en el Templo del Mal
La aventura comienza con un coro de orquídeas orientales danzando a la luz de la luna pálida y amarilla. (Es en realidad un reflector de un cabaret y las flores figurantas chinas). La corista central —alta, rubia (¿rubia? sí, rubia) y con piernas tan largas que bajan del techo— entona atonal pero pícara subsana el tono para hacerlo venturoso, aventurero. «Anything goes!», dice el estribillo que se sabe al dedillo, pero el resto de la canción está doblado, dobladillo, al estilo más mandarín: idioma chino, dialecto de Shanghai, acento de chop suey. «Anything goes» es la canción de Cole Porter pero también un programa para la película. Todo vale y todo va. ¿Tantos significados para un solo título? Cole Porter solía ser sutil y ahora en chino es sólo locuaz, parlanchino. Las chicas chinas bailan mientras la muchacha americana, todavía rubia, canta —y de pronto todas van a dar, dragón dulce, con sus piernas contra una banda de Tongs: ton ton ton, coge tu tono, son retozón.
Al frente de la comparsa hecha de piernas largas y de ideas cortas va, ¡sí señor!, Indiana Jones, a quien vimos por última vez recobrando, cobrando el arca perdida. Es difícil reconocerlo ahora porque no lleva su sombrero trilby, ni su foete, ¡chas!, ni su chaqueta que parece de cuero de puro sucia. Soez, eso es. Va vestido de noche y como la noche es china lleva un dinner jacket que es la parte tropical de un smoking, y en Shanghai, posesión inglesa entonces, es un dinner suit. Jones, para no hacer el indiano, lo llama tuxedo junco. Ahora el grupo de coristas coritas colisiona con los corifeos del Tong. ¡Ron ton ton! Con la mafia milenaria hemos topado, Mr. Jones. Evidentemente entre el buen baile y las piernas perfectas nos hemos olvidado de que acaba de ocurrir un momento mítico ¡Busby Berkeley encontró a Fu Manchú! Pero el encuentro es en Dolby Stereo histórico, donde una trompada suena a colisión entre un camión y una locomotora. ¡Tron Tong tons!
Comienza la aventura pura. Es decir, ya había comenzado hace diez minutos, pero ahora con el mudo choque de muchas piernas pálidas y ocho ojos oblicuos todo cambia, y hay una de esas peleas confusas que el cine, es decir Hollywood, hace tan bien, y que la vida, torpe empresaria, nunca puede igualar, ni siquiera imitar o paliar. Raro referí. La larga noche china prosigue, como en los buenos tiempos de Charlie Chan o de Von Sternberg: uno tenía un hijo llamado Número Dos y el otro una pupila azul llamada pájaro, llamada Shanghai Lily, llamada Marlene Dietrich. Ella también tenía piernas y muchos miembros. Pero ¿piernas? ¿Para qué tantas piernas? Usualmente hacen falta sólo dos para caminar y en un auto una sola pierna larga basta y hasta hace maravillas la mar de veces —se hacen maravillas con ella. Lo que no hizo la duquesa de Éboli con un ojo o Van Gogh con su oreja o Cervantes con un brazo hábil lo hace Marlene con una sola pierna. Si se ven dos, es un espejo.
