Philippe podía ser fascinante, pero también era exasperante e inescrutable, tal y como Matthew había prometido.
Mi esposo y yo estábamos en el gran salón a la mañana siguiente cuando mi suegro pareció materializarse salido de la nada. No me sorprendía que los humanos creyeran que los vampiros podían transformarse en murciélagos. Levanté un cilindro de pan tostado de la yema dorada de los huevos pasados por agua.
—Buenos días, Philippe.
—Diana. —Philippe asintió—. Vamos, Matthew. Debes alimentarte. Ya que no piensas hacerlo delante de tu esposa, nos iremos de caza.
Matthew dudó, me miró nervioso y apartó la vista.
—Tal vez mañana.
Philippe murmuró algo entre dientes y sacudió la cabeza.
—Debes satisfacer tus propias necesidades, Matthaios. Un manjasang famélico y exhausto no es el compañero de viaje ideal para nadie, y menos aún para una bruja de sangre caliente.
Dos hombres entraron en el salón, sacudiéndose la nieve de las botas. El frío aire invernal esquivó la pantalla de madera y atravesó el encaje tallado. Matthew miró con nostalgia hacia la puerta. Seguir venados por el paisaje helado no solo alimentaría su cuerpo, también le aclararía la mente. Y si lo sucedido el día anterior servía de referencia, al volver estaría de mucho mejor humor.
—No te preocupes por mí. Tengo muchas cosas que hacer —dije, estrechándole la mano para darle un reconfortante apretón.
Después del desayuno, Chef y yo decidimos el menú de la fiesta previa al Adviento del sábado. Cuando acabamos, comenté mis necesidades de vestuario con el sastre de la aldea y la costurera. Teniendo en cuenta mis conocimientos de francés, temía haber encargado una carpa de circo. Al final de la mañana estaba desesperada por un poco de aire fresco, y persuadí a Alain para que me hiciera una visita guiada a los talleres del patio. Casi todo lo que los residentes del palacete necesitaban, desde velas a agua potable, se podía encontrar allí. Traté de recordar todos los detalles de cómo el herrero fundía los metales, consciente de que aquellos conocimientos serían de utilidad cuando regresara a mi vida real como historiadora.
A excepción de la hora que pasé en la forja, hasta entonces el día había sido el típico de una mujer noble de la época. Con la sensación de que había hecho grandes progresos en mi objetivo de encajar, me pasé varias horas placenteras leyendo y practicando caligrafía. Cuando oí que los músicos se preparaban para la última fiesta antes del ayuno de un mes de duración, les pedí que me dieran una clase de baile. Más tarde, me regalé una aventura en la bodega y pronto estuve felizmente ocupada con una magnífica cacerola doble para cocer al baño María, un alambique de cobre y un pequeño barril de vino añejo. Dos jóvenes muchachos que había tomado prestados de la cocina mantenían encendidas las brasas del hogar con un par de fuelles de piel que soplaban suavemente cada vez que Thomas y Étienne los apretaban para hacerlos entrar en acción.
Estar en el pasado me proporcionaba una oportunidad perfecta para practicar lo que solo sabía en teoría. Después de rebuscar entre el equipo de Marthe, tracé un plan para hacer espíritu de vino, una sustancia básica utilizada en los procedimientos alquímicos. Sin embargo, no tardé mucho en estar lanzando improperios.
—Esto nunca se condensará como es debido —dije contrariada, mientras observaba el vapor que se escapaba del alambique. Los chicos de la cocina, que no hablaban inglés, emitieron sonidos de comprensión mientras consultaba un libro que había sacado de la biblioteca de los De Clermont. Había todo tipo de ejemplares interesantes en las estanterías. Alguno de ellos explicaría cómo reparar un alambique.
—Madame? —Alain me llamó discretamente desde el umbral.
—¿Sí? —Me volví y me limpié las manos en los arrugados pliegues del delantal de lino.
Alain le echó un vistazo a la habitación, horrorizado. Mi bata oscura sin mangas estaba colgada sobre el respaldo de una silla cercana, las pesadas mangas de terciopelo estaban puestas sobre el borde de una olla de cobre y el corpiño pendía del techo, de un oportuno gancho. Aunque iba relativamente ligera de ropa para los estándares del siglo XVI, todavía llevaba puesto un corsé, un delantal de lino de cuello alto y manga larga, varias enaguas y una voluminosa falda: muchísima más ropa de la que solía ponerme para dar clase. Sintiéndome desnuda, aun así, levanté la barbilla y desafié a Alain a que dijera algo. Prudentemente, él apartó la vista.
—Chef no sabe qué hacer con el banquete de esta noche —dijo Alain. Fruncí el ceño. Chef era infalible, siempre sabía qué hacer.
