Los franceses, tan dados a las etiquetas como a la etiqueta, inventaron una apelación controlada para un género del cine americano, que los americanos descubrieron después de que acuñaron su nombre en Francia. El género era un híbrido de inglés y francés y lo llamaron film noir. Pero el remoquete, aunque viajó lejos, no declaraba su origen. Venía de la novela negra, un título genérico para la novela dura americana que no era racialmente negra. El creador, no del género sino del nombre, se llamaba Marcel Duhamel. Lo usó para bautizar una colección de la editorial Gallimard con tapas negras y coleccionaba autores como Dashiell Hammett y Raymond Chandler primero y luego James M. Cain, W. R. Burnett y Horace McCoy, escritor de un título notable entre novelas mediocres. El título ha pasado a ser como un programa existencial, Matan a los caballos, ¿no verdad? En esa novela el caballo es una yegua y es la única verdadera víctima de la novela. Siempre, en ese género, como la mantis religiosa, la hembra es la mala de la especie.
La mantis religiosa tiene ese nombre por su hábito de permanecer inmóvil o menearse suavemente de un lado al otro, la cabeza levantada y las patas frontales estiradas como brazos en lo que parece una actitud de súplica. En realidad la mantis no cree en nadie: es una feroz carnívora que llega en su ferocidad a matar a su consorte después del coito para devorarlo en una merienda sobre la yerba. El macho, más pequeño que la hembra, parece encontrar placer o por lo menos indiferencia ante estas devoraciones rituales que son su destino biológico. Una de las mantis más peligrosas para el macho tiene nombre de soprano de coro de iglesia, Iris Oratoria. La mantis religiosa parece una encarnación del feminismo y abunda, ¡cuidado!, en los trópicos.
El film noir, que a veces se traduce como cine negro, es como el Oeste, un género. Alguien ha dicho que no es un género sino un estilo. ¿Y cuál es la diferencia? Un género no es más que una forma a punto de hacerse fórmula y el estilo genera las formas. (Hay que dar crédito a Nino Frank, cineasta francés, que en 1946 inventó el nombre de la cosa).
Ese año, el primero después de la Ocupación, vieron en Francia una plétora de películas que tenían en común una tiniebla fotográfica en blanco y negro y sus héroes eran casi siempre tenebrosos. Pero más negras eran sus heroínas. La primera película realmente noir, El halcón maltés (1941), era toda negra. Basada en la novela homónima de Dashiell Hammett, era la tercera tentativa para captar y ofrecer el mundo de miedo y mentira del original. Fue esta película la que hizo la carrera de Humphrey Bogart. Ustedes por supuesto conocen a Humphrey Bogart, pero seguro que no conocen ni recuerdan a su némesis llamada Brígida. Era una actriz veterana, del todo inusitada, Mary Astor. La película mostró por primera vez el extraordinario talento de John Huston para componer un reparto, pero la presencia de Mary Astor, ya no una niña, fue un golpe maestro. Hammett describe a Miss Wonderly (que es tan engañosa como para cambiar de nombre tres veces) de una manera sucinta y sensual: «El cabello que rizaba alrededor de su sombrero azul era de un rojo oscuro». Aquí hay que prestar atención pues el pelo de esta mujer, en la película, es negro —tan negro como sus intenciones. Éste es el debut de la malvada de pelo negro en el cine negro. Ella es la más negra o, como quería François Truffaut, la plus que noire: negra de cabeza, negra de alma. Habrá que esperar a Linda Fiorentino para encontrar ala de veras más negra.
Ahora un hiato hosco.
Desde Helena de Troya ha habido rubias peligrosas y París bien vale una misa negra. Pero en el film noir, como decía Carl Denham en King Kong, las rubias se hacen escasas. Vamos a verlas pasar.
El cartero siempre llama dos veces es la perfecta novela negra. Será por eso que se ha filmado tantas veces. Hay una versión francesa de 1939, Le dernier tournant, Visconti se la apropió en 1942 y la tituló Ossessione. Y la Metro la hizo para Lana Turner en 1946. (Hay otra versión reciente con Jack Nicholson). La novela es de 1934 y la escribió James M. Cain cuando era un oscuro periodista y un aún más oscuro guionista (nadie podía ser más oscuro en Hollywood) que ya había cumplido cuarenta y dos años. Es la novela negra por antonomasia: con sólo ciento veinte páginas de mucho sexo y poco seso y es sucia. A su otra novela famosa, Double Indemnity, le bastó con una sola versión —que estaba hecha por Billy Wilder y escrita por Raymond Chandler. Es, hay que decirlo, mucho más perfecta que la novela original, llamada Pacto siniestro. Aquí no sólo es Fred McMurray el cabal héroe negro (es decir, un anti-héroe, como todos los protagonistas de Cain) sino que Barbara Stanwyck con una frondosa peluca rubia sentó, en 1944, las bases para la rubia rabiosamente peligrosa. Como Cora, otra heroína tan adjetiva como la droga que lleva su nombre, Lana Turner (rubia, toda de blanco) era como una clon de Stanwyck: taimada y mucho más implacable. Casi cincuenta años después el personaje, todavía rubia sucia, de Jessica Lange debía su carga sexual al libro, al decir, al pedir: «Muérdeme, muérdeme, rípiame». Pero su actuación no iba más allá de la rubia de rabia de Stanwyck. Por otra parte Lana Turner era más bella, más deseable y tan impoluta como una virgen-puta.
