King Kong que viene del ámbar

Hay que declararlo a la entrada (del cine, de este artículo), Parque Jurásico es una obra maestra: del entretenimiento, del cine comercial, del cine. Dicho esto sería bueno ver la película otra vez con una perspectiva histórica. ¿O prehistórica?

La película declara venir de un best-seller que lleva el mismo título y su autor Michael Crichton escribió el guión. Parque Jurásico es un libro donde no sólo se empollan saurios. También se empolla del autor y sus páginas están plagadas de conocimientos científicos adquiridos a la mayor velocidad. Así se habla rápido de ciertas teorías nuevas sobre tesis viejas en que los dinosaurios no eran reptiles sino animales de sangre caliente: muchos en vez de arrastrarse andaban en dos patas y se movían a mayor velocidad que un elefante. Pero la novela resulta uno de esos libros con que se tropieza uno en un aeropuerto y su lectura dura lo que dura el viaje. Todos están narrados con un estilo intercambiable y son píldoras de amnesia: están hechos para olvidar.

Parque Jurásico, la película, es otra cosa —pero viene visiblemente de King Kong, una de las películas más fascinantes, inolvidables y bellas de la historia del cine. Es también, junto con el cuento de Edgar Allan Poe «Los crímenes de la rue Morgue», creadora del mito de un animal poderoso y cercano al hombre que viene de la selva a poblar las pesadillas de una gran ciudad. Pero ¿y de dónde viene King Kong? De un antecedente que jamás tuvo lugar.

Creation (La creación), en que el animador se convierte en Dios para animar otro Adán y otra Eva en una nueva versión del Génesis, fue la película que nunca ocurrió. El presunto creador de esta épica de la animación, Willis O’Brien, nunca pudo hacerla, pero hizo algo mejor: fue el creador de un muñeco animado de apenas medio metro que se convertía en un gigante atroz —el más grande simio jamás visto (y oído)—, ¡King Kong! La creación de Creation era tan ambiciosa (y tan influyente) que Walt Disney le pidió prestado a O’Brien su historia del mundo antes de la Creación: la visualización con saurios, dinosaurios y terodáctilos de La consagración de la primavera o Igor Stravinski animado en Fantasía. Ahora Parque Jurásico viene de Creation, de King Kong y de Disney. La génesis, curiosamente, tuvo lugar en África, donde Merian C. Cooper (al que debemos, junto con Ernest B. Shoedsack, esa pesadilla colectiva que se llamó King Kong) estaba filmando un documental y se interesó en los hábitos del gorila en su habitat. Fue allí que «concibió la idea de un simio monumental con una inteligencia superior que creaba el terror en una ciudad moderna». Otra idea de Cooper era que el enorme gorila peleaba con un saurio prehistórico y encontraba su último refugio encima del rascacielos más alto del mundo entonces, el Empire State, donde era abatido por aviones de —¿qué otra cosa?— caza.

Todos hemos visto King Kong. Hasta mis nietos de cinco y siete años que odian las películas en blanco y negro, a las que llaman grises y no para describirlas. Ahora King Kong es hecha por otros medios y en gloriosos colores.

King Kong habita un parque jurásico con otros monstruos ferales añadidos de ñapa o regalía. Aún la visión del gorila que mira por la alta ventana de un rascacielos está calcada aquí (y a la vez invertida) en el ojo del saurio carnívoro que mira por la ventanilla redonda de la puerta de la cocina en un sótano. Las bestias van, o vienen, precedidas por una expectación creciente, exactamente como en King Kong, donde el simio gigante no aparece hasta el final del tercer rollo. La diferencia entre Parque Jurásico y King Kong es que el simio solitario no es una pasión sino el héroe y a la vez la víctima de una pasión, como él, desmedida. Es imposible ver a un tiranosaurio como otra cosa que una máquina de comer carne, implacable y voraz. De hecho un tiburón terrestre venido de la misma edad geológica.