—La gente de la casa tiene hambre y sed, pero no pueden sentarse sin vos. Siempre que haya un miembro de la familia en Sept-Tours, dicha persona deberá presidir la cena. Es la tradición.
Catrine apareció con una toalla y un cuenco. Introduje los dedos en el agua tibia con olor a lavanda.
—¿Cuánto tiempo llevan esperando? —pregunté, mientras cogía la toalla del brazo de Catrine. Un enorme salón lleno de seres de sangre caliente hambrientos y de vampiros igualmente famélicos no podía ser nada bueno. La confianza recién adquirida que tenía en mi capacidad de llevar el hogar de los De Clermont se evaporó.
—Más de una hora. Seguirán esperando hasta que lleguen noticias de la aldea de que Roger ha dado por terminada la noche y está cerrando. Es el que lleva la taberna. Hace frío y faltan muchas horas para el desayuno. Sieur Philippe me ha hecho pensar… —Su voz se apagó y Alain se sumió en un silencio apesadumbrado.
—Vite —dije, señalando la ropa que me había quitado—. Debes ayudarme a vestirme, Catrine.
—Bien sûr. —Catrine posó el cuenco y se dirigió hacia el corpiño que estaba colgado. La gran mancha de tinta que había en él echó por tierra mis esperanzas de tener un aspecto respetable.
Cuando entré en el salón, los bancos arañaron el suelo de piedra como si se levantaran más de tres docenas de criaturas. Había una nota de reproche en el sonido. Una vez sentados, se comieron la comida atrasada con gusto, mientras yo elegía un muslo de pollo y rechazaba con un gesto de la mano todo lo demás.
Después de lo que me pareció una eternidad, Matthew y su padre regresaron.
—¡Diana! —Matthew rodeó la pantalla de madera, confuso al verme sentada en la cabecera de la mesa familiar—. Esperaba que estuvieras arriba, en la biblioteca.
—Creí que sería más cortés por mi parte sentarme aquí, teniendo en cuenta todo el trabajo que le ha llevado a Chef preparar la comida. —Mis ojos vagaron hasta Philippe—. ¿Qué tal la caza, Philippe?
—Aceptable. Pero la sangre animal solo aporta parte de los nutrientes necesarios.
Le hizo un gesto a Alain y sus fríos ojos se clavaron en el cuello alto de mi vestido.
—Ya basta. —Aunque lo dijo en voz baja, el tono de advertencia de Matthew era inconfundible. Todas las cabezas se volvieron hacia él—. Deberías haber dado órdenes de que empezaran sin nosotros. Deja que te lleve arriba, Diana. —Las cabezas volvieron a girarse hacia mí, esperando mi respuesta.
—Aún no he terminado —dije, señalando el plato—, y los demás tampoco. Siéntate a mi lado y toma un poco de vino.
Tal vez Matthew fuera un príncipe del Renacimiento tanto en sustancia como en estilo, pero no pensaba someterme a él cada vez que chascara los dedos.
Matthew se sentó a mi lado mientras yo me obligaba a tragar un poco de pollo. Cuando la tensión se hizo insoportable, me levanté. Una vez más, los bancos arañaron la piedra cuando los habitantes del castillo se levantaron.
—¿Has acabado tan pronto? —preguntó Philippe, sorprendido—. Buenas noches, entonces, Diana. Matthew, regresa de inmediato. Siento un extraño deseo de jugar al ajedrez.
Matthew ignoró a su padre y extendió el brazo. No intercambiamos ni una sola palabra mientras salíamos del salón principal y subíamos a los aposentos familiares. Cuando llegamos a mi puerta, Matthew había logrado controlarse lo suficiente como para arriesgarse a mantener una conversación.
—Philippe te está tratando como a una auténtica ama de llaves. Es intolerable.
—Tu padre me está tratando como a una mujer de la época. Me las arreglaré, Matthew. —Hice una pausa para coger fuerzas—. ¿Cuándo fue la última vez que te alimentaste de una criatura que caminara sobre dos patas? —Yo lo había obligado a que me extrajera sangre antes de abandonar Madison, y se había alimentado de algún sangre caliente anónimo en Canadá. Unas semanas antes, había matado a Gillian Chamberlain en Oxford. Puede que se hubiera alimentado de ella, también. Quitando eso, no creía que una sola gota de algo que no fuera sangre animal hubiera cruzado sus labios en meses.
—¿Por qué lo preguntas? —El tono de Matthew era cortante.
—Philippe dice que no estás tan fuerte como deberías —dije, apretando la mano sobre la suya—. Si necesitas alimentarte y no tienes intención de beber sangre de un extraño, quiero que tomes la mía.
