—Parece un erizo histérico —comenté. El horizonte de Londres estaba lleno de chapiteles en forma de aguja que sobresalían entre la amalgama de edificios que los rodeaban—. ¿Qué es eso? —pregunté después de dar un respingo, mientras señalaba una vasta extensión de piedra perforada por elevadas ventanas. En lo alto del tejado de madera había un tocón carbonizado y robusto que hacía que las proporciones del edificio parecieran totalmente erróneas.
—San Pablo —me explicó Matthew. Pero aquello no era la elegante obra maestra coronada por la cúpula blanca de Christopher Wren, la mole que no se veía hasta el último momento oculta por modernas torres de oficinas. La antigua San Pablo, encaramada sobre la colina más alta de Londres, se veía entera.
—Un rayo alcanzó el chapitel y la madera del tejado ardió. Los ingleses creen que fue un milagro que no se quemara la totalidad de la catedral, hasta los cimientos.
—No es de extrañar que los franceses crean que la mano del Señor tuvo algo que ver con dicho suceso —comentó Gallowglass, que se había reunido con nosotros en Dover, había requisado un bote en Southwark y ahora nos llevaba remando río arriba—. No importa cuándo mostrara Dios sus verdaderos colores, Él no les ha proporcionado el dinero para la reparación.
—Y la reina tampoco. —Matthew centraba su atención en los embarcaderos de las orillas y tenía la mano derecha posada sobre la empuñadura de su espada.
Nunca me había imaginado que la vieja catedral de San Pablo fuera tan grande. Me pellizqué de nuevo. Lo había estado haciendo desde que había visto la Torre (esta también parecía enorme sin todos aquellos rascacielos alrededor) y el Puente de Londres, que hacía las veces de mercado colgante. Desde nuestra llegada al pasado, había visto y oído muchas cosas que me habían impresionado, pero lo que de verdad me dejó sin habla fueron las primeras imágenes de Londres.
—¿Seguro que no quieres atracar primero en la ciudad?
Gallowglass había estado dejando caer indirectas sobre la prudencia de aquella forma de proceder desde que habíamos saltado a la barca.
—Vamos a Blackfriars —respondió Matthew con firmeza—. Todo lo demás puede esperar.
Gallowglass parecía dubitativo, pero siguió remando hasta que alcanzamos la cuenca más occidental de la vieja ciudad amurallada. Allí atracamos en un empinado tramo de escaleras de piedra. Los peldaños inferiores estaban sumergidos en el río y, a juzgar por el aspecto de las paredes, la marea iba a continuar subiendo hasta que el resto de ellos quedaran también bajo el agua. Gallowglass le lanzó un cabo a un hombre musculoso que le agradeció profusamente que le hubiera devuelto su propiedad intacta.
—Parece que solo viajas en barcas ajenas, Gallowglass. Puede que Matthew te pueda regalar una propia en Navidad —dije secamente. Nuestro regreso a Inglaterra (y al antiguo calendario) significaba que ese año íbamos a celebrar las fiestas dos veces.
—¿Y privarme de uno de mis pocos placeres?
Gallowglass enseñó los dientes entre la barba. El sobrino de Matthew le dio las gracias al hombre del bote y le lanzó una moneda de un tamaño y un peso que redujo la ansiedad anterior del pobre hombre y la convirtió en una confusa sonrisa de agradecimiento.
Después de desembarcar, pasamos por un arco para entrar en Water Lane, una arteria estrecha y retorcida atestada de casas y tiendas. A cada piso que levantaban, las casas sobresalían más sobre la calle, como un arcón para la ropa con los cajones de arriba abiertos. Aquel efecto se intensificaba debido a las sábanas, las alfombras y otros objetos que colgaban de las ventanas. Todo el mundo estaba aprovechando el clima inusitadamente agradable para airear viviendas y prendas de vestir.
