Un día de 1925 una señora gorda y su pequeña acompañante, las dos americanas, las dos judías, atravesaron París en un coche sin caballos. La señora gorda era en realidad enorme y llevaba el pelo corto bien corto. La señora pequeña llevaba su pelo largo, aunque no era más largo que su bigote. Era un bigote hermoso para los que gustan de los bigotes grandes y se parecía mucho al bigote de los generales de la revolución mexicana. Fue gracias a Marlon Brando, tiempo después, que este bigote se conoció como bigote a lo Zapata. La señora pequeña estaba muy orgullosa de su bigote zapatista, que mantenía erguido con cera de bigote. La señora gorda parecía un monumento a una señora gorda y Picasso le hizo un retrato clásico en que se veía como la clásica señora gorda. Ahora la señora pequeña indicaba el camino y la señora gorda guiaba.
Momento para un comercial. El auto que conducía la señora gorda era un Ford de ocho cilindros.
La señora gorda se llamaba Gertrude Stein y era escritora y era rica y nunca tuvo que escribir en un periódico. Conocía a todo el mundo en París y todo el mundo en París la conocía a ella. Todo el mundo entonces eran Picasso, Juan Gris, Sherwood Anderson, Scott Fitzgerald y por supuesto Ernest Hemingway que escribía en un periódico. Fue Hemingway quien contó la historia de la travesía de París pero no en un periódico. También dijo que le habría gustado acostarse con Gertrude Stein. Tal vez porque era lesbiana. Nadie sabe qué habría dicho Gertrude Stein pero todos sabemos lo que dijo Alice B. Toklas, que era la señora pequeña, conocida en los años sesenta porque dio la receta de una torta al haschish sin kitsch. Peter Sellers la probó. Aprobó.
Gertrude Stein estaba orgullosa de su Ford y de Alice B. Toklas, en ese orden. Alice B. Toklas no tenía ojos más que para Gertrude Stein siempre y para la carretera ahora. Gertrude Stein sabía que no había una mujer a la vista que se atreviera a conducir un coche esa noche o cualquier otra noche. Ahora, todavía de día, iba a pedir una segunda opinión a un mecánico del banlieu que le habían recomendado como experto en autos americanos, aunque no sabía inglés. Los otros mecánicos franceses no sabían inglés ni nada de autos americanos.
Este mecánico tenía varios ayudantes que se comportaban como golfos guturales. Ninguno le hizo el menor caso ni al francés de Gertrude Stein ni a su auto americano. Intervino el dueño. Era un mecánico experto y arregló el auto en menos de lo que se dice un Ford de ocho cilindros. Gertrude Stein le preguntó qué le pasaba a la muchachada inútil y el mecánico francés le dijo en francés: «C’est une génération perdue, Madame».
Gertrude Stein pensó que esta frase era lapidaria y la tradujo al joven Hemingway, que no sabía francés: «Es una generación perdida». Hemingway supo apreciar la ironía de la frase francesa y quiso apropiársela para el título de su primera novela. Pero finalmente decidió lo contrario y llamó a su libro Siempre sale el sol, mala elección sin duda. La generación perdida habría podido ser tan pertinente como la Era del Jazz de Fitzgerald. El título inglés, The Sun Also Rises se hizo famoso al tiempo en que el productor David O. Selznick se casaba con la hija de Louis B. Mayer, jerarca de la Metro Goldwyn Mayer. Al casarse el suegro ascendió al hijo y al hacerlo creó una parodia, the son-in-law also rises. O siempre sube el yerno. Desde entonces ese título parece un subtítulo.
Hemingway, querámoslo o no, es el más influyente escritor americano nacido en este siglo. Su influencia en el cine americano es enorme. Sus cuentos se publicaron antes de la llegada del sonido, pero su primera novela salió en 1927, justo cuando el cine mudo se hizo hablado. La mayor parte de los guiones de entonces eran comedias de Broadway, pero un poco más tarde cada personaje de cada película de Hollywood no sólo hablaba como los personajes de Hemingway sino que bebían y eran alegres pero infelices, igual que los personajes de Hemingway. Pronto no se podía saber si los personajes de Hemingway hablaban como actores de cine o si los actores de cine hablaban como personajes de Hemingway. Un poderoso paradigma es El halcón maltés, en que todos los personajes de Dashiell Hammett hablan como personajes de Hemingway y un actor en particular, Humphrey Bogart, hablará para siempre así. Hasta el director John Huston se mostraría un epígono como persona y como personaje. Todo por culpa de unos cuantos americanismos y una repetición encantatoria.
En Siempre sale el sol los personajes están heridos metafísicamente, no por la guerra sino por la paz. En The Last Flight los personajes fueron heridos en la gran guerra. Incluso se ve cómo quedaron inválidos y hasta hay un médico militar que dice cuando los mira salir del hospital: «Ahí van, a enfrentar la vida mientras su entrenamiento fue todo una preparación para la muerte». Luego dice fulminante: «Balas gastadas, es lo que son». Si ese diálogo no tiene un antecedente en Hemingway, descritos se comportarán en segundos en personajes salidos de Siempre sale el sol.
