La otra cara de «Caracortada»

Ahora la película se llama El precio del poder, que es más título de ensayo político que de filme. Pero en inglés y en América se titula Caracortada, como la versión original de 1932. Esa Scarface es una de mis memorias míticas:

«… entre todos los recuerdos hay el de un camión que pasaba, paseaba una tumbadora, una trompeta, una gangarria de conga y una voz estentórea que gritaba: "¡Por fin! ¡Esta noche! ¡Por fin! ¡La película del año! ¡Sin escatimar gastos! "… Era, lo adivinaron ustedes, Caracortada, en la que "trabajaba" Paul Muni, con George Raft y una cierta Ana de nombre impronunciable, Ann Dvorak, durante mucho tiempo un ideal de belleza femenina. El programa, un volante que vino volando, elogiaba al filme como una "gran producción. La historia grandiosa del Rey del Hampa. Se abrió paso por el mundo a balazos y murió en las garras de la ley". Terminaba así la clamorosa confusión en una apoteosis: " ¡No deje de verla! ¡Cautivará su corazón con el plomo homicida! ". Desde entonces no he podido olvidar Caracortada. La he visto otras veces: de nuevo en mi niñez, cuando joven en La Habana, en Nueva York hace poco, pero siempre recuerdo aquel día de Cuaresma ardiente, aquella noche sofocada en que Paul Muni hablaba por el costado de la boca, pronunciando insinuaciones nasales o jurando violencias o haciendo el amor con frases carnosas… Muni moría en la calle bajo el letrero luminoso que prometía un mundo colorado».

Ésa era la Caracortada primera, la obra maestra de los filmes de gángsters, la cinta que hizo famosos a Paul Muni y al director Howard Hawks. Creo que Hawks tiene algo que decir sobre su origen:

«Algunas veces, de pronto se descubren los parentescos, como aquel de donde surgió el guión de Caracortada. Le pedí a Ben Hecht que lo escribiera y él me dijo: «¿Usted quiere hacer realmente un film de gángsters?», y yo le dije: «Sí, porque yo tengo una idea… Es la de que Capone es César Borgia y su hermana Lucrecia Borgia». «Comenzamos mañana», me dijo Hecht.

Pero sucede que Hawks es uno de los maestros de la mentira en el folklore del cine, atribuyéndose frases felices de Orson Welles o dicharachos de John Ford. No fue a él a quien se le ocurrió la idea de hacer un film de gángsters con Capone como capo. Tampoco se le ocurrió el bordado incestuoso que era central a la trama criminal. Ni aún se le ocurrió el título implacable: Caracortada. Scarface fue antes una novela de un tal Armitage Trail, publicada con seudónimo en 1930: nadie quería cortar la cara de Capone siquiera con una pluma. La idea de convertir el libro en película pertenece todavía menos a Hawks. Fue de su casi homónimo Howard Hughes, el excéntrico millonario que era entonces inventor moderno, apuesto piloto, audaz productor de cine, director él mismo y amante de cada estrella naciente o ya en declive, en una promiscuidad insospechada al ver al viejo misógino que murió en Las Vegas en 1976, incapaz siquiera de dar la mano por miedo al contacto que contamina.

Hughes contrató para escribir el guión a un escritor venido de Chicago a Hollywood que había escrito la sinopsis en que se basó la primera película del hampa, Bajomundo, dirigida por un mago del cine, Joseph von Sternberg. Esta Underworld hacía llorar al joven Borges en su estreno. (Todavía ahora declara haber aprendido el arte de narrar viendo ese filme precisamente). Pero a Bajomundo, pese a su excelencia, le faltaba un elemento esencial para ser la perfecta película de gángsters: el sonido. En el cine es imposible poder apreciar el impacto de una bala sin su estampido: oír silbar el proyectil es tan efectivo como ver rasgar la carne o notar el humo del revólver. Para que Caracortada existiera como película hacía falta la invención del cine sonoro y, como siempre en Hollywood, tener por lo menos dos éxitos previos del mismo género. Las películas que conquistaron la taquilla a balazos eran El pequeño César (1930) y El enemigo público (1931). Hughes, con su habitual perspicacia comercial, después de contratar a Hawks como director había llamado a colaborar en su proyecto al único escritor que consideraba capaz de unir sus medios con el principio y hacer de Caracortada un fin, un film, la nueva Bajomundo. Pero Scarface ahora sería esa novedad que conoce ya la existencia anterior de Edward G. Robinson en Little Cesar y James Cagney en Public Enemy. Ese escritor se llamaba Ben Hecht y es nuestro último testigo.

