«The Lynch Mob»

Cierto capitán Lynch, infame, creó una especie de ley de fuga en la que los reos eran condenados sin otro juicio que el extremo prejuicio de Charles Lynch, que organizaba partidas de caza humana en el verano y en cualquier otra estación. Los linchamientos (ya la palabra está españolizada) o justicia violenta a lo Lynch y su grupo llamados Lynch mobs y luego lynching mobs comenzaron en Virginia. Pero después se extendieron por todas partes de la Unión y sus víctimas eran siempre negros. Hoy la práctica ha desaparecido de los Estados Unidos pero se practica en Liberia, donde el negro es el peor enemigo del negro.

Hay toda una literatura del linche, de Erskine Caldwell a William Faulkner, quienes solucionan sus problemas tramáticos con una soga y un árbol. Faulkner tiene varios cuentos en que el hincha lincha, y una novela, Luz de agosto, en que se castra y se lincha a un negro con un arma blanca. Una película memorable, The Ox-Bow Incident, contiene un linchamiento central que condena la práctica pero relata el proceso con elán mordaz. Ahora una Lynch mob es esa multitud que se agolpa a las puertas del cine que exhibe una nueva película de David Lynch. Para algunas almas blancas que no puedan distinguir entre la violencia dentro del cine de la que ocurre fuera, estas turbas turbias no anuncian nada nuevo. Pero la violencia en la pantalla tampoco es nueva ya en la primera película de argumento, El gran robo al tren, un forajido no contento con matar a sus semejantes en sombras vuelve su revólver al público y dispara a quemarropa, en lo que es el primer close-up dramático. Parecería que Lynch, por persona interpuesta, dispara al público en cada close-up.

Eraserhead es la primera película de largo metraje de Lynch. Eraserhead por cierto es un título que no debe nunca traducirse, aunque admite la explicación. Primero hay que decir lo que no es. Eraserhead no es Erewhon, que quiere decir en ninguna parte al revés: una utopía que como todas se vuelve distopía. Etiopía, por ejemplo, es Abisinia convertida en utopía. En Erewhon los criminales van al médico y los enfermos a la cárcel, lo que la convierte en una novela realista. Este castigo del inocente, tan contemporáneo, es el tema (o el leitmotiv) de Lynch en Eraserhead.

«La Academia Francesa reportó en 1752 que un francés con el nada francés nombre de Magallanes propuso el uso (rima inevitable) del caucho para reemplazar las migas de pan usadas para borrar las trazas del plomo, que se usaba en vez del grafito para punta de los lápices. Magallanes al parecer adujo que así los escolares con hambre dejarían de comerse la miga. (Lo que no impidió que escolares bien alimentados se comieran la goma). Un químico inglés tiene el dudoso crédito de haber usado el término "borrador" (rubber) para el caucho que desde 1770 se usaba para borrar lo indeseable. El borrador moderno es esencialmente una mezcla de aceites vegetales vulcanizados y piedra pómez fina y azufre, todo bien mezclado con caucho a temperaturas tropicales. Esta mixtura se procesa y vulcaniza con procedimientos vulgares. La primera patente para un lápiz integral con goma de borrar fue concedida a Joseph Rechendorfer de Rochester, N. Y. en 1858. Todo lápiz que lleva una goma en su cabeza debe su término a la cabeza de Rechendorfer, llamado desde entonces "Eraserhead". Pero no parece gustarle.

College de Pataphysique de France»

