El cine negro en blanco y negro

Cuando se dice «cine negro» no se quiere decir que es cine hecho en África y la frase misma no es más que la etiqueta para el melodrama más violento. No todo el cine negro está hecho en blanco y negro, pero hasta hace poco las sombras negras sobre la pantalla blanca eran la forma ideal para un género aparentemente menor.

El verdadero creador no del género sino del título del género, Marcel Duhamel, escribió: «El neófito debe tener cuidado: los volúmenes de la serie negra no pueden entregarse sin peligro a cualquiera». Esta advertencia ingenua recuerda un lema que solían llevar las viejas novelas de horror: «No debe leerse de noche». Pero Duhamel convoca nuevos fantasmas literarios y dice: «El simpático detective no siempre resuelve el misterio. A veces no hay misterio. Otras ni siquiera hay detective». El padre de la novela negra, según los franceses, fue Dashiell Hammett y por supuesto ya aparece el título de una revista hoy puesta de moda por una película a la moda. Se trata de Black Mask que originó la narración pulp —que le da el título a Pulp Fiction.

La primera novela de Dashiell Hammett, Cosecha roja, describe pero descubre la corrupción de toda una ciudad, Personville, apodada por el bajomundo Poisonville: la ciudad veneno. La estrategia del narrador y protagonista ha sido copiada varias veces por el cine, notablemente en Yojimbo, de Akira Kurosawa, y por Sergio Leone en Por un puñado de dólares —ninguna de las cuales tiene que ver nada, por cierto, con el cine negro. Es la siguiente novela de Hammett, El halcón maltés, que origina el cine negro. Fue al verla que un crítico hoy olvidado tuvo sus quince segundos de fama al catalogarla como film noir. Éste es el retrato que hace un personaje de ficción, Ellery Queen, de otro personaje de ficción, Sam Spade, el «héroe negativo», como le habría gustado llamarlo su autor, Hammett apodado por comunista «Hammer & Sickle», hoz y martillo. «He aquí al hombre que desprecia a su cliente pero descubre siempre al culpable. He aquí a este hombre de acción, un duro cuya sonrisa pensativa constituye su gesto más peligroso. Éste es el hombre que nunca perdona, a nadie: hombre o mujer, muerto o vivo». Todo lo que hizo Jonh Huston en esta primera muestra, muestra maestra del cine negro, fue seguir la novela, literalmente, desde el título, al pie de la letra. Por favor, si hasta el temblor de la mano mortal de Bogart ¡estaba en el libro!

Veinte años más tarde, en 1950, John Huston, cuya importancia para el género negro no hay que exagerar, produce otra obra mayor, The Asphalt Jungle (La jungla de asfalto), extraída de una novela de W. R. Burnett. El reparto de El halcón era ideal pero era menor y Warner Brothers lo permitió como anzuelo sin carnada para probar a un director no sólo bisoño, pero aún por estrenar: ésta era la primera película de John Huston. «Por otra parte Humphrey Bogart, hasta entonces un segundón, vino a la película porque George Raft se negó a aceptar ser un detective privado. «Si no tengo una chapa, no acepto». Huston: «¿Chapa de qué?». «De policía», y ahí terminó la entrevista con Raft. Peter Lorre había visto mejores oportunidades y Mary Astor ya no era la dama joven que fue. Por otra parte, Sidney Greenstreet no había actuado nunca en el cine y era un actor de carácter en Londres y en Broadway. El elenco (como siempre hará en el futuro Huston se negó a dirigir), contaba con lo que hace al cine negro: una abundancia de personajes únicos pero equívocos. El reparto de La jungla estaba hecho todo de actores secundarios, pero tenía una perla barrueca en una ostra de cultivo: rubia, de piernas esculpidas y busto grande llegaría a ser ¡Marilyn Monroe! Huston, con su negativa a dar dirección a los actores, logró otro elenco de actores de carácter y entre ellos una actuación de esas que se ven cada diez años: Sam Jaffe era el veterano maestro del hampa a quien le gustaban demasiado las niñas —exactamente dieciséis años antes de Lolita.

