Capítulo
16

Pasamos el fin de semana tranquilos, deleitándonos con nuestro secreto y regodeándonos en las especulaciones que hacen todos los futuros padres. El miembro más joven del clan de los De Clermont ¿tendría el cabello negro como su padre y mis ojos azules? ¿Le gustaría la ciencia o la historia? ¿Tendría la habilidad de Matthew con las manos o sería una manazas como yo? En cuanto al sexo, teníamos diferentes opiniones. Yo estaba convencida de que era un niño y Matthew, igualmente seguro de que era una niña.

Exhaustos y llenos de júbilo, dejamos de pensar por un momento en el futuro para observar el Londres del siglo XVI desde el calor de nuestros aposentos. Empezamos por las ventanas que daban a Water Lane, donde espié las distantes torres de la abadía de Westminster y acabamos sentados en unas sillas que acercamos a las ventanas de la habitación, desde donde se veía el Támesis. Ni el frío ni el hecho de tratarse del día cristiano de descanso impedían que los barqueros continuaran con sus negocios, haciendo entregas y trasladando pasajeros. Al fondo de nuestra calle, un grupo de remeros de alquiler se apiñaban en las escaleras que daban a la ribera, con los botes vacíos cabeceando arriba y abajo en el oleaje.

Matthew compartió conmigo sus recuerdos de la ciudad durante el transcurso de la tarde mientras la marea subía y bajaba. Me contó que en una ocasión, en el siglo XV, el Támesis se había helado durante más de tres meses. Permaneció así tanto tiempo que levantaron tiendas provisionales sobre el hielo para cubrir las necesidades de los peatones. También rememoró sus improductivos años en Thavies Inn, donde había llevado a cabo el formalismo de estudiar Leyes por cuarta y última vez.

—Me alegro de que puedas verlo antes de partir —dijo, estrechándome la mano. Una a una, las personas fueron iluminando las lámparas, colgándolas de las proas de los barcos y colocándolas en las ventanas de casas y posadas—. También intentaremos colarnos en una visita a la Bolsa de Valores.

—¿Vamos a regresar a Woodstock? —pregunté, confusa.

—Tal vez durante un breve período de tiempo. Luego regresaremos al presente.

Me quedé mirándolo, demasiado asombrada para hablar.

—No sabemos con qué nos encontraremos durante el período de gestación y por tu seguridad, y la del niño, tenemos que hacer un seguimiento del bebé. Tienes que someterte a ciertas pruebas y sería una buena idea que te hicieran una ecografía convencional. Además, querrás estar con Sarah y Emily.

—Pero, Matthew —protesté—, todavía no podemos volver a casa. No sé cómo hacerlo. —Él volvió la cabeza—. Em nos lo explicó claramente antes de que nos fuéramos. Para retroceder en el tiempo, hacen falta tres objetos que te lleven a donde quieres ir. Para avanzar hace falta brujería, pero yo no puedo hacer encantamientos. Por eso hemos venido.

—No puedes llevar el embarazo a término aquí —dijo Matthew, saltando de la silla.

—Las mujeres también tienen bebés en el siglo XVI —dije suavemente—. Además, no me siento diferente. No puedo estar embarazada de más de unas cuantas semanas.

—¿Tendrás la fuerza suficiente para llevarnos de vuelta a ella y a mí al futuro? No, necesitamos irnos lo antes posible, mucho antes de que nazca. —Matthew se interrumpió—. ¿Y si el hecho de viajar en el tiempo daña de alguna manera al feto? La magia es una cosa, pero esto… —dijo, sentándose de golpe.

—No ha cambiado nada —le aseguré con dulzura—. El bebé no puede ser mayor que un grano de arroz. Ahora que estamos en Londres, no debería ser difícil encontrar a alguien que me ayude con lo de la magia… Eso por no hablar de que sepa más de viajar en el tiempo que Sarah y Em.

—Es del tamaño de una lenteja —comentó Matthew. Se quedó callado, reflexionó unos instantes y tomó una decisión—. Al cabo de unas seis semanas, el desarrollo fetal más crítico ya habrá tenido lugar. Eso debería de proporcionarte tiempo suficiente. —Parecía que hablaba un médico, no un padre. Estaba empezando a preferir la impetuosidad previa a la época moderna que la objetividad actual.

—Solo son unas cuantas semanas, ¿y si necesitara siete?

Si Sarah hubiera estado en aquella habitación, le habría advertido de que el hecho de que me comportara de aquella forma tan razonable no era una buena señal.

—Siete semanas. Podría ser —dijo Matthew, perdido en sus propios pensamientos.

—Qué bien, me alegro. No me gustaría nada que me metieran prisa cuando está en juego algo tan importante como descubrir quién soy.

Fui apresuradamente hacia él.

—Diana, eso no es…

Estábamos ya nariz con nariz.

—No tendré la oportunidad de ser una buena madre si no aprendo más sobre el poder de mi sangre.

—Eso no es bueno…

—No te atrevas a decir que no es bueno para el bebé. No soy ningún recipiente. —Mi mal genio estaba en plena ebullición—. Primero querías mi sangre para tus experimentos científicos y ahora, este bebé.

Matthew, maldito fuera, se quedó allí parado, con los brazos cruzados y una mirada dura en sus ojos grises.

—¿Y bien? —exigí.

—¿Y bien, qué? Al parecer mi participación en esta conversación no es necesaria. Ya acabas tú mis frases. Podrías empezarlas también.

—Esto no tiene nada que ver con las hormonas.

Me di cuenta tarde de que aquella simple afirmación probablemente evidenciaba lo contrario.

—Ni se me había pasado por la cabeza antes de que lo mencionaras.

—Pues no lo parecía.

Matthew enarcó una ceja.

—Soy la misma persona que hace tres días. El embarazo no es ninguna patología y no anula los motivos por los que estamos aquí. Ni siquiera hemos tenido una oportunidad como Dios manda de buscar el Ashmole 782.

