Cuando por fin se estrenó Performance, en 1970, tres años después de hecha (luego de haber estado prohibida por la propia Warner Brothers, que la produjo, cuando su productor declaró que «esa película atroz» sólo se estrenaría por encima de su cadáver, llegando inclusive a secuestrar el negativo), la pregunta sin respuesta en el mundo del cine era quién había sido el verdadero director de esta cinta singular, tal vez la mejor del lustro inglés. Performance aparecía —una cosa rara más en un filme raro— como correalizada por dos directores. La pregunta se hacía doble. ¿Había sido dirigida en realidad por Donald Cammell, que escribió el guión y era un buen conocedor del mundo pop de Londres y de las muchas complicaciones posibles en el sexo? ¿O había sido su realizador Nicholas Roeg, el brillante técnico que fotografió, entre otros filmes, Farenheit 451, Lejos del mundanal ruido y, sobre todo, Petulia? Cammell cayó en el silencio después de Performance[4], pero Roeg hizo otras películas, como Walkabout, filmada en Australia, un fracaso menor, y Don’t look now, filmada en Venecia, un éxito menor. Sin embargo, su próximo filme despejó las dudas sobre quién era el verdadero talento detrás de Performance. Ese filme es El hombre que cayó a la tierra.
No revelo mucho si cuento que un día un hombre cayó del espacio exterior a la Tierra, ya que la revelación está en el título. Ocurrió en un lugar solitario (aparentemente porque esta criatura extraterrestre era vigilada constantemente) de Kentucky. En un pueblo vecino extrae un pasaporte de un bolsillo, dice (con acento de Londres) que es inglés y cambia un anillo de oro puro por dinero. Pronto revela al espectador una vasta colección de anillos de oro y reúne suficiente dinero para comprar los conocimientos de un abogado de patentes (Buck Henry, mejor actor que escritor) en Nueva York, a quien acto seguido muestra un espécimen aparentemente plástico que resulta electrónico y unas hojas llenas de símbolos matemáticos. El visitante dice que su nombre, predeciblemente, es Newton. El abogado declara con pasmo que sus descubrimientos pondrán fuera de mercado a la Ica, Eastman Kodak y Dupont, como se sabe los tres más poderosos consorcios químicofotográficos del mundo.
Thomas Jerome Newton adquiere en seguida un Cadillac negro con teléfono, por el que se comunica exclusivamente con su abogado, y se va a vivir a un hotel de tercera en Nuevo México. Allí tiene una extraña crisis de agotamiento físico con hemorragia nasal y vómitos, y es ayudado por una sirviente solícita, Mary-Lou (Candy Clark, la inolvidable rubita de American Graffiti), que lo cuida y le procura un televisor como entretenimiento. Newton resulta un adicto, no a las drogas ni al alcohol, sino al agua y a la televisión —pronto tiene seis televisores en el cuarto, todos encendidos a la vez—. Mientras tanto, en Chicago, Nathan Bryce (Rip Torn, ese excelente actor), profesor de química que sostiene peligrosas relaciones promiscuas con sus alumnas, recibe de regalo un libro que trata significativamente de poesía y pintura, y lo abre (¿al azar?) por la página que tiene una reproducción de La caída de Ícaro. Una de sus alumnas que muestra idéntica pasión por la gimnasia sexual y por la fotografía, le muestra el testimonio de su reciente coito en un rollo de fotos reveladas e impresas a color instantáneamente, procedimiento tan novedoso que sería la envidia de la Polaroid. Bryce decide dejar su cátedra y sus alumnas y solicita trabajo de la compañía que produce tales maravillas químicas —no sin antes echar una ojeada de nuevo a La caída de Ícaro y a la página opuesta, donde viene un fragmento de poema que alguien dedicó al cuadro de Bruegel, la cámara acercándose luego sobre la reproducción hasta descubrir la pierna zambullente, que es la única evidencia de la caída del hijo de Dédalo, el inventor.
Por su parte, Mary-Lou y Newton se han hecho amantes, y el Ícaro moderno, que padece flashbacks de extrañas criaturas depiladas o viscosas en un desierto extraterrestre, puede detectar visiones de los desaparecidos pobladores del Oeste. Al mismo tiempo, se ha hecho construir una casa junto a un lago (su pasión por el agua) en la que ha instalado doce televisores, que mira a la vez. Bryce logra establecer una extraña relación con Newton, quien aparentemente puede teleportarse y presentarse antes de que ambos hombres se conozcan. El profesor sospecha que Newton es algo más que un excéntrico y prepara un artefacto oculto para obtener evidencia sobre su identidad real. Newton, que es capaz de ver los rayos X, se da cuenta de la trampa, pero está demasiado borracho para intervenir. Bryce descubre que Newton es un extraterrestre por medio de la radiografía, pero Newton mismo se revela a Mary-Lou, ahora una amante exigente, por un procedimiento que puede llamarse strip-tease total. Thomas Jerome Newton, o como se llame esta criatura, aparece totalmente desnudo y viscoso, dejando sobre la piel tibia de Mary-Lou, que insiste en hacer el amor con este monstruo, una baba repelente que es la huella de su mano.
