Capítulo
26

Verin de Clermont estaba sentada en su casa, en Berlín, mirando incrédula el periódico:

The Independent

1 de febrero de 2010

Una mujer de Surrey ha descubierto un manuscrito perteneciente a Mary Sidney, famosa poetisa isabelina y hermana de sir Philip Sidney.

«Estaba en el armario de la caldera de mi madre, encima de las escaleras» aseguró Henrietta Barber, de sesenta y dos años, a The Independent. La señora Barber estaba retirando las pertenencias de su madre antes de internarla. «Me pareció un fajo de papeles viejos y estropeados».

El manuscrito, según creen los expertos, representa un cuaderno de notas de trabajos de alquimia que la condesa de Pembroke escribió durante el invierno de 1590-1591. Se creía que los papeles científicos de la condesa habían sido destruidos en un incendio en Wilton House en el siglo XVII. No está claro cómo ha llegado el objeto a manos de la familia Barber.

«Recordamos a Mary Sidney fundamentalmente como poetisa», comentaba un representante de la casa de subastas Sotheby’s, que sacará el objeto a subasta en mayo, «pero en su propia época era conocida por tratarse de una gran profesional de la alquimia».

El manuscrito es de particular interés, ya que demuestra que la condesa disfrutaba de asistencia en el laboratorio. En un experimento denominado «elaboración del arbor Dianae», identifica a su ayudante con las iniciales DR. «Puede que nunca seamos capaces de identificar al hombre que ayudaba a la condesa de Pembroke», explica el historiador Nigel Warminster, de la Universidad de Cambridge, «pero este manuscrito nos dirá de todos modos muchas cosas sobre el aumento de la experimentación en la revolución Científica».

—¿Qué sucede, Schatz? —Ernst Neumann puso una copa de vino delante de su esposa. Estaba demasiado seria para un lunes por la noche. Aquella era la cara de viernes de Verin.

—Nada —murmuró esta, con los ojos todavía fijos en las líneas impresas que tenía delante—. Un asunto familiar inconcluso.

—¿Tiene algo que ver con Baldwin? ¿Ha perdido hoy un millón de euros?

A Ernst le había costado acostumbrarse a su cuñado y no confiaba del todo en él. Baldwin lo había adiestrado en las complejidades del comercio internacional cuando Ernst no era más que un chiquillo. Ahora tenía casi sesenta años y era la envidia de sus amigos, por su joven esposa. Las fotos de la boda, en las que salía Verin con un aspecto exactamente igual al actual junto con una versión de veinticinco años de sí mismo, estaban a buen recaudo, fuera de la vista.

—Baldwin no ha perdido un millón de nada en su vida.

Ernst se percató de que, en realidad, Verin no había respondido a su pregunta.

Acercó el periódico inglés y leyó lo que estaba impreso en él.

—¿Por qué te interesa un viejo libro?

—Antes déjame hacer una llamada —respondió su mujer con cautela. Sujetaba con seguridad el teléfono entre las manos, pero Ernst reconoció la expresión de aquellos inusitados ojos plateados. Estaba enfadada, asustada y pensando en el pasado. Había visto aquella misma mirada momentos antes de que Verin le salvara la vida al arrebatárselo a su madrastra.

—¿Estás llamando a Mélisande?

—A Ysabeau —dijo Verin de forma automática, mientras aporreaba los números.

—Eso, a Ysabeau, —dijo Ernst. Como era comprensible, le resultaba difícil llamar a la madrastra de Verin por un nombre diferente al que usaba la matriarca de la familia De Clermont cuando había matado al padre de Ernst, tras la guerra.

A la llamada de Verin le costó una cantidad de tiempo desmesurada conectar. Ernst oía clics extraños, casi como si la llamada estuviera siendo reenviada una y otra vez. Finalmente, lo logró. El teléfono sonó.

—¿Quién es? —preguntó una voz joven. Parecía estadounidense… o puede que fuera inglesa, pero ya casi sin acento.

Verin colgó de inmediato. Dejó el teléfono sobre la mesa y enterró la cabeza entre las manos.

—Dios mío. De verdad está sucediendo, como mi padre dijo que pasaría.

—Me estás asustando, Schatz —dijo Ernst. Había visto muchas atrocidades en su vida, pero ninguna tan gráfica como las que atormentaban a Verin en las raras ocasiones en las que de verdad dormía. Las pesadillas que tenía con Philippe lograban que su esposa, normalmente serena, se viniera abajo—. ¿Quién ha cogido el teléfono?