—¿El Ashmole 782? —Matthew emitió un sonido de impaciencia—. Todo ha cambiado, y tú no eres la misma persona. No podemos mantener este embarazo en secreto de forma indefinida. En cuestión de días, cualquier vampiro podrá oler los cambios que se están produciendo en tu cuerpo. Kit se lo imaginará mucho antes y se preguntará quién es el padre…, porque no puedo ser yo, ¿no? Una bruja embarazada que vive con un wearh despertará la animadversión de todas las criaturas de la ciudad, incluso de aquellas que no se preocupan demasiado por el pacto. Alguien podría quejarse a la Congregación. Mi padre exigirá que regresemos a Sept-Tours por tu seguridad y yo no podría soportar volver a decirle adiós una vez más —señaló Matthew, levantando la voz cada vez más al ir enumerando los problemas.

—No creía…

—No —me interrumpió Matthew—, claro que no. No podías haberlo hecho. Por Dios, Diana. Antes, tú y yo vivíamos un matrimonio prohibido. Eso ya era bastante excepcional, pero ahora estás embarazada de mí. Y eso no solo es excepcional, sino que el resto de criaturas lo consideran imposible. Tres semanas, Diana. Ni un segundo más.

Era implacable.

—Tal vez no consigas encontrar una bruja dispuesta a ayudarme en ese tiempo —insistí—. No con lo que está sucediendo en Escocia.

—¿Quién ha hablado de disposición?

La sonrisa de Matthew me dejó helada.

—Me voy a la sala a leer.

Giré en redondo para ir hacia la habitación, deseando alejarme de él lo antes posible, pero me estaba esperando en el umbral de la puerta impidiéndome el paso con el brazo.

—No pienso perderte, Diana —dijo, con energía pero en voz baja—. Ni por buscar un manuscrito de alquimia ni por el bien de un niño que no ha nacido.

—Y yo no pienso perderme a mí misma —repliqué—. Ni para satisfacer tu necesidad de tener todo bajo control ni hasta que descubra quién soy.

El lunes estaba de nuevo sentada en la sala, ojeando La reina hada y muriéndome de aburrimiento, cuando la puerta se abrió. «Visitas». Cerré el libro de golpe, entusiasmada.

—No creo que vuelva a entrar en calor jamás.

Walter se hallaba de pie en la puerta, empapado. George y Henry estaban con él, ambos con un aspecto igualmente horrible.

—Hola, Diana.

Henry estornudó y luego me saludó con una formal reverencia antes de dirigirse hacia la chimenea y extender los dedos hacia las llamas con un gemido.

—¿Dónde está Matthew? —pregunté, mientras hacía que George tomara asiento.

—Con Kit. Los hemos dejado con un librero —explicó Walter, haciendo un gesto en dirección a San Pablo—. Estoy hambriento. El estofado que Kit pidió para cenar era incomible. Matt dijo que Françoise nos prepararía algo de comer.

La sonrisa pícara de Raleigh reveló que mentía.

Los chicos iban por el segundo plato de comida y por la tercera copa de vino cuando Matthew llegó a casa con Kit, un montón de libros y el lote completo de vello facial, cortesía de uno de esos brujos barberos de los que tanto hablaban. El elegante bigote nuevo de mi marido le iba bien a la anchura de su boca. Además, llevaba la barba corta, como dictaba la moda, y bien recortada. Pierre entró detrás de él, con un saco de tela lleno de rectángulos y cuadrados de papel.

—Gracias a Dios —dijo Walter, asintiendo con aprobación al ver la barba—. Ahora sí que pareces tú.

—Hola, corazón mío —dijo Matthew, y me besó en la mejilla—. ¿Me reconoces?

—Sí…, aunque pareces un pirata —comenté, riéndome.

—Es verdad, Diana. Él y Walter ahora parecen hermanos —admitió Henry.

—¿Por qué insistes en llamar a la esposa de Matthew por el nombre de pila, Henry? ¿La señora Roydon se ha convertido en tu pupila? ¿O es que ahora es tu hermana? La única opción que queda es que estés planeando seducirla —refunfuñó Marlowe, dejándose caer en una silla.

—Deja de alborotar el gallinero, Kit —lo reprendió Walter.

—Tengo regalos de Navidad atrasados —dijo Matthew, deslizando el montón de libros hacia mí.

—Libros. —Me desconcertó notar que, obviamente, eran nuevos: el crujido de las tapas apretadas protestando al ser abiertas por primera vez, el olor del papel y el penetrante olor de la tinta. Estaba acostumbrada a ver ejemplares como aquellos muy gastados en las salas de lectura de las bibliotecas, no descansando sobre la mesa donde comíamos. El de arriba del todo era un cuaderno en blanco para reemplazar el que todavía estaba en Oxford. El siguiente, un libro de oraciones, hermosamente encuadernado. La ornamentada cubierta estaba adornada con una imagen postrada del patriarca bíblico Jesé. Del estómago le brotaba un árbol con unas extensas ramas. Fruncí el ceño. ¿Por qué me había comprado Matthew un libro de oraciones?

—Pasa la página —me animó, mientras notaba el peso de sus manos inmóviles sobre la parte baja de la espalda.

En el reverso había un grabado de madera de la reina Isabel arrodillada, rezando. Esqueletos, personajes bíblicos y virtudes clásicas decoraban cada una de las páginas. El libro era una combinación de texto e imaginería, exactamente igual que los tratados de alquimia que yo estudiaba.

—Es precisamente el tipo de libro que una respetable dama casada poseería —dijo Matthew, sonriendo. Luego bajó la voz y adoptó un tono conspirador—. Eso debería satisfacer tus deseos de guardar las apariencias. Pero no te preocupes. El siguiente no es en absoluto respetable.

Dejé a un lado el libro de oraciones y cogí el grueso tomo que Matthew me ofrecía. Tenía las páginas cosidas y estaba guardado en un envoltorio protector de gruesa vitela. El tratado prometía explicar los síntomas y las curas de todo tipo de mal que aquejara a la humanidad.

—Los libros religiosos son regalos populares y fáciles de vender. Los libros de medicina tienen una audiencia más pequeña y resultan demasiado costosos para estar encuadernados si no es por encargo —explicó Matthew, mientras yo pasaba los dedos por la lisa cubierta. Me tendió aún otro libro más—. Afortunadamente, ya había encargado un ejemplar encuadernado de este. Acaba de salir de imprenta y está destinado a ser un gran éxito de ventas.