La hosca entre las hoscas que no ganó un Oscar fue Lizabeth (corrupción de Elizabeth) Scott (verdadero nombre Matzo), que era una rubia menuda con belfo y bigote. Su atractivo ambiguo le hizo poner un pleito a la revista Confidential por hacer públicas sus «preferencias sexuales». Su voz viriloide y su aire fuerte hicieron de Lizabeth Scott la perfecta amada andrógina. Ella era capaz de lidiar con cada macho cada noche para ser una mantis amante. Digo lidiar porque ella podía coger a sus maridos por los cuernos y hacer de ellos cabestros cabizbajos. La menuda Scott era capaz de apabullar machos. Entre ellos estuvieron Bogart, Burt Lancaster y Robert Ryan. Eso la hizo peligrosa y fascinante a la vez.
Marilyn Monroe, que era la escondida de Louis Calhern en La jungla de asfalto, hizo una sola película negra, Niágara, y a pesar de sus dotes, dos, la estruendosa catarata (agua con ruido) le robaba la película. Debió llevar una peluca de cuervo, como Urna Thurman, que es casi albina, llevó en Pulp Fiction. Para acentuar la negritud, Tarantino pintó las uñas de Urna color rojo negro gracias a Dior. Por cierto, desde las uñas verdes de Liza Minnelli en Cabaret un color de pintura de uñas no había hecho mayor impacto en las espectadoras para hacerlo best-seller en la sección de cosméticos.
La escasez de rubias como damas negras que dan siempre jaque mate es porque los delincuentes las prefieren negras, de pelo negro. Sharon Stone es la única rubia actual que puede protagonizar un film noir. De hecho lo hizo en Instinto básico, donde estaba más ocupada en demostrar que era rubia natural que en ser una encarnación del mal. Demi Moore, con su voz de niebla, de tiniebla, es más creíble como mujer peligrosa: un ángel con un mensaje mortal.
La mujer mala de melena negra aparece en Los asesinos de Robert Siodmak, que consigue en los primeros treinta minutos del film lo que es la adaptación perfecta del cuento de Hemingway The Killers y la recreación casi perfecta del ambiente americano, a la vez cotidiano y terrible, cuando dos asesinos profesionales vienen a un pequeño pueblo cerca de Chicago a matar a un hombre del que no conocen más que el nombre. La femme fatale, bella y peligrosa, es aquí una Ava Gardner novicia. ¿Hay que recordar que Ava se pronuncia en inglés Eva?
Burt Lancaster fue la víctima en Los asesinos y lo vuelve a ser en Criss Cross, la obra maestra de Robert Siodmak. Ahora la mujer mala es Ivonne de Carlo en el papel de su viuda, de su vida. Cuando se la ve por primera vez baila un ur-mambo nada menos que con ¡Tony Curtis! Criss Cross, como Los asesinos, es una tragedia que usa la forma del melodrama y el recurso narrativo del flashback, que es a la vez una nociva nostalgia y el perfume del recuerdo de una tierra donde todas las mujeres son perfectas —y venenosas—. Ésa es la tierra donde el espectador sueña el sueño del cine negro, con terrores mágicos, ataques de enemigos imaginarios y fantasmas que pueblan la noche —y el día.
El sistema narrativo tomado por Robert Siodmak de la tradición expresionista alemana, lo usó el director Edward Dmytryk en una película derivada del cine negro. No, como quiere su director, capaz de haber inventado el género. Invención de la exarcebación del melodrama que podía reclamar mejor John Huston —y no lo hizo—. Entre otras cosas porque Huston sabía que no había invención sino la ilustración, casi palabra por palabra, de la novela de Hammett, a la que pertenecían hasta los gestos de los personajes —como esa mano temblorosa que exhibe Bogart para mostrar su carácter. La película de Dmytryk es Murder my Sweet, adaptación de la novela de Raymond Chandler Adiós preciosura. Chandler tenía un axioma para novicios que era una regla de oro: «Cuando estás hecho un lío haz entrar a una mujer con dos tetas». Desde entonces el cine negro no ha hecho más que ilustrar esta regla de dos.
Después de esa emulsión de Scott (Lizabeth) la pantalla parece pertenecer toda a las morenas más negras. En una reciente resurrección del film noir, hay varias trigueñas que pueden ser las morenas de mi copia. Nicole Kidman, pelirroja que puede dar negra como Mary Astor, aparece en Malice tan irracionalmente malvada como en To Die For. Pero en Malice ella no es mala, es peor: es una calculadora atroz y una asesina por codicia. Desde Barbara Stanwyck en Double Indemnity no hay una mala más mala. Una morena de veras, en Delusion, Jennifer Rubin, se convierte en la malvada mantis del desierto. Viaja de consorte de un asesino a sueldo, a quienes encuentra el protagonista en una carretera, casi una tautología, del valle de la Muerte. Rubin, tan negra de cabeza como de intenciones, es una de las presencias físicamente más poderosas del género y de una rara efectividad para insinuar el mal que acecha tras la belleza y el sexo.