Los personajes de Siempre sale el sol salen de París para ir al sol de Pamplona y ver los toreros desde la barrera. De ahí van a Madrid, no a morir sino a vivir y a beber. En The Last Flight van a Lisboa, a ver los toros. Pero en Lisboa los toros se llaman cómicamente touros y nadie los mata en la praza. Es aquí, sin embargo, que la tragedia ausente de Siempre sale el sol está bien presente, en la plaza. Es una tragedia de contrastes: la corrida es una broma pero los toros son serios. Luego en la noche de Lisboa la tragedia se repite y la película termina en una nota triste como un fado. Pero fado quiere decir hado. No tienen ustedes que deprimirse sin embargo. Helen Chandler tiene la última palabra y su frase final es un memorándum: hay que recordarla por ella. Helen Chandler, por si no lo recuerdan, es la bella heroína perseguida por Bela Lugosi en Drácula y, como lo muestra esta película, una de las mujeres más graciosas de todo el cine americano. No hay que sorprenderse de que todo el reparto se enamore de ella.
The Last Flight es sin duda una obra maestra. De no ser así yo estaría ahora vendiendo billetes para Dirty Dancing. Esta es la mejor película sobre la generación perdida que se ha hecho y esto incluye el original que, con el título de Siempre sale el sol se convirtió, años más tarde, en una broma impensada. Tyrone Power entra en una barra o boîte española y cuando sale el mozo en la Plaza del Sol pide Power: «Dos fundadors por favor». El camarero, lingüista que es, le trae jerez.
Richard Barthelmess es, como en Sólo los ángeles tienen alas, un anti-héroe. Es su mejor actuación en una vida en el cine. Barthelmess parece un herido perenne: lo cruzan cicatrices mentales y morales. En esta película es como la improbable cruza de un Cary Grant encogido y un Peter Lorre hermoso. Es una hazaña histriónica, ya que no vivió como Peter Lorre (morfinómano y mujeriego) ni como Cary Grant —rico pero tacaño. Mientras que Helen Chandler dejó el cine para casarse con un escritor pobre y vivieron infelices hasta el fin de sus días. Murió en 1965, sin haber cumplido los sesenta y todavía bella. Tuvo una feliz frase final: «Los escritores me dieron los mejores diálogos y la peor vida».
The Last Flight, que quiere decir el último vuelo, es una película más ligera que el aire. La dirigió William Dieterle, famoso por sus biografías filmadas: Pasteur, Juárez y Zola que debió llamarse «lo que Zola quiere». El resto era «lo consigue Paul Muni», monstruo sagrado de la Warner. Después hizo El jorobado de Nuestra Señora, una jiba que le dio suerte, Un pacto con el diablo (que es el que hizo con Warner Brothers), película que se llamó originalmente Todo lo que compra el dinero. Su obra maestra, casi al final de su carrera americana, fue El retrato de Jenny, que era, asombrosamente, la película favorita de Luis Buñuel —o eso decía él.
Dieterle fue, como todos los directores alemanes, autoritario y espectacular y tan íntimo como una fornicación debajo del Eros de Piccadilly. Iba al estudio a filmar llevando pantalones de montar, botas de caña y media yen el ojo un monóculo. También usaba guantes blancos, tal vez para manejar a los actores. Que pudiera hacer cine con este atuendo es ya una hazaña. Que haya hecho una o dos grandes películas es casi un milagro. Como Fritz Lang, Robert Siodmak y Douglas Sirk, Dieterle regresó a Alemania a morir. Pertenecía ala Escuela del Elefante Herido, que hace cine por sus colmillos y después busca su cementerio.
Entre todos los pilotos muertos está David Manners, que tenía fama de ser uno de los actores más bellos del cine de su tiempo. Manners es el héroe de Drácula, La momia y El gato negro y el hombre que competía en belleza con Katharine Hepburn en Acta de divorcio. Es el único miembro del reparto que vive todavía. Se retiró a tiempo para poner con su amigo una tienda de antigüedades en Nueva York. También escribió varias novelas mientras esperaba clientes. No dejen de ver, si ven The Last Flight, a Eliot Nugent, que luego se hizo director y siempre se hizo el loco, hasta que terminó loco. Nugent tiene aquí uno de los mutis por el foro de la noche más misteriosos, conmovedores y trágicos del cine. Pero no olviden mirar a Richard Barthelmess, uno de mis actores favoritos de siempre. Hay pocos más trágicos en Hollywood. De Griffith a Howard Hawks siempre dio una nota curiosamente personal. Fue un maestro de la economía de medios y moralmente era un parco nato. Si el maestro del zen (o Zenón) me mandara a buscar a un estoico, no tendría que ir muy lejos. Sólo subir ala pantalla y decir: «Dick, voy contigo». Su mirada clara, claro, me sumiría en un fade out.