En medio de Eraserhead, no contento su héroe con la pesadilla viva que vive, tiene una pesadilla con lo que se ha dado en llamar avatares. Es en realidad lo que sufre cada hombre que huye de su mujer, una odisea (odiosa sea) y pierde, literalmente, la cabeza. La recoge un niño, furtivo, que la vende a lo que después de una operación más primitiva que cibernética se revela como una fábrica de lápices. La cabeza de Eraserhead termina en eraser. Lo que después de todo no es más que tomar el apodo por el todo. La pesadilla real de Eraserhead era más lateral y más interesante, con el novio que carga con su novia madre. La pareja tiene un bebé que es un feto y muestra como un ente que es la cruza de una cabra desollada y un extraterrestre intruso. La cabra, el extraterrestre o lo que sea bala toda la noche. Hasta que Eraserhead, sufrido pero harto, mata al infante con sólo cortar los vendajes que son pañales con una tijera. El bebé se disuelve en lo que Edgar Allan Poe llamaría una «masa pútrida, informe». Al final Eraserhead no tiene fin y como al principio, tocado por un peinado que es una torre de rizos, debe sufrir una suerte peor que la muerte. Kafka y compañía (léase Beckett) debían reclamar derechos.

Un incongruo Fats Waller al órgano desgarra una canción popular.

Lynch, delineante antes, llena Eraserhead de ruidos de fábricas, pitos, sirenas. Comienza con una rocalunar y la melancolía de una muchacha que ve llover. Esta muchacha, por cierto, es Katharine Coulson, la señora que carga un leño a todas partes en Twin Peaks. Lynch suele ser más fiel a sus actores que a sus espectadores. John Nance, el torturado Eraserhead, aparece en Dunas, reaparece en Blue Velvet y vuelve a aparecer en Wild at Heart y, por supuesto, en Twin Peaks. Kyle MacLachlan, el héroe planetario de Dunas, con su asombroso parecido con el joven Tyrone Power, es el héroe del vecindario en Blue Velvet para reaparecer como el ingenioso agente Cooper («del FBI») en Twin Peaks. Laura Dern, la digna hija del talentoso, espantoso Bruce Dern, es la cándida Alba Sandy en Blue Velvet y la lujuriosa Lula de Wild at Heart. Mientras que su madre, Diane Ladd, es su madre en la vida real. En Wild por cierto la Ladd se embarra la cara de lápiz rojo y con esa máscara grotesca y atroz persigue a Sailor, que no es un marino sino el marido de su hija. El creyón de labios sirve para aumentar la sexualidad (perversa) de Isabella Rossellini en Blue Velvet (en Wild at Heart, otra fiel, ella es Perdita Durango, mitad puta, mitad Frida Kahlo) y define el sexo (anverso, perverso) de Dennis Hopper, el easy rider convertido finalmente en harto narco, en algo soez, atroz en Blue Velvet.

El agente Cooper llega, en Twin Peaks, a la escena del crimen in medias res pública, probando y aprobando el café local, elogiando el pastel de frambuesas y mezclando en su pesquisa a Sherlock Holmes y al maestro del zen.

Las primeras palabras que se oyen (y casi las únicas) en Eraserhead son: «Are you Henry?». Es la novia de Henry que apenas lo reconoce. Ella estaba en la ventana y por lo menos llovía, mientras la única ventana de Henry da a un muro de ladrillos negros. Cuando la suegra salaz le pregunta a Henry como si no lo conociera: «¿Qué hace usted?», Henry responde como si su hiato fuera eterno: «Estoy de vacaciones». Tal vez, por el momento, vacante de su radiador, que día y noche irradia no calor, sino sonidos secos. Henry es impasible, imposible: nadie puede ser tan bueno.

Mientras la tormenta ruge el bebé bala.

La reticencia, la retina como esencia, es la mirada ubicua de Lynch en un realismo no sucio sino asqueroso, donde las posibilidades del horror son insectos imposibles, larvas, tenias. Las pesadillas del cine son la realidad de Lynch.

Algunos, el historiador John Kobal entre ellos, ven a Lynch como el continuador de James Whale, el director que con Frankenstein (1931) creó prácticamente él solo el cine de horror. Frankenstein dio el nombre al monstruo y se olvidó de su creador llamado a veces Victor, otras Henry pero nunca Prometeo moderno, como quería Mary Shelley. Whale empezó donde ha terminado Lynch, como caricaturista, después fue escenógrafo. Frankenstein y La novia de Frankenstein revelan una mano segura para el decorado y, lo que es más importante, para el maquillaje creador: en el monstruo, en su novia. Su cámara siempre se mueve con una segura fluidez y en sus películas, como en las de Lynch, los monstruos de la razón crían sueños. Whale se ahogó en su casa en 1957. Su apellido (el señor Ballena) en conjunción con una piscina llena produjo no poca chacota en su tiempo. Más significativo es que una película casi al final de su carrera se llamó El hombre de la máscara de hierro.

