Lang y los Nibelungos

Vi (en el cine siempre la primera persona es singular) por primera vez Los Nibelungos en la Cinemateca de Cuba, que habíamos fundado, entre otros, Germán Puig, Néstor Almendros, Tomás Gutiérrez Alea, el fallecido Roberto Branly y yo y gracias a la generosidad de Henri Langlois, que prestaba sus obras maestras a los desconocidos insólitos, solitos. La noche de la exhibición (las películas venían de París como los recién nacidos) fue casi la noche de la no exhibición. Las muescas de la cinta saltaban o no cogían las cruces y la sala, el amplio pero nada dotado auditorio del Colegio Odontológico, quedaba a oscuras hasta que el operador ensartaba este film más elusivo que el dragón invisible para los espectadores. A la tercera vez que quedamos a oscuras, Germán Puig se hizo del micrófono y en la noche tropical resonó su voz potente para decir: «Las interrupciones son debidas a las perforaciones» y no decir más. Germán no se refería a las perforaciones más obvias, con Siegfried penetrando al dragón por sus partes blandas, sino a una falla técnica. Pero su frase, una verdadera catch phrase, fue más memorable que la película y la noche. Los Nibelungos de Lang quedaron marcados más por la sombra que por las luces y el temido dragón parece, en la distancia, un pariente descolorido del dragón chiflado. Casi como el ballenato que cantó en la ópera. Hay que decir que en la primera parte el dragón es esencial a la trama. Prepotente y altivo, es una especie de Lang ex machina.

Como en toda trama complicada (piénsese en El beso mortal o Vértigo) la historia es simple. Siegfried mata por fin al dragón y se casa con la princesa en apuros. Pero la reina, el verdadero dragón, mata a Siegfried y venga al dragón. La viuda, hecha ahora un dragón, se casa con Etzel (Atila) que procede a aniquilar a todos los burgundios, cualesquiera que sean. La leyenda fue escrita ahora por Thea von Harbou, esposa de Lang, que después de perder a su marido en el exilio por culpa de los nazis, se hizo nazi.

Tal vez la historia matrimonial habría sido más atractiva que este mito que nutrió a Wagner y a Lang. Más interesante (y más influyente) fue Lang, antes, en El Dr. Mabuse, tahúr y, por supuesto en Metrópolis después. Mabuse fue celebrada por Goebbels pero Lang prefiere El testamento del Dr. Mabuse (1933), que contenía elementos subversivos con sus diálogos hechos de frases dizque de discursos de Goebbels. El buen doctor no se enteró o se sintió halagado y convocó a Lang a su oficina, que era entonces no mayor que el teatro de la ópera, ambos en Berlín. (Más más tarde).

Los Nibelungos es un mito nórdico escrito por los austríacos y saqueado por los alemanes. Richard Wagner, en el colmo de su megalomanía, lo hizo suyo. Todo folklore aspira a la condición de poesía y Lang aceptó el reto en imágenes. Un momento memorable de la leyenda (la valkiria durmiendo su sueño mágico en medio de un amenazante círculo de fuego) tiene varias versiones visibles y el poema se hace fuego fatuo. Siegfried, llamado Sifrit y luego Sigfried, salta a caballo las llamas para romper el círculo y salvar a Brunilda. Pero luego Brunilda, demostrando que el agradecimiento es sólo para agradecidos, instiga con Hagen para que mate a Siegfried. Muerto Siegfried, Krimilda (sin parentesco con Brunilda) mata a Hagen. (Hay una versión de Robert Benchley, autor y actor, que es ligeramente diversa).

Lang viene después de Wagner pero esos poetas nórdicos o germanos estuvieron aquí antes. Los Nibelungos, la película, no usó inicialmente la música de Wagner (la compuso Gottfried Huppertz) aunque luego la UFA distribuyó otra versión acompañada por Wagner. Luego Lang, acompañado por Thea von Harbou, visitó Nueva York y de esa visita surgió la idea de Metrópolis, film fascista que Lang achacaba a «la señora Von Harbou». Según unos fue esta concepción que lo llevó al grandioso despacho de Goebbels. Otra versión presenta al mismo Hitler extasiado ante Los Nibelungos en general y en particular con la figura de Siegfried. La película se subtitula «Canción por un héroe alemán» lo que condujo a dos movimientos paralelos. Hitler le dijo a Goebbels: «Hay que impedir por todos los medios que Bruno Walter dirija la música de Wagner», que se hizo, y Get Lang, que se hizo parcialmente. Lang cuenta y falsifica. Todos los directores de cine son mentirosos: está en el oficio.