Antes de que Matthew pudiera responder, se oyó una risa en las escaleras.
—Cuidado, Diana. Nosotros, los manjasang, tenemos el oído muy fino. Como ofrezcas tu sangre en esta casa, nunca más lograrás mantener a los lobos a raya.
Philippe estaba de pie con los brazos apoyados en los extremos del arco de piedra tallado.
Matthew volvió la cabeza, furioso.
—Vete, Philippe.
—La bruja es una insensata. Es mi responsabilidad asegurarme de poner freno a sus impulsos. De no ser así, nos destruirá.
—La bruja es mía —dijo Matthew con frialdad.
—Todavía no —dijo Philippe, bajando las escaleras mientras agitaba la cabeza con pesar—. Y tal vez no lo sea nunca.
Después de aquel encuentro, Matthew se mostraba incluso más cauto y distante. Al día siguiente estaba enfadado con su padre, pero, en lugar de pagarlo con la fuente de su frustración, Matthew la tomó con los demás: conmigo, con Alain, con Pierre, con Chef y con cualquier otra criatura lo suficientemente desafortunada como para cruzarse en su camino. La casa ya se encontraba en un estado de ansiedad considerable por el banquete y, después de soportar su mal comportamiento durante horas, Philippe le dijo a su hijo que eligiera entre ir a dormir hasta que se le pasara el mal humor o alimentarse. Matthew eligió una tercera opción y se fue a indagar en los archivos de los De Clermont en busca de alguna pista sobre el paradero actual del Ashmole 782. Abandonada a mi suerte, regresé a las cocinas.
Philippe me encontró en el cuarto de Marthe, en cuclillas, inclinada sobre el alambique que funcionaba mal, remangada y con la sala llena de vapor.
—¿Matthew se ha alimentado de ti? —preguntó bruscamente, recorriendo mis antebrazos con la mirada.
Levanté el brazo izquierdo a modo de respuesta. La suave tela se amontonó alrededor de mi hombro, dejando a la vista las marcas rosadas de una cicatriz irregular que tenía en la cara interna del brazo, a la altura del codo. Me había hecho un corte para que Matthew pudiera beber de mí más fácilmente.
—¿Algún otro sitio? —Philippe centró su atención en mi torso.
Con la otra mano, dejé a la vista el cuello. Aquella herida era más profunda, pero había sido hecha por un vampiro y era mucho más pulcra.
—Qué majadera, permitir que un manjasang perdidamente enamorado os chupara la sangre no solo del brazo, sino también del cuello —dijo Philippe, asombrado—. El pacto prohíbe que los manjasang beban sangre de brujas o daimones. Y Matthew lo sabe.
—¡Se estaba muriendo y la mía era la única sangre disponible! —exclamé violentamente—. Si os hace sentir mejor, tuve que obligarlo.
—Así que era eso. Sin duda, mi hijo se ha convencido a sí mismo de que, mientras haya tomado tu sangre y no tu cuerpo, será capaz de dejarte marchar. —Philippe sacudió la cabeza—. Está equivocado. He estado observándolo. Nunca te librarás de Matthew, te lleve a la cama o no.
—Matthew sabe que nunca lo dejaré.
—Por supuesto que sí. Un día, tu vida en esta tierra llegará a su fin y harás tu viaje final a los infiernos. En lugar de penar, Matthew querrá seguirte en la muerte. —Las palabras de Philippe eran verdaderamente convincentes.
La madre de Matthew había compartido conmigo la historia de su creación: cómo se había caído del andamio mientras ayudaba a poner las piedras de la iglesia del pueblo. Incluso la primera vez que lo oí, me había preguntado si la desesperación de Matthew por perder a su mujer, Blanca, y a su hijo, Lucas, lo había llevado al suicidio.
—Es una pena que Matthew sea cristiano. Su Dios nunca está satisfecho.
—¿A qué os referís? —pregunté, perpleja por el repentino cambio de tema.
—Cuando vos o yo hacemos algo mal, ajustamos cuentas con los dioses y volvemos a vivir con la esperanza de hacerlo mejor en un futuro. El hijo de Ysabeau confiesa sus pecados y los expía una y otra vez: el de su vida, el de ser quien es, el de lo que ha hecho. Siempre está volviendo la vista atrás, es un ciclo sin fin.
—Eso es porque Matthew es un hombre de mucha fe, Philippe. —Había un núcleo espiritual en la vida de Matthew que coloreaba su actitud hacia la ciencia y la muerte.
