Yo también conocí a Samuel Fuller

A finales de los años cincuenta, cuando la cresta de la Nueva Ola era apenas perceptible, Jean Luc Godard pudo conocer a uno de sus ídolos de su cine ideal (con el tiempo Godard llegaría a abominar de esa idolatría, pero esa es otra historia), un director aparentemente sin importancia. Dijo Godard, que siempre fue parco, a sus amigos: «¡Conocí a Samuel Fuller!», como si hubiera conocido a D. W. Griffith. Yo conocía a Samuel Fuller como el arquetipo de director americano que era en esa época un anticomunista atroz. La primera película suya que había visto, Casco de acero, me pareció pura propaganda para un conflicto en que yo, ingenuamente, había creído la contrapropaganda comunista y podía jurar que Sud Corea invadida había en realidad invadido a Corea del Norte. La película me pareció mediocre y su director un realizador de Película B sin talento para la acción. Me había equivocado otras veces pero nunca estuve más equivocado.

Su siguiente película, Pick Up on South Street, fue protagonizada por un actor, como otros, al que el estrellato había convertido de una gran amenaza secundaria, en una estrella adocenada —Richard Widmark—. Estaba también una de mis caras favoritas, Jane Peters, y como en Yo maté a Jesse James, Cascos de oro y Bayoneta calada, había un conjunto de actores secundarios que eran notables en su ejercicio dramático. No sabía entonces que mucha de esa pericia era acreditable al director. Pick Up on South Street me hizo sin embargo prestar atención a su nombre. Pero Fuller, en su próxima película, Hell and High Water, un pésimo drama de la Guerra Fría, volvió a defraudarme. Lo iba a dejar por imposible cuando vi su House of Bamboo, una película de gángsters americanos en Tokio, cuyo argumento era aparentemente policial pero cuyo tema escondido era la traición, la doble traición, aún la triple traición —y esto la hacía para mí interesante: el tema del traidor entre los discípulos, Jesús y Judas, intrigante, imperecedero—. Había además un uso de las texturas como elemento dramático —la cortina de bambú entre la prostituta japonesa y el policía americano que duermen juntos— que era inusitado para un director a menudo apresurado por la acción, por no decir chabacano para los detalles.

Run of the Arrow, la próxima película de Fuller lograba un tono épico por medio de conflictos psicológicos y raciales. Era como si House of Bamboo se hubiera extendido al terreno de la epopeya. Aquí además el tema de la traición era sustituido por los conflictos de la lealtad. Su héroe —un soldado sureño que se negaba a aceptar la capitulación del General Lee— intentaba hacerse indio, para encontrarse por su fidelidad al Sur en un doble renegado, de la nación americana y de la raza blanca. Al final reconocía que no pertenecía ni al estado americano ni al mundo indio y se volvía, con su mujer india, hacia la pradera y el desierto, a la naturaleza.

Lo que hacía estas películas sui generis es que Samuel Fuller no sólo las dirigía sino que siempre las escribía y muchas veces era su propio productor: pertenecían por completo a Fuller y suyos eran sus aciertos y sus errores. Después dejé de ver películas de Fuller, por razones diversas y personales y así me encontré años más tarde con su Underworld, USA, en que el film de gángsters toma una dimensión nacional, pero no hay una intención de denuncia periodística a la manera por ejemplo de The Phoenix City Story, tan en boga en los años cincuenta —aunque, cosa curiosa, Samuel Fuller venía del periodismo y ese oficio fue su primer y último amor. Es al periodismo con pasión que Fuller dedicó una de sus películas mejores y tal vez su mayor fracaso, Park Row, historia del periodismo americano al doblar el siglo y descripción de la trabazón entre la noticia y la tecnología, tan imbricada en este film que uno de sus héroes es Ottmar Mergenthaler, retratado durante la acción de inventar el linotipo.

Las cuatro últimas películas de Fuller son, respectivamente, un fracaso menor, un éxito calificado, un gran éxito y un estruendoso fracaso. Esas películas se titulan Merrill’s Marauders, Shock Corridor, The Naked Kiss y Shark.

Merrill’s Marauders es Fuller de nuevo en el campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial y es la historia de una campaña menor, dirigida por el histórico Brigadier General Frank Merrill contra los japoneses, en Birmania. El general Merrill debe hacer con el ejército regular una guerra de guerrillas para tomar posiciones japonesas al extremo oriental de Birmania. Cuenta solamente con mil quinientos hombres mientras la espesura birmana bulle de japoneses. Merrill debe librar también una campaña contra su propio cuerpo, ya que está gravemente enfermo del corazón. La película cuenta esta historia de triunfo y de fracaso con un realismo suficiente y habitual durante casi todo su largo —pero de pronto surge lo inesperado, para revelar el talento visual de Fuller, un director famoso por sus largas tomas, sus travellings interminables y sus planos complicados de realizar pero fáciles de ver. Ocurre casi al final de la película, cuando los merodeadores de Merrill toman una estación de trenes. Toda la breve batalla tiene lugar entre unos obstáculos obstinados: esa construcción absurda es un dédalo. Así esta secuencia se empata directamente con otra batalla en The Steel Helmet, que tiene lugar entre la niebla. Las dos muestran a Fuller como un mitificador de la guerra como una lucha en el centro del laberinto, cuya única salida parece ser la muerte.