Pero ahora en vez de Marlene tenemos otra aventurera rubia, capaz de ir de Shanghai a donde diga la bitácora. Pécora, eso se llama bruja, brújula, aguja de marear o astrolabio. Aunque, de verdad, tú con esa boca, bicoca. Ella se llama Willie en la aventura. ¿Nombre de hombre? Dice Faulkner que Billie no es nombre de hombre ni de hembra sino de mujer mala. Pero ¿Willie? Así se llamaba Somerset Maugham, a quien le gustaban más las aventuras en el Oriente. Bajo la lluvia protectora se sentaba siempre en la parte alta de su trastienda a ver pasar el miembro muerto de su amigo. Pero ¿y esta Willie? Se llama Kate Capshaw y su nombre difícil es fácil a la aventura y la doma. Kate era el nombre de Catalina en La fierecilla domada y es bueno para una mujer indómita que siente una dependencia dómita. En todo caso ella cuando no corre, vuela con Indiana por todas partes de la escena y como lo que sube debe caer, caen de una azotea alta: de toldo en toldo y del toldo al lodo de la calle de noche. Pero antes de dar con la dura, ruda realidad caen, caben, dentro de un auto abierto y oportuno manejado por un enano asiático. No es un enano, es un niño, amigo. Es un niño amigo con esa precocidad mayor que tienen los menores en las aventuras dominicales, de «Anita la huerfanita» a «Tintín». El auto, marca U, los conduce por Macao, cálido laberinto portugués en China continental, allí donde Orson Welles situó su Historia inmortal y dejó desnuda a Moreau. Esta de ahora es la aventura inmortal, la aventura que no muere: el rollo que no cesa.
Aquí, en el dédalo doloso de Macao, de vuelta en U a revuelta y media, sabemos que la película ha terminado, que puede terminar ahora mismo, desde ya, y volver a empezar: y esto es lo que pasa una y otra vez por la pantalla infinita. Unas aventuras son más graciosas que gráciles, otras son rápidas o lentas, otras más o menos increíbles. Las aventuras son incoercibles, compulsivas —y a veces repulsivas. Indiana Jones está acompañado ahora por una muchacha más bella y más rubia que ayer en África y lleva un socio sucio que es un niño vietnamita capaz de encantar al héroe y al Herodes. El público lo quisiera siamés para que hubiera otro como él. Eso se llama encanto. Su socia salaz, Willie, es esa amenazante criatura que un momento parece dispuesta a quedarse desnuda, rubia púbica, y al siguiente entregarse al primer tallador de diamantes de la India que pase con una piedra preciosa al cuello.
Dat St. Louis Woman wid her diamon’ rings!
Y aquí, de pronto, en el Handy más a mano, encontramos la fuente y el origen de Indiana Jones. Lo otro, el Temple of Doom, no es más que un sonido de terror: Doom, Boom, Tomb. El arca perdida es ahora el Templo del Hado de lado. La película, estas aventuras de reacción en cadena, deben casi todo a ese otro gran Milton, Caniff, el creador de Terry y los piratas, apodado el «Rembrandt de los comics». Todo estaba ahí, el aventurero americano, alto y buen mozo y hasta hay un chico chino cómico: el dúo de la dinamita. Eso es lo que componen en Indiana Jones el niño apodado Short Round o Asaltico en la aventura cómica. ¿Y quién era la muchacha blonda, oronda, esbelta pero llamada Willie? Pues quién iba a ser. El propio Terry rubio perseguido por la cruel, fiel Dama del Dragón: la imagen deliciosa de la muerte, sedosa sevicia. Ella es para los que crecimos con la cuota cotidiana de strips y la cuota adicional del comic dominical, la visión encarnada de la muerte: ahora se llama Dama y luego Lady. En el Imperio del Sol Naciente la encarnación de la muerte es encarnada y a veces viene de fulgurante blanco, como el día. La Dama del Dragón siempre vestía de seda negra, en bata o en pijama. Pero debo mencionar, si la discreción y la autocensura me lo permiten, a la novia que tuvo Terry. No sólo para no dejar al aventurero rubio y romántico de habitué de los bares gay de Singapore, sino para decir el nombre de esa belleza en dos dimensiones. Se llamaba, se llama, se llamará siempre April Kane: Miss Kane, la menos cruel de las Abriles, ciudadana Kane. Nunca lloraremos bastante ese aciago 29 de diciembre de 1946 cuando Caniff dejó la pluma a George Wunder para ceñir la espada a Steve Canyon. Muchos entonces rebajamos al evangélico Milton Caniff a la altura de uno de sus más violentos villanos, el capitán Judas.
