Capítulo
14

—¿Ysabeau? ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente. —Ysabeau estaba levantando hacia atrás las tapas de un libro antiguo de inestimable valor, para sacudirlo boca abajo.

Emily Mather observaba a Ysabeau no demasiado convencida. En la biblioteca reinaba un caos absoluto. El resto del palacete estaba como los chorros del oro, pero aquella habitación parecía que hubiera sido arrasada por un tornado. Había libros tirados por todas partes. Alguien los había bajado de las estanterías y los había lanzado sobre todo tipo de superficies vacías.

—Tiene que estar por aquí. Él debería saber que los chicos estaban juntos. —Ysabeau tiró el libro y cogió otro. Al alma de bibliotecaria de Emily le dolía ver los libros maltratados de aquella forma.

—No entiendo nada. ¿Qué estás buscando?

Recogió el ejemplar desechado y lo cerró con suavidad.

—Matthew y Diana iban a ir a 1590. Por aquel entonces yo no estaba en casa, sino en Tréveris. Se supone que Philippe debe de haber conocido a la nueva esposa de Matthew. Y haberme dejado algún mensaje.

A Ysabeau le caía el pelo alrededor de la cara y le llegaba casi a la cintura. Con impaciencia, lo tomó entre las manos y lo retorció para quitárselo de en medio. Tras examinar el lomo y las páginas de su última víctima, cortó la guarda con la afilada uña del dedo índice. Al no encontrar nada escondido, gruñó frustrada.

—Pero esto son libros, no cartas —dijo Emily, con prudencia. Aunque no conocía bien a Ysabeau, estaba muy familiarizada con las leyendas más truculentas sobre la madre de Matthew y lo que había hecho en Tréveris y otros lugares. La matriarca de la familia De Clermont no era amiga de las brujas y, aunque Diana confiaba en ella, Emily todavía no las tenía todas consigo.

—No estoy buscando ninguna carta. Nos escribíamos notitas en las páginas de los libros. Busqué en todos y cada uno de los ejemplares de la biblioteca cuando murió, con la intención de quedarme hasta con el último pedazo de él. Pero he debido de pasar algo por alto.

—Tal vez entonces no había nada y por eso no lo encontraste. —Una voz seca habló entre las sombras, al lado de la puerta. Sarah Bishop tenía la roja cabellera despeinada y el rostro pálido por la preocupación y la falta de sueño—. A Marthe le va a dar un ataque cuando vea esto. Y menos mal que Diana no está. Te daría un discurso sobre la conservación de los libros que te mataría de aburrimiento.

Tabitha, que acompañaba a Sarah a todas partes, salió disparada de entre las piernas de la bruja.

Entonces le tocó a Ysabeau sentirse confusa.

—¿A qué te refieres, Sarah?

—El tiempo tiene su intríngulis. Aunque todo sucediera como estaba previsto y Diana llevara de vuelta a Matthew al primer día de noviembre de 1590, todavía podría ser demasiado pronto para buscar un mensaje de tu marido. Y no has encontrado antes ninguno porque Philippe todavía no había conocido a mi sobrina. —Sarah se quedó callada—. Creo que Tabitha se está comiendo ese libro.

A Tabitha, que estaba encantada de vivir en una casa con tan abundante suministro de ratones e infinidad de rincones oscuros para esconderse, últimamente le había dado por trepar a los muebles y a las cortinas. Estaba encaramada a una de las estanterías de la biblioteca, royendo la esquina de un libro con ajadas tapas de piel.

Kakó gati! —gritó Ysabeau, mientras corría hacia las estanterías—. Ese es uno de los preferidos de Diana.

Tabitha, que nunca se arredraba en ningún enfrentamiento con otro depredador que no fuera Miriam, golpeó el libro y este cayó al suelo. Ysabeau dio un salto hacia abajo detrás de él, abalanzándose sobre su presa como un león que guardase una captura especialmente apetecible.

—Es uno de esos libros de alquimia con ilustraciones —dijo Sarah, mientras le quitaba el libro al gato y pasaba las páginas. Acto seguido, olisqueó la cubierta—. La verdad es que no me extraña que Tabitha quiera comérselo. Huele a menta y a piel, como su juguete favorito.

Un pedazo cuadrado de papel, doblado y requetedoblado, cayó revoloteando al suelo. Al quitarle el libro, Tabitha cogió el papel entre sus afilados dientes y se fue hacia la puerta.

Ysabeau la estaba esperando. Agarró a la gata por el cogote y le arrancó el papel de la boca. Luego besó al sorprendido felino en el hocico.

—Gatita lista. Hoy cenarás pescado.

—¿Era eso lo que estabas buscando?

Emily observó el pedacito de papel. No parecía merecer que hubieran puesto la habitación patas arriba por él.