—¿Matthew? —Philippe parecía incrédulo—. Tiene menos fe que cualquiera que haya conocido jamás. Lo único que posee es la creencia, lo cual es bastante diferente, y depende de la cabeza más que del corazón. Matthew siempre había tenido una mente entusiasta, capaz de lidiar con abstracciones como Dios. Así fue como llegó a aceptar a la persona en que se había convertido después de que Ysabeau lo hiciera miembro de la familia. Cada manjasang es diferente. Mis hijos eligieron otros caminos: guerra, amor, apareamiento, conquista, adquisición de riquezas. Matthew siempre se ha centrado en las ideas.
—Sigue haciéndolo —dije con suavidad.
—Pero las ideas raras veces son lo suficientemente fuertes como para proporcionar la base del coraje. No sin depositar la esperanza en el futuro. —Su expresión se volvió pensativa—. No conocéis a vuestro esposo todo lo bien que deberíais.
—Tan bien como vos, no. Somos una bruja y un vampiro que se aman, aunque les esté prohibido hacerlo. El pacto no nos permite un cortejo público ni los paseos a la luz de la luna. —Mi voz se calentó mientras continuaba—. No puedo cogerlo de la mano ni acariciarle la cara fuera de estas cuatro paredes, sin temer que alguien se dé cuenta y sea castigado por ello.
—Matthew va a la iglesia del pueblo al mediodía, mientras vos creéis que está buscando vuestro libro. Es adonde ha ido hoy. —El comentario de Philippe estaba extrañamente desligado de nuestra conversación—. Podríais seguirlo un día. Tal vez entonces llegaríais a conocerlo mejor.
Fui a la iglesia a las once de la mañana del lunes, esperando que se encontrara vacía. Pero Matthew estaba allí, tal y como Philippe había prometido.
Era imposible que no hubiera oído el ruido de la pesada puerta al cerrarse detrás de mí o el eco de mis pasos al cruzar el suelo, pero no se dio la vuelta. En lugar de ello, permaneció arrodillado inmediatamente a la derecha del altar. A pesar de la baja temperatura, Matthew vestía una fina camisa de lino, unos bombachos, unas calzas y los zapatos. Sentí frío solo de mirarlo y me ajusté la capa con más fuerza alrededor de mí.
—Tu padre me dijo que te encontraría aquí —confesé. Mi voz resonó.
Era la primera vez que estaba en aquella iglesia y miré a mi alrededor con curiosidad. Como muchos edificios religiosos de aquella región de Francia, el templo de Saint-Lucien ya era antiguo en 1590. Sus sencillas líneas eran completamente diferentes de las vertiginosas alturas y las intrincadas mamposterías de las catedrales góticas. Unos murales de brillantes colores rodeaban el ancho muro que separaba el ábside de la nave y decoraba las bandas de piedra que coronaban las arcadas bajo los elevados lucernarios. La mayoría de las ventanas se abrían a la intemperie, aunque alguien había medio intentado acristalar las más cercanas a la puerta. El tejado en punta estaba entrecruzado por robustas vigas de madera que daban fe de la habilidad del carpintero, además de la del albañil.
La primera vez que había visitado el Viejo Pabellón, la casa de Matthew me había recordado a él. Su personalidad también se hacía evidente allí, en los detalles geométricos tallados en las vigas y en los arcos perfectamente espaciados que abarcaban la anchura que había entre las columnas.
—Tú construiste esto.
—En parte. —Matthew levantó la vista hacia el curvado ábside donde se encontraba la imagen de Cristo en el trono, con una mano levantada dispuesto a hacer justicia—. La nave, principalmente. El ábside lo terminaron mientras yo estaba… fuera.
El rostro sereno de un santo me observaba con gravedad por encima del hombro derecho de Matthew. Sostenía una escuadra de carpintero y un lirio blanco de largo tallo. Era José, el hombre que no hizo preguntas cuando tomó por esposa a una virgen embarazada.
—Tenemos que hablar, Matthew. —Volví a echarle un vistazo a la iglesia—. Tal vez deberíamos trasladar esta conversación al palacete. No hay donde sentarse. —Nunca había considerado tentadores los bancos de madera, hasta entrar en una iglesia que carecía de ellos.
—Las iglesias no se construían para que fueran cómodas —dijo Matthew.
—No. Pero amargarles la vida a los fieles podría no haber sido su único propósito. —Examiné los murales. Si la fe y la esperanza estuvieran tan estrechamente ligadas como Philippe sugería, entonces era posible que allí hubiera algo que iluminara el ánimo de Matthew.