Matthew me mantuvo firmemente agarrada de la mano y Gallowglass se acercó a mí y se situó a mi derecha. Nos llegaban imágenes y sonidos de todas direcciones. Telas de color rojo chillón, verde, marrón y gris se bamboleaban sobre caderas y hombros cuando la gente apartaba las faldas y las capas de las ruedas de los carromatos, y cuando estas se quedaban enganchadas en los paquetes y en las armas que llevaban los transeúntes. El repiqueteo de los martillos, el relincho de los caballos, el mugido distante de una vaca y el sonido del metal rodando sobre la piedra competían por acaparar mi atención. Decenas de carteles con ángeles, calaveras, herramientas, siluetas de brillantes colores y figuras mitológicas se balanceaban y chirriaban con el viento que soplaba procedente del agua. Sobre mi cabeza, un letrero de madera oscilaba en la barra metálica. Estaba decorado con un ciervo blanco, que tenía las delicadas astas rodeadas por una banda dorada.
—Aquí es —dijo Matthew—. El Venado y la Corona.
Los muros de la casa estaban reforzados con un entramado de madera, como la mayoría de las de aquella calle. Un pasadizo abovedado se extendía sobre dos hileras de ventanas. Había un zapatero trabajando concentrado a un lado del arco, mientras que la mujer que tenía enfrente prestaba atención a varios niños, clientes y un gran libro de cuentas. Saludó a Matthew con un enérgico gesto de asentimiento.
—La esposa de Robert Hawley trata a sus aprendices y a los clientes con mano de hierro. En El Venado y la Corona no sucede nada sin que Margaret lo sepa —aseguró Matthew. Tomé nota mentalmente de que debía hacerme amiga de aquella mujer en cuanto tuviera la menor oportunidad.
El pasadizo terminaba en el patio interior de la casa: un lujo en una ciudad tan densamente poblada como Londres. El patio hacía ostentación de otro servicio poco común: un pozo que proporcionaba agua limpia a los residentes del complejo. Alguien había sacado provecho de la orientación sur del patio y había levantado los viejos adoquines para plantar un jardín, cuyos pulcros y desiertos parterres esperaban pacientemente la primavera. Un grupo de lavanderas hacían negocios delante de un antiguo cobertizo, anexo a un retrete común.
A la izquierda, un retorcido tramo de escaleras subía hasta nuestros aposentos, situados en el primer piso, donde Françoise nos esperaba para darnos la bienvenida en el amplio rellano. Había abierto de par en par la robusta puerta de la casa para atiborrar un armario de laterales perforados. Un ganso, desnudo de plumas y con el cuello roto, estaba atado a uno de los pomos del armario.
—Por fin. —Henry Percy apareció, sonriendo—. Llevamos horas esperando. La buena de mi señora madre te ha enviado un ganso. Ha oído que es imposible hacerse con aves de caza en la ciudad y se ha alarmado por si pasabas hambre.
—Me alegro de verte, Hal —dijo Matthew con una sonrisa y sacudiendo la cabeza hacia el ganso—. ¿Cómo está tu madre?
—Siempre se convierte en una arpía en Navidad, gracias. La mayor parte de la familia ha encontrado excusas para irse a otros sitios, pero yo estoy aquí retenido a disposición de la reina. Su Majestad ha pregonado en la cámara de la audiencia que la confianza que podían depositar en mí no llegaba ni siquiera al nivel de P-P-Perworth. —Henry tartamudeó y puso mala cara al recordarlo.
—Eres más que bienvenido a pasar la Navidad con nosotros, Henry —dije, mientras me quitaba la capa y entraba en la habitación, donde el aroma de las especias y del abeto recién cortado inundaba el aire.
—Sois muy amable en invitarme, Diana, pero mi hermana Eleanor y mi hermano George están en la ciudad y no sería correcto que le hicieran frente a nuestra madre solos.
—Al menos quédate con nosotros esta noche —insistió Matthew. Luego giró a su amigo hacia la derecha, donde el calor y el fuego los estaban llamando a gritos—. Así me contarás qué ha sucedido mientras estábamos fuera.
—Aquí todo está en calma —informó Henry, alegremente.
—¿En calma? —Gallowglass subió las escaleras pisando fuerte y miró con frialdad al conde—. Marlowe está en El Sombrero del Cardenal, borracho como una cuba e intercambiando versos con ese mísero escribano de Stratford que lo persigue con la esperanza de convertirse en dramaturgo. Por ahora, Shakespeare parece contentarse con aprender a falsificar tu firma, Matthew. Según los informes del posadero, prometiste pagar su habitación y sus gastos de manutención la semana pasada.
—Si he estado con ellos hace solo una hora —protestó Henry—. Kit sabía que Matthew y Diana tenían prevista su llegada esta tarde. Él y Will prometieron tener un comportamiento irreprochable.