La respuesta de Ysabeau estaba clara, por la forma en que lo cogió. Lo desdobló con cuidado y dejó a la vista un cuadrado de unos doce centímetros de papel grueso, cubierto por ambas caras de diminutos caracteres.

—Está escrito en una especie de código —dijo Sarah mientras hacía oscilar las gafas de lectura con rayas de cebra sobre el cordón que llevaba alrededor del cuello, para ponérselas en la nariz y poder ver mejor.

—No es ningún código: es griego.

A Ysabeau le temblaron las manos mientras alisaba el papel.

—¿Qué pone? —preguntó Sarah.

—¡Sarah! —la reprendió Emily—. Es privado.

—Es de Philippe. Los ha visto.

Ysabeau inspiró y recorrió a toda prisa el texto con la mirada. Se llevó la mano a la boca, tan aliviada como incrédula.

Sarah esperó a que la vampira acabara de leer. Esperó dos minutos, que eran noventa segundos más de lo que le hubiera concedido a cualquier otra persona.

—¿Y bien?

—Han estado con él durante las vacaciones. «La mañana de la celebración santa cristiana, he dicho adiós a tu hijo. Finalmente es feliz, apareado con una mujer que sigue los pasos de la diosa y es merecedora de su amor», leyó Ysabeau en voz alta.

—¿Estás segura de que se refiere a Matthew y a Diana?

A Emily la frase le pareció demasiado formal y vaga para que se tratara de un intercambio de correspondencia entre marido y mujer.

—Sí. Matthew siempre ha sido el hijo que más nos ha preocupado, aunque sus hermanos y hermanas se meten en peores aprietos. Mi único deseo era ver feliz a Matthew.

—Y la referencia a «la mujer que sigue los pasos de la diosa» es bastante clara —convino Sarah—. No podía decir tranquilamente su nombre e identificar a Diana con una bruja. ¿Y si alguien más la encontraba?

—Aún hay más —continuó Ysabeau—. «El destino todavía tiene el poder de sorprendernos, mi lucero. Me temo que se avecinan tiempos difíciles para todos nosotros. Haré todo lo que esté en mi mano durante el tiempo que me resta, sea este cual sea, para garantizar tu seguridad, así como la de tus hijos y nietos, de aquellos con los que ya hemos sido bendecidos y de los que todavía no han nacido».

Sarah maldijo.

—¿Que no han nacido, no que no han sido concebidos?

—Sí —susurró Ysabeau—. Philippe siempre elige cuidadosamente sus palabras.

—Así que estaba intentando contarnos algo acerca de Diana y Matthew —dijo Sarah.

Ysabeau se hundió en el sofá.

—Hace mucho, mucho tiempo, había rumores de que existían criaturas diferentes: inmortales, pero también poderosas. En la época en que se firmó por primera vez el pacto, había quien aseguraba que una bruja había dado a luz a un bebé que lloraba lágrimas de sangre, como los vampiros. Y cada vez que el niño hacía aquello, soplaban feroces vientos procedentes del mar.

—Nunca lo había oído —dijo Emily, frunciendo el ceño.

—Lo tachaban de mito: una historia creada para sembrar el miedo entre las criaturas. Somos pocos quienes la recordamos hoy en día y menos aún los que lo considerarían posible. —Ysabeau acarició el papel que tenía en el regazo—. Pero Philippe sabía que era verdad. Él tuvo al niño en sus brazos y lo reconoció como lo que era.

—¿Y qué era? —preguntó Sarah, asombrada.

—Un manjasang nacido de una bruja. El pobre niño estaba muerto de hambre. La familia de la bruja le quitó el niño a la madre y se negó a alimentarlo con sangre, con la certeza de que, si lo obligaban a beber solo leche, evitarían que se convirtiera en uno de nosotros.

—Seguro que Matthew conoce esa historia —dijo Emily—. Se la habréis contado para su investigación, si no lo habéis hecho por el bien de Diana.

Ysabeau negó con la cabeza.

—No me correspondía a mí contársela.

—Tú y tus secretos —dijo Sarah con frialdad.

—¿Y tus secretos qué, Sarah? —gritó Ysabeau—. ¿De verdad crees que los brujos, las criaturas como Satu y Peter Knox, no saben nada de ese bebé manjasang y de su madre?

—Dejadlo de una vez —dijo Emily bruscamente—. Si la historia es verdadera y otras criaturas lo saben, Diana corre un grave peligro. Y Sophie también.

—Sus padres eran ambos brujos, pero ella es daimón —añadió Sarah, pensando en la joven pareja que había aparecido en su puerta en Nueva York unos días antes de Halloween. Nadie entendía qué pintaban aquellos dos daimones en ese misterio.

—Y su marido también, pero su hija va a ser bruja. Ella y Nathaniel son prueba más que suficiente de que no entendemos cómo las brujas, los daimones y los vampiros se reproducen y transmiten sus aptitudes a sus hijos —dijo Emily, preocupada.