—No quien debería —respondió Verin, con voz ahogada. Sus ojos grises se alzaron para encontrarse con los de él—. Debería haber contestado Matthew, pero no ha podido. Porque no está aquí. Está allá.

La mujer miró el periódico.

—Verin, lo que dices no tiene ningún sentido —dijo Ernst con severidad. Nunca había conocido a aquel problemático hermanastro, el intelectual y la oveja negra de la familia.

Pero ella ya estaba volviendo a marcar un número en el teléfono. Esa vez la llamada entró directamente.

—Veo que has leído los periódicos de hoy, tiíta Verin. Llevo horas esperando tu llamada.

—¿Dónde estás, Gallowglass?

Su sobrino era un culo inquieto. En el pasado enviaba postales solo con un número de teléfono de cualquier tramo de carretera que estuviera recorriendo en el momento: la autopista alemana, la Ruta 66 de Estados Unidos, la Trollstigen noruega, la carretera del túnel de Guolliang. Cada vez recibía menos escuetos anuncios de aquellos desde que había llegado la era de los teléfonos móviles internacionales. Con los GPS e Internet, podía localizar a Gallowglass en cualquier sitio. Sin embargo, Verin añoraba mucho las postales.

—En algún lugar de las afueras de Warrnambool —dijo Gallowglass, sin concretar.

—¿Dónde diablos está Warrnambool? —preguntó Verin.

—En Australia —dijeron Ernst y Gallowglass al mismo tiempo.

—¿Eso que oigo es acento alemán? ¿Te has echado un nuevo novio? —bromeó Gallowglass.

—Cuidado, cachorrillo —le espetó Verin—. Puede que seas de la familia, pero eso no me impide rebanarte el pescuezo. Es mi marido, Ernst.

Ernst se irguió en la silla y sacudió la cabeza a modo de advertencia. No le gustaba que su mujer se enfrentara a vampiros machos, aun cuando era más fuerte que la mayoría. Verin ahuyentó su temor haciendo un gesto con la mano.

Gallowglass se rio y Ernst decidió que aquel vampiro desconocido podría caerle bien.

—Esa es mi espeluznante tiíta Verin. Me alegro de oír tu voz, después de tantos años. Y no finjas que te ha sorprendido más ver esa historia que a mí recibir tu llamada.

—En cierto modo tenía la esperanza de que estuviera delirando —confesó Verin, recordando la noche en que ella y Gallowglass se habían sentado al lado de la cama de Philippe a escuchar sus divagaciones.

—¿Creíste que era contagioso y que yo también estaba desvariando?

Gallowglass resopló. Verin se fijó en que, en la actualidad, su voz se parecía mucho a la de Philippe.

—Esperaba que ese fuera el caso, de hecho.

Habría sido más fácil de creer que la otra alternativa: que la historia imposible de su padre sobre una bruja que viajaba en el tiempo fuera cierta.

—¿Seguirás cumpliendo tu promesa de todos modos? —preguntó Gallowglass en voz baja.

Verin vaciló. Solo fue un instante, pero Ernst se percató. Verin siempre cumplía sus promesas. Cuando él era un niño muerto de miedo, Verin le había prometido que crecería y se convertiría en un hombre. Ernst se había aferrado a aquella certeza cuando tenía seis años, al igual que se aferraba a las promesas que Verin le había hecho desde entonces.

—No has visto a Matthew con ella. Cuando lo hagas…

—¿Pensaré que mi hermanastro es aún más problemático? Imposible.

—Dale una oportunidad, Verin. Ella también es hija de Philippe. Y él tiene un gusto excelente en lo que a mujeres se refiere.

—La bruja no es su verdadera hija —dijo Verin rápidamente.

En alguna carretera cerca de Warrnambool, Gallowglass apretó los labios y se negó a responder. Tal vez Verin supiera más de Diana y Matthew que cualquier otro miembro de la familia, pero no tanto como él. Ya habría infinidad de ocasiones para hablar de vampiros e hijos cuando la pareja regresara. No era necesario discutir sobre ello en aquel momento.

—Además, Matthew no está aquí —dijo Verin, mirando el periódico—. He marcado el número. Ha respondido otra persona y no era Baldwin.