El objeto en cuestión estaba sencillamente encuadernado en piel negra y tenía algunos grabados en plata por todo ornamento. Dentro había un ejemplar de la primera edición de Arcadia, de Philip Sidney. Me eché a reír al recordar cuánto había odiado leerlo en la universidad.

—No solo de oraciones y física vive una bruja.

Los ojos de Matthew brillaron, traviesos, y me hizo cosquillas con el bigote cuando se acercó para besarme.

—Me va a llevar algo de tiempo acostumbrarme a tu nueva cara —confesé, mientras me reía y me frotaba los labios debido a aquella sensación inesperada.

El conde de Northumberland me observó como si mirara a un caballo que necesitara un régimen de entrenamiento.

—Tan pocos títulos no mantendrán ocupada a Diana durante mucho tiempo. Está acostumbrada a una actividad más variada.

—Ciertamente. Pero no puede vagar por la ciudad ofreciendo clases de alquimia. —La boca de Matthew se tensó con regocijo. Cada hora que pasaba, su acento y la elección de sus palabras se iban amoldando más a aquella época. Se inclinó sobre mí, olisqueó la jarra de vino y sonrió—. ¿Disponemos de algo para beber que no haya sido medicado con clavo y pimienta? Tiene un olor atroz.

—Puede que Diana disfrutara con la compañía de Mary —sugirió Henry, que no había oído la pregunta de Matthew.

Matthew se le quedó mirando.

—¿Mary?

—Tienen una edad y un temperamento similares, creo yo, y ambas son un dechado de erudición.

—La condesa no solo es culta, sino que además tiene propensión a incendiar cosas —observó Kit, sirviéndose otro generoso vaso de vino. Introdujo la nariz en él y respiró hondo. Olía ligeramente a Matthew—. Alejaos de sus alambiques y calderas, a menos que deseéis un cardado a la moda.

—¿Calderas?

Me pregunté de quién podría tratarse.

—Ah, sí. Es la condesa de Pembroke —agregó George, con los ojos brillantes ante la posibilidad del mecenazgo.

—De ninguna manera —dije rotundamente. Entre Raleigh, Chapman y Marlowe, ya había conocido a suficientes leyendas literarias para toda una vida. La condesa era la más destacada mujer de letras del país y hermana de sir Philippe Sidney—. No estoy preparada para enfrentarme a Mary Sidney.

—Ni Mary Sidney está preparada para enfrentarse a vos, señora Roydon, pero sospecho que Henry tiene razón. Pronto os aburriréis de los amigos de Matthew y necesitáis buscar los vuestros propios. Sin ellos podríais caer en la ociosidad y la melancolía —opinó Walter, antes de asentir mirando a Matthew—. Deberíais invitar a Mary a compartir vuestra cena.

—Blackfriars se quedaría completamente paralizado si la condesa de Pembroke apareciera en Water Lane. Sería infinitamente mejor enviar a la señora Roydon al castillo de Baynard. Está justo al otro lado de la muralla —aseguró Marlowe, deseando librarse de mí.

—Diana tendría que atravesar la ciudad —dijo Matthew enfáticamente.

Marlowe resopló con displicencia.

—Es la semana entre Navidad y Año Nuevo. A nadie le llamará la atención que dos mujeres casadas compartan una copa de vino y algunos chismorreos.

—Yo estaría encantado de acompañarla —propuso Walter, presentándose voluntario—. Tal vez Mary quiera saber más cosas sobre mi aventura en el Nuevo Mundo.

—Tendrás que pedirle a la condesa que invierta en Virginia en otra ocasión. Si Diana va, yo iré con ella —declaró Matthew, entornando los ojos—. Me pregunto si Mary conocerá a alguna bruja.

—Es una mujer, ¿cierto? Por supuesto que conoce a brujas —dijo Marlowe.

—¿Entonces quieres que le escriba, Matt? —preguntó Henry.

—Gracias, Hal. —Era obvio que Matthew no estaba en absoluto convencido de la pertinencia del plan. Dejó escapar un suspiro—. Hace demasiado tiempo que no la veo. Dile a Mary que pasaremos a visitarla mañana.

Mi reticencia inicial a conocer a Mary Sidney se esfumó a medida que se acercaba nuestra cita. Cuantas más cosas recordaba —y descubría— sobre la condesa de Pembroke, más emocionada estaba.

Françoise se hallaba en un estado de gran ansiedad por la visita y estuvo preparándome la ropa durante horas. Sujetó una gorguera particularmente esponjosa alrededor del cuello alto de una chaqueta de terciopelo negro que Marie me había confeccionado en Francia. Asimismo, limpió y planchó mi impresionante vestido de color teja con bandas de terciopelo negro. Combinaba con la chaqueta y le aportaba una nota de color. Cuando estuve vestida, Françoise calificó mi aspecto de pasable, aunque demasiado severo y alemán para su gusto.

Devoré una especie de estofado lleno de pedazos de conejo y cebada a mediodía para intentar acelerar la partida. Matthew dedicó un tiempo que se me hizo eterno a beber a sorbos el vino y hacerme preguntas en latín sobre qué tal me había ido la mañana. Tenía una expresión diabólica.

—¡Si intentas ponerme furiosa, lo estás consiguiendo! —le dije, tras una pregunta especialmente enrevesada.

Refero mihi in latine, quaeso —dijo Matthew, en tono profesional. Entonces le tiré un trozo de pan y él se echó a reír y se agachó.

Henry Percy llegó justo a tiempo para recoger limpiamente el pan con una mano. Lo devolvió a la mesa sin mediar palabra, sonrió con serenidad y preguntó si estábamos listos para partir.

Pierre se materializó sin hacer ruido alguno, saliendo de las sombras que había al lado de la entrada de la zapatería, y echó a andar calle arriba con aire desconfiado y con la mano derecha rodeando firmemente la empuñadura de su daga. Cuando Matthew nos hizo girar hacia la ciudad, levanté la vista. Allí estaba San Pablo.