El antihéroe de La jungla de asfalto, Sterling Hayden, es el héroe perdedor de otra obra maestra del cine negro, The Killing (Casta de malditos). Es, prácticamente, la primera película de Stanley Kubrick, que luego dirigiría una memorable sátira política (Dr. Strangelove) y una cumbre de la ciencia ficción (2001) y otra de cine de horror (The Shining). En The Killing se ve que Kubrick ha visto (y admirado) al Huston de la Jungla. El tema es casi el mismo (el robo perfecto que termina en la derrota), iguales son los personajes expertos en el crimen que se comportan como novatos y los aflige la misma codicia: la avaricia echando a perder la virtud del plan casi perfecto. De hombres como de ratones ingeniosos.

Es esta característica del héroe como perdedor nato que informa al género. El cine negro, como la novela negra, está protagonizado no por héroes griegos, a los que pierden sus virtudes, sino por el héroe moderno, a quien sus virtudes y sus defectos determinan como aquel que nació para perder. Es una suerte de fatalismo psicológico o una falla en el carácter: una grieta donde se creería un monolito. Un experto en esa clase de historias derrotistas fue James Cain. Todas sus novelas de éxito han sido llevadas al cine con parejo éxito: Double Indemnity por Billy Wilder con una Barbara Stanwyck rubia, amoral y peligrosa, Mildred Pierce, con Joan Crawford sufriendo y peleando por su hija, una viciosa, y aquella que ha visto más versiones: El cartero llama dos veces. Una en Italia, titulada Ossessione y dirigida (o mejor, pirateada) por Luchino Visconti. Otra, la mejor, de Tay Garnett, con una Lana Turner capaz de hacer de cualquier hombre un asesino: por ella, para ella, contra ella, contrahecha moral. Más bella y más peligrosa aún que Barbara Stanwyck en Double Indemnity, Lana es la hembra fatal, la mantis religiosa hecha atea pero sexualmente más fatídica, fatal.

Hay muchas movies memorables en el género —y los títulos que siguen aparecen en inglés porque la traducción de títulos al español (como a cualquier idioma) no es nada fiable. This Gun for Hire (1942) donde Alan Ladd, ese arquetipo, es el ángel rubio vengador y a la vez un alma fría destinada a perder siempre. Como pierde Burt Lancaster en The Killers y en Criss Cross (1948), otra obra maestra de Robert Siodmak, uno de los maestros del género.

The Big Sleep (1946), The Blue Dahlia (1956), The Big Heat (1953), Angel Face (1953), Brute Force (1947), Crack Up (1946), Crossfire (1947), Cry of the City (1948), Dark City (1950), Detour (1948) —y esta extraña cinta parece declarar, por boca de su protagonista, la filosofía estoica pero no heroica del cine negro. «La suerte», dice el viajero hacia el absurdo, «o tal vez otra fuerza misteriosa, puede apuntarte con su dedo sin ninguna razón».

La lista, somera, no incluye a todas las películas del vasto repertorio del cine negro made in USA. Pero las fechas muestran que su apogeo tuvo lugar en los años cuarenta y se extendió a los años cincuenta. Es fácil ver que el cine negro debía gran parte de su arte a la ausencia de color. Pero a partir de los años sesenta aparece, visible, una intrusión del color en un mundo gris. Chinatown y The Grifters son muestras maestras del cine negro en colores. Es entrados ya los años ochenta, que ese viejo conocido, el cartero, viene a llamar una vez más, en lo que puede ser una segunda (o cuarta) versión.

El protagonista vagabundo marcado por los hados de El cartero llama dos veces es el héroe de Chinatown, Jack Nicholson, con su mezcla de súbito sadismo y la completa comprensión de la realidad pero a quien el sexo no le deja ver que su futuro no es incierto sino cierto: subirá siempre al patíbulo. Jessica Lange es el cebo sexual con que el destino adorna su anzuelo. La Lange se dio a conocer como la muñeca rubia que se dejó desnudar por el enorme mono negro en la versión (o perversión) moderna de King Kong. Ella será una atracción fatal para Nicholson como lo fue para el simio: seducidos ambos. Ahora es a Lana Turner lo que fue antes a Fay Wray. Ella clama, reclama, que su Cora es más fiel no al libro «sino a la realidad». Por supuesto, El cartero es tan real como Macbeth. De hecho Nicholson es Macbeth en California del Sur: un usurpador.