Por eso había colgado tan rápido. Si Matthew no estaba liderando la hermandad, el número de teléfono debería haber pasado al único hijo legítimo superviviente de Philippe. «El número» había sido creado en los primeros años del teléfono. Philippe lo había elegido: 917, por el cumpleaños de Ysabeau, en septiembre. Con cada nueva tecnología y con los cambios sucesivos en el sistema telefónico nacional e internacional, el número remitía sin defecto a una iteración más moderna.

—Has llamado a Marcus.

Gallowglass también había marcado el número.

—¿A Marcus? —Verin estaba horrorizada—. ¿El futuro de los De Clermont depende de Marcus?

—Dale también una oportunidad a él, tiíta Verin. Es un buen tío —dijo Gallowglass, antes de quedarse callado—. En cuanto al futuro de la familia, este depende de todos nosotros. Philippe lo sabía, o no nos habría hecho prometer que regresaríamos a Sept-Tours.

Philippe de Clermont había sido muy preciso con su hija y su nieto. Debían estar atentos a las señales: historias sobre una joven bruja estadounidense con gran poder, el apellido Bishop, la alquimia y luego una serie de descubrimientos históricos extraños.

Entonces, y solo entonces, Gallowglass y Verin regresarían a la residencia de la familia De Clermont. Philippe no había querido revelar por qué era tan importante que la familia se reuniera, pero Gallowglass lo sabía.

Durante décadas, Gallowglass había esperado. Entonces había empezado a oír historias sobre una bruja de Massachusetts llamada Rebecca, una de las últimas descendientes de Bridget Bishop, de Salem. Las crónicas sobre su poder se extendieron por todos los rincones, al igual que la noticia de su trágica muerte. Gallowglass siguió a la hija que había sobrevivido hasta el norte del estado de Nueva York. Había estado controlando a la niña periódicamente, observando mientras Diana Bishop jugaba en las barras de mono en el parque, iba a fiestas de cumpleaños y se graduaba en la universidad. Gallowglass se había sentido tan orgulloso de ella como cualquier padre al verla defender la tesis en Oxford. Y muchas veces se situaba bajo el carillón de Harkness Tower, en Yale, y dejaba que el sonido de las campanas reverberara por todo su cuerpo mientras la joven profesora cruzaba andando el campus. Su vestimenta era distinta, pero la forma de andar de Diana era inconfundible, al igual que la postura de sus hombros, llevara puesto un miriñaque y una gorguera o un par de pantalones y una poco favorecedora chaqueta masculina.

Gallowglass trataba de guardar las distancias, pero a veces tenía que interferir: como el día que su energía atrajo a un daimón hasta ella y la criatura empezó a seguirla. Aun así, Gallowglass se enorgullecía de los cientos de veces que se había contenido para no bajar corriendo las escaleras de la torre de las campanas de Yale, rodear con los brazos a la profesora Bishop y decirle lo contento que estaba de verla después de tantos años.

Cuando Gallowglass se enteró de que Baldwin había sido reclamado en Sept-Tours por orden de Ysabeau a causa de alguna emergencia no especificada relacionada con Matthew, el galés supo que era solo cuestión de tiempo que las anomalías históricas aparecieran. Gallowglass había visto el anuncio del descubrimiento de un par de miniaturas isabelinas hasta entonces desconocidas. Cuando había conseguido llegar a Sotheby’s, ya las habían comprado. Gallowglass había entrado en pánico, pensando que podrían haber caído en manos equivocadas. Pero había infravalorado a Ysabeau. Al hablar con Marcus esa mañana, el hijo de Matthew le había confirmado que estaban a salvo en la mesa de Ysabeau, en Sept-Tours. Habían pasado más de cuatrocientos años desde que Gallowglass había escondido las pinturas en una casa de Shropshire. Estaría bien verlas —y a las dos criaturas que representaban— una vez más.

Entretanto, se estaba preparando para la tormenta que se avecinaba como siempre lo hacía: viajando lo más lejos y lo más rápido que podía. En su día habían sido los mares y luego los trenes, pero ahora Gallowglass se había echado a las carreteras para recorrer en moto la mayor cantidad de curvas cerradas y laderas de montaña posible. Con el cabello enmarañado ondeando al viento y la cazadora de cuero bien apretada alrededor del cuello para ocultar el hecho de que su piel nunca mostrara el menor rastro de bronceado, Gallowglass se preparó para la obligación de cumplir la promesa, hecha mucho tiempo atrás, de defender a los De Clermont costara lo que costara.