—No creo que me pierda con eso en el vecindario —murmuré.

Mientras avanzábamos en silencio hacia la catedral, mis sentidos se acostumbraron al caos y logré discernir sonidos, olores e imágenes por separado. Pan horneado. Fuego de carbón. Humo de leña. Fermentación. Basura recién lavada, por cortesía de las lluvias del día anterior. Lana húmeda. Respiré hondo y tomé nota mentalmente de dejar de decirles a mis alumnos que, si retrocedieran en el tiempo, se desmayarían de inmediato por el mal olor. Al parecer no era verdad, al menos no en diciembre.

Hombres y mujeres levantaban la vista de su trabajo, se asomaban a las ventanas con descarada curiosidad mientras íbamos andando, e inclinaban la cabeza con respeto cuando reconocían a Matthew y a Henry. Pasamos por delante de un comercio en el que había una imprenta, luego por otro donde un barbero le estaba cortando el pelo a un hombre y bordeamos un ajetreado taller donde los martillos y el calor indicaban que alguien estaba trabajando metales finos.

A medida que la novedad iba desapareciendo, fui capaz de centrarme en lo que la gente decía, en la textura de sus ropas, en las expresiones de sus rostros. Matthew me había dicho que nuestro barrio estaba lleno de extranjeros, pero sonaba como si fuera Babel. Volví la cabeza.

—¿Qué idioma habla? —susurré, mirando a una mujer regordeta que llevaba puesta una chaqueta de color azul verdoso oscuro ribeteada en piel. Me fijé en que tenía un corte bastante parecido al de la mía.

—Algún dialecto alemán —dijo Matthew, bajando la cabeza hacia mí para que pudiera oírlo por encima del ruido de la calle.

Pasamos a través del arco de una antigua garita. El camino se ensanchaba hasta convertirse en una calle que, contra todo pronóstico, había logrado conservar la mayor parte del pavimento. A la derecha había un edificio enorme, de varios pisos, que bullía de actividad.

—El priorato de los dominicos —explicó Matthew—. Cuando el rey Enrique expulsó a los sacerdotes, permaneció en ruinas hasta que lo convirtieron en una casa de inquilinato. Ahora no hay manera de saber cuánta gente vive ahí hacinada.

Echó un vistazo al otro lado del patio, donde un muro inclinado de piedra y madera ocupaba el espacio que había entre la casa de inquilinato y la parte trasera de otra vivienda. Un aborto de puerta colgaba de un solo juego de bisagras.

Matthew levantó la vista hacia San Pablo y, acto seguido, la bajó hacia mí. Su expresión se suavizó.

—Al infierno con las precauciones. Vamos.

Me condujo a través de una abertura que había entre un tramo de la vieja muralla de la ciudad y una casa que parecía a punto de volcar su tercer piso sobre los transeúntes. Solo era posible avanzar a lo largo de la estrecha vía pública porque todo el mundo se movía en la misma dirección: hacia arriba, hacia el norte, hacia fuera. La ola humana nos arrastró a otra calle, esa mucho más ancha que Water Lane. El ruido aumentó, al igual que la multitud.

—Dijiste que la ciudad estaba desierta por las vacaciones —comenté.

—Y lo está —respondió Matthew. Al cabo de unos cuantos pasos, nos arrojaron a una vorágine aún mayor. Me detuve en seco.

Las ventanas de San Pablo brillaban bajo la pálida luz de la tarde. El atrio que había alrededor se había convertido en una masa sólida de gente: hombres, mujeres, niños, aprendices, sirvientes, clérigos, soldados… Los que no estaban gritando, estaban escuchando a aquellos que lo hacían y, miraras a donde miraras, había papel: colgado de cuerdas fuera de los puestos de libros, clavado a cualquier superficie sólida, convertido en compendios y agitado en las caras de los espectadores. Un grupo de jóvenes se apiñaba alrededor de un puesto cubierto de ondeantes anuncios, escuchando a alguien que silabeaba lentamente anuncios de trabajo. De vez en cuando uno se separaba del resto, recibía unas palmadas en la espalda, se calaba la gorra y partía en busca de empleo.

—Oh, Matthew.

Aquello fue lo único que conseguí decir.

La gente continuaba pululando a nuestro alrededor, esquivando con cuidado las puntas de las largas espadas que mis escoltas llevaban a la cintura. Una brisa me meció la capucha. Sentí un cosquilleo, seguido por un débil pellizco. En algún sitio, en el ajetreado camposanto, una bruja y un daimón habían percibido nuestra presencia. Tres criaturas y un noble viajando juntas eran difíciles de ignorar.

—Hemos captado la atención de alguien —dije. A Matthew no pareció preocuparle demasiado y siguió las caras que nos rodeaban—. De alguien como yo y de alguien como Kit. No de alguien como tú.

—Todavía no —masculló entre dientes—. No vendrás aquí sola, Diana: jamás. Te quedarás en Blackfriars, con Françoise. Si vas más allá del pasadizo —Matthew señaló con la cabeza hacia atrás—, Pierre o yo debemos ir contigo. —Cuando se quedó satisfecho al ver que me tomaba en serio la advertencia, me alejó de allí—. Vamos a ver a Mary.

Giramos de nuevo hacia el sur, hacia el río, y el viento me pegó la falda a las piernas. Aunque caminábamos colina abajo, cada paso era una odisea. Un débil silbido sonó mientras pasábamos por delante de una de las numerosas iglesias de Londres y Pierre desapareció en un callejón. Apareció de repente saliendo de otro, justo en el momento en que me había fijado en un edificio que me resultaba familiar y que estaba detrás de una muralla.

—¡Es nuestra casa!

Matthew asintió y desvió mi atención hacia el fondo de la calle.

—Y ese es el castillo de Baynard.

Aquel era el mayor edificio que había visto, sin contar con la Torre, San Pablo y la distante silueta de la abadía de Westminster. Tres torres con almenas miraban hacia el río, unidas por muros que fácilmente podrían doblar en altura a cualquiera de las casas de alrededor.