¿Es que el tiempo de los pintores ha llegado? Dalí fue un centinela perdido pero David Lynch era un delineante y artista comercial y ahora detrás viene, arrollando, Kathryn Bigelow, pintora de vanguardia convertida en cineasta y directora de cine, cuyo Loveless la hizo conocida como una fuerza nueva. Como Dalí, como Lynch, la Bigelow cultiva el shock y el horror y la coincidencia de un vampiro sobre la defensa de un camión por medio de una ciudad del oscuro, luminoso oeste: una oscura pradera le convida.

Lynch es alto, rubianco y no se parece nada ni a Eraserhead ni al hombre elefante. Al presentar su última película, Wild at Heart (que no podría llamarse nunca Wilde in the Heart) a los técnicos y a los actores que colaboraron en soñar esta pesadilla en la carretera, Lynch aparece vestido de negro y con un acento muy del medioeste no explica nada sino que introduce la cinta ya no azul sino escarlata. No explica su vida ni siquiera su carrera —que comenzó con dibujos animados. De la animación a la emoción. (Su primera película animada se llamó El alfabeto, a no demasiados años de 1946, cuando nació en Montana). Al final de su presentación, Lynch llama a su película «a wild, modern romance». Esas tres palabras (un romance moderno y salvaje) son aptas para mayores.

La exigua obra de David Lynch descansa sobre dos obras maestras, Eraserhead y Blue Velvet. Fue Eraserhead por la persona interpuesta de ¡Mel Brooks! quien hizo posible El hombre elefante, que es una película bien hecha lastrada a veces por el evidente patetismo del tema: un monstruo que quiere, Quasimodo a ras de tierra, echar raíces en el cielo. The Elephant Man hizo posible que ¡Dino de Laurentis! pusiera miles de millones de pesetas para usufructo, pero nunca uso y disfrute, del joven director a quien el proyecto se le convirtió en un elefante blanco en una locería futura llamado Dunas, hechas de arenas movedizas. Con todo Dune parece un fracaso a primera vista pero resulta divertida en un segundo pase (como dicen en Hollywood), cuando las piruetas técnicas ya no deslumbran y puede uno (o dos) gozar el espectáculo de gusanos de mil pies de largo y altos como un rascacielos que padecen tormentas eléctricas en su boca abierta. Lynch ya había hecho experiencias in vitro con gusanos en Eraserhead, pero eran detestables en su tamaño natural. Dunas nunca fueron de oro (al contrario, la película fue un sonado desastre comercial) pero De Laurentis (¡o su hija interpuesta!) financió la filmación de Blue Velvet, que tuvo de todo: película culto, éxito comercial y celebración crítica. Wild at Heart (los títulos en inglés salvan la incompetencia de su traducción), ganó la palma de oro en el Festival de Cannes y ha sido acogida con estruendo por los espectadores jóvenes —y denostada por los críticos ya no tan jóvenes: su salvaje erotismo y su violencia son implacables, impecables. Wild at Heart se ganó una X (reservada hoy día sólo para el porno pesado) pero la eliminación de un cerebro que rueda por el suelo fuera de su cráneo y una fornicación hecha menos explícita por la exclusión de un fotograma o dos de un pubis ululante rebajó la infame impronta a una R. Wild at Heart no es una obra maestra, dista de, pero es una película que abre el apetito a las emociones más inmediatas. Eso se llama estimulante. Como en Dune, una segunda visión, pasado el alarido de esta crónica de corazones solidarios, es un espectáculo tan lírico como ver a media docena de elefantes bailar una polka en el circo: el show púbico no es menos elemental ni menos milagroso. Hay que advertir que Laura Dern, la amante que arde eternamente como la llama en la tumba de un soldado conocido (su usufructuador, Nicholas Cage, se llama Sailor s.o.a.), sobrevive a la batalla de los sexos. Quizás ayude algo si se dice que Sailor está obsesionado con Elvis Presley. Con su música, con su musa.