After Dark, My Sweet está basada, como The Grifters, en una novela negra entre las negras de Jim Thompson, el Raymond Chandler del género. Ahora la viuda negra no se ha casado todavía pero ya ha enviudado varias veces. Es la adulta, adusta Rachel Ward, que enreda en su telaraña letal a Jason Patric, un actor que se ha especializado en ser el perdedor que nunca gana, como antes Lancaster.
En The Grifters Anjelica Huston, como Stanwyck, aunque la pinten de rubia, negra es, negra se queda. Aquí es tan mentirosa como su pelo y a la vez mala madre. Para completar su currículo malvado es incestuosa y parricida y mata por dinero. La frase final de Thompson: «Ella se rió y dio al cadáver en el suelo una última mirada burlona». Ese cadáver es su hijo al que acaba de seducir.
John Dahl es el Robert Siodmak de nuestro tiempo. Como Siodmak el joven Dahl prolifera, como una flor del mal menor, en las películas B. Sólo que ahora no hay películas B en los cines: todas están hechas para la televisión. Pero Dahl, la fuerza del talento, ha conseguido tan buenas críticas para sus películas que ha forzado a los productores que saben lo que quieren (después que otros lo quieren) a darlas al cine. Dahl, por cierto, es un creyente en la maldad de los pelos negros. John Dahl (no confundir con el actor John Dall, favorito de Hitchcock en La soga y de Joseph Lewis en Gun Crazy) tiene tres películas que son otras tantas noires. Como Tarantino en sus dos películas y media (que escribió True Romance para Tony Scott pero descartó Natural Born Killers del siempre oportunista Oliver Stone) es de la generación del vídeo. Al revés de Tarantino y siguiendo a su maestro Hitchcock, Dahl prepara cada película, cada secuencia, cada shot, que es toma y daca, con el más meticuloso cuidado. Sus story-boards (el fotograma dibujado antes de ser película) tienen fama de casi ser el producto final. En su primer film, noir entre los noirs, Kill Me Again, su heroína es Joanne Whalley-Kilmer (entonces mujer de Val Kilmer, al que trata de matar varias veces), es tan negra de pelo como de intenciones y tiene el aspecto de una Frida Kahlo atractiva. En su segunda película, Red Rock West, Lara Flynn Boyle, la inocente protagonista de Twin Peaks, es negra, negra y mala, mala. La última seducción tiene al frente a Linda Fiorentino, que es la mantis negra sin otra religión que el dinero. Dahl es un poeta del humor negro. Una escena lo muestra maestro: su heroína, en un bar nada menos, antes de meter mano a su presunto patsy mete su mano por la bragueta, tantea y luego saca la mano y la huele como una catadora al tacto.
Ésta es, la plus que noire, Linda Fiorentino. Curiosamente Mary Astor en El halcón se llamaba de veras Brigid. En La última seducción, que es la mejor aparición de Fiorentino, ella se llama Bridget. Si la Brígida de Astor podía rimar con frígida, Fiorentino vive en la zona tórrida. Pero como hubiera querido su remoto antepasado, el Florentino, es una maquiavélica maquillada pero su sexo nunca es un simulacro.
Linda no quiere decir linda en inglés. En el alemán medieval quería decir siempre sierpe. Lo que le viene bien a Linda, ya que ella es a la vez Eva y la serpiente en todas sus películas: la manzana queda entre sus piernas. No por gusto Fiorentino rima con Tarantino. Su verdadero nombre es Clorinda pero su nombre propio de alguna manera parece impropio. A veces unos cronistas la llaman Lilith, que es el nombre hebreo para la serpiente. Se dice que Lilith fue la primera mujer de Adán antes de que apareciera Eva. Lilith fue una mujer de la noche que se creía un espíritu del mal. En La última seducción Linda Fiorentino, una maestra del acto del sexo sucio, liquida a dos Adanes sin sentir la menor culpa. Su árbol del bien y del mal en vez de frutos produce dólares. Como versó José Jacinto Milanés hace cien años: «Ver hojas verdes sólo te incita». Ésta es la vera efigie de Linda Fiorentino en su última seducción del espectador. Para ella cada coito es una bifulca y a veces una trifulca. Su sexo deja de ser latente sólo para hacerse patente. Resulta irónico que esta reina de la noche negra hizo una prueba para Instinto básico que consistía en tenderse en una cama, negra sobre blanca, sin ropa. No consiguió el papel como se sabe. Pero no se sabe que fue porque desnuda en vez de tetas tenía teticas. Ganaron las ubres completas. Y casi perdimos nosotros a la mujer más fascinante del cine —que es otro nombre para el paraíso.