—Entonces eso lo explica todo —murmuró Gallowglass sarcásticamente.
—¿Esto es cosa tuya, Henry? —pregunté, mientras observaba nuestro cuartel general desde el vestíbulo de la entrada. Alguien había puesto acebo, hiedra y ramas de abeto alrededor de la chimenea y de los marcos de las ventanas, además de haber juntado un montoncito de todo ello en el centro de una mesa de roble. El hogar estaba cargado de troncos y un alegre fuego susurraba y crepitaba.
—Françoise y yo queríamos que vuestras primeras Navidades fueran jubilosas —dijo Henry, ruborizándose.
El Venado y la Corona representaba la vida urbana del siglo XVI en todo su esplendor. El salón tenía un tamaño considerable, pero resultaba acogedor y cómodo. La pared orientada hacia el oeste estaba cubierta por una cristalera con vistas a Water Lane. La ubicación era perfecta para observar a la gente y tenía un banco de obra con cojines en la base. Los frisos de madera tallada aportaban calidez a las paredes y cada uno de los paneles estaba recubierto de flores y viñas ensortijadas. Los muebles de la habitación eran escasos pero bien elaborados. Un amplio sofá y dos hondos sillones esperaban al lado del hogar. La mesa de roble que se encontraba en el centro de la sala era inusitadamente ostentosa, medía menos de un metro de ancho, pero era bastante larga y tenía las patas decoradas con los delicados rostros de las cariátides y de Hermes. Una lámpara con velas pendía sobre la mesa. Podía subirse y bajarse gracias al suave sistema de cuerdas y poleas que había colgado del techo. Unas cabezas talladas de leones gruñían desde el listón frontal de un monstruoso armario que albergaba un numeroso despliegue de tazas, jarras, vasos y copas, aunque muy pocos platos, como correspondía al hogar de un vampiro.
Antes de acomodarnos para cenar ganso asado, Matthew me mostró nuestra habitación y su oficina privada. Ambas se encontraban al fondo del vestíbulo de la entrada, frente a la sala. En ellas había unas ventanas abocinadas con vistas al patio que hacían que las dos habitaciones fueran luminosas e inusitadamente bien ventiladas. En la habitación había solamente tres muebles: una cama con dosel con el cabecero tallado y un pesado baldaquino de madera, un armario alto para la ropa blanca con los laterales y la puerta panelados y un baúl largo y no demasiado alto bajo la ventana. Ese último estaba cerrado con llave y Matthew me explicó que contenía su armadura y varias armas de reserva. Henry y Françoise también habían estado allí. La hiedra trepaba por los postes de la cama y habían atado ramitos de acebo en el cabecero.
Mientras que el dormitorio tenía un aspecto medio vacío, no cabía duda de que Matthew usaba con frecuencia la oficina. En ella había papeleras, bolsas y jarras de cerveza llenas de plumas, tinteros, suficiente cera como para hacer varias docenas de velas, ovillos de bramante y tal cantidad de correo a la espera que el corazón me dio un vuelco con solo pensarlo.
Una silla de aspecto cómodo con el respaldo inclinado y los brazos curvos estaba situada ante una mesa de alas extensibles. Salvo por las robustas patas de la mesa, con sus bulbosas tallas en forma de taza, todo lo demás era sencillo y práctico.
Aunque yo me había puesto pálida al ver los montones de trabajo que lo esperaban, a Matthew no le preocupaba.
—Todo puede esperar. Ni siquiera los espías hacen negocios en Nochebuena —me dijo.
Durante la cena hablamos más sobre las últimas proezas de Walter y el sorprendente estado del tráfico en Londres y nos mantuvimos alejados de temas más serios, como la última borrachera de Kit y el ambicioso William Shakespeare. Cuando retiraron los platos, Matthew separó de la pared una pequeña mesa de juego. Sacó un mazo de cartas del compartimento que había bajo el tablero de la mesa y empezó a enseñarme a jugar al estilo isabelino. Henry acababa de convencer a Matthew y a Gallowglass para jugar al flapdragon —un alarmante juego que consistía en prenderles fuego a varias pasas en un plato de brandi y apostar a quién sería capaz de tragarse el mayor número de ellas— cuando nos llegó desde la calle el sonido de gente entonando villancicos, al otro lado de las ventanas. No cantaban todos en la misma clave y aquellos que no sabían la letra intercalaban escandalosos detalles sobre la vida personal de José y María.