Encontré a Noé y su arca. Un desastre a nivel mundial, y haberse librado de la extinción de todas las formas de vida por los pelos no era muy halagüeño. Un santo daba muerte heroicamente a un dragón, pero tenía demasiadas reminiscencias de caza como para que me sintiera a gusto. La entrada de la iglesia estaba dedicada al Juicio Final. Hileras de ángeles en la parte superior soplaban trompetas de oro mientras las puntas de sus alas rozaban el suelo, pero la imagen del infierno en la parte de abajo —situado de tal forma que no podías salir de la iglesia sin establecer contacto visual con los condenados— era horrible. La resurrección de Lázaro poco consuelo podía aportar a un vampiro. La virgen María tampoco ayudaba. Estaba de pie enfrente a José en la entrada del ábside, espiritual y serena, como otro recordatorio de lo que Matthew había perdido.
—Al menos hay privacidad. Philippe raras veces pone el pie aquí —dijo Matthew, con voz cansada.
—Entonces nos quedaremos. —Avancé unos cuantos pasos hacia él y me lancé—. ¿Qué sucede, Matthew? Al principio creí que se trataba de la impresión de estar inmerso en una vida pasada; luego, de la perspectiva de volver a ver a tu padre teniendo que mantener su muerte en secreto. —Matthew permaneció arrodillado, con la cabeza gacha, dándome la espalda—. Pero ahora tu padre conoce su futuro. Así que debe de haber alguna otra razón.
El aire en la iglesia era opresivo, como si mis palabras se hubieran llevado todo el oxígeno del lugar. No se oía nada, salvo el arrullo de los pájaros en el campanario.
—Hoy es el cumpleaños de Lucas —dijo finalmente Matthew.
Sus palabras me golpearon con la fuerza de un puñetazo. Caí de rodillas a su lado, con las faldas de color arándano dibujando un charco a mi alrededor. Philippe tenía razón. No conocía a Matthew tan bien como debería.
Este levantó la mano y señaló un punto en el suelo entre él y José.
—Está enterrado ahí, con su madre.
No había ninguna inscripción en la piedra que señalara quiénes yacían debajo. Únicamente se veían unos huecos desgastados, como los que creaba el continuo paso de los pies sobre los escalones de una escalera. Matthew estiró los dedos, que encajaban perfectamente en las muescas, los posó sobre ellas y los retiró.
—Parte de mí murió cuando lo hizo Lucas. Sucedió lo mismo con Blanca. Su cuerpo aguantó algunos días más, pero tenía la mirada vacía y su alma ya había volado. Philippe eligió su nombre. Significa «brillante» en griego. La noche en que nació, Lucas era muy blanco y pálido. Cuando la partera lo alzó en la oscuridad, su piel atrapó la luz del fuego al igual que la luna toma su luz del sol. Es extraño cómo, después de tantos años, mi recuerdo de esa noche sigue siendo tan nítido. —Matthew dejó de divagar y se secó un ojo. Cuando retiró los dedos, estaban rojos.
—¿Cuándo os conocisteis Blanca y tú?
—Le tiraba bolas de nieve en el primer invierno que pasó en el pueblo. Habría hecho cualquier cosa por llamar su atención. Era delicada y distante y muchos de nosotros buscábamos su compañía. Cuando llegó la primavera, Blanca ya me dejaba acompañarla a casa a la vuelta del mercado. Le gustaban las bayas. Todos los veranos, el seto que había delante de la iglesia se llenaba de ellas. —Matthew examinó los surcos rojos que tenía en la mano—. Siempre que Philippe veía las manchas de su jugo en mis dedos, se reía y vaticinaba una boda en otoño.
—Supongo que tenía razón.
—Nos casamos en otoño, después de la cosecha. Blanca ya estaba embarazada de más de dos meses. —Matthew podía esperar para consumar nuestro matrimonio, pero no había sido capaz de resistirse a los encantos de Blanca. Era mucho más de lo que habría querido saber sobre su relación.
—Hicimos el amor por primera vez durante el calor de agosto —continuó—. Blanca siempre quería agradar a todo el mundo. Cuando miro hacia atrás, me pregunto si la maltrataron cuando era niña. No me refiero a que la castigaran, a todos nos castigaban, y de maneras que a ningún padre moderno se le pasarían por la cabeza, sino a algo más. Aquello había quebrado su espíritu. Mi mujer había aprendido a ceder a los deseos de cualquier persona mayor, más fuerte o más mezquina que ella. Yo era todo aquello junto y, como quería que me dijera que sí aquella noche de verano, lo hizo.
—Ysabeau me dijo que ambos estabais profundamente enamorados, Matthew. No la obligaste a hacer nada en contra de su voluntad. —Quería ofrecerle todo el consuelo posible, a pesar del escozor que me causaban sus recuerdos.
—Blanca no tenía voluntad. No hasta que llegó Lucas. Incluso entonces solo la ejercía cuando él estaba en peligro o cuando yo me enfadaba con él. Toda su vida había querido tener a alguien más débil y más pequeño que ella para protegerlo. En lugar de ello, Blanca tuvo una sucesión de lo que ella consideraba fracasos. Lucas no era nuestro primer hijo y con cada aborto se volvía más blanda y dulce, más dócil. Menos dispuesta a decir no.
