Tres eran (son) tres

Muchos me han preguntado por qué aparece ausente John Ford de mi libro Arcadia todas las noches. Los ensayos recogidos en este volumen, muchos años después de haber dejado de estar en estado crítico, eran conferencias ilustradas. Como no pude incluir The Searchers por estar destruida (en Cuba se quemaban los westerns como el cura en el Quijote quemaba libros), me negué a hablar solamente de La diligencia, tan vista, tan oída, y los films menores de Ford, todos inocuos ante esta gran tragedia de la pradera que niega a Aristóteles. (El griego creía que la tragedia sólo podía tener lugar en espacios cerrados). The Searchers es la única de estas tres películas que pude criticar en el poco tiempo que fui crítico de cine (poco más de cinco años), pero por razones que no es el caso mencionar, la dejé ir. Como Midnight y como In a Lonely Place la vine a ver en Inglaterra, en su idioma original y, atención, en la televisión. Esta es la única película en colores que he escogido. Entre otras cosas porque para mí el cine en blanco y negro es el verdadero cine, o el que me gusta de veras. No estoy solo: otros cinéfilos como Néstor Almendros y Woody Allen comparten mi afición. Lamentablemente, hoy una película en blanco y negro es una rareza, pavorreal blanco, tigre de las nieves. Es casi un monstruo: un albino. The Searchers es, no puedo olvidarlo, una de las obras maestras de John Ford. Acusada de racista, de reaccionaria y hasta de solemne, esta cinta hermosa y fatal se mueve con el paso lento, deliberado de las grandes ocasiones y es, efectivamente, una película que se toma su tiempo a pesar de durar menos de dos horas. Al lado de Heaven’s gate, por ejemplo, es una llama viva que se apaga antes de que podamos verla. Pero podemos recordarla (y celebrarla) como, posiblemente, el mejor western jamás hecho. O en todo caso como una que nunca se volverá a repetir. John Wayne es, como el Cid de Charlton Heston, una figura noble a pesar de sus debilidades (o bajezas) y su odisea al revés, como la de Ulises, es también la historia de una obsesión. No puede haber señor, o actor, más magnífico.

Como Midnight y al revés de The Searchers, In a Lonely Place es una película que nunca pude criticar. Entre otras cosas porque se estrenó en Cuba en 1950. La he visto en Inglaterra en televisión, en versión original, y está como Midnight y The Searchers en mi colección de vídeo. Pero esta copia no la presto jamás: tal es su rareza. In a Lonely Place está dirigida por uno de mis favoritos, Nicholas Ray (mientras que Midnight la dirigió Mitchell Leisen, a quien John Huston, ridículo, ¡redujo a decorador de su entonces esposa, Evelyn Keyes!) y fue producida por Santana. Como se sabe Santana era la productora de Humphrey Bogart. Es la historia, sucinta, de un escritor de Hollywood (otra cosa es un escritor en Hollywood) y parecería raro que el personaje interesara tanto a Bogart. Es que en cada actor hay escondido un escritor pugnando por salir. (Véase el caso de Tom Tryon o, más cerca, de Fernán Gómez. O las múltiples autobiografías de los actores que en cine han sido).

Aparte Humphrey Bogart. Gloria Grahame es una de mis vanas vampiresas (ella siempre pierde al final, vencida por la vida, como todos los demás) y en In a Lonely Place, dirigida por su entonces marido Nicholas Ray, nunca ha estado mejor. Ese espléndido labio largo paralizado por una novocaína natural, esa boca hecha para la displicencia más audaz y esos ojos pelados porque lo han visto todo son de una fealdad tan atractiva que verla es encontrarse con la Duquesa Fea revivida (o rediviva) tres siglos más tarde. Sólo su cuerpo (que no es gran cosa: lo que la hace parecerse a otra gran fea del cine, Ida Lupino) nos puede revelar su alma. Como lo hacen en The Big Heat, donde con menos elementos que Rita Hayworth nos descubre su magnificencia siempre menor y al dejar caer su estola de armiño al desgaire se revela como un torero que no teme a ningún toro —aunque se llame Lee Marvin—. Esa Heroína (en efecto, ella es la droga) conoce el amor, el desdén, el odio, el miedo y el hastío en unas cuantas incursiones a ese lugar solitario a que el título alude y ella elude.

Apenas he hablado de Bogart como escritor, que retrata tan bien la violencia de una suerte de Norman Mailer menor (¿o es tal vez Mailer a secas?), para quien escribir es atacar la máquina como si se tratara de otro contrincante o de una esposa. Después de todo, ¿no fue Mailer quién apuñaló a su mujer una madrugada? En todo caso, Bogart es creíble cuando está violento, es increíble como el lento escritor que no le tiene miedo a la página en blanco sino a la pantalla vacía. Ambos, Bogart y Grahame, convergen en la historia de amor que es el centro de este magnífico melodrama.