—Aquí, milord —dijo Pierre, empujando una bolsa de monedas hacia Matthew.
—¿Tenemos pasteles? —le preguntó Matthew a Françoise.
Ella la miró como si hubiera perdido la cabeza.
—Por supuesto que tenemos pasteles. Están en el nuevo armario para la comida que hay en el rellano, para que el olor no incomode a nadie —dijo Françoise, señalando hacia las escaleras—. El año pasado les disteis vino, pero no creo que les haga falta esta noche.
—Yo iré contigo, Matt —dijo Henry, presentándose voluntario—. Me gusta escuchar una buena canción en Nochebuena.
La aparición de Matthew y Henry abajo fue acompañada por un evidente incremento del volumen del coro. Cuando los cantantes de villancicos finalizaron la canción de forma un tanto despareja, Matthew les dio las gracias y repartió unas monedas. Henry distribuyó los pasteles, lo que dio lugar a innumerables reverencias y a algunos murmullos de «Gracias, milord», cuando se corrió la voz de que se trataba del conde de Northumberland. Los cantantes se fueron a otra casa, siguiendo algún misterioso orden de preferencia que esperaban que les asegurara los mejores refrigerios y aguinaldos.
Pronto no fui capaz de seguir ahogando mis bostezos y Henry y Gallowglass comenzaron a reunir sus guantes y capas. Ambos sonreían como casamenteros satisfechos mientras iban hacia la puerta. Matthew se reunió conmigo en la cama y me abrazó hasta que me quedé dormida, susurrando villancicos y nombrando las numerosas campanas de la ciudad mientras daban la hora.
—Esa es de Santa María Le Bow —dijo, escuchando los sonidos de la ciudad—. Y esa, de Santa Catalina de Cree.
—¿Esa es la de San Pablo? —pregunté mientras sonaba un prolongado clarín.
—No. El incendio que acabó con la torre del campanario destruyó también las campanas. Es San Salvador. Pasamos por allí de camino a la ciudad.
El resto de las iglesias de Londres siguieron el ritmo de la catedral de Southwark. Finalmente, una rezagada terminó con un tañido discordante, el último sonido que oí antes de que me venciera el sueño.
En medio de la noche, me despertó una conversación procedente del estudio de Matthew. Palpé la cama, pero él ya no estaba a mi lado. Las cintas de cuero que sostenían el colchón chirriaron y se estiraron cuando salté al frío suelo. Me estremecí y me cubrí con un chal, antes de abandonar la habitación.
A juzgar por los charquitos de cera que había en los candelabros planos, Matthew debía de llevar horas trabajando. Pierre estaba con él, de pie al lado de las estanterías construidas en un hueco al lado de la chimenea. Parecía que lo hubieran arrastrado de espaldas por el lodo del Támesis en marea baja.
—He recorrido la ciudad con Gallowglass y sus amigos irlandeses —murmuró Pierre—. Si los escoceses saben algo más acerca del señor, no tienen intención de divulgarlo, milord.
—¿Qué señor? —pregunté, mientras entraba en la habitación. Fue entonces cuando vi la estrecha puerta camuflada en los paneles de madera.
—Lo siento, madame. No pretendía despertaros.
La consternación de Pierre que asomó entre la mugre y el hedor que lo acompañaban hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.
—Está bien, Pierre. Retírate. Iré a buscarte más tarde. —Matthew esperó a que el sirviente desapareciera, chapoteando con los zapatos. Luego se quedó mirando las sombras que había al lado de la chimenea.
—La habitación que se encuentra más allá de esa puerta no formaba parte de la visita de bienvenida —señalé, acercándome a él—. ¿Qué ha sucedido ahora?
—Más noticias de Escocia. Un juez ha condenado a un brujo llamado John Fian, un señor de Prestonpans, a muerte. Mientras yo no estaba, Gallowglass intentó descubrir qué había de verdad, si es que había algo, detrás de tan atroces acusaciones: adorar a Satán, desmembrar cadáveres en una tumba, transformar zarpas de topo en monedas de plata, con lo cual nunca se quedaba sin dinero, y surcar los mares en un barco con el demonio y Agnes Sampson para frustrar la política del rey. —Matthew dejó caer un papel sobre la mesa, delante de él—. Por lo que yo sé, Fian no es más que un tempestarii, como solíamos llamarlos.