Blue Denim viste una probabilidad parecida: dos jovencitos tienen los dos una preñez ilegítima mientras se divierten pero no divierten. Aparentemente la idea de Eraserhead (que tomó seis años en completarse entre largos compases de espera: Lynch trabajó como plomero, carpintero, como experto en radiadores para poder producirla) le vino a Lynch de una preñez impensada. Quiero creer otra posibilidad: Lynch hizo su película negra (es todo el color visible) después de Kafka, venido de Poe y sus poemas macabros, sus cuentos de horror, de pesadilla y de muerte. (El mismo Lynch confiesa que un único guión tenía la forma de un poema). La estética de Lynch, aquí y en todas partes, es una forma nueva del viejo gótico americano y llega a nuestros días a través de los escritores sureños. Todos son herederos del olvidado Charles Brockden Brown (1771-1810) y sus «complejos cuentos de horror y de intriga», a veces con escenarios tan atroces como una Filadelfia asolada por la peste. Brown también, después de un brote de ficción, entró en los negocios, como John Franklin Bardin pero también como Lynch. Todos, por supuesto, vienen de E.T.A. Hoffmann, músico y cuentista, creador de «El violín de Cremona», que fascinó a Poe y protagonista de «Los cuentos de Hoffmann», que engendró a Offenbach que engendró a Michael Powell y que engendró la noción del horror como expresión en los románticos febriles de Mary Shelley a James Whale y a, ¡sorpresa!, David Lynch y su patrulla del crepúsculo.

Escribe Poe de M. Valdemar, su sujeto de experiencias que se pueden llamar vivificación: «De toda su carcasa y en el espacio de un minuto o tal vez menos se encogió, se demolió, se pudrió en mis manos!». Antes, poco antes, Poe poeta con mano maestra: «Sobre la cama y ante los ojos de toda la compañía yacía una masa casi líquida de una atroz —de detestable podredumbre». Léase en vez de «sobre la cama» ante una sábana y sustitúyase «ante los ojos de toda la compañía» por delante de un público y se tendrá una sesión de horror movies. La proliferación del cine de horror en nuestros tiempos es un síntoma más de que el cine se ha Poetizado. O como diría Poe hablando latín con acento sureño, in extremis.

Los labios pintados de rojo llameante de Temple Drake en Santuario se doblan, se desdoblan en los labios carmesí de Dorothy Valens en Blue Velvet. Hay más de un gran plano de estos labios tumefactos untados del color del deseo.

Malraux opinó que Santuario es la intrusión de la tragedia griega en el campo (¿de maíz?) de la novela policial. Blue Velvet es la intrusión de la canción pop (inocente, sacarosa) en la tragedia griega, aunque el héroe es premiado por su virtud. No destruido. A Popeye lo llaman Mr. Death pero peor es Frank Booth. Ese Mr. Evil, señor del mal moral. Hay una relación sexual entre Popeye y Frank Booth: ambos violan a sus amantes con otros instrumentos que el pene. Popeye con una tusa (llamada justamente espata) de maíz, Booth con su puño desnudo. Temple sin embargo protege a Popeye de toda culpa. El gángster es también aquel impotente que le produjo una gran gratificación sexual con un consolador vegetal.

Elaborando el supuesto poeiano (por no decir poético) de la belleza de la melancolía, tan cara a los románticos, Blue Velvet está situada en un mundo crepuscular.

Nicholas Cage, comentando sobre su personaje en Wild of Heart, un mal salvaje, después de matar a golpes de pared y de piso, declara: «That may be extreme!». Es extremoso. Pero, añade: «Esa acción extrema viene del amor».

