaparecido. Además, le gustaban mucho las cenas, a juzgar por sus dimensiones falstafianas. Kelley entró cojeando y silbando en la habitación, y se quedó de piedra al ver a Matthew.
—Edward —dijo Matthew, recompensando al hombre con otra de sus resplandecientes sonrisas. Sin embargo, Kelley no parecía en absoluto tan complacido como su esposa de recibirlo—. Qué casualidad encontrarnos de nuevo, tan lejos de casa.
—¿Cómo habéis…? —preguntó Edward, con voz quebrada. Echó un vistazo a la sala y sus ojos cayeron sobre mí con una insidiosa mirada que me pellizcó como nunca antes había hecho la mirada de un daimón. Pero había algo más: alteraciones en las hebras que lo rodeaban, irregularidades en el tejido que indicaban que no solo era daimón, sino que además era inestable. Sus labios se curvaron.
—La bruja.
—El emperador ha elevado su rango, al igual que el vuestro. Ahora es «la diosa» —dijo Matthew—. Sentaos y descansad la pierna. Os causa molestias cuando hace frío, creo recordar.
—¿Qué interés tenéis en mí, Roydon?
Edward Kelley agarró con más fuerza el bordón.
—Está aquí en nombre de la reina, Edward. Yo estaba en la cama —dijo Joanna, lastimeramente—. Descanso poquísimo. Y por causa de estas espantosas fiebres todavía no he conocido a los vecinos. No me dijiste que había gente inglesa viviendo tan cerca. ¿Por qué? Puedo ver la casa de la señora Roydon desde la ventana de la torre. Tú estás en el castillo. Yo estoy sola, deseando hablar mi lengua nativa y aun así…
—Vuelve a la cama, querida —dijo Kelley, despidiendo a Joanna—. Y llévate tu vino contigo.
La señora Kelley gimoteó solícita, con expresión miserable. Ser una mujer inglesa en Praga sin amigos ni familia era difícil, pero tener un marido que era bienvenido en sitios a los que a ti se te prohibía ir debía de serlo el doble. Cuando su esposa se retiró, Kelley se dirigió pisando fuerte hacia la mesa y se sentó en la silla de su esposa. Con una mueca, levantó la pierna y la puso en su sitio. Luego clavó sus ojos oscuros y hostiles en Matthew.
—Decidme lo que debo hacer para librarme de vos —dijo el hombre sin rodeos. Puede que Kelley tuviera la astucia de Kit, pero no poseía en absoluto su encanto.
—La reina os reclama —dijo Matthew, igual de directamente—. Queremos el libro de Dee.
—¿Qué libro?
La respuesta de Edward fue rápida: demasiado rápida.
—Para ser un charlatán, sois un mentiroso abominable, Kelley. ¿Cómo os las arregláis para engañarlos a todos?
Matthew giró sus largas piernas, que estaban enfundadas en unas botas, y las puso sobre la mesa. Kelley se encogió cuando los tacones golpearon la superficie.
—Si el doctor Dee me acusa de robo —bravuconeó Kelley—, entonces debo insistir en discutir el asunto en presencia del emperador. No le gustaría que se me tratara así, poniendo en entredicho mi honor en mi propia casa.
—¿Dónde está, Kelley? ¿En vuestro laboratorio? ¿En la alcoba de Rodolfo? Lo encontraré, con o sin vuestra ayuda. Aunque si me contarais vuestro secreto, puede que me sintiera inclinado a olvidar el otro asunto —comentó Matthew, justo antes de encontrar una manchita en los bombachos—. La Congregación no está satisfecha con vuestro reciente comportamiento —añadió. El bordón de Kelley cayó repiqueteando al suelo. Matthew lo recogió, solícito, y apoyó el extremo gastado sobre el cuello de Kelley—. ¿Fue con esto con lo que tocasteis al tabernero de la posada, cuando amenazasteis con quitarle la vida? Eso fue muy imprudente, Edward. Tanta pompa y privilegios se os han subido a la cabeza.
El bordón cayó sobre la barriga de considerable tamaño de Kelley y se quedó allí.
—No puedo ayudaros —dijo Kelley con un gesto de dolor, mientras Matthew aumentaba la presión sobre el palo—. ¡Es la verdad! El emperador me quitó el libro cuando…
La voz de Kelley se fue apagando mientras se frotaba la cara con las manos, como si tratara de borrar al vampiro que tenía sentado enfrente.
—¿Cuando qué? —pregunté, inclinándome hacia delante. Nada más tocar el Ashmole 782 en la Bodleiana, supe que era diferente.
—Debéis de saber más sobre ese libro que yo —me espetó Kelley, con los ojos en llamas—. ¡A vosotras, las brujas, no os sorprendió saber de su existencia, aunque fue un daimón quien lo reconoció!
—Estoy perdiendo la paciencia, Edward —confesó Matthew, mientras hacía crujir el bordón entre las manos—. Mi esposa os ha hecho una pregunta. Respondedla.
Kelley miró lentamente a Matthew con aire triunfal y empujó el extremo de la vara para separarla de su abdomen.
—Vos odiáis a las brujas, o eso es lo que todos creen. Pero ahora veo que compartís la debilidad de Gerbert por las criaturas. Estáis enamorado de esta, tal y como le he dicho a Rodolfo.
—Gerbert —repitió Matthew, en tono inexpresivo.
Kelley asintió.