«El trabajo que hice para Hughes fue una película llamada Caracortada. La noticia de que era un estudio biográfico de Al Capone trajo a mi vera a dos testaferros que venían a asegurarse de que nada infamante para el gran pistolero llegara a la pantalla. Los dos sicarios visitaron mi hotel. Era después de medianoche. Entraron en la habitación tan ominosos como un par de gángsters del cine, sus caras duras y las pistolas abultando bajo el abrigo. Traían una copia del guión de Caracortada en la mano. El diálogo que siguió estaba sacado del guión:

—¿Usted es el tipo que escribió esto?

Dije que sí.

—Lo leímos.

Les pregunté si les había gustado.

—Queremos hacerle una pregunta.

Les dije que arriba, que cuando quisieran.

—¿Esta cosa es sobre Al?

—Dios mío, no —les dije—. Ni siquiera conozco a Al.

—Nunca lo vio, ¿eh?

Les referí que había salido de Chicago cuando Al empezaba a ser prominente…

—Si esto no tiene que ver con Capone, ¿por qué lo llama Caracortada? Todo el mundo va a pensar que es él, Al.

—Ésa es precisamente la razón —les dije—. Al es uno de los hombres más famosos y fascinantes de nuestro tiempo. Si llamamos a la película Caracortada, todo el mundo pensará que se trata de Al y querrán verla. Eso se llama estar en la viva de la farándula.

Mis visitantes sopesaban mi respuesta y uno de ellos dijo finalmente:

—Se lo diré a Al —pausa—. ¿Quién carajo es este tipo Howard Hughes?

—No tiene nada que ver con nada —dije, diciendo la verdad por primera vez—. Es el culo del dinero.

—Okey. Que se vaya al carajo.

Mis visitantes se fueron.

(Ben Hecht en Un hijo del siglo)

Hecht, como Hawks, como Hughes, era un mentiroso de primera. (Aparentemente no hay manera de hacer cine sin mentir). Una breve revista a la historia del cine y de la literatura de gángsters prueba que todos mentían. Aunque se trata de ver cine, no de decir la verdad. Todavía a más de medio siglo de estrenada la primera Caracortada, el productor Martin Bergman miente al decir que no considera su Caracortada un rehecho de Scarface. ¿Su razón comercial? «El bajomundo», declaró en Hollywood, «ha cambiado radicalmente desde los días de Al Capone». Pero no por cierto el argumento primero que viene de la novela de Trail y va hasta Brian de Palma, su director, para dejar una estela tan visible como la cicatriz que tiene en la cara Al Pacino: éste la acaricia, destaca y exhibe como una honrosa marca de fábrica. Casi casa con sus cosas Gucci y Cerrutti y su enorme bañera Jacuzzi. Si esta Caracortada no es un remake de la Caracortada original, que vengan Hughes, Hawks y Hecht y la vean. Cada uno de ellos, estoy seguro, reclamaría la paternidad del feto ipso facto.

