La caza del facsímil

Al principio de El amargo té del general Yen, esa obra maestra del cine exótico y erótico de 1932, en que China no era vecina sino remota y amenazante como un planeta Marte amarillo, Frank Capra (tal vez el más americano de los directores de Hollywood, aunque naciera en Sicilia) creaba una admirable escena de turbas asiáticas en pánico de hormigas ante el fuego y que luego repetiría con mayor desespero en Horizontes perdidos, ya convertido en un autor mayor del arte de la fuga. Ahora, en Blade Runner, China ya está entre nosotros: la ciudad del futuro es la Pekín del pasado. Es la ciudad de todos los ángeles caídos: del cielo al infierno. Los Ángeles contiene a Hollywood, que siempre ha contenido a Los Ángeles. Pero en el año 2019 es una enorme urbe letal: Los Ángeles es Los Ángeles Infernales. En la ciudad que vendrá (Los Ángeles es una de las ciudades más secas del hemisferio) llueve eternamente una lluvia ácida, espesa, casi viscosa: del cielo conquistado cae constantemente un agua, como la que asombró a Gordon Pym, que se puede cortar con un cuchillo y verla separarse en estrías estrechas. Ahora esa metrópoli es la meca del futuro, colmada de edificios de altura vertiginosa, pirámides que bajan del cielo a plomo, como la lluvia. Pero todas las torres altivas se ven ruinosas, cariadas y abandonadas a la erosión, como la babel indigente de cinco continentes y siete mares que bulle abajo y habla desesperanto, impenetrable mezcla de inglés, español, chino, japonés y, ¡sorpresa!, el holandés errante, errando aún más esa lingua franca y frenética: diez dialectos que conmueven la lengua.

Como en las ficciones de Ray Bradbury, la ciencia ficción es en este film una moraleja que rodea a una fábula, perla de cultivo monstruosa que es una excrecencia invertida. Para el año 2019, al revés de la China intestina de un siglo atrás, todo pánico perecerá y Los Ángeles, violentando la visión de Capra, será, es, una ciudad colmada y calma que canta en la lluvia como bajo una ducha de verde vitriolo. En las calles hay estancos más que fondas que son lo contrario a muchos McDonalds: sólo se venden viandas vegetales, en apariencia. No es éste el paraíso de Bernard Shaw o de Hitler, vegetarianos vigilantes, sino un producto de la invención del hombre: entonces el ersatz es de rigor mortis. No queda ya nada de carne ni pescado, el planeta convertido en un restaurante al que siempre se llega tarde. Toda la vida animal ha sido desplazada de la tierra por el hombre y la necesidad es la madre de esa invención de Dios que es su único, último error.

Blade Runner es, sin embargo, la apoteosis de esa radiante invención visual del siglo XX (el cine, se recordará, se inventó en el siglo XIX) que es el anuncio lumínico, luminoso más bien. Pero la ciudad vive en tinieblas, más cerca ahora del oscuro Piranesi que del alba de Alva Edison. Entre cárceles imaginarias y alucinaciones del opio del cine, la única fuente de luz audible viene de la parodia. En la banda sonora, una voz que recuerda un cruce telefónico entre Humphrey Bogart y Dick Powell, es la de Philip Marlowe, que regresa de entre los muertos para acechar su presa, zombies del futuro, fantasmata.

Los Ángeles ya no es más L. A., lunatic asylum, asilo de todos los locos, sino una visión de lo que vendrá: nightmare a la que despertaremos una noche. Los mitos ya no son el sueño colectivo sino la pesadilla de todos. La voz que narra sobre las luces y desde las sombras, como en la mejor tradición de la serie negra, es una voz amiga, segura, confiable. Es el sonido transmitido por el hilo de Ariadna para sacarnos del laberinto del pasado que se presenta como único porvenir posible. En Blade Runner, gracias a la parodia, la más risueña forma de homenaje, la luminosa ciencia ficción se casa con la novela negra y no tienen una cinta mulata, sino una hermosa alucinación en glorioso technicolor: la pesadilla sin aire acondicionado. Nada funciona ya en la tierra, excepto, claro, la más prodigiosa tecnología, capaz de mantener colonias activas en sofisticadas naves espaciales y de fabricar exactas reproducciones de esa criatura de la que nunca parece haber bastante: homo erectus. El mismo animal que aniquiló a todas las bestias de la tierra y con sus sueños ha creado la ficción admirable que cuenta un cuento que nunca debió empezar. Ad astra per asperissima!