Ese laberinto puede encontrarse también en la paz y en Shock Corridor un periodista ambicioso (Fuller es siempre parcial a los periodistas) se encierra voluntariamente en un manicomio, aparentemente para investigar un crimen y solucionar su misterio. En realidad el héroe va en busca de la locura y el manicomio pronto se le convierte en un laberinto cuya única salida parece inencontrable porque es la sanidad mental.

La última película de Fuller que merece la pena verse es tal vez su obra maestra. En ella Constance Towers, una mujer de la calle sin salida, decide encontrarla en un pequeño pueblo, donde oculta no sólo su identidad sino su pasado. Pero allí tropieza con formas de corrupción desconocidas a su profesión. Casi se casa pero su novio, el prohombre del pueblo, se revela como un degenerado al que gustan no las mujeres corrompidas sino corromper niñas. Constance Towers (actriz favorita de Fuller) lo mata al descubrir su perversión —con un verdadero coup de téléphone—. En The Naked Kiss (ése es el título de este melodrama que se vuelve una tragedia) Fuller muestra claramente su verdadero oficio: se trata de un maestro de la Película B y sabemos que siempre lo fue, con pequeños presupuestos, como en The Naked Kiss, con poca plata como en Pick up on South Street y con demasiado dinero como en Hell and High Water. Su originalidad, su gusto por la acción, su afición por los actores secundarios y una comodidad en cierta minuciosa intimidad lo hacen un director de película B que llegó, vio, triunfó y fracasó —como en The Shark (1967). Pero hay algo más. Fuller es a pesar de la técnica de Hollywood, a pesar de los actores experimentados, a pesar de la fotografía siempre cuidada, un verdadero primitivo, tal vez el último de los primitivos del cine americano.

Conocí a Samuel Fuller cuando viajé a Hollywood en 1970. Teníamos el mismo agente y coincidimos en una fiesta que dio éste en su casa en un cañón. Conversamos brevemente, pero por azares de las distancias en Los Angeles y el transporte siempre precario, él y su mujer alemana se ofrecieron a llevarme a mi hotel. Al conocerlo me sorprendió la escasa estatura de Fuller, la ausencia de esa truculencia exhibida en sus fotos y aún en su breve aparición en Pierrot le Fou, donde Godard le hizo un homenaje visual después de haberle dedicado su Made in USA antes. Fuller, en la vida, era un viejito amable a quien cualquier director de reparto hubiera asignado enseguida el papel de sabio europeo en una película de espionaje atómico de los años cincuenta. Durante el largo trayecto en su auto, pudimos conversar. Quise llevar la conversación, casi un interrogatorio al terreno del cine, a pesar de que sabía su renuencia a discutir el tema.

—Cuál es el momento que mejor recuerda en el cine? Después de un silencio que me hizo creer que no me había oído, con el ruido del motor y el aire vibrando en el cañón, me dijo:

—Cuando descubrí el cadáver de Jeanne Eagles, siendo un periodista novato.

Me pareció sorprendente y al mismo tiempo esperado. No sabía que Fuller había encontrado el cadáver de la belleza del cine silente que murió víctima de las drogas, pero era característico que Fuller escogiera no un recuerdo cinematográfico sino periodístico. Dejé esperar un rato para preguntarle por sus proyectos, que son siempre el único futuro posible en Hollywood.

—No tengo ninguno. Pero le voy a decir cuál es mi sueño. Sé que le va a parecer raro. Lo que quiero es ser dueño de un periódico y dirigirlo.

No me pareció raro habiendo visto sus películas y sabiendo que el proyecto en que había hundido todo su dinero años antes había sido una película sobre un hombre para quien su sueño —y su pesadilla— fue fundar y dirigir un diario. Sin embargo las mejores películas de Fuller, aún las que tienen que ver con periódicos y periodistas, están bien lejos del periodismo, ya que parecen hechas no para hoy, como los periódicos, sino para mañana. En ese futuro se inscriben. Es así como he visto la mayor parte de ellas: no en el hoy de su estreno sino en el mañana de cines de clásicos, en retrospectivas y, unión de lo inmediato con lo perdurable, en la televisión. Samuel Fuller, finalmente, ha alcanzado la salida del laberinto de hacer películas en la posteridad del cine.