—¿Gallowglass? ¿Sigues ahí?

La voz de Verin crepitó a través del teléfono y sacó a su sobrino del ensimismamiento.

—Sigo aquí, tiíta.

—¿Adónde vas?

Verin suspiró y apoyó la cabeza en la mano. Todavía no era capaz de obligarse a mirar a Ernst. Pobre Ernst, que se había casado a sabiendas con una vampira y, al hacerlo, se había involucrado sin darse cuenta en una complicada historia de sangre y deseo que giraba y se retorcía a lo largo de los siglos. Pero ella le había hecho una promesa a su padre y, aunque Philippe estaba muerto, Verin no tenía intención de defraudarlo ahora y por primera vez.

—Le he dicho a Marcus que llegaré pasado mañana.

Gallowglass no estaba más dispuesto a admitir que se sentía aliviado por la decisión de su tía que Verin a reconocer que se había tenido que plantear si ser fiel a su juramento.

—Nos veremos allí.

Aquello le proporcionaría un poco de tiempo para darle la noticia a Ernst de que iba a tener que compartir techo con su madrastra. No le iba a hacer ninguna gracia.

—Buen viaje, tiíta Verin —logró decir su sobrino antes de que colgara.

Gallowglass se guardó el teléfono en el bolsillo y se quedó mirando el mar. En una ocasión había naufragado en aquella parte de la costa australiana. Les tenía cariño a los lugares de la costa a los que había sido arrastrado, como un tritón varado en una tempestad, para descubrir que, después de todo, podía vivir en tierra firme. Buscó el tabaco. Al igual que montar en moto sin casco, fumar era una manera de despreciar al universo que, con una mano, le había dado la inmortalidad, mientras que con la otra le había arrebatado a todo aquel a quien amaba.

—¿Y a estos también te los llevarás, no es así? —preguntó al viento, que suspiró a modo de respuesta. Matthew y Marcus tenían opiniones muy claras sobre los fumadores pasivos. Que a ellos no les fuera a matar fumar, alegaban, no quería decir que fueran a exterminar al resto del mundo.

—Si nos los cargamos a todos, ¿luego qué comemos? —había señalado Marcus con una lógica infalible. Era una idea curiosa para un vampiro, pero Marcus era conocido por ellas y Matthew no era mucho mejor. Gallowglass atribuía dicha tendencia al exceso de educación.

Acabó el cigarro y hurgó en el bolsillo para sacar una bolsita de cuero en la que había veinticuatro discos de dos centímetros y medio de diámetro por medio centímetro de grosor que procedían de una rama que le había arrancado a un fresno que crecía cerca de la casa familiar. Cada uno de ellos tenía una marca hecha con fuego en la superficie, el alfabeto de una lengua que ya nadie hablaba.

Siempre había sentido un sano respeto por la magia, incluso antes de conocer a Diana Bishop. Había poderes ahí fuera, en la tierra y en los mares, que ninguna criatura entendía y Gallowglass era lo suficientemente inteligente como para mirar hacia otro lado cuando estos se aproximaban. Pero no lograba resistirse a las runas. Le ayudaban a navegar por las traicioneras aguas del destino.

Pasó los dedos por los suaves círculos de madera y dejó que estos le empaparan la mano como si fueran de agua. Quería saber hacia dónde iba la corriente: ¿a favor de los De Clermont o en su contra?

Cuando sus dedos se quedaron quietos, sacó la runa que le diría cómo estaban las cosas en la actualidad. Nyd, la runa de la ausencia y el deseo. Gallowglass hundió la mano en la bolsa de nuevo para entender mejor lo que quería que le deparase el futuro. Odal, el ideograma del hogar, la familia y la herencia. Extrajo la última runa, la que le enseñaría cómo alcanzar su persistente deseo de pertenencia.

Rad. Era una runa confusa, que representaba a la vez la llegada y la partida, el principio de un viaje y el fin, un primer encuentro a la vez que una reunión hace tiempo esperada. La mano de Gallowglass se cerró alrededor del pedazo de madera. En esa ocasión, el significado estaba claro.

—Que tengas buen viaje tú también, tiíta Diana. Y trae a ese tío mío contigo —les dijo Gallowglass al mar y al cielo, antes de volver a subirse a la moto y dirigirse hacia un futuro que ya no podía seguir imaginando ni posponiendo.