—El castillo de Baynard fue construido para acceder a él desde el río, Diana —dijo Henry en tono de disculpa mientras bajábamos por otro camino serpenteante—. Esta es la entrada trasera, no por donde se supone que deben llegar las visitas. Pero resulta bastante más acogedor tal día como hoy.

Nos colamos por una imponente garita. Dos hombres con uniformes de color gris carbón con insignias marrones, negras y doradas se aproximaron para identificar a los visitantes. Uno de ellos reconoció a Henry y agarró a su compañero de la manga antes de que le diera tiempo a preguntarnos.

—¡Lord Northumberland!

—Hemos venido a ver a la condesa. —Henry hizo ondear la capa en dirección a la guardia—. A ver si podéis secar esto. Y traedle al hombre del señor Roydon algo caliente para beber, si sois tan amables.

El conde hizo crujir los dedos dentro de los guantes de piel y sonrió.

—Desde luego, milord —dijo el guardián, mirando a Pierre con recelo.

El castillo estaba dispuesto alrededor de dos enormes plazas huecas, cuyos parterres centrales estaban llenos de árboles sin hojas y de restos de flores estivales. Subimos por un ancho tramo de escaleras y nos topamos con más sirvientes con librea, uno de los cuales nos guio hasta la sala de la condesa: una acogedora habitación con grandes ventanas orientadas hacia el sur y con vistas al río. Desde ellas se veía el mismo tramo del Támesis que era visible desde Blackfriars.

A pesar de la similitud de la vista, era imposible confundir aquel espacio abierto y luminoso con nuestra casa. Aunque nuestras habitaciones eran grandes y estaban cómodamente amuebladas, el castillo de Baynard era un hogar de aristócratas, lo cual saltaba a la vista. Unos amplios sofás con cojines flanqueaban la chimenea, acompañados de unos sillones tan profundos que una mujer podría acurrucarse en uno de ellos con las sayas extendidas a su alrededor. Los tapices daban vida a las paredes de piedra con pinceladas de vivos colores y escenas de la mitología clásica. También había indicios de que allí había una mente erudita en funcionamiento. Libros, restos de estatuas antiguas, objetos naturales, ilustraciones, mapas y otras curiosidades cubrían las mesas.

—¿Señor Roydon?

Un hombre de barba puntiaguda y cabello oscuro salpicado de gris se puso en pie. Tenía una tablilla en una mano y un pequeño pincel en la otra.

—¡Hilliard! —exclamó Matthew, con evidente alegría—. ¿Qué te trae por aquí?

—Un encargo para lady Pembroke —respondió el hombre, agitando la paleta—. Tengo que darle los últimos retoques a esta miniatura. Desea que esté lista para regalarla en Año Nuevo. —Sus brillantes ojos castaños me analizaron.

—Lo olvidaba, no conoces a mi esposa. Diana, este es Nicholas Hilliard, el retratista.

—Es un placer —dije, hundiéndome en una reverencia. Londres tenía tranquilamente más de cien mil residentes. ¿Por qué Matthew tenía que conocer a todos los que los historiadores considerarían algún día importantes?—. Conozco y admiro vuestra obra.

—Ha visto el retrato de sir Walter que pintaste para mí el pasado año —dijo Matthew con naturalidad, para disimular mi saludo demasiado efusivo.

—Una de sus mejores obras, estoy de acuerdo —dijo Henry, mirando por encima del hombro del artista—. Esta parece destinada a rivalizar con ella, sin embargo. Tiene una notable semejanza con Mary, Hilliard. Has captado la intensidad de su mirada. —Hilliard parecía complacido.

Un sirviente apareció con vino y Henry, Matthew y Hilliard conversaron en voz baja mientras yo examinaba un huevo de avestruz engarzado en oro y una concha de nautilus en una peana de plata, ambos sobre una mesa junto con varios instrumentos matemáticos de inestimable valor que no osé tocar.

—¡Matt!

La condesa de Pembroke apareció en el umbral, limpiándose los dedos manchados de tinta con un pañuelo que le había proporcionado apresuradamente su doncella. Me pregunté por qué le iba a importar a nadie que estuvieran sucios, dado que su mandilón de profesora de color gris perla ya estaba manchado e incluso chamuscado en algunos puntos. La condesa se quitó la sencilla prenda de encima y dejó al descubierto un traje más ostentoso de terciopelo y tafetán, de un suntuoso tono ciruela. Mientras le pasaba el equivalente de principios de la era moderna de una bata de laboratorio a su sirvienta, capté el olorcillo característico de la pólvora. La condesa se recogió un espeso rizo de cabello rubio que se le había soltado al lado de la oreja derecha. Era alta y esbelta, tenía la piel cremosa y unos profundos ojos castaños.

Extendió las manos en señal de bienvenida.

—Mi querido amigo. Hace años que no te veo, desde el funeral de mi hermano Philip.

—Mary —dijo Matthew, inclinándose sobre su mano—. Tienes buen aspecto.

—Londres no me entiende, como bien sabes, pero se ha convertido en una tradición que viajemos hasta aquí para las celebraciones del aniversario de la reina y me he quedado. Estoy trabajando en los salmos de Philip y en algunas otras fantasías, y no me ha importado demasiado. Además proporciona ciertos consuelos, como ver a viejos amigos.

La voz de Mary era indolente, pero aun así transmitía su aguda inteligencia.

—Estáis realmente hermosa, de hecho —dijo Henry, añadiendo su bienvenida a la de Matthew y mirando a la condesa con aprobación.

Los ojos castaños de Mary se fijaron en mí.

—¿Y quién es esa?

—Mi alegría al verte me ha hecho dejar de lado mis modales. Lady Pembroke, esta es mi esposa, Diana. Estamos recién casados.

—Señora.

Le dediqué una profunda reverencia a la condesa. Los zapatos de Mary estaban incrustados con fantásticos bordados de oro y plata que sugerían el Edén, cubiertos como estaban de serpientes, manzanas e insectos. Debían de haber costado una fortuna.

—Señora Roydon —dijo, entornando los ojos divertida—. Ahora que hemos acabado, llamémonos simplemente Mary y Diana. Henry dice que sois estudiante de alquimia.