—Un brujo de los vientos, o posiblemente de las aguas —dije, traduciendo aquel término desconocido para mí.
—Sí. —Matthew me dio la razón, asintiendo con la cabeza—. Fian aumentó el salario de su profesor provocando tormentas eléctricas en épocas de sequía y deshielos prematuros cuando parecía que el invierno escocés nunca acabaría. Los vecinos del pueblo lo adoraban, según cuentan. Incluso los alumnos de Fian no tenían más que alabanzas para él. Cabe la posibilidad de que poseyera en cierta medida el don de la clarividencia, de hecho dicen que predecía la muerte de las personas, aunque eso también podría tratarse de una artimaña de Kit para embellecer la historia para el público inglés. Está obsesionado con las premoniciones de los brujos, como recordarás.
—Los brujos dependen del caprichoso humor de sus vecinos, Matthew. Tanto somos amigos como, de repente, nos pueden echar de la ciudad… o algo peor.
—Lo que le ha sucedido a Fian ha sido peor, definitivamente —dijo Matthew en tono grave.
—Me lo puedo imaginar —respondí, con un escalofrío. Si Fian había sido torturado como Agnes Sampson, debió de agradecer la muerte—. ¿Qué hay en esa habitación?
Matthew se planteó decirme que era un secreto, pero rectificó sabiamente. Se puso en pie.
—Será mejor que te lo enseñe. Mantente a mi lado. Aún no ha amanecido y no podemos llevar una vela al cuarto por temor a que alguien la vea desde fuera. No quiero que tropieces. —Asentí en silencio y lo cogí de la mano.
Cruzamos el umbral y entramos en una larga sala con una hilera de ventanas ligeramente más anchas que saeteras incrustadas bajo los aleros. Al cabo de unos instantes, se me acostumbró la vista y unas siluetas grises empezaron a surgir en la penumbra. Había un par de viejas sillas de jardín hechas de ramitas de sauce entretejidas, situadas una enfrente de la otra, con los respaldos curvados hacia delante. En el centro del cuarto se veían dos filas de bancos bajos y maltrechos. Cada uno de ellos albergaba una extraña variedad de objetos: libros, papeles, cartas, sombreros y ropa. Algo metálico brilló en el lado derecho: eran espadas con la empuñadura hacia arriba y la punta hacia abajo. Un montón de dagas reposaban en el suelo, cerca de ellas. También se oyeron un arañazo y unos pasos apresurados.
—Ratas. —El tono de Matthew era de indiferencia, pero no pude evitar recoger el camisón y apretarlo contra las piernas—. Pierre y yo hacemos lo que podemos, pero es imposible librarse de ellas por completo. Todo este papel les parece irresistible. —Señaló hacia arriba y advertí por primera vez los extraños festones que había en las paredes.
Me acerqué con sigilo y observé las guirnaldas. Todas ellas pendían de una cuerda delgada y retorcida sujeta al yeso con un clavo de cabeza cuadrada. A su vez, la cuerda se introducía en la esquina superior izquierda de una serie de documentos. El nudo que había al final de la cuerda retrocedía hacia arriba y giraba alrededor del mismo clavo, creando una corona de papel.
—Uno de los primeros archivadores del mundo. Dices que guardo demasiados secretos —dijo Matthew en voz baja, al tiempo que extendía el brazo y cogía una de las guirnaldas—. Puedes añadir estos a tus cálculos.
—Pero si hay miles. —Seguro que ni un vampiro de mil quinientos años podía poseer tantos.
—Así es —afirmó Matthew. Me observó mientras mis ojos barrían la habitación para asimilar todo el archivo que guardaba—. Recordamos lo que otras criaturas quieren olvidar y eso hace posible que los Caballeros de San Lázaro amparemos a aquellos que están bajo nuestra protección. Algunos de los secretos se remontan a la época del reinado del abuelo de la reina. La mayoría de los archivos más antiguos ya han sido trasladados a Sept-Tours para que estén a buen recaudo.
—Tantas estelas de papel —murmuré— y todas ellas acaban regresando a ti y a los De Clermont.