Siegfried aprendió el lenguaje de las aves y podía silbar como un pájaro. A pesar de su encuentro fatal con el dragón (una especie en peligro) Siegfried era un ecologista temprano. Los metales que suenan y resuenan en Los Nibelungos no son el ruido de la batalla sino el eco del sablista: Wagner pedía dinero a diestra, a siniestra y al medio. Lang sólo quiso lo que Hollywood no le podía dar: independencia en vez de pendencia. De Louis B. Mayer pasando por Spencer Tracy hasta Dana Andrews su carrera americana fue una contienda perenne. Su monóculo, su larga boquilla humeante y sus maneras teutonas lo alienaban, pero como en Alemania buscó refugio en las mujeres. Una de ellas fue Barbara Stanwyck, tan sugestiva como Brigitte Helm (héroe y heroína de Metrópolis) pero mejor actriz. Que Lang se haya apoyado dos veces en la atractiva fealdad de Gloria Grahame (a la que incluso desfigura aún más en The Big Heat) es una muestra de su cálido amor por las mujeres, disfrazado detrás de un monóculo justamente. Un director que usa no utiliza a Barbara Nichols (la memorable Carmen rubia de Sweet Smell of Success, vendiendo cigarrillos y amor con marca) tiene que ser un amante de las mujeres. A pesar de Thea von Harbou y la Helm el Fritz Lang de Hollywood es el mejor Lang, como lo son Robert Siodmak, John Brahm y Douglas Sirk. Ophuls, un artista mayor, vino, miró y vio y volvió a Europa en un retorno que era más bien un doble exilio adorado.

La carrera de Fritz Lang en Alemania culmina y queda trunca por la visita al gabinete del Dr. Goebbels: interminable oficina, enorme mesa y el orden del Nuevo Orden por todas partes. Lang se encargó de que esta cita quedara en una ambigüedad nada alemana. Hay quienes llaman a M por el título de Un asesino entre nosotros y quieren que sea una alusión al Führer antes de ser Führer: la película se hizo en 1930, Hitler llegó al poder por las urnas en 1933. Otros (y entre ellos a veces el mismo Lang) dicen que Goebbels convocó a Lang a su despacho aduciendo que Hitler era un admirador de Metrópolis. Según Lang, el único que quedó para contarlo, Goebbels, después de elogiarlo, le ofreció el cargo de director de la industria de cine nazi. Lang recuerda que le dijo a Goebbels que su madre era judía. Goebbels, evidentemente, ya lo sabía. «Eso no tiene la menor importancia», dijo el ministro de propaganda: «Usted es un alemán». Lang repitió una y otra vez que pidió tiempo para pensarlo y esa misma noche, sin equipaje, dejando atrás su casa, sus enseres y a Thea ardiendo de rabia, tomó el expreso nocturno para París.

Prefiero creer que el film preferido de Hitler es Die Nibelungen porque Hitler creía no sólo en los horóscopos sino que se creía un mito teutón encarnado. ¿Qué mejor representación mítica que la saga de los Nibelungos, llena de ruido y frenesí que significan el poder total y el amanecer de los dioses nórdicos? La película de Lang es una excesiva reproducción de la imaginería de Arnold Böcklin, cuya influencia en el arte alemán de este siglo es abrumadora. Goering se apropió cuadros de Böcklin, Hitler, menos audaz, sólo de su mitología, Lang, más visual, ordenó su fresco móvil siguiendo el orden visual de Böcklin. Los tres son, a su manera, creadores pangermánicos. Curiosamente, de ellos el único que no era alemán era Hitler.

Me pregunta Miriam Gómez de sopetón: «¿Y cuándo fue la última vez que viste Los Nibelungos?». Respondo de zoquetón: «En 1950». Hace ya cuarenta años pero padezco de memoria súbita. Recuerdo un falso arcoiris y la profusión de lanzas y su duración excesiva que me hizo llamarla Los Nibelungos. Recuerdo también que, como en Tristán e Isolda, en varias versiones, los amantes están condenados por la virtud del amor. Es prodigioso lo que uno puede recordar de una película memorable. Sobre todo cuando toma notas. Debía hablarle de los símbolos, pero vi la película en La Habana y, como dice Fritz Lang, en América no se necesitan símbolos.