La presente Caracortada, es cierto, omite la antigua metáfora del poder por el dinero expresado en el aprecio al lujo con la repetición sinuosa de la frase «Expensive, eh?» (que quiere decir «Carito, ¿eh?» y que puede aplicarse ahora también a la película, una producción de 32 millones de dólares que no asombrarían a un Tony Montana pero sí a usted y a mí) en la voz nasal y el falso falsete de Paul Muni, actor judío que hacía de italiano mafioso. Al Pacino, de origen italiano, es aquí un cubano cui bono.

Hay, sí, la transferencia del cetro usando más que un petit cetro una tagarnina barata, infumable, trocada por su jefe en un puro de marca. Esta vez no es como antes un habano real: la película respeta las interdicciones federales. No Havanas. Los hampones pueden traficar en cocaína y en vidas humanas pero nunca fumarán cigarros importados ilegalmente de Cuba. Asimismo la toma del poder por Al Pacino no se completa, como en la primera Caracortada, por la conquista pacífica de la mujer del jefe, que antecedía a su muerte violenta. Esta vez la muñeca sajona de «ojos septentrionales» del soneto detesta tanto a su primer amante como a su actual marido: los dos son sólo escoria para dar cuerpo a la coca. La actual carnada cubana en el exilio es para ella aún más despreciable porque ha llegado a Miami, a su sociedad, en la cresta de la última ola de miseria humana expelida casi como materia fecal al mar, al mal. Pacino nunca conquistará a esta muñeca rubia de mirada azul, entre otras cosas porque no está interesado en la conquista amorosa sino sólo en la posesión física: su mujer es su casa y entra en ella como su amo. Ambos, sin embargo, están unidos por el impoluto pero infame cordón blanco de la coca.

(Viendo Caracortada se puede reflexionar sobre si la cocaína [como la morfina, como el LSD: vieja droga, droga nueva] figuraría en el Censo de la Maldad de Melville: el polvo blanco que puede cubrir el mal como un sudario: blanco polvo, muerte blanca. Se trata aquí, ahora, no del poder como droga sino de la droga como poder. La coca es vida y muerte. Como dice uno de los cocaineros del film: «En este negocio sucio uno puede hacerse muy rico muy pronto o terminar muy muerto». Al Pacino sufre ambas metamorfosis y termina en un sepulcro blanco).

La palabra gángster se convirtió en nombre en Estados Unidos en el siglo XIX, pero fue el cine a finales de los años veinte, durante la prohibición, quien hizo el vocablo de uso forzoso. El gángster epónimo, según Hollywood, fue Alfonso Capone, apodado Scarface Al. Caracortada, la película, estrenada al final del auge del cine del hampa, llamaba a su héroe Tony Camonte y lo extrae sin declararlo del bajomundo italiano en cualquier Little Italy urbana: Chicago, Nueva York. Caracortada 84 tiene por sede secreta a la Little Havana de Miami y por antihéroe a Tony Montana, un cubano expelido de Cuba por el Mariel. El marielito, al presentar credenciales al principio de la película, asegura que aprendió inglés viendo películas de gángsters. Este género del cine se había convertido así en una educación.

El género de gángsters comenzó, como se sabe, en el cine mudo donde la imagen silente imponía su mutismo al ladrido letal de las pistolas. Curiosamente, ahora una de las armas más eficaces en el arsenal del cine de violencia es un Magnum con silenciador. Inclusive el silenciador se emplea en un momento crucial de esta Scarface y fue un instrumento de horror novedoso en Asalto al precinto 13, donde hordas del hampa, mortales pero invisibles, atacan una estación de policía con armas de fuego que no se oyen al disparar. Al finar de nuestra Caracortada hay un ataque silencioso a la guarida del gran gángster por una chusma sigilosa, pero el film termina entre el estruendo de la violencia armada.