Salvo en líneas generales, aquella no era la historia que Ysabeau me había contado de la primera vida de su hijo. La suya había sido una historia de profundo amor y pena compartida. La versión de Matthew hablaba de un dolor sin límites y de pérdida.
Me aclaré la garganta.
—Y entonces llegó Lucas.
—Sí. Después de años llenándola de muerte, le di a Lucas. —Se quedó en silencio.
—No podías hacer nada, Matthew. Era el siglo XVI y había una epidemia. No podías haber salvado a ninguno de los dos.
—Podía haber dejado de tomarla. ¡Así no habría nadie a quien perder! —exclamó Matthew—. Ella no se negaba, pero en sus ojos siempre había cierto recelo cuando hacíamos el amor. Siempre le prometía que, esa vez, el bebé sobreviviría. Habría dado cualquier cosa…
Dolía saber que Matthew seguía tan profundamente ligado a su esposa y a su hijo fallecidos. Sus espíritus atormentaban aquel lugar, y también al suyo. Pero al menos ahora sabía por qué me rehuía: se trataba de aquella profunda sensación de culpabilidad y pesar que llevaba cargando tantos siglos. Tal vez con el tiempo podría ayudar a Matthew a liberarse de Blanca. Me levanté y fui hacia él. Se estremeció cuando le puse los dedos sobre el hombro.
—Hay algo más.
Me quedé petrificada.
—Yo también intenté quitarme la vida. Pero Dios no quiso. —Matthew levantó la cabeza. Observó la piedra gastada y hundida que estaba ante él y luego miró hacia el techo.
—Oh, Matthew.
—Llevaba semanas pensando en reunirme con Lucas y Blanca, pero me preocupaba que ellos estuvieran en el cielo y Dios me enviara al infierno por culpa de mis pecados —dijo Matthew con naturalidad—. Le pedí consejo a una de las mujeres del pueblo. Creyó que me estaban persiguiendo: que Blanca y Lucas estaban atados a este mundo por mi culpa. Desde arriba, desde el andamio, miré hacia abajo y pensé que sus espíritus podrían estar atrapados bajo la piedra. Si caía sobre ella, Dios no tendría más remedio que liberarlos. O eso, o permitir que me uniera a ellos…, estuvieran donde estuvieran.
Aquella era la malograda lógica de un hombre desesperado, no del lúcido científico que yo conocía.
—Estaba agotado —dijo con voz cansada—. Pero Dios no me permitió dormir. No después de lo que había hecho. Por mis pecados, me entregó a una criatura que me transformó en alguien que no puede vivir ni morir, ni siquiera encontrar en sueños una paz efímera. Lo único que puedo hacer es recordar.
Matthew estaba exhausto de nuevo, y helado. Tenía la piel más fría que el gélido aire que nos rodeaba. Sarah habría conocido un conjuro para apaciguarlo, pero lo único que yo pude hacer fue atraer su resistente cuerpo hacia el mío y prestarle el poco calor del que disponía.
—Philippe me ha despreciado desde entonces. Me considera débil… Demasiado débil como para casarme con alguien como tú. —Al menos allí estaba la llave del sentimiento de culpa de Matthew.
—No —dije bruscamente—, tu padre te quiere. —Philippe había exhibido muchos sentimientos hacia su hijo durante el breve período de tiempo que llevábamos en Sept-Tours, pero nunca había mostrado el menor ápice de repugnancia.
—Los hombres valientes no cometen suicidio, salvo en la batalla. Se lo dijo a Ysabeau cuando me acababa de crear. Philippe dijo que me faltaba coraje para ser un manjasang. En cuanto pudo, mi padre me envió a la guerra. «Si estás decidido a acabar con tu propia vida», dijo, «al menos que sea por un fin más noble que la autocompasión». Nunca olvidaré sus palabras.
Esperanza, fe y coraje: los tres elementos del simple credo de Philippe. Matthew tenía la sensación de que no poseía nada salvo dudas, fe y bravuconería. Pero yo sabía que no era así.
—Has estado tanto tiempo torturándote con esos recuerdos que ya no eres capaz de ver la verdad. —Me di la vuelta para mirarlo a la cara y me arrodillé—. ¿Sabes lo que veo cuando te miro? Veo a alguien muy parecido a tu padre.
—Todos queremos ver a Philippe en aquellos a los que amamos. Pero yo no tengo nada que ver con él. Era el padre de Gallowglass, Hugh, quien si viviera habría… —Matthew se volvió, con la mano temblando sobre la rodilla. Había algo más, un trapo sucio que todavía tenía que salir a la luz.