Pero todo estaba ya en Terry y los piratas, de veras. No hay más que ver una sola de las imágenes que componen cualquier tira cómica de Caniff. En ésta, abigarrada pero nítida muestra ciega del arte de Milton, se ve al centro a la malvada Dama del Dragón, armada de dos pistolas ajustadas a su corta cintura china, que hace de su mano mortal mordaza para acallar los gritos de Burma. Ésta era, cosa curiosa, también rubia. Mientras a un lado, Terry, todavía adolescente inocente, se ve amenazado por un chino calvo que obsceno blande un garrote formidable y da dobles mandobles. Al otro extremo del grabado (Milton Caniff es un artista tan minucioso, meticuloso como Gustavo Doré) Pat Ryan, que en las buenas traducciones de la era dorada se españolizaba en Pablo Ruano, acaba de despachar a un evidente trabajador del mal por encima del muro del muelle y de la muerte. Detrás de Pat aparece un héroe ubicuo, Connie, el culí cómico, trabado en lucha incierta con otro chino de la charada. O es, como quería Milton, ¿con ángeles alados, aliados? Hay que decir finalmente que todos los personajes principales, héroes, heroínas y villanos (y esa ávida villana, vil dama), aparecen arriba, en un plano superior, iluminados por unas candilejas invisibles, teatrales todos, mientras abajo, bien visibles pero en la penumbra baja, bulle una chusma china, diligente y aviesa, que quiere eliminarlos a todos del dibujo y de la vida.
Milton Caniff influyó a muchos dibujantes, pintores y cineastas y hasta la película El general murió al amanecer fue una imitación confesa del director Lewis Milestone. Ahora, con este segundo envío, Terry regresa —y represan los piratas. La película ocurre en una India más soñada que vista en los años treinta y ya desde el verdadero principio (cuando el héroe, la heroína y el heroíto se ven obligados a salvarse como puedan de un avión abandonado, ¡usando una balsa de goma como salvavidas! hay que aplicar lo que el poeta Coleridge llamó la suspensión del descreimiento [a veces del descrédito] y apretarse el cinturón del asiento de platea). Aquí, en Indiana Jones, como lo anunció la deleitosa Kate domada, ¡toda va!
O no todo va. A Indiana Jones (la película y su héroe) no le interesa el sexo nada. Ni siquiera el amor amorfo o la cópula. La única escena vagamente sexual de la cinta comienza por una tortura alimenticia. Al revés de la escena del banquete brutalmente sensual de Tom Jones, apenas pariente de Indiana, Indy tortura a la dulce Kate Capshaw, mujer que no dejaría yo sola en la jungla, mucho menos en una recámara real. La tortura turbia consiste en hacerle creer a ella (después de una cena escatológica llena de serpientes vivas, sopa de ojos y postre de cerebro dulce servido en su mismo mono) que la cestita que trae Jones a su cuarto es menos suculenta que supurada. Cuando al fin Indiana deja caer en su boca esa jugosa manzana que debía hablar de amor, no es Lara lo que se oye sino liras celestes, arpas, apples.
Aquí ya hace rato que habría tenido lugar una tórrida escena de sexo y exceso con James Bond (también apto para menores) y la manzana sería el postre de la concordia y no toda la cena y escena. Es que, según parece, el cine vuelve a ser decente —y docente. La entrada controlada en los cines americanos que han estrenado Indiana Jones muestra una afluencia récord, para todos los tiempos, de niños que lo saben todo del sexo pero ignoran la aventura de cruzar una calle solitaria. Como dijo hace poco uno de estos padres permisivos: «Yo no llevo a mis hijos a ver ese bodrio», se refería a Indiana Jones. «Pero no puedo impedir que se escapen furtivos». Las películas de Spielberg (su nombre quiere decir montaña de juego y una montaña rusa es el gran escenario de la persecución final) y las de su colega George Lucas son la amenaza mayor del cine para la televisión gratis desde que se inventó el Cinemascope en los años cincuenta. Treinta años más tarde Indiana Jones ¡está filmada en Cinemascope! Sic transit. Es el eterno retorno del cine: la tarde de estreno se ha hecho nietzscheana:
Vuelve, vuelve,
arañita en la cancela,
a tejer tu tela.