Lectora de alquimia, señora —corregí—. Eso es todo. Lord Northumberland es demasiado generoso.

Matthew me estrechó la mano entre las suyas.

—Y tú, demasiado modesta. Posee amplios conocimientos, Mary. Como Diana es nueva en Londres, Hal ha pensado que podrías ayudarla a encontrar su sitio en la ciudad.

—Será un placer —dijo la condesa de Pembroke—. Venid, nos sentaremos al lado de la ventana. El señor Hilliard necesita gran cantidad de luz para su trabajo. Mientras finaliza mi retrato, me pondréis al corriente de las novedades. Pocas cosas suceden en el reino sin que Matthew se percate y esté al tanto, Diana, y yo he estado en casa, en Wiltshire, meses.

Cuando nos acomodamos, su sirvienta regresó con un plato de fruta en conserva.

—Oh —dijo Henry, moviendo alegremente los dedos sobre los dulces amarillos, verdes y naranjas—. Confites. Los hacéis como nadie.

—Y compartiré mi secreto con Diana —dijo Mary, con aire complacido—. Por supuesto, una vez que disponga de la receta es posible que no vuelva a tener el placer de disfrutar de la compañía de Henry.

—Mary, ahora sí que habéis llegado demasiado lejos —protestó con la boca llena de cáscara de naranja confitada.

—¿Está tu marido contigo, Mary, o los asuntos de la reina lo han retenido en Gales? —preguntó Matthew.

—El conde de Pembroke ha salido de Milford Haven hace varios días, pero acudirá a la corte en lugar de aquí. Tengo conmigo a William y a Philip, que me hacen compañía y no nos quedaremos mucho más tiempo en la ciudad, sino que iremos a Ramsbury. Allí el aire es más saludable.

Una mirada triste le nubló la cara.

Las palabras de Mary me recordaron a la estatua de William Herbert que había en el patio interior de la biblioteca Bodleiana. El hombre por delante del cual yo pasaba todos los días de camino a Duke Humfrey era uno de los grandes benefactores de la biblioteca y el hijo menor de aquella mujer.

—¿Cuántos años tienen vuestros hijos? —inquirí, esperando que la pregunta no fuera demasiado personal.

La cara de la condesa se suavizó.

—William tiene diez y Philip solo seis. Mi hija, Anne, siete, pero estuvo enferma el mes pasado y mi marido consideró que debería permanecer en Wilton.

—Nada serio, espero —dijo Matthew frunciendo el ceño.

Nuevas sombras atravesaron el rostro de la condesa.

—Cualquier enfermedad que afecte a mis hijos es seria —dijo con voz queda.

—Perdóname, Mary. He hablado sin pensar. Mi intención era solo ofrecerte toda la asistencia que estuviera en mi mano.

La voz de mi marido se volvió más grave por causa de la pesadumbre. La conversación trataba de una historia privada desconocida para mí.

—Has protegido a mis seres queridos del peligro en más de una ocasión. No lo he olvidado, Matthew, ni dudaré en volver a recurrir a ti en caso necesario. Pero Anne ha sufrido una fiebre infantil, nada más. Los médicos me han asegurado que se recuperará. —Mary se volvió hacia mí—. ¿Tienes hijos, Diana?

—Aún no —dije, negando con la cabeza. La mirada gris de Matthew se clavó en mí un instante, antes de alejarse revoloteando. Tiré nerviosa de la parte baja de la chaqueta.

—Diana nunca había estado casada —dijo Matthew.

—¿Nunca?

La condesa de Pembroke se quedó fascinada por aquella información y abrió la boca para ahondar más en el tema. Matthew se lo impidió.

—Sus padres murieron cuando era pequeña. No había nadie que lo arreglara.

La compasión de Mary aumentó.

—Por desgracia la vida de una joven depende de los caprichos de sus tutores.

—Así es. —Matthew arqueó una ceja mirando hacia mí. Podía imaginar lo que estaba pensando: que yo era lamentablemente independiente y que Sarah y Em eran las criaturas menos volubles de la tierra.

El rumbo de la conversación cambió para centrarse en la política y en los últimos acontecimientos. Escuché atentamente durante un rato, intentando conciliar vagos recuerdos de una clase de historia de hacía mucho tiempo con los complicados chismorreos que los otros tres intercambiaban. Hablaban de la guerra, de una posible invasión española, de los simpatizantes católicos y de la tensión religiosa en Francia, pero muchos de los nombres y lugares no me resultaban en absoluto familiares. A medida que me relajaba gracias a la calidez de la sala de Mary, reconfortada por la constante charla, mi mente empezó a divagar.

—Ya he acabado, lady Pembroke. Mi sirviente Isaac os entregará la miniatura al final de la semana —anunció Hilliard, mientras recogía el equipo.

—Gracias, señor Hilliard.

La condesa extendió la mano, que brillaba con las joyas de sus abundantes anillos. Él se la besó, asintió mirando a Henry y a Matthew, y se retiró.

—Es un hombre con mucho talento —dijo Mary, revolviéndose en la silla—. Se ha vuelto tan popular que he sido afortunada al poder conseguir sus servicios.

Sus pies centellearon a la luz de la lumbre cuando el bordado de plata de sus zapatillas de ricos colores captaron las chispas rojas, naranjas y doradas. Me pregunté distraídamente quién habría diseñado el intrincado dibujo del bordado. Si estuviera más cerca, le habría pedido que me permitiera tocar las puntadas. Champier había sido capaz de leer mi piel con los dedos. ¿Podría un objeto inanimado facilitar información similar?

Aunque no tenía los dedos en absoluto cerca de los zapatos de la condesa, vi el rostro de una joven. Estaba concentrada en una hoja de papel donde se hallaba el diseño de los zapatos de Mary. Unos agujeritos que había a lo largo de las líneas del dibujo resolvían el misterio de cómo sus recovecos habían sido transferidos a la piel. Me concentré en el dibujo y mi ojo mental retrocedió varios pasos en el tiempo. Ahora veía a Mary sentada con un hombre de rostro severo y mandíbula pertinaz, delante de una mesa llena de especies de insectos y plantas. Ambos mantenían una animada conversación sobre un saltamontes y, cuando el hombre empezó a describirlo con todo lujo de detalles, Mary cogió la pluma e hizo un boceto del animal.

