De entre los zombies

Cuando se estrenó La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers: su título ahora parece otra película más de George A. Romero) alguien escribió que era una alegoría anticomunista. Años después se dijo que era una referencia clara a la llamada Era de McCarthy. El péndulo de la ambigüedad había completado su vaivén. La realidad es que Muertos vivientes, dentro del género que inaugura y que cabalga a la vez, la ciencia ficción y el horror, es una película antitotalitaria: no hay otra manera de verla. Pero que las palabras alegoría y totalitario se refieran a lo que fue una pequeña película B, para exhibirse de relleno en programas dobles, muestra hasta qué punto la obra maestra de Don Siegel (cuando todavía no se firmaba Donald Siegel) al ser fiel a su época era una película visiblemente adelantada —y copiada a veces y hasta calcada después en un remake inútil por suntuoso, otro remake de Abel Ferrara. Hay sólo un axioma para el espectador: los que no recuerdan las viejas películas están condenados a ver refritos. (Véanse Psycho Dos, Witness for the Prosecution, The Bride of Frankenstein: todas remakes o secuelas).

La historia es simple. Un médico joven (Kevin McCarthy, hermano de Mary pero sin parentesco con el senador Joseph) regresa a Santa Mira, su pueblito, después de una breve ausencia y encuentra extraños síntomas entre los vecinos: una sobrina dice que su tío no es su tío, un niño llora porque su madre parece su madrastra: hasta tal grado son idénticos pero ajenos. La enfermedad no está en los libros de medicina (un déjà-vu convertido en jamais-vu) y el médico se limita a enviar a sus enfermos al psiquiatra local. (Como son los años cincuenta, ya tiene analista el pueblo). Esa noche, sin embargo, un amigo escritor (se conoce enseguida que es escritor: habla con una pipa en la boca) convoca al médico a su casa y le muestra, pálido sobre verde (está sobre una mesa de billar: hay películas en blanco y negro que llegan en su intensidad a evocar el color), una extraña visita no invitada: un facsímil exacto, no informe pero todavía en formación de la vera efigie del escritor, casi como una invitación a una inmortalidad prematura. Luego aparecen otros duplicados de los próceres del pueblo y hasta de los más humildes. La epidemia no reconoce clases: todas las copias son iguales, aunque, por su conducta, algunas copias son menos iguales que otras. Así el psiquiatra tendrá otro psiquiatra por copia, pero el jardinero seguirá siendo jardinero. Sólo ha cambiado su carácter: todos son de una pasividad extrema y parecen, sí, zombies. Al final, para horror del médico, todavía sui generis, aparece la réplica de Dana Wynter, su novia, más bella que nunca, casi caquéctica pero dorada al sol de California. (¿Por qué objetar dos Danas entonces: una para el verano. ¿Por qué objetarla? Porque una es una copia clónica en la que todo ardor perecerá). Las copias (humanas más que humanas: camino de utopía) aparecen por doquier: Salen de unas vainas verdes gigantes que parecen el alimento de dioses dementes: todo verdor es cruel. Son en realidad la avanzada de unos aliens que vienen a sustituir a cada ser humano individual por una copia perfecta como un maniquí de cera animado: son los zombies blancos que vienen de entre los vivos. Es el amanecer de los magos malos.

La huida de McCarthy y Dana Wynter, todavía virgo intacta, de una suerte peor que la muerte —la vida futura perfecta y eterna: el paraíso terrenal— es lo que hace que al terror de perder la identidad se añada el horror de verse rodeado por un mundo perfectamente inocente, cotidiano y sin embargo hostil —hasta que la catequesis nocturna te hace converso. El momento en que McCarthy descubre que durante el sueño Dana Wynter también ha sido trocada (su cabeza, su mente, su espíritu) y su escape solo y el ulterior descubrimiento de que toda la pesadilla sufrida en la pequeña Santa Mira (no Santa María) ocurrirá en otros pueblos del condado condenado, en otras ciudades sitiadas y, finalmente, en el mundo entero convertido en un orbe obrero: todo eso es lo que hace de la breve Invasión (apenas 80 minutos aún contando el imbécil prólogo y el epílogo anodino que impuso el estudio o Allied Artists, quien fuera: dorar el lirio aquí significa quitarle las espinas a la rosa) una alegoría política, un aviso sutil y el encuentro de la ciencia ficción con el cine de horror político, donde Orwell conoce al Dr. Pretorius: el comunismo es Marx más ersatz.

Treinta años más tarde la ciencia ficción se haría puro horror en Alien, que no pretende más que el entretenimiento por el shock nervioso, pero Invasión, una obra maestra de la Serie B, muestra que el verdadero alius no viene del espacio exterior: se lleva dentro, alienus. Invasion of the Body Snatchers es lo opuesto a una metamorfosis kafkiana: el ser ha sido sustituido por el perfecto símil sin ser. Gregorio Samsa no es ya un escarabajo que piensa sino un vegetal vivo. Mejor que body snatchers (los robacadáveres, con la ambigüedad de que body significa en inglés cuerpo y a la vez cuerpo muerto) debían ser mind snatchers, los ladrones de mentes. La caña pensante de Pascal ha quedado por fin hueca y vacía. ¡Vivan los muertos!