—Vino cuando Dee todavía estaba en Praga para hacer algunas preguntas sobre el libro y meter las narices en mis asuntos. Rodolfo le permitió disfrutar de una de las brujas de la Ciudad Vieja: una chiquilla de diecisiete años muy bonita, con el cabello rojizo y los ojos azules, como vuestra esposa. Nadie ha vuelto a verla desde entonces. Pero hubo una muy buena hoguera esa Noche de Walpurgis. A Gerbert le concedieron el honor de encenderla —dijo Kelley, antes de dirigirme una mirada—. Me pregunto si volveremos a tener hoguera este año.
La mención de la antigua tradición de quemar a una bruja para celebrar la primavera fue la gota que colmó el vaso para Matthew. Cuando me di cuenta de lo que estaba ocurriendo, este ya tenía a Kelley medio colgado de la ventana.
—Mirad hacia abajo, Edward. No es una altura excesiva. Sobreviviríais, me temo, aunque puede que os rompierais uno o dos huesos. Yo os recogería y os llevaría arriba, a vuestra alcoba. Allí habrá también una ventana, sin duda. Finalmente encontraría un lugar lo suficientemente elevado para partiros vuestro triste esqueleto. Para entonces, todos los huesos de vuestro cuerpo estarán hechos pedazos y tendréis que decirme lo que quiero saber —le aseguró Matthew. Cuando me levanté, posó sus negros ojos sobre mí—. Siéntate —me ordenó, antes de respirar hondo—. Por favor.
Solo entonces lo hice.
—El libro de Dee resplandecía de poder. Pude olerlo en el momento en que lo bajó de la estantería en Mortlake. Él era ajeno a la relevancia que tenía, pero yo lo sabía —confesó Kelley, que ya no era capaz de hablar lo suficientemente rápido. Cuando se detenía para tomar aliento, Matthew lo sacudía—. El brujo Roger Bacon era el dueño y lo había valorado como un gran tesoro. Su nombre está en la primera página, junto con la inscripción Verum Secretum Secretorum.
—Pero no se parece en nada al Secretum —alegué, pensando en aquella popular obra medieval—. Eso es una enciclopedia. Esto es un libro de alquimia ilustrado.
—Las ilustraciones no son más que una pantalla contra la verdad —dijo Kelley, resollando—. Por eso Bacon lo llamaba El verdadero secreto de los secretos.
—¿Qué dice? —pregunté, cada vez más emocionada. Esa vez Matthew no me llamó la atención. Además, volvió a meter dentro a Kelley—. ¿Fuisteis capaz de leer las palabras?
—Es posible —dijo Kelley, alisándose la toga.
—Él tampoco ha conseguido leer el libro —me aseguró Matthew, mientras liberaba a Kelley con repugnancia—. Puedo oler la hipocresía en su miedo.
—Está escrito en una lengua extranjera. Ni siquiera el rabino Loew ha podido descifrarlo.
—¿El Maharal ha visto el libro?
Matthew tenía aquella mirada inmóvil y vigilante propia de cuando iba a atacar.
—Al parecer, no le preguntasteis por ello al rabino Loew cuando estuvisteis en el Barrio Judío para buscar al brujo que ha hecho esa criatura de arcilla a la que llaman el golem. Ni pudisteis encontrar al culpable ni a su creación —dijo Kelley, con expresión de desdén—. A pesar de vuestro poder e influencia. Ni siquiera fuisteis capaz de intimidar a los judíos.
—No creo que las palabras estén en hebreo —dije, mientras recordaba los símbolos que había visto moverse a toda velocidad en el palimpsesto.
—No lo están. El emperador hizo que el rabino Loew acudiera a palacio para cerciorarse.
Kelley había revelado más de lo que pretendía. Miró hacia el bordón y las hebras que había a su alrededor se retorcieron y se enredaron. Me vino a la cabeza una imagen de Kelley levantando el palo para golpear a alguien. ¿Qué iba a hacer?
Entonces me di cuenta: pensaba golpearme a mí. Un sonido ininteligible salió de mi boca y, cuando extendí la mano, el bordón de Kelley voló directamente hacia ella. Mi brazo se transformó en una rama por un instante, antes de recuperar su aspecto normal. Rogué para que todo hubiera sucedido con demasiada rapidez como para que Kelley hubiera notado el cambio. La mirada que había en su cara me dijo que mis esperanzas eran en vano.
—No permitáis que el emperador os vea hacer eso —me recomendó Kelley con una sonrisa de suficiencia— u os encerrará como otra curiosidad más en la que recrearse. Os he dicho lo que queríais saber, Roydon. Apaciguad a los perros de la Congregación.
—No creo que me sea posible —declaró Matthew, quitándome el bordón—. No sois inofensivo, da igual lo que Gerbert crea. Pero os dejaré en paz… por ahora. No hagáis nada más que capte mi atención y podréis ver el verano.
Mi marido arrojó el bordón a una esquina.
—Buenas noches, señor Kelley.
Cogí la capa, deseando alejarme al máximo del daimón lo más rápido posible.
—Disfrutad de los momentos de sol, bruja. En Praga pasan rápido.
Kelley se quedó donde estaba, mientras Matthew y yo comenzamos a bajar las escaleras.
Aunque ya estaba en la calle, seguía notando los pellizcos de sus miradas. Y, cuando volví la vista hacia El Burro y la Cuna, las hebras sinuosas y rotas que unían a Kelley con el mundo resplandecieron con malevolencia.