«Así que a Mary le interesan las plantas y los insectos, además de la alquimia», pensé mientras buscaba el saltamontes en sus zapatos. Allí estaba, en el tacón. Tenía un aire tan real. Y la abeja que había en la puntera derecha parecía que iba a salir volando en cualquier momento.

Un tenue zumbido me llenó los oídos mientras la abeja plateada y negra se despegaba del zapato de la condesa de Pembroke y se elevaba en el aire.

—Oh, no —exclamé.

—Qué abeja más rara —comentó Henry, intentando aplastarla cuando pasó volando.

Pero yo estaba mirando hacia la serpiente que abandonaba reptando el zapato de Mary y se metía entre los juncos.

—¡Matthew!

Él se inclinó precipitadamente hacia delante y levantó la serpiente por la cola. Esta extendió la lengua en forma de horquilla y siseó indignada por el brusco tratamiento. Con un giro de muñeca, lanzó la serpiente al fuego, donde chisporroteó unos instantes antes de arder.

—No quería… —Mi voz se apagó.

—No pasa nada, mon coeur. No puedes evitarlo. —Matthew me acarició la mejilla antes de mirar a la condesa, que había bajado la vista y miraba fijamente sus zapatillas desparejadas—. Necesitamos una bruja, Mary. Es bastante urgente.

—No conozco a ninguna bruja —respondió con celeridad la condesa de Pembroke. Matthew enarcó las cejas—. A ninguna que pudiera presentarle a tu esposa. Sabes que no me gusta hablar de esos temas, Matthew. Cuando regresó sano y salvo de París, Philip me contó lo que eras. Por entonces yo era una niña y me lo tomé como una fábula. Y así es como deseo que permanezca.

—Sin embargo, tú practicas la alquimia —observó Matthew—. ¿Es eso también una fábula?

—¡Practico la alquimia para entender el milagro de la creación de Dios! —gritó Mary—. ¡No hay nada de… brujería… en la alquimia!

—La palabra que estabas buscando es «demoniaco» —dijo el vampiro, con los ojos oscurecidos y una expresión en la boca que resultaba intimidatoria. La condesa retrocedió instintivamente—. ¿Estás tan segura de ti misma y de tu Dios que aseguras conocer Su mente?

A Mary le dolió el reproche, pero no estaba dispuesta a abandonar la lucha.

—Mi Dios y el tuyo no son el mismo, Matthew. —Mi marido entornó los ojos y Henry se tocó la nariz, nervioso. La condesa alzó la barbilla—. Philip también me habló de eso. Todavía eres partidario del papa y de la misa. Él vio el hombre que había debajo de los errores de tu fe y yo he hecho lo mismo con la esperanza de que un día te darás cuenta de cuál es la verdad y la seguirás.

—¿Por qué, si ves la verdad sobre las criaturas como Diana y yo a diario, continúas negándola? —dijo Matthew con aire cansado, antes de levantarse—. No volveremos a importunarte, Mary. Diana encontrará una bruja de alguna otra forma.

—¿Por qué no podemos seguir como antes y no volver a hablar de esto?

La condesa me miró con incertidumbre y se mordió el labio.

—Porque amo a mi mujer y quiero que esté a salvo.

Mary lo analizó un momento, evaluando su sinceridad. Esta debió de satisfacerla.

—Diana no tiene por qué temerme, Matt. Pero no debes confiar en nadie más en Londres que posea sus conocimientos. Lo que está sucediendo en Escocia está haciendo que la gente sienta temor y se apresure a culpar a los demás de sus desgracias.

—Siento lo de vuestros zapatos —dije con torpeza. No volverían a ser los mismos.

—No mencionaremos más el asunto —dijo Mary con firmeza, levantándose para despedirse.

Ninguno de nosotros dijo una palabra mientras abandonábamos el castillo de Baynard. Pierre salió tranquilamente de la garita detrás de nosotros, calándose la gorra en la cabeza.

—Ha ido muy bien, en mi opinión —dijo Henry, rompiendo el silencio.

Nos volvimos hacia él, incrédulos.

—Ha habido algunas dificultades, ciertamente —dijo atropelladamente—, pero no cabe duda del interés de Mary por Diana ni de su firme devoción por ti, Matthew. Debes darle una oportunidad. No ha sido criada para que crea con facilidad. Por eso las cuestiones de fe le preocupan tanto —aseguró Henry, arrebujándose en la capa. El viento no había disminuido y se estaba haciendo de noche—. Lamentablemente, debo abandonaros aquí. Mi madre está en Aldersgate y me espera para cenar.

—¿Se ha recuperado de su indisposición? —preguntó Matthew. La condesa viuda se había quejado de que le faltaba el aliento en Navidad y a Matthew le preocupaba que pudiera tratarse del corazón.

—Mi madre es una Neville. ¡Y como tal vivirá eternamente y no perderá ninguna oportunidad de causar problemas! —exclamó Henry. Me besó en la mejilla—. No te preocupes por Mary ni por… esto… ni por nada más.

Y, arqueando las cejas de modo significativo, se marchó.

Matthew y yo esperamos a que se alejara antes de girar hacia Blackfriars.

—¿Qué ha pasado? —preguntó mi esposo con voz queda.

—Antes eran mis sentimientos los que desataban la magia. Ahora una pregunta trivial es suficiente para hacerme ver más allá de la superficie de las cosas. Pero no tengo ni idea de cómo logré que aquella abeja cobrara vida.

—Gracias a Dios que estabas pensando en los zapatos de Mary. Si hubieras estado examinando los tapices, nos habríamos encontrado en medio de la guerra de los dioses del monte Olimpo —dijo Matthew secamente.

Atravesamos con rapidez el atrio de San Pablo y regresamos a la relativa calma de Blackfriars. La actividad frenética de horas antes había disminuido y había tomado un ritmo más lento. Los artesanos se congregaban en las puertas para compartir comentarios sobre los negocios, mientras dejaban que los aprendices finalizaran las tareas del día.