Contagiado con lo que es una obsesión realista, el director Bob Rafelson (que nunca podrá siquiera dar betún a las botas blancas y negras de Tay Garnett, el verdadero director de la verdadera versión) se queja de que Lana Turner (cuya aparición en El cartero es una presencia sexual sólo comparable al momento en que las piernas, con esclavas, de Barbara Stanwyck bajan la escalera tan fatal como la que lleva al patíbulo) estaba vestida, en 1946, toda de blanco para acentuar su pureza por exigencias de la censura. Jamás intervino la censura en el color ola textura de la ropa de las actrices, solamente en su grado de desnudez: vestida o desvestida. El vestuario de Lana Turner, una de las mujeres más excitantes, incitantes del cine, estaba determinado por la iconografía de la estrella y los elementos emblemáticos del personaje y, en último término, por la cantidad específica de noir de la película. ¿Y qué dice la Lange de Lana?

«Es curioso», declaró, «cómo en todas las escenas de amor se ve tan impecable. Ni un solo pelo de su peinado en desorden ni una mancha en la ropa». Hay que perder toda esperanza, como advierte el Dante, de que Lange entienda si le aseguro que Lana Turner toda de blanco, con sus carnes esculpidas y la piel dorada por el sol y el pelo platinado por la moda, no encarna a la Inmaculada Concepción sino a una forma fatal del deseo.

Una nueva forma del cine negro en color es una película que Nino Frank (ese vidente que se ha hecho televidente al haber bautizado al género como noir) habría llamado La negrèsse. Me refiero a Tráiganme la cabeza de Alfredo García, en que Sam Peckinpah mostró la evolución del cine negro hasta su culminación en una orgía de sangre: cuerpos que caen muertos como caen los cuerpos muertos: cadáveres que al morir bailan la danza de la muerte de rigor, antes de que se apodere de ellos otro rigor, el rigor mortis. Vemos espasmos en cámara lenta, estertores repetidos, cuerpos violentamente disparados hacia atrás por las balas, proyectiles que penetran la carne con extrema urgencia y estallan al completar su trayectoria como si todas las fuerzas fueran de dispersión. Es una violencia nada real sino hiper-realista porque en la realidad no hay una sola bala de la que se vea su penetración. Ésta es una violencia sugerida con brutalidad y de acuerdo con un diseño visual nuevo. Antes, aún en lo más tenebroso del cine negro, los muertos, un momento antes de morir, gozaban de una salud bien visible.

Si El halcón maltés es la obra de exordio del cine negro al reescribir fielmente la novela de Hammett, Los asesinos, de 1946, es una culminación temprana. De una rara fidelidad al texto de Hemingway, con su comienzo que se proyecta hacia un futuro curiosamente hecho de flash-backs. O sea de reminiscencias pertinentes al pasado del brutal asesinato con que se inicia la película. En este acto de violencia, precedido por una calma amenazante, es que Los asesinos calca a Hemingway: a los personajes de los hit-men, a su atuendo, a sus maneras más propias de cómicos de vodevil que de asesinos a sueldo.

Es de este comienzo, de esta historia publicada antes de que Hammett escribiera su primera novela, que viene la última culminación del cine negro. Se trata de Pulp Fiction, a la que su director hábilmente relaciona con la revista Black Mask y la ficción barata. Pulp Fiction viene, al contrario, de una ficción maestra y de los diálogos aparentemente naturalistas de Hemingway, que son, curiosamente, altamente estilizados. (Es decir, creados por una imaginación estética). En Los asesinos toda la violencia se recibe a través de la conversación, aparentemente neutral, de los dos asesinos que llegan a una fonda del medio oeste una tarde apacible. Quentin Tarantino, en Reservoir Dogs, está más interesado en la conversación interminable de los pandilleros que en su acción letal. En Pulp Fiction la conversación está mechada, con ráfagas de muerte y la situación se resuelve, como en Los asesinos, en una suerte de comedia negra —que es principio y fin del cine negro. Ahora en glorioso technicolor.