El aura surreal (Dalí, Ernst, Magritte) es una claridad atroz. En la atmósfera expresionista (Lang, Siodmak, Hitchcock) hay un predominio del claroscuro. Piranesi con sus Carceri y Fuseli con su «Pesadilla» contribuyen notablemente a la opresión de la arquitectura y a una sensualidad siniestra que hacen de Eraserhead una pesadilla de la que no se suele despertar, entre otras razones porque hay también presente una amenaza erótica.

Pero Poe mismo objetaba: «Hay ciertos temas en los cuales el interés es absorbente pero resultan enteramente horribles al propósito de toda ficción legítima». Éxtasis o stasis —esa es la cuestión. Stasis en la emoción, caos en movimiento. El éxtasis es siempre lánguido.

Los duros no se acuestan sobre el sofá, para alivio de Freud que sólo admitía enfermos suaves: una neurótica vienesa, un caballero judío pero de medios, una doncella deliciosa. Ahora la desnuda Dorothy escoge el sofá momentáneo para seducir al imberbe Jeffrey, mirón a pesar suyo. Bien pudo cerrar los ojos para no ver cómo el brutalmente franco Frank se animaba al coito gritando la palabra soez en todas sus tesituras. Mientras Dorothy, con apenas una bata de pana azul sobre sus carnes fácilmente amorales para convertirse en moradas, se dejaba penetrar por un puño casi comunista en su erección y dejarle a él el grito (¿de triunfo, de impotencia?) y no decir ella esa boca es mía. Frank, como Edgar Poe, sobre el sofá y ante los ojos del público (el cine nos ha hecho Charles Voyeurs a todos) ve cómo yacía allí una carne lúcida de detestable podredumbre moral. La emisión de Frank es la misión de Jeffrey. Resistente él a la tentación, digna de un San Antonio americano de ver, de tener a Dorothy desnuda ya no en el sofá sino en mullida cama, mientras ella aúlla: «¡Pégame, pégame!», como si fuera un bálsamo de Séneca: estoica estoy. (Este camino de toda carnada lo ha transitado también Pedro Almodóvar en Átame. Sólo que ahora no es Poe sino John Fowles visto por William Wyler en El coleccionista). Dalí (más que Buñuel: todos sabemos de dónde viene el poder visual de Un perro andaluz) es el maestro más remoto, terremoto. Si Lynch no lo conoce, cualquier espectador lo reconoce: no hay que tener una gran cultura cinemática para saber que Dalí, en ese extraño interludio, fue más lejos que Lautréamont y sus «alucinaciones servidas por la voluntad». Reducidas entonces a un paraguas y a una máquina de coser sobre una mesa quirúrgica, ahora ampliadas por alucinaciones involuntarias hechas, gracias al cine, imaginería inimaginables como el burro pútrido sobre un piano de cola y el ojo (¿del espectador castigado por su voyeurismo?) vaciado en dos por una navaja. Después de Dalí, sin duda, el diluvio de imágenes imposibles. Buñuel, por su parte, no hizo más que mexicanizar esa audacia. Con más sentido del humor que del amor, Buñuel pudo, sin embargo, ayudar a surrealizar el cine. Lynch en Eraserhead es más Dalí que Buñuel, pero en sus películas posteriores hay algo del eros de Buñuel, aunque no de su ethos que resulta arcaico —si es que la moral envejece.

Como nuestro Popeye en Santuario todo sadismo es terrible. Frank Booth y su ira colosal (de cíclope, de bestia con un ojo) no son más que máscaras de su perversión sexual. El sadismo es una manifestación del masoquismo. El sadista es un felo de se que se ignora. Pero Frank («The name’s Booth!») echa la máscara a un lado para pintarse los labios y besar a Jeffrey ferozmente. Abuelita, ¡qué rojos labios tienes! Para besarte mejor. Finalmente lo fornica por sobre la ropa mientras Jeffrey está atado por las manos cómplices de sus par ci, par là ahí al lado. Como cuando Frank fornica a Dorothy con su puño en un fist fucking heterosexual, el sádico tiene las manos manchadas. «El horror de que escribo», escribió Poe, «no es el horror de Alemania, es el horror del alma».