—¿Quieres que compremos comida? —preguntó Matthew, señalando una panadería—. No hay pizza, desgraciadamente, pero Kit y Walter son devotos de los pasteles de carne del señor Prior.

Se me hizo la boca agua al oler el aroma que salía del interior y asentí.

El señor Prior se quedó desconcertado cuando Matthew entró en sus instalaciones y perplejo cuando empezó a preguntarle con todo lujo de detalles sobre la procedencia y la frescura relativa de la carne. Finalmente elegí un sabroso pastel relleno de pato. No pensaba comer venado, daba igual el poco tiempo que hiciera que lo habían matado.

Matthew le pagó al prior la comida mientras los ayudantes del panadero la envolvían. Cada pocos segundos nos dirigían miradas furtivas. Aquello me recordó que una bruja y un vampiro causaban recelo a los humanos al igual que una vela atraía a las polillas.

La cena fue tranquila y agradable, aunque Matthew parecía un poco preocupado. Poco después de haber acabado mi pastel, se oyeron unos pasos en las escaleras de madera. «Kit no», pensé, cruzando los dedos, «esta noche no».

Cuando Françoise abrió la puerta, dos hombres vestidos con unas familiares libreas de color carbón estaban esperando. Matthew frunció el ceño y se puso en pie.

—¿Se encuentra mal la condesa? ¿O alguno de los niños?

—Están todos bien, señor.

Uno de ellos le tendió un trozo de papel cuidadosamente doblado. Encima había una burbuja irregular de cera roja con un sello de una cabeza de flecha.

—De la condesa de Pembroke —explicó con una reverencia—, para la señora Roydon.

Me chocó ver la dirección formal en el reverso: Señora Diana Roydon, letrero de El Venado y la Corona, Blackfriars. Mis dedos errantes evocaron con facilidad una imagen del rostro inteligente de Mary Sidney. Acerqué la carta al fuego, deslicé el dedo bajo el sello y me senté para leerla. El papel era grueso y crujió mientras lo desdoblaba. Un papelito más pequeño cayó en mi regazo.

—¿Qué dice Mary? —preguntó Matthew después de despedir a los mensajeros. Se quedó de pie detrás de mí y me puso las manos sobre los hombros.

—Quiere que vaya al castillo de Baynard el jueves. Está llevando a cabo un experimento de alquimia que cree que podría interesarme.

No fui capaz de disimular la incredulidad de mi voz.

—Así es Mary. Es cauta pero leal —dijo Matthew, antes de besarme en la cabeza—. Y siempre ha tenido una increíble capacidad de recuperación. ¿Qué pone en el otro papel?

Lo cogí y leí en voz alta las primeras líneas de los versos adjuntos.

Sin duda, cuando todo mi ser ha juzgado tan mal que más bien parecía un animal, aún en vos mi esperanza era recia.

—Bueno, bueno, bueno —interrumpió Matthew, riéndose—. Mi esposa ha llegado.

Lo miré, confundida.

—El proyecto más preciado de Mary no tiene que ver con la alquimia, sino con una nueva interpretación de los Salmos de los protestantes ingleses. La empezó su hermano Philip y murió antes de completarla. Mary es dos veces más poeta que él. En ocasiones tiene demasiada imaginación, aunque nunca lo admitiría. Ese es el comienzo del Salmo 71. Te lo ha enviado para mostrarle al mundo que formas parte de su círculo: una confidente leal y una amiga. —Matthew bajó entonces la voz, convirtiéndola en un pícaro susurro—. Aunque le hayas arruinado los zapatos.

Con una última carcajada, Matthew se retiró a su estudio, seguido de Pierre.

Yo me había adueñado de uno de los extremos de la mesa de pesadas patas de la sala y lo había convertido en mi escritorio. Como todas las superficies de trabajo que había ocupado siempre, estaba llena de basura y tesoros. Rebusqué entre todo ello y encontré las últimas hojas de papel en blanco, seleccioné una pluma nueva e hice un hueco en la mesa.

Me llevó cinco minutos escribir una breve respuesta a la condesa. Había dos borrones embarazosos en ella, pero mi letra cursiva era razonablemente buena y me había acordado de escribir algunas de las palabras fonéticamente para que no parecieran demasiado modernas. Cuando tenía dudas, doblaba alguna consonante o añadía alguna e final. Eché arena sobre la hoja y esperé hasta que absorbió el exceso de tinta antes de soplar sobre ella con ansia. Después de doblar la carta, me di cuenta de que no tenía lacre ni sello para cerrarla.

«Debería solucionarlo».

Dejé la nota a un lado para Pierre y regresé al papelito. Mary me había enviado las tres estrofas del Salmo 71.

Aquellos que mi vida aborrecen con sus espías ahora contienden, de su discurso he aquí la recapitulación: Dios, dicen, lo ha indultado. Ahora perseguidlo, debe ser atrapado; nadie le otorgará la salvación.

Cuando la tinta se secó, cerré el libro y lo metí bajo el ejemplar de Arcadia, de Philip Sidney.

Aquel regalo de Mary era más que una simple oferta de amistad, de eso estaba segura. Mientras las líneas que le había leído en voz alta a Matthew eran un reconocimiento del servicio de mi marido a la familia de ella y una declaración de que no le daría la espalda en aquellos momentos, las últimas líneas guardaban un mensaje para mí: nos estaban vigilando. Alguien sospechaba que en Water Lane no todo era lo que parecía y que los enemigos de Matthew aseguraban que incluso sus aliados se volverían en su contra una vez que descubrieran la verdad.

Matthew, vampiro además de sirviente de la reina y miembro de la Congregación, no podía involucrarse en buscar una bruja para que fuera mi tutora mágica. Y, con un bebé en camino, encontrar una lo más rápido posible había adquirido renovada importancia.

Acerqué una hoja de papel y empecé a hacer una lista.

Cera para lacrar
Un sello

Londres era una gran ciudad. Y me iba a ir de compras.