Deckard, el protagonista, se llama también Rick, pero no es dueño del Rick’s Cafe Americain durante una ocupación nazi futura de una Casablanca de cartón y telón pintado en Marruecos. Ni ha venido a Los Ángeles por las aguas (ni siquiera por el agua), sino que es un detective privado del futuro —es decir— del pasado. Antiguo policía, ha nacido y vivido y ahora agoniza en L. A., locus abyssus abyssum. Su especialidad es la caza del homúnculo, facsímiles perfectos de ese original que se cree aún más perfecto. Rickard es, en una fase brillante, un Blade Runner o rastreador matrero: un sabueso sofisticado y solitario, que sabe más por animal que por hombre. Es decir, confía en sus instintos mientras alrededor todos se dan al instante, el carpe diem del futuro. Al final, Rick Deckard (un Harrison Ford más maduro que en las Galaxias) demostrará quién sabe más: si el viejo diablo que fabrica facsímiles y los gasta, o el joven que nació con el fin de los siglos, el siglo XX, doble incógnita. Este siglo, por fortuna, es también el inventor de todas las imágenes imposibles y entre ellas, la más fascinante, el cine hablado. Para quien como yo detesta la lectura de libros de ciencia ficción, de Jules Verne a Arthur Clarke, pero se apasiona con el ingenio visual de Star Trek en la televisión, cada película de imágenes futuras, desde Lo que vendrá hasta Dark Star y Silent Running, es una invitación al viaje. O el viaje mismo a veces.

Ya era el viaje desde los días de ira infantil, pura pataleta, por no poder ver a la semana siguiente el otro episodio de Flash Gordon cuando todavía se llamaba Roldán el temerario y el planeta Mongo no era un chiste ramoniano. Siguió siendo en esos años cincuenta en que se iba a la luna como al mismo misterio cósmico. O venían del espacio exterior arrojando imágenes como tecnología ingenua a la cara del espectador: pedradas en tercera dimensión. Lo fue aún más ante el aséptico mundo futuro de 2001: Odisea del espacio, en que el mono más bruto de África se convertía en un simio superior, homo sapiens, y el mero hombre se trocaba en un superhombre, mono mayor o simio siniestro, con la ayuda de una laja fúnebre como una fosa y los acordes de todo Strauss posible, desde el vienés Johann hasta el nazi Richard en Así habló Zaratustra. Manes de Nietzsche y filiación que ha adoptado Blade Runner en este crepúsculo de los odiosos. De 2001 acá, la tecnología ha avanzado hasta parecerse al cine, forma visible de la magia, para dejar detrás todos los misterios que vendrán. Pase lo que pase en el espacio exterior, cada día es más obvio que estamos solos en el universo y más que una causa somos el efecto de una casualidad —o un juego de azar. O canicas de Einstein: pensantes bolitas de barro.

Ahora Blade Runner, la más excitante y perfecta de las películas de fantaciencia, de Fanta y ciencia, desde 2001, muestra no un futuro promisorio sino, empeorando lo presente, un mañana peor: polvo eres y terminarás comiendo polvo. O fideos plásticos. Lo que encuentres primero. El futuro es de lo más odioso. En medio del entretenimiento más sofisticado, pocas películas han mostrado una realidad más espantosa que la muerte. Toda la historia que cuenta Blade Runner, un cuento de hados, desde el título que tiene el embrujo del hampa americana según el cine, puede quedar contenida en una cápsula terrestre, pero no para enviar al futuro, sino para abrir ahora, como el séptimo sello de Alka Seltzer.