Todo lo que es verde en español es azul en inglés. Azul como los zapatos de ante de antes, los que calzó Elvis Presley, mientras una voz descarnada canta al terciopelo cierto azul. Out of the blue velvet tiene una canción y una actitud. Todo verdor perecerá pero todo azul también.

Barbazul es el franco Frank, gángster, expendedor, adicto al oxígeno (su máscara es su barba) o tal vez al éter que huele dulce, que no duele, que llena todo el vacío espectral, que para los griegos era ese cielo, ¿cómo no?, azul. El alcohol se puede transformar en éter. También Ester. Los ojos verdes son azules en inglés. Blue bottle es una mosca verde y también esas bellas flores azules que crecen en el mismo camino y azul es la yerba verde de Kentucky. Pero la luna es azul casi nunca. Verde que te quiero verde nunca se traduce por blue I want you blue tal vez porque un blue es un morado. Un lápiz azul no un lapislázuli sirve como censor. Mientras que la blue note es la nota bene del jazz no del blues. La vela azul es la enseña para dejar el puerto. Cuento verde, viejo verde que va a ver blue movies y debajo del gabán lleva su cuchillo. Chillo.

Aparte del tenue tema que comienza con la frase ritual de todo misterio policial (¿Quién mató a Laura Palmer?), la ley de Lynch se aplica también a la televisión. Hay un momento en Twin Peaks que es ejemplar y mágico a pesar de ser tan cotidiano. El agente Cooper («Del FBI») tiene un sueño que como todos los sueños de Lynch se continúa en una pesadilla incoercible. Laura la muerta, como en Laura, visita al policía Cooper. No aparece horrible, como en muchos sueños del cine, sino bella y sensual y gárrula. Pero habla una jerga que necesita títulos: es el inglés de los sueños que vuelve a sonar como un idioma nórdico. Laura se ve bella pero la acompaña un extraño enano vestido chillón. El enano también habla en inglés arcaico, que no es más que el inglés como lo escribía Chaucer. De pronto se levanta no para agredir a Cooper (el FBI siempre inspira respeto) sino para bailar una danza demente sobre un suelo adornado con figuras de una rara simetría. Su baile, rítmico y lento, es obsesivo y Cooper, a pesar del FBI (el enano es obviamente un delincuente), admira esta gracia deforme. Más que todos los posibles avatares de Laura, más que el intrincado misterio visible, el misterio oculto de ese sueño es memorable.

Lynch se considera hombre de hábito y su atuendo es casi conventual, de hombre que prefiere el negro y el morado más que la vestimenta de colores habitual en Hollywood, mientras dibuja una tira cómica diaria (la fuerza del hábito) para un periódico local sobre un perro inmóvil, asumiendo la fijeza del cartón no animado. Es la historia del perro más triste del mundo, tal vez porque está agobiado por una metafísica expresada en los letreritos —lo único que cambia.

Blue Velvet comienza con una naturaleza viva: tres rosas rojas se recortan contra una cerca de madera blanca en la que cada tabla termina en una flecha aguda. Luego aparece el robin (un petirrojo americano) que será también el logotipo de Picos y termina con el orden cruel de la naturaleza muerta: el robin tiene ahora un insecto todavía aleteante entre su pico.

Blue Velvet es la vida, pasión y muerte de Frank Booth, el sádico del sábado. Wild at Heart es la fuga de las voces del amor, del deseo y de la muerte. Si Faulkner, como dijo Nabokov, no es más que Victor Hugo en el Deep South, donde Esmeralda se casa con el tío Tom y todos viven infelices por el doble racismo (joven gitana ama a negro viejo), Wild at Heart es una suerte de Luz de agosto en que Joe Christmas no parece húngaro sino que es italiano y su violencia tiene la fiebre funesta de la Mafia. David Lynch, hay que decirlo de una vez por todas, es el Faulkner de los años noventa: Gothic horror, horror show, que se pronuncia, como en ruso, jaraschó —todo está bien porque bien acaba.