La habitación se desvaneció hasta que solo pude ver los remolinos y las espirales de las palabras que se desenrollaban en filamentos largos y entrelazados. Formaban un mapa de conexiones que unían temas, autores, fechas. Había algo que necesitaba entender sobre aquellas líneas entrecruzadas…
—Llevo rebuscando entre estos papeles desde que te quedaste dormida, intentando encontrar alguna referencia a Fian. Creía que habría alguna mención a él aquí —dijo Matthew, guiándome de vuelta al estudio—, algo que pudiera explicar por qué sus vecinos se pusieron en su contra. Tiene que haber un patrón que explique por qué los humanos se están comportando de esa forma.
—Si lo encuentras, a mis compañeros historiadores les encantaría conocerlo. Pero el hecho de entender el caso de Fian no garantiza que puedas evitar que me suceda a mí lo mismo. —El músculo que vibró en la mandíbula de Matthew me hizo saber que mis palabras habían dado en el clavo—. Y estoy segura de que nunca antes habías profundizado tanto en la materia.
—Ya no soy aquel hombre que volvía la espalda a tanto sufrimiento… y no quiero volver a convertirme en él. —Matthew retiró la silla y se desplomó sobre ella—. Tiene que haber algo que pueda hacer.
Lo estreché entre mis brazos. Incluso sentado, Matthew era tan alto que su coronilla me llegaba a la caja torácica. Se acurrucó contra mí. Se quedó quieto y luego se apartó poco a poco con los ojos fijos en mi abdomen.
—Diana. Estás… —se interrumpió.
—Embarazada. Eso creía —dije con naturalidad—. Mi período es irregular desde lo de Juliette, así que no estaba segura. Vomité en el camino de Calais a Dover, pero la mar estaba encrespada y el pescado que comimos antes de partir no era muy de fiar, desde luego.
Continuó mirándome fijamente el vientre. Yo seguí parloteando, nerviosa.
—Mi profesora de salud del instituto tenía razón: es cierto que te puedes quedar embarazada la primera vez que practicas sexo con un tío.
Había hecho cálculos y estaba casi segura de que la concepción había tenido lugar durante el fin de semana de la boda.
Pero él continuaba en silencio.
—Di algo, Matthew.
—Es imposible. —Parecía asombrado.
—Todo lo que nos concierne es imposible.
Bajé una mano temblorosa al vientre.
Matthew entrelazó los dedos con los míos y finalmente me miró a los ojos. Me sorprendió lo que vi en ellos: asombro, orgullo y una pizca de pánico. Entonces, sonrió. Fue un gesto de felicidad absoluta.
—¿Y si no se me da bien ser madre? —pregunté con inseguridad—. Tú ya has sido padre… Sabrás qué hacer.
—Vas a ser una madre maravillosa —respondió al instante—. Lo único que los niños necesitan es amor, un adulto que se haga responsable de ellos y un lugar blando donde aterrizar —me aseguró Matthew, moviendo nuestras manos entrelazadas sobre mi vientre en una dulce caricia—. Nos encargaremos de las dos primeras juntos. La última dependerá de ti. ¿Cómo te encuentras?
—Físicamente, un poco cansada y mareada. Emocionalmente, no sé por dónde empezar. —Inspiré entrecortadamente—. ¿Es normal estar asustada, de mal humor y sensible, todo al mismo tiempo?
—Sí…, y entusiasmada y ansiosa y también muerta de miedo —dijo en voz baja.
—Sé que es ridículo, pero me sigue preocupando que mi magia pueda hacer daño al bebé, aunque miles de brujas dan a luz cada año.
«Pero no están casadas con vampiros».
—Esta no es una concepción normal —dijo Matthew, leyéndome la mente—. Aun así, no creo que tengas por qué preocuparte.
Se le ensombreció la mirada. Prácticamente, pude ver cómo añadía una preocupación más a la lista.
—No quiero contárselo a nadie. Todavía no —dije, pensando en la habitación de al lado—. ¿Podrías añadir a tu vida un secreto más…, al menos temporalmente?
—Desde luego —respondió Matthew de inmediato—. El embarazo no se te notará hasta dentro de varios meses. Pero Françoise y Pierre lo sabrán pronto por tu olor, si no lo saben ya, y también Hancock y Gallowglass. Por fortuna, los vampiros no suelen hacer preguntas personales.