Algunos críticos han protestado por esta larga lucha letal. Para mí no es más que el paroxismo del melodrama que quiere ser tragedia. Tony Montana muere acribillado a balazos, entre espasmos que recuerdan el orgasmo que nunca tuvo cuando fornicaba con su muñeca de matón, bibeló abolido. Es más este coito con coca no se ve nunca. Ni siquiera los vemos a los dos en la cama y Montana se solaza solo en el baño. Caracortada es, para este tiempo, una película sin sexo. En la hagiografía del hampa americana, ya desde William Faulkner en Santuario (donde Popeye el hampón desflora a la muñeca de sociedad que ha raptado… con una mazorca de maíz), el gángster es un prepotente social. También es un impotente sexual.

Para juzgar estéticamente a Caracortada es necesario saber lo que quiere decir Trash, pues trash es la marca y medida de esta cinta. Trash es una palabra inglesa que significa basura y también deleznable. Trash es lo barato y burdo, trash es pacotilla, poca cosa. Pero lo trash fue elevado a concepto artístico, a Trash, en los años sesenta como una consecuencia del movimiento pop. Trash eran las desechables reproducciones de Andy Warhol, maestras pero perecederas, y, por supuesto, sus películas, todas Trash. Aún su asesinato frustrado fue obra de una trashy demente. Del cine underground en Nueva York la moda viajó a Hollywood y el Trash adquirió un oropel como vestuario. Trash son las primeras comedias de Woody Allen y las últimas comedias de Mel Brooks. Trash son también todas las películas de Burt Reynolds: Trash tras Trash. Trash es la exitosa The Jerk, con un Steve Martin que asume su condición de white trash entre negros. Trash es siempre cómico o paródico. Ahora Scarface II es Trash a la grande maniera, casi ¡TRASH!

De Palma, italo americano, ha elevado este concepto (o manera) a la categoría de gran guiñol. Pero no es la violencia ni la sangre derramada ni siquiera el sucio sadismo lo que nos molesta de Caracortada, sino su exagerado sentido de la vida y de la muerte. Su protagonista, Tony Montana, no se contenta con coger cocaína como cualquier actor sin carácter, sino que aspira, literalmente, montañas del codiciado polvo colombiano: blanco que te quiero blanco. Aquí el héroe es una exagerada versión del machismo montonero («Mis güebos están hechos de acero», anuncia Montana, mucho macho), pero la única heroína es la coca. Con Tony Montana, el marielito, el cubano, el nuevo Al Capone lo trash es realmente trashcendente.

Algún crítico ha dicho que Tony Camonte, en la primera Caracortada, «tiene la inocencia de un niño o de un salvaje». En la segunda Caracortada la única inocencia posible para Tony Montana es la del salvaje —y no precisamente la de un «noble salvaje» sino la de una bestia—. La diferencia tal vez esté en que Tony Camonte era un emigrante italiano y Tony Montana es un paria de una isla. En todo caso Camonte puede aparecer por primera vez en la vieja versión como una sola sombra lenta que silba un aria de Lucia di Lammermoor —mientras viene a cometer su asesinato por contrato—. El único contacto visible de Tony Montana con el arte es haber visto en Cuba castrista viejas películas de Cagney y de Bogart por televisión. Esta diferencia de referencias culturales —alta cultura, cultura popular— es importante. Si Tony Camonte puede ir a ver en Caracortada (1) una obra de teatro (Lluvia, de Somerset Maugham) a la que lamenta abandonar después del primer acto ya que debe ejecutar puntualmente a un pandillero rival (es de mala educación hacer esperar a la víctima), no hay en toda Caracortada (2) un solo momento en que Tony Montana sea espectador. Ni siquiera de la ubicua televisión, que usa sólo para vigilar los accesos a su mansión que es un bastión inexpugnable. No hay ocio para Montana: es un hombre todo acción. Su única diversión son los vicios: la cocaína o fumar un puro enorme sumergido en un baño de espuma blanca en su inmensa bañera barroca y dorada. Como Lee Marvin en Los asesinos (el primer malhechor total del cine moderno), Montana es un hombre que huye, un criminal con prisa: A killer in a hurry. «No tengo tiempo, señora», explica Marvin en susurro a la estruendosa Angie Dickinson, antes de perforar silenciosamente su cuerpo espléndido: el asesinato como violación final. Lee Marvin por cierto es el primer asesino del cine que mata, como los gángsters del Bajomundo mudo, sin ruido. Montana también usa una pistola silenciosa para liquidar a su antiguo capo cubano y a un policía americano que quiere que le aumenten su salario del vicio. Así, al silencio por el silenciador.