—Ya te he permitido un secreto, Matthew: el nombre del miembro de la familia De Clermont que es actualmente miembro de la Congregación. No puedes guardar dos.
—¿Quieres que comparta mi pecado más oscuro? —Pasó un tiempo interminable antes de que Matthew estuviera dispuesto a revelarlo—. Yo le quité la vida. Le suplicó a Ysabeau que lo hiciera, pero ella no fue capaz. —Matthew dio media vuelta.
—¿A Hugh? —susurré, con el corazón roto por él y Gallowglass.
—A Philippe.
La última barrera entre nosotros cayó.
—Los nazis lo volvieron loco de dolor y privaciones. Si Hugh hubiera sobrevivido, habría convencido a Philippe de que aún había esperanza para algún tipo de vida entre las ruinas que le quedaban. Pero Philippe dijo que estaba demasiado cansado de luchar. Quería dormir y yo… Yo sabía lo que era querer cerrar los ojos y olvidar. Y, que Dios se apiade de mí, hice lo que pedía.
Llegado a ese punto, Matthew estaba temblando. Lo estreché de nuevo entre mis brazos, sin importarme que se resistiera, consciente solo de que necesitaba algo —a alguien— que abrazar mientras las olas de recuerdos se estrellaban contra él.
—Después de que Ysabeau hiciera caso omiso de sus ruegos, encontramos a Philippe intentando cortarse las venas. No era capaz de sujetar con suficiente fuerza el cuchillo para hacerlo. Se había cortado varias veces y había sangre por todas partes, pero las heridas eran superficiales y sanaban rápido. —Matthew estaba hablando a toda velocidad. Finalmente, las palabras habían empezado a manar de él—. Cuanta más sangre derramaba Philippe, más loco se volvía. No podía ni verla después de haber estado en el campo de concentración. Ysabeau le arrebató el cuchillo y le dijo que le ayudaría a quitarse la vida. Pero maman nunca se lo habría perdonado a sí misma.
—Así que tú lo apuñalaste —dije, mirándolo a los ojos. Nunca le había dado la espalda al conocimiento de lo que había hecho para sobrevivir como vampiro. Tampoco podía volver la espalda a los pecados del esposo, del padre ni del hijo.
Matthew negó con la cabeza.
—No. Me bebí hasta la última gota de su sangre, para que Philippe no tuviera que ver cómo se derramaba su fuerza vital.
—Pero entonces viste… —No pude disimular el horror de mi voz. Cuando un vampiro bebía de otra criatura, los recuerdos de esta acompañaban al fluido en forma de fugaces y reveladoras imágenes. Matthew había liberado a su padre del tormento, pero solo después de compartir todo lo que Philippe había sufrido.
—Los recuerdos de la mayoría de las criaturas fluyen como un suave arroyo, como una cinta que se desenvuelve en la oscuridad. Con Philippe fue como tragar cascos de cristal. Incluso cuando pasé por los acontecimientos más recientes, su mente estaba tan gravemente fracturada que apenas era capaz de continuar. —Su temblor se intensificó—. Fue eterno. Philippe estaba destrozado, perdido y asustado, pero su corazón seguía siendo feroz. Sus últimos pensamientos fueron para Ysabeau. Eran los únicos recuerdos que seguían intactos, que seguían siendo suyos.
—No pasa nada —murmuraba una y otra vez, estrechándolo con fuerza hasta que, finalmente, sus miembros empezaron a tranquilizarse.
—Me preguntaste quién era, en el Viejo Pabellón. Soy un asesino, Diana. He matado a miles de personas —dijo Matthew finalmente, con voz ahogada—. Pero nunca tuve que volver a mirar a ninguna de ellas a la cara. Ysabeau no puede verme sin recordar la muerte de mi padre. Y, ahora, también tengo que enfrentarme a ti.
Acuné su cabeza entre mis manos y la alejé para que nuestros ojos se encontraran. El rostro perfecto de Matthew solía enmascarar los estragos del tiempo y la experiencia. Pero ahora todas las señales estaban a la vista, lo cual me hacía verlo aún más hermoso. Al fin el hombre al que amaba tenía sentido: su insistencia en que asumiera quién y qué era yo, su reticencia a matar a Juliette aunque fuera para salvar su propia vida, su convicción de que, una vez que lo conociera de verdad, nunca podría amarlo.
—Amo todo lo que hay en ti, Matthew: al guerrero y al científico, al asesino y al curandero, la luz y la oscuridad.
—¿Cómo es posible? —susurró, incrédulo.