Por fin, Newton confía a Bryce que es un extraterrestre (después que hemos visto innúmeras visiones de criaturas muriendo de sed en el desierto imposible, pero todavía viscosas: su familia dejada detrás por la que siente un conmovedor afecto) que ha venido a la tierra en busca de un refugio con agua, como el que ha visto por la televisión en su planeta, pero al momento siguiente le comunica que intenta regresar en un cohete de su creación. Pero agentes no identificados quieren acabar con el poderoso consorcio de Newton, y cuando éste va a partir en su nave espacial particular, en medio de turbas adulantes, es secuestrado —y aquí la película se deshace, pero no termina—. Parecen haber pasado años, porque el abogado ha envejecido considerablemente, lo que no impide que él y su amigo íntimo sean lanzados desde el rascacielos en que viven por los misteriosos agentes, Ubicuo y Rencoroso. Pasan más años y Bryce y Mary-Lou, que son amantes desde hace tiempo, aparecen viejos y casi decrépitos. Newton, por su parte, se mantiene tan joven como un Dorian Gray extraterrestre, pero está confinado en una especie de arresto domiciliario y sometido a absurdas investigaciones médicas. Mary-Lou, añorante, intenta ver a Newton, y lo consigue, para encontrarse al antiguo amante abstemio convertido en alcohólico, y tienen un curioso reencuentro amoroso, en el que Newton, que aborrecía la violencia, hace el amor con auxilio de un enorme revólver, cargado con salvas. Pasan más años todavía y Bryce, siempre tras la pista del visitante del espacio exterior, encuentra un disco que por razones privadas del argumentista le conduce a Newton. El de ellos es el encuentro entre un anciano y un joven vestido como afectado petimetre de los últimos años treinta, de sombrero de fieltro y traje cruzado. Pero es Bryce quien tiene la última palabra ante el borracho Newton: «Mister Newton ha bebido más de la cuenta», le dice al camarero y el filme termina con Newton bajando los ojos, la cabeza y el sombrero de fieltro, mientras se oye sonar Stardust, ese nostálgico Polvo de estrellas, en la versión de Artie Shaw.
Si he contado la película entera es para ayudar al lector que vaya a ser espectador, pues Roeg (auxiliado por Paul Mayersberg, el guionista) ha hecho su filme con complicación más que complejidad, lleno de saltos de choque, disoluciones de la continuidad y cargas de flashbacks y proyecciones al futuro. Es, sin duda, su película más ambiciosa (incluyendo Performance), pero, como dice Raymond Chandler, «el problema con la ficción fantástica como regla general es el mismo problema que afecta a los dramaturgos húngaros: no hay tercer acto». No hay tercer acto en The man who fell to earth, que es una película que parecía prometedora y resultó malograda. Las escenas de sexo (la recurrencia más visible en el filme, aparte de las visiones extraterrestres), son menos gratuitas que el coito en Don’t look now (del que se dijo que Donald Sutherland y Julie Christie «lo hicieron de veras», como si esta realización tuviera que ver con el arte), pero no tienen la necesidad de ocurrir que tenían en Performance, que trata de la identidad sexual. En el resto del filme impera la gratuidad. Hay, sin embargo, una revelación extraordinaria en El hombre que cayó a la Tierra. Se llama David Bowie.
David Bowie, que ya era famoso en el mundo pop (porque no se puede hablar de rock en su música y aparición escénica), otorga ala película una dimensión extraña. Desde el principio, con su pelo teñido de un rojo imposible, con su figura de extrema delgadez, casi caquéctica, su cara larga de labios finos o sus raros ojos, es de veras una aparición de otro mundo, del mundo de la belleza que Oscar Wilde celebraba como venida de una tierra de extrañas flores y sutiles perfumes, una tierra donde todas las cosas son perfectas y ponzoñosas. Pocas veces ha aparecido en el cine (tal vez desde Katharine Hepburn) una belleza andrógina tan cautivante. Dice el director Howard Hawks que la cámara se complace en retratar los ojos claros, y Nicholas Roeg, como buen fotógrafo, ha captado los ojos azules de Bowie hasta hacerlos zarcos, verdes, amarillos, jugando con una mirada que está hecha para el cine. También sabe apreciar su belleza asexuada y en las muchas ocasiones en que lo fotografía desnudo, jamás muestra su sexo. Así, en su strip-tease a la Allais, cuando se despoja de su piel falsamente humana, lo que se ve es una aparición más que andrógina, sin sexo, o para usar una palabra cara a la ciencia-ficción, el androide perfecto. David Bowie era una superestrella de la música pop —en esta película se ha convertido, para el cine, en la estrella que cayó del cielo.