En Caracortada ahora, como antes, todo el mundo es un criminal en activo o vive del crimen o lo aprueba. Sólo la madre de Montana escapa a esta contaminación. Su madre y su hermana, la incestuosa Gina. Aunque Gina se contaminará con la coca finalmente. Entre el dinero y el oropel y el vicio no hay lugar (ni tiempo) para la virtud. Ni siquiera para la ley y el orden. Al revés de la primera Caracortada aquí no interviene la policía al final para imponer una legalidad permanente o si se quiere precaria. Es otra forma feroz del hampa, las hordas de la coca, las que derrocan al Rey del Crimen —para instalar, por supuesto, a otro rey aún más implacable. Hay que recordar que Tony Montana es liquidado no por traicionar a su socio colombiano, sino por negarse a matar a un testigo peligroso al verlo acompañado de su mujer y sus hijos. Éste es el único instante de posible redención para el criminal cruel, pero el contexto de la película lo presenta como un comportamiento inexplicable, absurdo. Como diría Macbeth, Montana ha ido tan lejos en su lago de sangre que tratar de regresar es tan desatinado como continuar cruzándolo. (La referencia a Macbeth es oportuna porque en esta Caracortada, como en la otra, todo acceso al poder es una usurpación por el asesinato alevoso en la madrugada).

Pero ¿por qué dedicar tanto espacio y atención (y tiempo) a un filme tan denostado por la crítica dondequiera, mal visto? Simplemente porque se trata de una muestra de arte popular que (como en las comedias musicales o en los oestes o en Walt Disney y su fauna animada) no quiere ser considerado como otra cosa que entretenimiento puro. En este sentido Caracortada tiene tanto que ver con la sociedad (o con la vida de Miami y el contrabando de coca o la moral al uso) como tenían que ver con la realidad otras películas de Brian de Palma, como Carrie o aún ese asalto fantástico a la visión que fue Furia. En este sentido De Palma ha seguido la regla de oro del arte: nadie que se considera artista piensa que el arte tiene que ofrecer soluciones o siquiera plantear problemas. Esa prerrogativa queda para la ciencia o las ciencias aplicadas. O para la sociología, esa seudociencia. El arte tiene que ver con el arte, aún si es arte popular, sobre todo si es arte pop. Si Caracortada califica como arte es porque es la reproducción (como el retrato de Marilyn Monroe por Warhol) de una obra de arte anterior, Scarface, que tenía que ver con el mundo gangsteril lo que tenía que ver la relación incestuosa de sus protagonistas con Lucrecia Borgia y su Cesare, hermanos históricos. Esta ecuación vale tanto para un falso Chicago hecho en el estudio de Howard Hughes como para un Miami reproducido por Universal. Tony Camonte (o Tony Montana) nunca existió. Sólo existe ahora cada vez que se proyecte la cinta: entre las luces y sombras de un cine o en una pantalla de televisión.

Al final la película lleva un aviso: «Caracortada es un recuento ficticio de las actividades de un pequeño grupo de criminales implacables». Ya en una lejana entrevista, hecha en Chicago, Al Capone se burló de las pretensiones de autenticidad de las películas de gángsters. Sobre todo de las que pretendían ilustrar su biografía ilustre con lustre. ¿Estará ahora en algún lugar de la Florida, en la miasma del oropel, el original de Tony Montana, Capone cubano, riéndose de las pretensiones de autenticidad de una película que para él se llamará El precio del poder, que habrá visto como arte y parte, crítico de excepción?