—Philippe no podía continuar así. Tu padre habría seguido intentando quitarse la vida y, por lo que has dicho, ya había sufrido suficiente. —No podía imaginar cuánto, pero mi querido Matthew había sido testigo de todo ello—. Lo que hiciste fue un acto de misericordia.
—Cuando todo acabó, quería desaparecer, dejar Sept-Tours y no volver nunca más —confesó—. Pero Philippe me hizo prometerle que mantendría a la familia y a la hermandad unidas. También juré que cuidaría de Ysabeau. Así que me quedé aquí, sentado en su silla, moviendo los hilos en cuestiones de política que él quería mover, y acabé la guerra por la que él había dado la vida con ánimo de ganarla.
—Philippe no habría puesto el bienestar de Ysabeau en manos de alguien a quien despreciara. Ni habría dejado a un cobarde al mando de la Orden de San Lázaro.
—Baldwin me acusó de mentir acerca de los deseos de Philippe. Pensaba que la hermandad sería para él. Nadie entendía por qué nuestro padre había decidido darme a mí la Orden de San Lázaro en lugar de a él. Tal vez fue su último acto de locura.
—Fue un acto de fe —dije en voz queda, mientras extendía la mano hacia abajo y entrelazaba mis dedos con los suyos—. Philippe cree en ti. Y yo también. Estas manos construyeron esta iglesia. Fueron lo suficientemente fuertes como para sujetar a tu hijo y a tu padre durante sus últimos instantes en esta tierra. Y todavía les queda trabajo que hacer.
Allá en lo alto se oyó un batir de alas. Una paloma había entrado volando por las ventanas del lucernario y se había perdido entre las vigas a la vista del techo. Luchó hasta liberarse y descendió en picado hacia la iglesia. La paloma aterrizó sobre la piedra que señalaba la última morada de Blanca y Lucas y movió las patas en una deliberada danza circular, hasta situarse delante de Matthew y de mí. Luego inclinó la cabeza y nos analizó con sus ojos azules.
Matthew se puso en pie de un salto por la repentina intromisión y la paloma, asustada, salió volando hacia el otro extremo del ábside. Esta batió las alas y redujo la velocidad ante la imagen de la Virgen. Cuando estaba convencida de que iba a chocar contra la pared, el ave cambió de dirección bruscamente y se fue volando por donde había entrado.
Una larga pluma blanca del ala de la paloma cayó flotando y dibujando tirabuzones en las corrientes de aire, hasta aterrizar en el pavimento delante de nosotros. Matthew se agachó para recogerla y puso cara de extrañeza mientras la sostenía ante él.
—Nunca había visto una paloma blanca en la iglesia. —Matthew miró hacia la media cúpula del ábside, donde el mismo pájaro planeaba sobre la cabeza de Cristo.
—Es un símbolo de resurrección y esperanza. Las brujas creemos en los símbolos, ya lo sabes. —Le cerré las manos alrededor de la pluma, le di un beso suave en la frente y di media vuelta para irme. Tal vez ahora que había compartido sus recuerdos podría encontrar la paz.
—¿Diana? —dijo Matthew. Todavía estaba al lado de la tumba de su familia—. Gracias por escuchar mi confesión.
Asentí.
—Te veo en casa. No olvides la pluma.
Me observó mientras dejaba atrás las escenas de tormento y redención del pórtico, que separaba el mundo de Dios del de los hombres. Pierre estaba esperando fuera y me llevó de vuelta a Sept-Tours sin mediar palabra. Philippe nos había oído acercarnos y me estaba esperando en el vestíbulo.
—¿Lo habéis encontrado en la iglesia? —preguntó tranquilamente. El hecho de verlo tan sano y feliz hizo que me diera un vuelco el corazón. ¿Cómo lo había soportado Matthew?
—Sí. Deberíais haberme dicho que era el cumpleaños de Lucas.
Le entregué la capa a Catrine.
—Todos hemos aprendido a anticipar el mal humor de Matthew cuando se acuerda de su hijo. Vos también lo haréis.
—No es solo por Lucas. —Temiendo haber hablado de más, me mordí el labio.
—Matthew también os ha hablado de su propia muerte. —Philippe se pasó los dedos por el cabello, en una versión más tosca del gesto habitual de su hijo—. Entiendo el dolor, pero no esa culpa. ¿Cuándo dejará el pasado atrás?
—Hay cosas que nunca se olvidan —dije, mirando a Philippe directamente a los ojos—. No importa lo que creáis que entendéis, si lo amáis, le dejaréis luchar contra sus propios demonios.
—No. Es mi hijo. No le fallaré. —La boca de Philippe se tensó. Dio media vuelta y se alejó—. Por cierto, he recibido noticias desde Lyon, madame —gritó por encima del hombro—. Una bruja llegará en breve para ayudaros, tal y como Matthew deseaba.