Cuatro réplicas (y no replicantes como quiere el traductor: nadie replica a nada: robots más perfectos que el androide: un hombre con sus virtudes físicas y mentales centuplicadas, tanto como sus defectos morales), obreros ejemplares, regresan de un satélite artificial, el sino es vecino, a la tierra buscando prolongar su exigua vida de cuatro años adultos pero irremisibles. Las réplicas condenadas son dos hombres (uno fuerte como Atlas, Charles, otro inteligente como Einstein pero sin escrúpulos éticos: sabe que el hombre juega a las canicas con los androides) y dos mujeres bellas y brutales: un cuarteto listo y letal y armado con la total tecnología que los creó a imagen del hombre, dios menor. Todos no tienen más que un proyecto perentorio y una sola ilusión humana, terriblemente humana: durar, vivir un poco más ilustrando el verso: «Oír llover no más / sentirme vivo». Nada más Unamuno, nada más unánime. Pero al ver el espectador cuál es la vida en la tierra en el año 2019 este afán se hace inhumano. ¿Qué hombre, bestia o su exacta simetría quiere de veras vivir en ese mundo bajo la lluvia perenne, malvada ilustración del verso vasco? La tierra es ahora un inframundo bajo una lluvia perenne, ácida y aniquiladora: un universo vacío y hostil y a la vez atiborrado de una multitud: una masa compacta y promiscua que se hacina en ese infierno bajo el agua. ¿Vivir para ver llover no más?

Como en toda ficción política que usa la ciencia como vehículo convincente desde Swift hasta Orwell, un viaje al futuro no es más que la proyección implacable del presente: la utopía hecha distopía, deshecha. En Blade Runner ese porvenir es ya un huésped instalado entre nosotros. No hay más que visitar Times Square al atardecer para ver cómo convive la tecnología de las imágenes más inventiva, desde Disney en los anuncios de neón controlados por computadoras de animación, con el escualor más inhumano. ¿O es más humano? Es, como prevenía Ortega, una convivencia democrática: la revulsión de las masas. Pero su sola solución ahora no es un sistema sutil sino brutalmente autoritario. En Blade Runner ambos mundos forman un universo hostil y depravado, representado por ese parquímetro automático que, como castigo capital a una contravención menor, ejecuta ipso facto al conductor inadvertido que ignoró (o tal vez olvidó) las instrucciones para aparcar. El policía de tránsito es a la vez juez y verdugo. ¡Que le sirva de lección! La ley es letal, total.

Al final, cuando el Blade Runner mejor caza al réplica mayor, que muere (es decir, es destruido) luchando por vivir una vida invivible, puede uno terminar esta visión y el siglo que la hizo posible con las palabras de un bárbaro refinado (y por tanto cruel), ese señor de la guerra, el general Yen. Al acusarlo Barbara Stanwyck de que su auto raudo acaba de atropellar y matar a su pobre palanquín, como un mago manchú el general saca de la amplia manga de su bata mandarina un pañuelo de sutil seda para replicar cortés, cortesano, cartesiano, a la compasiva misionera americana, el chino a la vez impecable e implacable: «Si su palanquín ha muerto, señora, es entonces un hombre afortunado. La vida, en su mejor momento, es apenas tolerable».

Pero Blade Runner termina a la manera americana en una optimista luminosidad imprevista pero anhelada: la de la abierta naturaleza plácida de la pradera del sueño. El libro sin embargo acaba en la naturaleza creada por el hombre —atea, inhumana. Dos mujeres educadas tienen un intercambio telefónico (no hay por qué imaginar el aparato: la conversación es suficiente) que es fruto del futuro: «Quiero una libra de moscas artificiales, por favor. Pero eso sí, que vuelen y que zumben», dice una. Dice la otra: «¿Es para una tortuga eléctrica, señora?».

Prefiero por supuesto la película. No sólo porque tiene a Harrison Ford, ahora un Houdini de la época, maestro del arte del escape, y esos efectos especiales (antes eran defectos espaciales) que la inundan de luz como de lluvia en una cascada luminosa. Sino también porque está en ella la dulce belleza anacrónica de Sean Young, la fanciulla del Oeste del año 2019 que va vestida como Joan Crawford en su apogeo. ¿O era ya perigeo? Ella es, gracias a la tecnología del cine, un facsímil redimible: modelito para amar. Es ella la que forma el film del futuro. Allí donde, como quería Oscar Wilde, las flores serán extrañas y de sutil perfume, donde todas las cosas serán perfectas y ponzoñosas.