El metro de Budapest

De haber visto Medianoche de niño me habría dado cuenta enseguida de que es otra vez Cenicienta, convertida ahora en un cuento de hadas, de hados y desenfados. En un momento de la película explica Claudette Colbert, su heroína: «Cada Cenicienta tiene su medianoche», y hasta le dice a Don Ameche, su héroe renuente, que es un chófer de taxi húngaro en el París de anteguerra, refiriéndose a su taxi: «Ésta es una calabaza y tú eres el hada padrino» o inversión por el estilo. Pero vi Medianoche en televisión (comparto ese placer minoritario con unos cuantos españoles noctámbulos), ese museo del cine vivo. Me costó así trabajo entender que el título aludía a la medianoche fatal en que Cenicienta corre como en una pesadilla (esto es lo que son los cuentos de hadas: sueños que atormentan recurrentes) para evitar que las mostacillas vuelvan a ser mostaza, que las zapatillas de cristal devengan de nuevo chanclos (o peor, chancletas) o el suntuoso vehículo soñado sea una vez más cosas de carrozas.

La Cenicienta actual duerme en su vagón de tercera (o al menos así parece) venida de Montecarlo arruinada y llega a París de noche y lloviendo: la Ciudad Luz fundida. Encuentra bajo la lluvia un chófer que es un viejo lobo del mal aunque no tiene treinta años. Se llama Tibor Czerny (sin parentesco con el compositor de ejercicios para dos dedos) y para huir de sus fauces veloces, se escapa y entra en una cueva social donde debe asumir otra identidad: la baronesa Czerny. En el salón de moda conoce a John Barrymore, que se convierte en su verdadera hada. Al huir con su identidad hacia el hotel Ritz, un nombre al azar, Cenicienta descubre que en el hotel la esperan con una suite si no real por lo menos regia. Al día siguiente despierta no a la dura realidad de una ciudad inhóspita (todas las ciudades lo son) sino al regalo de un vestuario espléndido y una invitación al château de campaña de Barrymore, cuyo nombre es Georges Flammarion y está tan majareta como el celebrado astrónomo francés, que veía innúmeros espíritus amables a través de su telescopio para mirar las estrellas. Lo que sigue es una comedia de enredos a la manera de los años treinta, cuando el humor hablado mejor compitió con la comedia silente.

Medianoche es en realidad la culminación del género de la comedia loca y no es casualidad que Claudette Colbert esté en las mejores de ellas, desde Sucedió una noche, en que hacía sufrir al tosco Clark Gable, como a Gary Cooper en La octava esposa de Barbazul y al joven Joel McCrea en Palm Beach. Esta Eve Peabody es más sáfica que zafia y dentro de ella Claudette Colbert muestra un manojo de ardides que son arte: una lección de cómo evitar a los hombres y encontrar un buen marido. Cuando Ameche se disfraza del barón que es o pudo haber sido y llega a rescatarla de la compañía de lobos o de ricos con manía lupina, ella lo acosa, le tiende trampas y lo reduce a la domesticidad demostrando que la mujer es un lobo para el hombre. Ameche se ha aparecido al castillo vestido de frac y cuando ella trata de amansarlo en su cuarto, él le dice a ella: «¡Cuidado! Llevo un traje alquilado». Lo que conviene a un chófer de alquiler pero no al pretendido noble húngaro barón Czerny, ahora sin parentesco con Karl Czerny, que enseñó a Franz Liszt, autor de raudas rapsodias. La deliciosa Claudette, con parentesco con Colette, sortea sus pies calzados por entre las trampas y las trabas, ayudada por Barrymore, tercero en concordia. Al verla por primera vez y para conocerla Barrymore le pregunta a Claudette: «¿Ya terminaron el metro de Budapest?» y ella muerde cebo y anzuelo. Eve Peabody no puede ser la baronesa que pretende: el metro lo acabaron en 1893. La película, por supuesto tiene un final feliz: es una comedia y este género es siempre menos realista que el drama, que insiste en cortejar las lágrimas y casarse con la tragedia.

Medianoche está escrita (y esta es una película que no oculta la literatura de sus diálogos ni la parodia de su origen) por Billy Wilder, quien ya en los finales de los anos cincuenta, bien lejos de los felices treinta, hizo una obra maestra llamada en España, con gran acierto, Con faldas y a lo loco. Wilder tenía sus antecedentes en otras películas escritas por una mente demente, como Bola de fuego (parodia de «Blancanieves y los siete enanitos») y El mayor y la menor (Caperucita pelirroja: así era Ginger Rogers en su esplendor dorado), cuentos de hadas para adúlteros o canción de cama para niños pródigos. Wilder peleó todo el tiempo que duró el rodaje con Mitchell Leisen, uno de los directores más excéntricos de Hollywood. John Huston lo redujo a mero decorador de su casa de casado, Wilder dice que Leisen era capaz de detener la filmación para arreglarle el dobladillo de ojo a una actriz secundaria. Pero lo cierto es que Leisen tuvo que luchar con Wilder y con Barrymore para conseguir lo que es su obra maestra. Uno de los homosexuales más escandalosos del cine, era también un hombre de un exacto gusto visual y aunque desdeñaba por igual diálogos y construcción dramática, tuvo en Medianoche una comedia que a Wilder le costó años igualar sin superarla. Ésta es la obra maestra del género y una de las películas más vivaces que ha hecho Hollywood. A pesar de una indiferente Mary Astor en rol rico (tal vez como resaca del escándalo al hacerse pública su vida privada: si no hay niños presentes, la contaré algún día) y de la espléndida aparición de John Barrymore en la pantalla pero también, ay, en el set, según Leisen. En uno de sus días más claros (Barrymore vivía en la bruma del alcohol, que es peor que el humo de un puro) entró, equivocado o no, en el baño de las damas. Estaba ya orinando cuando entró la inspectora y le gritó: «¡Esto es para las mujeres!» John Barrymore, el dulce príncipe, como le llamaban, se volvió a la intrusa y todavía con el pene en la mano, le explicó: «Y esto también». Mitchell Leisen no se rió con el cuento pero su película hace reír a damas y caballeros. Lo que Medianoche, para que opere su magia, no se debe nunca exhibir después de medianoche.