Me reí en voz baja.
—Al parecer voy a ser yo la que revele nuestro secreto. Es imposible que tú seas más protector, así que nadie adivinará lo que ocultamos por tu comportamiento.
—No estés tan segura —dijo, con una sonrisa de oreja a oreja. Matthew dobló los dedos sobre los míos en un claro gesto de protección.
—Si continúas tocándome de esa forma, la gente se lo va a imaginar bastante rápido —convine de forma cortante, mientras le pasaba los dedos por el hombro. Él se estremeció—. Se supone que no deberías estremecerte cuando sientes algo cálido.
—No tiemblo por eso. —Matthew se puso de pie, ocultando la luz de las velas.
Al verlo, el corazón me dio un brinco. Él sonrió al oír la leve arritmia y me llevó hacia la cama. Nos quitamos la ropa y la tiramos al suelo, donde se quedó en dos charcos blancos que reflejaban la luz plateada de las ventanas.
Matthew me acariciaba con la suavidad de una pluma, mientras observaba los mínimos cambios que ya se estaban produciendo en mi cuerpo. Se tomaba su tiempo con cada centímetro de piel suave, pero su fría atención aumentaba el dolor en lugar de calmarlo. Cada beso era tan enrevesado y complejo como nuestros sentimientos sobre el hecho de compartir un hijo. Al mismo tiempo, las palabras que susurraba en la oscuridad me animaban a centrarme únicamente en él. Cuando ya no podía aguantar más, Matthew se introdujo dentro de mí, con movimientos pausados y suaves, como su beso.
Arqueé la espalda para intentar aumentar el contacto entre nosotros y Matthew se detuvo. Al curvar la columna, él se quedó a las puertas de mi útero. Y en ese breve y eterno momento, padre, madre e hijo estuvieron lo más cerca que tres criaturas podrían estar jamás.
—«Todo mi corazón, toda mi vida» —prometió, moviéndose dentro de mí.
Yo grité y Matthew me abrazó hasta que dejé de temblar. Entonces empezó a descender por mi cuerpo besándome, empezando por mi tercer ojo de bruja y continuando con los labios, la garganta, la clavícula, el plexo solar, el ombligo y, por fin, el abdomen.
Bajó la vista hacia mí, sacudió la cabeza y me dedicó una sonrisa infantil.
—Hemos hecho un hijo —dijo, estupefacto.
—Así es —corroboré, respondiendo con otra sonrisa.
Matthew deslizó los hombros entre mis muslos y los separó. Con un brazo enroscado en una de mis rodillas y el otro entretejido alrededor de la cadera opuesta para poder posar la mano sobre el pulso que allí se notaba, posó la cabeza sobre mi vientre como si de una almohada se tratara y dejó escapar un suspiro de satisfacción. Finalmente tranquilo, escuchó el suave zumbido de la sangre que ahora alimentaba a nuestro hijo. Cuando la oyó, giró la cabeza para que nuestras miradas se encontraran. Esbozó una sonrisa radiante y franca y regresó a su vigilia.
En la oscuridad iluminada con velas de la mañana de Navidad, noté la serena fuerza que surge al compartir nuestro amor con otra criatura. Ya no era un meteorito solitario moviéndome a través del tiempo y el espacio, ahora era parte de un complicado sistema planetario. Tenía que aprender a mantener mi propio centro de gravedad mientras otros cuerpos mayores y más poderosos que yo me arrastraban de aquí para allá. De no ser así, Matthew, los De Clermont, nuestro hijo —y la Congregación— podrían hacerme perder el rumbo.
El tiempo que había pasado con mi madre había sido demasiado breve, pero en siete años me había enseñado muchas cosas. Recordaba su amor incondicional, los abrazos que parecían abarcar días y que siempre estaba bien cuando yo necesitaba que lo estuviera. Era como decía Matthew: los niños necesitaban amor, una fuente fiable de bienestar y un adulto capaz de hacerse responsable de ellos.
Ya era hora de dejar de considerar nuestra estancia allí como un seminario avanzado de la Inglaterra de Shakespeare y tomármelo como la última y mejor oportunidad para descubrir quién era, con el fin de poder ayudar a mi hijo a entender cuál sería su lugar en el mundo.
Pero antes tendría que encontrar a una bruja.