Jacobito, cuando tenía cinco años, dijo después de ver King Kong: «Pobrecito el mono». El simio reducido a mono le había dado lástima. Eso, por supuesto, no se puede decir del tiranosaurio que salva a los dos niños (refugiados nada menos que en un museo de ciencias naturales) al devorarse a los dos saurios sueltos.

King Kong viene y va al mito y de paso a la poesía de las imágenes, a veces pedidas prestadas a la iconografía romántica —como la gruta en que mora y se demora desnudando a la rubia renuente—. Parque Jurásico depende de una concepción más que de un concepto, esa paleo-DNA que es pura ciencia ficción, no del espacio exterior esta vez sino del espacio anterior. Pero estoy hablando del código genético mientras la película alude al Génesis —como, una vez más, en Creation. Los saurios salen de la sangre, su sangre, de un mosquito atrapado en fósil ámbar. (De paso debo esta referencia a Horror Movies, la obra maestra del difunto Carlos Clarens, que abandonó su Habana nativa para convertirse en uno de los grandes historiadores del cine). De ahíla presencia del Dr. Malcolm (Jeff Goldblum), especialista en teoría del caos, quien contradice al Dr. Hammond (Richard Attenborough), el amo del parque y de su zoología atroz. El Dr. Hammond es una especie de científico que juega a ser Dios, como el rabino Low en Praga, para recrear no al golem, después de todo una criatura teológica, sino al mundo anterior a la Creación y trata de organizar el caos de la evolución de las especies no con una teoría ante-darwiniana sino con una práctica nefanda.

Hay un momento en que el viejo científico hace una comparación blasfema de su creación con un circo de pulgas que vio cuando era niño en Glasgow. El buen profesor quiere que su circo de pulgas nostálgico sea real ahora, no una alusión de una ilusión. El doctor Hammond, blanca barba y bata blanca, se lamenta parcialmente en español (la película sucede en una isla mar afuera de Costa Rica, que la película llama Isla Nublar en vez de Isla Nublada): «Ay, ay, ay. ¿Por qué no construimos todo en Orlando?». Que es donde Disney tiene su parque de diversiones en la Florida —y esto es precisamente lo que ha hecho Spielberg: un parque de diversiones de celuloide y efectos especiales.

Como ocurre con los magos de salón es imposible saber en Parque Jurásico cómo se ha logrado una ilusión tan perfecta. ¿Son maquetas o construcciones ilusas? ¿Es un acto de animatrón? ¿O es animación por stop-frame, en que se filman los cuadros con la cámara reducida a un fotograma cada vez? ¿O se ha usado animación por computadora? ¿O maquillaje creador? ¿O tal vez ese Morphing en que el objeto fotografiado se convierte ante el ojo que mira en otra cosa, emergiendo en un movimiento que ofrece la apariencia de una metamorfosis? Todos estos pases mágicos y muchos más se han empleado en Parque Jurásico para dar la ilusión de que los dinosaurios vuelven a la vida, de una manera maravillosa. Como cuando cantan a la luz de la luna, en un acto poético que habría deleitado al barón Humboldt, nuevo descubridor de América y amante de los saurios.

Los personajes que admiran, aman y temen a los saurios son menos verdaderos que los seres animados de mano maestra. Las deleitosas piernas de Laura Dern, Jeff Goldblum con sus ojos (¿de saurio?) antípodas, las gafas invisibles, visibles de Attenborough, una suerte de Santa Claus en guayabera y el cigarrillo perenne de Samuel Jackson son apenas más reales que el velociraptor, el braquiosaurio o el galliminus. O el tricerátopo enfermo que parece un elefante moribundo que no supo encontrar su cementerio. Todos son ilustraciones de una frase del Dr. Malcolm: «Life finds a way». «La vida», traduzco, «siempre encuentra el camino». La vida no, el cine. Esta invención gloriosa que en cien años de creación siempre ha encontrado el camino de la magia, la ilusión y lo maravilloso. De Méliès a ese nuestro Méliès, Steven Spielberg.