—Sophie y Nathaniel no son las únicas criaturas que necesitan mantenerse al margen de la Congregación. Menos mal que Matthew y Diana están a salvo en 1590 y no aquí —dijo Sarah lúgubremente.

—Pero cuanto más se queden en el pasado, más probable es que cambien el presente —observó Emily—. Tarde o temprano, Diana y Matthew se delatarán.

—¿Tú qué opinas, Emily? —preguntó Ysabeau.

—El tiempo tiene que ajustarse… y no de la forma melodramática que cree la gente, evitando guerras y cambiando las elecciones presidenciales. Se tratará de pequeñas cosas, como esta nota y otros detalles aquí y allá.

—Anomalías —murmuró Ysabeau—. Philippe siempre estaba buscando anomalías en el mundo. Por eso todavía leo los periódicos. Nos acostumbramos a buscar en ellos cada mañana. —Cerró los ojos al evocar el recuerdo—. A él le encantaba la sección de deportes, cómo no, y leía también las columnas de educación. A Philippe le preocupaba lo que aprenderían los niños en el futuro. Instituyó becas de investigación de Griego y Filosofía, y creó universidades para mujeres. A mí siempre me pareció extraño.

—Estaba cuidando de Diana —dijo Emily con la certidumbre de alguien bendecido con el don de la clarividencia.

—Es posible. Una vez le pregunté por qué le preocupaban tanto las circunstancias actuales y qué esperaba descubrir en los periódicos. Philippe dijo que lo sabría en cuanto lo viera —respondió Ysabeau y sonrió con tristeza—. Le encantaban los misterios y decía que, si fuera posible, le gustaría ser detective como Sherlock Holmes.

—Tenemos que asegurarnos de advertir cualquiera de esos pequeños baches antes de que lo haga la Congregación —dijo Sara.

—Se lo diré a Marcus —convino Ysabeau, asintiendo.

—Deberías haberle hablado a Matthew de ese bebé engendrado por padres de especies diferentes.

Sarah no fue capaz de ocultar el tono de reproche de su voz.

—Mi hijo ama a Diana y, de haber conocido la existencia de ese niño, Matthew renunciaría a ella antes que ponerla a ella, y al bebé, en peligro.

—Las Bishop no somos fáciles de intimidar, Ysabeau. Si Diana quería a tu hijo, habría encontrado la manera de conseguirlo.

—Bueno, el caso es que Diana lo quería y ahora se tienen el uno al otro —señaló Emily—. Pero no vamos a tener que compartir estas noticias únicamente con Marcus. También hay que informar a Sophie y Nathaniel.

Sarah y Emily abandonaron la biblioteca. Se alojaban en la antigua habitación de Louisa de Clermont, al final del pasillo en el que se encontraba la de Ysabeau. A Sarah le parecía que había momentos del día en que olía un poco a Diana.

Ysabeau se quedó después de que se fueran para recoger los libros y volver a colocarlos en las estanterías. Cuando la habitación estuvo de nuevo en orden, la vampira volvió al sofá y cogió el mensaje de su marido. Decía más cosas que las que había revelado a las brujas. Releyó las últimas líneas.

Pero basta de asuntos tristes. Tú también debes ponerte a salvo, para poder disfrutar del futuro con ellos. Han pasado dos días desde que te recordé que mi corazón te pertenecía. Desearía poder hacerlo a cada momento para que no lo olvides, ni tampoco el nombre del hombre que te querrá eternamente. Philipos.

Durante los últimos días de su vida, había momentos en los que Philippe no era capaz ni de recordar su propio nombre, y mucho menos el suyo.

—Gracias, Diana, por devolvérmelo —susurró Ysabeau a la noche.

Al cabo de varias horas, Sarah oyó un extraño sonido procedente de las alturas: parecía música, pero era algo más. Salió atropelladamente de la habitación y se encontró a Marthe en el pasillo con una expresión agridulce en la cara, envuelta en un viejo albornoz de chenilla que tenía una rana bordada en el bolsillo.

—¿Qué es eso? —preguntó Sarah, levantando la vista. No había ser humano capaz de emitir un sonido tan hermoso y conmovedor. Debía de haber un ángel en el tejado.

—Ysabeau está cantando de nuevo —respondió Marthe—. Solo lo ha hecho una vez desde que Philippe falleció: cuando vuestra sobrina estaba en peligro y necesitaba ser arrastrada a este mundo.

—¿Se encuentra bien?

Había tal pesar y tal desconsuelo en cada una de las notas que a Sarah se le encogió el corazón. No existían palabras para describir el sonido.

Marthe asintió.

—La música es una buena señal, significa que es posible que el duelo esté llegando a su fin. Solo entonces Ysabeau empezará a vivir de nuevo.

Dos mujeres, vampira y bruja, se quedaron escuchando hasta que las notas finales de la canción de Ysabeau se desvanecieron hasta apagarse.